viernes, 3 de abril de 2009

NO HAY QUE EXAGERAR, CABALLEROS

Por Luis Sexto
Entre otras famas, que aquí no puedo explayar, el cubano típico posee la de exagerado. Y no peca por maldad; mas bien por tendencia natural de su carácter formado en isla pequeña donde los ríos fluyen mayoritariamente como arroyos –comparados con Amazonas, Danubios y Amures- y sin embargo los llaman con ese nombre, ríos, y donde unas semanas sin ver al amigo o a la novia son “mil años”, y cualquier dolorcito es un “dolor del diablo”.
La tendencia a la hipérbole, tan cubana como el tabaco, que sin exageraciones es el mejor del mundo, podría ser el tema de un ensayo histórico sobre la idiosincrasia de los nacidos en esta ínsula, llamada alternativamente Llave del Golfo, Perla del Caribe, Verde Caimán, Tierra de la Caña. Pero como el tiempo y el espacio no alcanzan para el estudio profundo, prefiero demostrar este rasgo con una anécdota. La Historia no incluye el menosprecio por la anécdota, especie de miniatura literaria o periodística. No hay mejor perfil caracterológico que la anécdota. Sucinta, concentradamente se revelan en ella los signos psicográficos de un pueblo. La opinión de un filósofo como Sartre la bendijo y le exaltó su potencialidad de espejo, de síntesis de gentes, sueños y conflictos. “Una anécdota refleja –explicó el autor de La náusea- toda una época lo mismo que una Constitución política.” Y me parece que puedo ejemplificar ese aserto con la que oí mientras almorzaba en la Unión de Periodistas. Quien la contó, la recuerda como ocurrida en 1960, en un lugar para él ya imprecisable de la provincia de La Habana.
Transcurrían aquellas jornadas iniciales de la Revolución, cuando, colmados de fervor, de rescates, de rupturas, todos los discursos conjugaban un solo verbo –hacer- en la primera personal del plural. Y los números del almanaque descansaban sobre el color rojo de las excepciones. Cada fecha señalaba la inauguración de una obra. El pueblo, entusiasmado por la recién estrenada libertad de poner la piedra del futuro en el presente, secundaba, alzando las manos, la consigna principal:¡Vamos hacer, vamos hacer!Los oradores convocaban la unidad nacional con el argumento incontestable de los planes constructivos. Nadie podía resistirse a transformar la tierra, erradicar la incultura, allanar los abismos...
¡Vamos a hacer escuelas...! –arengaba un instructor revolucionario en un batey: cuatro o cinco bohíos, casuchas renqueantes. Detrás, los cañaverales batían el verde maduro de la próxima zafra, cosecha azucarera en una llanura sin sombra que se asfixiaba en el reverberar del horizonte. Luego de unos segundos en silencio, el tono se le se acrecentó hinchado de ilusión y de convicciones.
-¡Vamos a abrir caminos, vamos a levantar un hospital, vamos a tirar puentes!
Uno de los campesinos lo interrumpió:
-Puentes para qué, compañero; aquí no hay ríos.
Y el fogoso orador, sin meditarlo, respondió bajo el chisporreteo del aplauso:
-¿No hay? ¡Pues vamos a hacer también un río!