Por Luis Sexto
La web se ha vuelto adicta a textos, a veces menos que eso, a simple algarabía teórica, que coincide en decir que Cuba se aparta del socialismo y va hacia el capitalismo. Pero la generalidad de esas tesis, a pesar de sus diversos cromatismos de izquierda, coinciden en una omisión: ninguno dice cómo Cuba ha de solucionar su crisis estructural sin caer en el vacío de una nueva crisis o encallar en los arrecifes de La Florida.
Confluyen estos teóricos de la red –a veces impune y caótico reinado de la irresponsabilidad- en avisarles a los cubanos que Cuba tiene que volver al socialismo. ¿A cuál? ¿Al que nunca se ha probado, o si se ha probado, como en un tiempo el socialismo autogestionario de Yugoslavia, ha fracasado al igual que el socialismo real soviético? Es curioso: algunos de cuantos escriben sobre Cuba y sus problemas lo hacen desde la distancia, desde intuiciones facilitadas por los discursos o los devocionarios de la ultra izquierda o de la derecha camaleónica o amarilla; incluso, Posada Carriles declaró recientemente en Miami estar convencido de que “este año estaremos en Cuba”. “Ya nosotros ganamos”, dijo aludiendo a la supuesta vuelta de Cuba al capitalismo. Son, en suma, declaraciones de zapateros fuera de sus zapatos.
Desde ese mirador en que se confunden izquierdistas y derechistas, se gestan varios de esos artículos y declaraciones tan estrictamente doctrinarios. Y qué podría decir el cubano medio, ese que lucha su yantar y su trajín diario, ante tales reproches, formulados en nombre del dogma que en Cuba se trata de extinguir. “Bueno, mi hermano, socialismo sin comida, sin zapatos, sin transporte, no camina. O es que tú quieres ponerme en el altarcito de tus diablillos con el nombre de “San Sagunto o San Numancio”, el que resistió pa’ná”. Por lo tanto, si la estrategia de actualización económica que se aplica en Cuba ayuda a facilitar la alimentación, la ropa, el transporte, a hacer más eficaz la medicina y la escuela, y al desparecer los subsidios y las dádivas también retrocede el autoritarismo burocrático, puede ser que los cubanos veamos el inicio de una búsqueda socialista cuyo primer requisito es tener lo necesario para repartir. Porque ninguna teoría que prometa distribuir parejamente la pobreza, podría llamarse socialista.
Pero desde fuera y también desde dentro recomiendan nuevos saltos al vacío. Por ejemplo, ¿se pueden entregar empresas incompetentes a trabajadores habituados a cumplir órdenes y orientaciones encorsetados en ese socialismo burocrático en el que derivaron las mejores intenciones? Una verdad, a mi parecer, se sobrepone a las múltiples y opuestas opiniones: el país no podrá inventar, ni experimentar hipotéticos modelos. Tendrá que partir de lo conocido, o de lo más seguro, aunque los resortes de estimulación de las fuerzas productivas tengan una o dos o muchas afinidades con el capitalismo. Ahora bien, habrá que horizontalizar la dirección y la producción, porque los trabajadores tienen que ser objetos y sujetos del trabajo y también codecisores del destino político y empresarial.
Si con cuanto ha sido proyectado y escrito y aún no escrito para trascender la hostilidad de los Estados Unidos y rectificar definitivamente los errores de improvisación en el interior de la sociedad cubana, Cuba va hacia el capitalismo -como asegura una izquierda que parece ingenua y, en el peor de los expedientes, es irracional- estoy de acuerdo si en ese intento Cuba y la revolución se salvan de la catástrofe. Aunque uno a veces quisiera más claridad, más dimensión en algunos aspectos que están muy encapsulados o sudan la resequez del estilo tecnocrático en los Lineamientos de la actualización económica, es preferible ir por nuestros medios y nuestra voluntad al sitio donde parece estar, en las circunstancias presentes, la más fiable fórmula de amplitud económica y de efectivo orden social. Peor sería que los Estados Unidos, y sus intermediarios del “exilio” lleven a Cuba al capitalismo si el país no logra salvar el precipicio que, según Raúl Castro, actualmente bordea.
Por otra parte, qué poco se ha logrado saber del capitalismo. Porque a cualquier intento de azuzar, mediante algún resorte regulado de mercado, a fuerzas productivas inmovilizadas y dependientes de subsidios, lo tildan de capitalista sin conocer cabalmente, o conociendo al menos con intenciones limpias, la situación interna y sus perentorias demandas de crear y acumular la riqueza suficiente para progresar en el socialismo. ¿Podrán fracasadas interpretaciones del marxismo componer el mágico manual de “hágase así” porque lo dice el libro? Es, por tanto, preferible que el zapatero vaya a sus zapatos…
Este articulista, al menos, está en los zapatos que le corresponde: vive en Cuba, y aunque reconoce, y admite y haber sido víctima de errores domésticos, también ha sufrido el daño que ha echado sobre Cuba el inodoro enorme, hegemónico y cruel de los Estados Unidos de América, además de haber crecido, con carencias, insuficiencias y letreros de “no tresspasing” en el capitalismo dependiente cubano previo a 1959. Advirtamos que mucho de lo fallido en Cuba durante el mimético socialismo cubano -aunque hayan sido decisiones individuales o colectivas- sufrió la distorsión de la guerra pública y secreta delineada por Washington. Ah, si Allan Dulles, Kennedy, Nixon, los Bush y la nómina engordada por los fondos federales en Miami, se sentaran a una mesa redonda para decir la verdad de cuánto han gastado por derrocar al gobierno de Cuba, ya veríamos que los yerros de los revolucionarios pertenecen en parte a la política de cerco establecida y aún mantenida por los Estados Unidos, a pesar de las recientes aperturas políticas de Obama, cuyos propósitos no buscan ahorrar el dinero de los contribuyentes, sino hacer más eficaz la estrategia tradicional de la Casa Blanca.
Hace años escribí en Bohemia o en Juventud Rebelde, que ya no me acuerdo, que el dilema de Cuba no era básicamente entre socialismo o capitalismo, sino entre la nación o la anexión. Hoy me parece que el dilema continúa expresándose así: una nación justa y próspera que sepa equilibrar los espacios democráticos y las capacidades de sus ciudadanos o la dependencia de los Estados Unidos. Por ello, el destino de muchos triunfa o se frustra con todo cuanto hoy en Cuba está concibiendo para no embarrancarse, como una vez previó Jorge Mañach, en los acantilados de La Florida.
martes, 22 de febrero de 2011
sábado, 5 de febrero de 2011
LA VERDADERA CAUSA DE LA MUERTE DE PEDRO JUNCO
(Este reportaje se publicó el 4 de febrero en el espacio digital de Juventud Rebelde, la Habana, bajo el crédito de "Autores varios". En realidad, los autores son los abajos mencionados.)
Por Luis Sexto y Viñas Alfonso
Documentos hasta ahora no considerados parecen decir la última palabra sobre el deceso del joven y célebre autor de “Nosotros”
A esa hora, el silencio se acentuaba en el Vedado. Sobre las 11 de la noche del 25 de abril de 1943, en la habitación que Pedro Junco ocupaba en la clínica Damas de la Covadonga, en 17 número 253, esquina a y J, en el Vedado, se oía suavemente “Soy como soy” en la voz de René Cabel, que la estrenaba, de acuerdo con el dato de amigos muy cercanos. El enfermo acababa de quedarse solo. La frecuencia respiratoria había aumentado: el tórax del enfermo subía y bajaba velozmente. María Antonia, su hermana, salió a buscar al facultativo de guardia. De pronto, la música continuó sonando en el cuarto ya vacío… Pedrito falleció casi silenciosamente, como dispersándose en el aire tras las notas de la canción que él mismo había compuesto.
Desde entonces, prensa y biógrafos han descrito la muerte de Pedro Junco Redondas como la de un paciente aquejado de tuberculosis, incurable todavía en aquellos días: “Entre lágrimas, toses y vómitos de sangre”. El mito, que envuelve la breve vida del autor de “Nosotros”, también adulteró el instante de su muerte. ¿No parece una coincidencia excesivamente oportuna el minuto de su deceso y el estreno radial de una de sus mejores canciones -“Soy como soy”-, que aparentemente lo define como artista y persona; no parece un artilugio escenográfico, un aderezo de la fantasía para introducir al ídolo, al joven querido y prometedor, en la gruta del Olimpo? ¿De qué otro mal podía alimentarse el mito de “Nosotros” e, incluso, qué otra enfermedad podría afectar a los pulmones de quien falleció “consumido por fiebres de amor”? Resulta un deceso excesivamente aparatoso; casi fílmico o propio de una ópera. Pero quién negaría que funcione dentro del patetismo con que se ha aderezado el mito de Pedro Junco y su bolero “Nosotros”.
Pedro Junco se enfermó por primera vez en septiembre de 1942; los médicos le recomendaron reposar por unos tres meses. Pero no parece haber sido un asunto excesivamente público. Hasta algunos amigos ignoraban sus dolencias. ¿Quién podría saberlo? “En Pedrito no podías presumir la tuberculosis. No mostraba el genotipo del tísico. Tenía la piel rosada, los labios rojos, un aspecto sano, buena dentadura. Nadaba mucho” (1).
Pedrito tuvo la certeza –testimoniada por su prima Teresita Junco- de que iba a morir cuando enfermó gravemente en septiembre de 1942. Sus familiares y algunos de los amigos más íntimos pudieron creer por un tiempo que padecía de tuberculosis, considerando, además, según se afirmaba, que Pedro Junco, padre, presentaba antecedentes del bacilo de Koch. El doctor Pedro González Batlle, médico y amigo de la familia Junco Redondas en Pinar del Río, al menos, no creyó que fuese tuberculosis, porque nunca pudo detectar el bacilo de Koch en la saliva de Pedro Junco, aunque la radiografía revelaba “una sombra” pulmonar. Y fiel a su principio de no atender a ningún paciente de quien él no hubiese podido emitir un diagnóstico preciso -según nos relató su hijo Pedro González Márquez- aconsejó el traslado hacia La Habana, para que especialistas de la capital intentaran un diagnóstico exacto de una enfermedad cuya naturaleza no le resultaba clara a su ciencia y experiencia.
No hemos de dudar de la competencia del doctor González Batlle. El periódico Defensa Social le dedicó un editorial el 17 de marzo de 1944. Entre sus párrafos, decía: “Ya en La Habana se sabe que en Pinar del Río(…) contamos con un tisiólogo de probada capacidad y profundos conocimientos cuyas opiniones pesan en el Consejo Nacional de Tuberculosis(...).”
El 10 de octubre de 1942, Vocero Occidental publicó un nota redactada por Juan P. González Clemente, director y propietario del periódico. Con este suelto, confirmamos que la primera enfermedad del autor de “Me lo dijo el mar” le sobrevino en septiembre de ese año, y probablemente la nota haya sido difundida luego de regresar el paciente de su primer internamiento en la clínica Damas de la Covadonga. Fíjense, sin embargo, que lo atinente a cualquier afección pulmonar se trataba en esos años con cautela. “Desde hace varios días guarda cama en su lujosa residencia de la calle Maceo, víctima de un fuerte ataque gripal (subrayado de los autores), Pedrito Junco, mi dilecto amigo. Porque pronto se halle completamente restablecido el valioso compositor y músico pinareño hago fervientes votos al altísimo.”
El l4 de febrero de 1943, el propio Pedro Junco niega la posibilidad de que la tuberculosis fuera el mal que lo aquejaba. Fue enfático. Se encargó de sugerirlo con los eufemismos con que la lengua corriente se refería a la tuberculosis, en una carta a la poetisa Eduvita Barroso del Valle, que se había dirigido al director de Vocero Occidental, alarmada por los rumores de que el popular compositor, conocido y querido por sus comprovincianos, había estado enfermo. Clemente le pasó la misiva a Pedrito. Y de primera mano tenemos una prueba que anula lo que aún se sigue creyendo y dramatizando entre sábanas humedecidas por las hemotisis.
Repasemos los detalles antes de reproducir la misiva. En esos días ha terminado su convalecencia y ha viajado a La Habana. Y en la capital “me ocupé bastante de la música”. Al regresar a su ciudad natal, dejó –ese es el verbo que utiliza en una carta a Rosa América Cohalla- varias canciones en el aire. En radio Lavín, a las 3 de la tarde, difundían más números de Pedrito según su popularidad se intensificaba. René Cabel le estrenó otra pieza, y el llamado “Tenor de las Antillas” le prometió montar algunas más. Ese viaje a la capital estaba previsto desde el 30 de diciembre de 1942. Una carta del cantante Mario Fernández Porta reconoce también que la salud de Pedrito mejora y sobre todo confirma el ascenso de la obra del músico pinareño en los medios de difusión. “Yo siempre pregunto por tu salud y según tengo entendido estás mucho mejor. ¡Dios quiera que pronto estés bien, para que puedas venir a esta a reunirte un rato con nosotros…”
En consecuencia, la respuesta de Pedro Junco a Eduvita Barroso del Valle, vecina del poblado de Alonso Rojas, está signada por los colores más vivos del optimismo que generan esos aciertos artísticos y el restablecimiento de su salud. La paz que pinta de blanco el presente de Pedrito, no admite asumirla como una pose, o una esquiva de la verdad:
“Debo decirle que yo, hace unos meses, estuve bastante mal por causa de una congestión pulmonar (subrayado de los autores) que me retuvo dos meses y pico haciendo reposo. Pero ya, gracias a Dios, desde diciembre estoy completamente bien. Nunca supe antes lo que era estar enfermo, por eso me sorprendió enormemente cuando por órdenes del médico me indicaron lo que tenía y que debía acostarme. Lo motivó algún disparate mío que aún no recuerdo. Al principio estuve algo pesimista pero después me halagó mucho ver lo favorable que fue la reacción hasta que desapareció todo. No sé que le habrán informado de lo que yo tuve. Aunque cuando el asunto es de pulmones cada uno dice lo que cree, pensando tal vez que el enfermo no quiere decir lo que tiene (Subrayado de los autores) Yo tuve lo que antes le dije, sin más ni menos. Creo que nadie podía haber aclarado esto mejor que yo, ¿no?”.
También el 14 de febrero de 1943 le advierte a Rosa América Cohalla: “Yo sigo perfectamente, gracias a Dios. (…) No me será fácil ir a Colón, no precisamente por mi salud.” Pero, de pronto, Pedrito se enfermó nuevamente, tal vez a finales de febrero o a principios de marzo. Antes, el 25 de febrero, Rosa América le ha escrito invitándolo a una fiesta, puesto que ya la salud de su amante no era una preocupación. Y Gladys, otra de las mujeres que lo amó insistentemente, le envió una carta el 18 de marzo de 1943: “Vida mía, me ha dado mucha alegría saber que estás bien, con el favor de Dios pronto te levantarás…”
¿Qué ha pasado? ¿Otro disparate, como aquel de 1942 que él no recordaba y que los amigos más cercanos atribuyen a haber permanecido bajo un aguacero en la azotea de su casa, cuando realizaban ejercicios físicos? Ahora, en la recaída, sucedió lo mismo. Alguien lo ha visto andar bajo la lluvia una noche de esos meses iniciales de 1943. Delante de un grupo de muchachas, caminaba un joven, alto, elegantemente vestido. Una de ellas, que lo reconoce, comenta: “Si la familia se entera: ¡mojándose con lo enfermo que ha estado!” Otra, que no sabe de quién se trata, preguntó, y le respondieron: “Muchacha, ese es Pedrito Junco, el compositor…” (2)
Si acaso faltara una prueba máxima para descartar la tuberculosis como la enfermedad que ultimó a Pedrito Junco; si faltare para despejar dudas, fantasías, aportes ficticios, el certificado de defunción nunca considerado para hablar o escribir sobre la muerte del autor de “Nosotros”, dice en una copia en poder de los autores: “Pedro Junco Redondas, natural de Cuba, de veinticuatro años de edad (exactamente 23, nota de los autores) hijo de Pedro y María Regla, ocupación estudiante, de estado soltero, falleció en diecisiete número doscientos cincuenta y uno en el día de ayer a las once y cincuenta y ocho de la noche a consecuencia de Anoxemia, Bronconeumonía según resulta del Certificado Médico y su cadáver habrá de recibir sepultura en el cementerio de Pinar del Río”…
Tal vez saber la causa de su muerte, no suprima el perfil mítico que envuelve la vida de Pedro Junco. Quizás la clarifique y lo admiremos, más que desde la leyenda, desde la verdad.
(Resumen de un capítulo del libro de próxima aparición Nosotros, que nos queremos tanto, de los autores de esta página)
__________
(1) Testimonio de Raúl García y Antonio Alonso.
(2) Testimonio de la señora Melba Hernández, citado por Amado Martínez-Malo, en Pedro Junco, viaje a la memoria, Ediciones Vitral, Pinar del Río, 2000.
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miércoles, 5 de enero de 2011
YO NO MATÉ A CELIA MARGARITA MENA
El caso de la trucidada de la calle Monte en La Habana, aunque sellado, sigue como aún sin esclarecer. Las evidencias y enfoques presentados en este reportaje, nunca fueron tenidos en cuenta. René Hidalgo, el presunto asesino, actuó contra la lógica del delincuente al no presentar una coartada. Otros detalles sugieren la duda: No estudió medicina; los forenses hallaron sales de cocaína en las vísceras de la descuartizada
Por Luis Sexto
Los pormenores que convirtieron la muerte de Celia Margarita Mena en una especie de novela de terror permanecen tan frescos que el cronista duda si ceder a la demanda de repetirlos. Clasificó en 1939 como uno de los crímenes más excitantes de La Habana. Durante once meses los periódicos, la radio, y las noticias fílmicas mantuvieron en la calles una réplica de los folletines del siglo XIX, con un título que ningún experto dejará de reconocer como efectivo: La descuartizada de la calle Monte.
El reparto Buenavista, en Marianao, aún no estaba totalmente urbanizado. Había espacios para el misterio, la impunidad. El 8 de marzo de 1939, un transeúnte descubrió una pierna humana envuelta en un saco de yute, en el interior de una alcantarilla. Ante el estupor, y los comentarios y preguntas del público allí aglomerado, varios agentes de la policía extrajeron el despojo y lo trasladaron hacia la morgue donde empezaría a componerse el rompecabezas de cuyo cuerpo aquella pierna era la pieza inicial.
Las suposiciones y las explicaciones audaces aderezaron la mesa del suspenso, alimentado suculentamente por episodios de nuevos hallazgos. El resto de las extremidades, el torso... Ocho meses más tarde, apareció la cabeza sin carnes, en una letrina doméstica del Surgidero de Batabanó, litoral sureño de la provincia de La Habana. Con la calavera, el mercurio morboso de la curiosidad pública ascendió unos números más. Y lo que parecía hallazgo macabro y componía un tanto a favor del suspenso, resultó favorable para los forenses, porque los doctores Jorge Castroverde y Carlos Criner García establecieron la identidad de la descuartizada mediante el estudio de sus arcos dentales y el análisis del trabajo previo en la boca de la mujer por un dentista, cuyo nombre no ha trascendido. De acuerdo con el doctor Castroverde, el expediente de Celia Margarita Mena inaugura la estomatología legal en Cuba.
Precisado el nombre de la víctima, apareció el primer y único sospechoso: René Hidalgo Ramos, el amante, un ex policía. Ambos residían en el edificio Larrea, calle de Monte número 969, entre Pila y Matadero, en la habitación marcada con la letra D, en la azotea. Los alcanzaba el ruido y el olor de fruta y vegetales podridos del Mercado Único, en Cuatro Caminos, una de las encrucijadas principales de La Habana. Los vecinos de la pareja pudieron haber hecho verosímil esta historia, tal como la presentó la prensa en los diversos momentos en que desgarró la mortaja de papel que la envuelve.
Vecino Uno: Ana Margarita estaba obsesionada por los productos Mac Factor; se conocieron en una academia de baile, sí, en Marte y Belona; era del campo, pero suelta, presumida…
Vecino Dos: Claro, no nos consta que engañara al hombre.
Vecino Tres: Pero la mató por celos. Una tarde, no encontró en el cuarto a Celia Margarita y la buscó en un apartamiento vecino. Se encerraron, y de inmediato oímos una de las habituales peleas de la pareja. Dicen, que yo no lo oí, que en medio del escándalo ella exigía dinero para comprar sus cosméticos…
Vecino Cuatro: Como Hidalgo era quien habitualmente escribía a los familiares de la mujer, pudo engañarlos dándoles noticias falsas de Celia Margarita que apartaran las sospechas de la desaparición de la mujer...
Vecino Cinco: El asesino compró el papel y la cabuya para envolver los pedazos de la mujer, en la ferretería García del Río, frente al edificio Larrea.
Esos datos empezaron a construir la historia criminal de René Hidalgo Ramos, hasta definirlo hasta hoy como uno de esos lombrosianos ejemplares de sangre fría, cruel, inexorable. El el acusado, en cambio, desde el momento de su detención, guardó el fondo de su historia y solo confesó las circunstancias en que murió Celia Margarita. Haberse preguntado el porqué de tal proceder, de tanto interés por parecer culpable hubiera sido un punto de partida, una clave para sospechar que las apariencias podrían estar encubriendo un secreto…
Los periodistas, sin embargo, coincidieron en describir el acto y la escena con la certeza propia de los testigos. Ciego por los celos, según la frase ritual en los crímenes pasionales, golpeó a la mujer; la víctima se tambaleó y al caer se fracturó la base del cráneo. Pretendió reanimarla. Fue inútil. Supuso que estaba muerta. El miedo lo ofuscó y decidió hacer desaparecer el cadáver. Arrastró a Celia Margarita hasta el baño, la desnudó y la metió en la bañera. Con una navaja de afeitar le trazó un corte profundo en la parte superior de la rodilla. La mujer se quejó del dolor. Y al saber que estaba viva, la degolló.
El 3 de febrero de 1940, los voceadores del periódico El Mundo intentan avivar el interés de los transeúntes gritando el titular básico de la primera plana: ¡Vaya, vaya, miren por qué la mató! Ávidos, los lectores se encontraban con este titular: “Parece que fueron los celos el móvil del crimen de Hidalgo”. Una foto de Fernando Lezcano presentaba al presunto criminal, al Jefe de la policía, al Jefe del 5to. Distrito Militar, y al fiscal José Manuel Fuentes.
El sospechoso admitió haber matado a su amante la noche del 2 de marzo de 1939.
-Sin querer-dijo.
Años después, encanecido y encorvado a sus 40 años, Hidalgo confesó como en una confidencia: Yo no maté a Celia Margarita Mena. El porqué no lo declaró así, tan rotundamente, durante el proceso penal y en cambio aceptó su condena resignadamente, como el que, arrepentido en lo más secreto de sí mismo vive para exculparse mediante el castigo, es todavía un secreto o una verdad solo sugerida. Durante más de trece años de reclusión no se defendió. Y lo más que alcanzó a decir, dentro de su paciente y callada estancia en el presidio, como un monje desasido de cualquier ilusión mundana, fue una frase con la que reconocía que los pueblos eran muy injustos, porque aun después de condenado se persigue al preso, se le niegan sus derechos y se le entierra en vida. Fue, quizás, un instante en que traqueó el granito bajo el cual protegía aquella tozuda forma de vivir en el silencio.
TESTIMONIO REVELADOR
El detective Rodolfo Ortiz conservaba sospechas sobre la culpabilidad de René Hidalgo Ramos. Después de aquel crimen en cuya investigación Ortiz participó con el doctor Israel Castellanos, director general del Gabinete Nacional de Investigaciones, más de una vez se había preguntado por qué el presunto asesino había actuado de manera tan opuesta a la lógica del culpable que pretende protegerse. A Ortiz le reconocían inteligencia y sagacidad. Y tanto era su crédito policial que seis años después del escandaloso proceso de la trucidada revaluó su pericia presentando la ponencia Medios represivos del crimen en uno de los primeros encuentros latinoamericanos de criminología (1). Sin embargo, no pudo penetrar en los móviles secretos del presunto culpable tan empeñado en no actuar como suele indicar la psicología del delincuente.
Ahora, en 1954, Ortiz, explicita sus dudas. No había olvidado los detalles de un caso tan difundido y recargado por los periódicos, la radio y las cintas cinematográficas de Manolo Alonso(2) en La Noticia del día, y luego legitimado por los tribunales. A una pregunta de un reportero de la revista Bohemia, respondió precisando las características criminales del caso y la incapacidad de los jueces para tenerlas en cuenta. Oigamos a Ortiz; pero con la atención que en aquellos días no tuvo…
“René Hidalgo Ramos fue juzgado prematuramente por la opinión pública, ya que sin estar identificado como autor del hecho se concibió un personaje repulsivo, de instintos sádicos, perversos y carente de sentimientos humanos. La opinión pública sancionó colectivamente al autor del hecho sin analizar las circunstancias que habían concurrido en el suceso, ni los antecedentes personales que necesariamente debían de tenerse en cuenta, para hacer un juicio sobre la personalidad criminal de mayor o menor peligrosidad de René Hidalgo.”
Preguntemos, como tal vez le preguntó el periodista: ¿No valora usted el acto tan primitivo de descuartizarla?
“El hecho de desmembrar el cadáver de la víctima con el aparente propósito de ocultar su ulterior identificación y transportarlo desde la casa habitada por numerosos vecinos, no refleja la personalidad criminal depravada y repulsiva del sujeto. Cualquier persona, sin distinción de clase social, gozando de buen concepto público, en un caso similar bien por accidente o por acción dolosa, sin la intención de ocasionar la muerte de un semejante, puede intentar, a posteriori, encubrir u ocultar el delito por ese medio u otros, de acuerdo con el estado psíquico alterado del individuo. Antes del crimen, Hidalgo Ramos tenía prestigio de hombre afable, respetuoso, sin manifestaciones violentas…”
Tras un silencio en que el policía espero una pregunta, un reparo del reportero de Bohemia, añadió: “Hidalgo no pensó en la coartada, pues de haberlo hecho hubiera trasladado el cuerpo de Celia Margarita Mena a la casa de socorros más próxima, quedando su versión única como relativa a un accidente, sin otras pruebas en contrario, que a mi entender serían de muy difícil obtención”.
OTRA CARA
Uno de los pocos periodistas que no sucumbieron al escándalo aventado tras el hallazgo sucesivo del cadáver descuartizado de Celia Margarita Mena, aparecía en el directorio periodístico como Manuel de Jesús Hernández González, nacido en Cienfuegos durante 1901. Treinta años más tarde, integró allí la plantilla del periódico El Comercio. Fue corresponsal de El Mundo. Y en 1943 recibió certificado de aptitud profesional de la escuela Manuel Márquez Sterling. Ahora, en 1954, sentado a su máquina, concibió esta declaración para un reportero de Bohemia: “El proceso fue largo y hasta escribí un folleto, donde hacía resaltar los juicios más notables de hombres de leyes, de ciencia e investigadores policíacos. El caso puede resumirse en pocas palabras. René, Celia Margarita y posiblemente dos personas más, estaban en una fiesta íntima en la casa de apartamentos de la calzada de Monte. Celia, bajo los efectos de drogas narcóticas -según la prueba científica de las vísceras, tenía en su organismo sales de cocaína- sufrió en el baño un accidente y murió a consecuencia de un golpe. Los asistentes sufrieron un espantoso pánico. Uno de los amigos de Hidalgo no quiso dejarlo solo y ambos trucidaron el cadáver.
“Cuando se hizo público unos opinaban que era un homicidio; otros, un asesinato, y se fueron ensañando con el ex policía, hasta que llegó al banquillo de los acusados. La Audiencia lo condenó por asesinato –con tesis equivalente a 26 años de presidio. Se presentó recurso ante el Supremo y este máximo organismo judicial calificó el delito por homicidio, pero mantuvo la misma pena, cosa que hizo promover otra vez comentarios de los juristas más distinguidos de la época. René Hidalgo ha sido condenado por dos delitos distintos a la misma pena, de una base que desde su inicio resultaba contraproducente.
“Soy periodista y el periodista debe ceñirse a los hechos probados, y contra René Hidalgo el único delito probado fue repartir los paquetes de una mujer trucidada cuando ya estaba muerta. Una infracción justificada, nunca un asesinato”.
MÁS DETALLES Y PREGUNTAS
En esos días de 1954, luego de tantos años de encierro, se hablaba del indulto A René Hidalgo. El presunto descuartizador podía aspirar al perdón presidencial tras haber cumplido la mitad de su condena. Pero la prensa recurría a su caja de hipérboles, tensaba su furia y añadía nuevas fórmulas descriptivas que parecían renovar el listado de monstruosidades, tan lozanas en su capacidad de conmover como en aquellas jornadas de 1939. ¿Cómo los periodistas lograron conocer tantos detalles de de la muerte de Celia Margarita Mena, sin que hubiese espacio para sospechar que cada uno de sus elementos se montaba sobre una armadura de truculencias? ¿Por confesión del propio Hidalgo? ¿Por una investigación desprejuiciada? La instrucción de Ortiz, ya vimos, no fue atendida por los tribunales.
En el Reclusorio Nacional para Varones de Isla de Pinos –antes de l938 llamado Presidio Modelo-, René Hidalgo se comportaba como un hombre excepcional, un recluso ejemplar. En su cara fue burilándose la máscara de una resignada frustración. Triste y sereno; amargado y noble. Esa era la conjunción de líneas que ovalaban su retrato. El historiador podría preguntarse: ¿Hipocresía? Y si así hubiese sido, con qué intensidad había logrado reprimir los instintos salvajes que su crimen hacía creer. Porque ninguno de sus compañeros de reclusión guardaba una queja, o atizaba venganza, envidia contra él, ni las autoridades podían dejar de estimarlo como el preso discreto, pacífico, laborioso que rompía la uniformidad de aquel ambiente de hombres habitualmente abyectos, a pesar de la historia que lo hacía indigno de haber nacido de mujer. Si el presidio entonces solía envilecer más a los reclusos, René Hidalgo pasó por esos soterrados inhumanos sin contaminarse. Pedía para otros: redactaba solicitudes de indulto, cartas familiares…
Varios especialistas, entre ellos el juez doctor Waldo Medina, lo habían observado en secreto. Empeñados en averiguar la psicología de aquel preso tan poco común, intentaron confrontar la índole aparente del llamado “descuartizador” y la más recóndita condición del convicto. Querían, aparte de intereses profesionales, determinar si en verdad la historia minuciosa y macabramente contada por los medios de difusión se ajustaba a la verdad de este hombre que podría estar encarnando el papel de víctima más que de criminal. Cada vez que hubo necesidad de aplicar la necropsia al cuerpo de un recluso muerto por enfermedad, reyerta o intento de fuga, René Hidalgo recibía la encomienda de ayudar al médico. Sus manos actuaban torpemente. En ningún momento las utilizaba con la certeza del supuesto hábil aprendiz de médico o de veterinario, según la prensa, cuya pericia había trucidado mediante cortes finísimos el cadáver de su amante. Tampoco en su rostro aparecían indicios de rechazo o reacción violenta ante una experiencia parecida a su pretendida experiencia como descuartizador de cadáveres.
Enrique Fernández Parajón, jefe entonces de la policía secreta, confirmó, también en 1954, la índole mansa, juiciosa del condenado. Siendo muy jóvenes, ambos estudiaron en los Estados Unidos. “Allí lo apodaban El Patato. Su conducta en el colegio fue ejemplar. No recuerdo ninguna bronca suya. Era un muchacho normal y estimo que de recobrar la libertad será un buen ciudadano. Tuvo una gran educación y pertenece a una familia honrada”.
Al mismo tiempo, el doctor Waldo Medina lo definió como el “recluso modelo, hombre superior, recluso excepcional, no lastimado en su dignidad por la prisión”. Lo apoyaba el poeta José Lezama Lima, que había ejercido como funcionario en la cárcel de La Habana, y que evaluaba a Hidalgo “por su conducta uniformemente buena, como el preso número uno”.
Manuel Rojas Figueroa, que trabajó 17 años en el presidio de Isla de Pinos, lo recordó como “hombre culto que en la cárcel se superó más. Por si fuera poco, se hizo delineante en el departamento de ingeniería”. Como recurso definitivo, quienes proponían el perdón presidencial se apoyaban en una especie de axioma: “Más de trece años de prisión son suficientes para desenmascarar a un simulador”.
Ante estos argumentos, habrá que cambiar las preguntas para empezar a redimir la memoria de este hombre cuya tumba se oscurece con una fama de hombre primitivo que parece ser injusta. Y mientras los archivos cubanos conserven los periódicos y revistas de 1939 en lo adelante, ofrecerán a periodistas y narradores páginas, notas y reportajes que seguirán mayoritariamente repitiendo cuanto entonces se publicó sobre este expediente criminal aparentemente tan nutrido por el enigma. Si Hidalgo era una persona culta, inteligente, sin tendencia a la violencia, incluso con experiencia policial, por qué actuó de modo que al final, como en retrospectiva, el descuartizamiento y el escamoteo del cadáver de Celia Margarita lo buscarían a él, amante de la mujer. ¿O es que el homicidio resultó accidental y el desmembramiento encubridor de la víctima fue obra de un personaje nunca incluido en la causa: cómplice o allegado experto?
Invoquemos nuevamente al doctor Waldo Medina, cuya conducta lo recomendaba como inmune al soborno u otras flaquezas. Baste contar cómo a inicios de su faena judicial -juez de Corralillo- el mandamás de esa región villareña, viendo que a ese “juececito” no se le podía amarrar como un perro o un cerdo, ordenó eliminarlo. Lo balearon y lo dejaron como un guayo, aunque sobrevivió. En la década de los 1950, empezó a ser reconocido como “juez del pueblo”. En el caso de René Hidalgo, el doctor Medina se puso a favor del condenado y fue uno de los defensores del indulto. Su cercanía del Presidio como juez de Nueva Gerona, lo ubicó en una posición apropiada para conquistar la confianza del recluso y valorarlo. En 1952, Hidalgo se casó, aún en presidio, con una mujer de Pinar del Río. Años después del indulto, de acuerdo con la confesión del ex juez y colaborador de Bohemia y El Mundo, al autor de este reportaje, el ex juez fue padrino de la boda de la hija de Hidalgo. Esa familiaridad vale por una absolución.
El 19 de diciembre de 1948, el doctor Medina publicó en Bohemia un extenso artículo titulado “Tumbas sin nombres”. Y menciona a Hidalgo y la hoja clínica que le había cerrado una prensa ansiosa de episodios truculentos. Admite que Hidalgo mató a su amante sin propósito de hacerlo y que la causa de la muerte podría haber sido “un puñetazo que desencadenó la epilepsia que la mujer padecía (…) o fea práctica maltusiana fallida en manos de un médico muy amigo (¿quién sabe?)”
¿Por qué el doctor Medina sugirió la posibilidad de un aborto que terminó con la muerte de la mujer? ¿Qué sabía? Algo conocía de la historia que René Hidalgo, contra toda lógica, pretendía callar, y por ello el juez solo hacía asomar un ápice de la presunción que podría insinuar la verdad probable. Más de 20 años después, Waldo Medina me reveló que, en efecto, René Hidalgo quiso proteger el crédito de un amigo médico. Y el investigador puede deducir que aunque el aborto era legal desde 1936, es presumible que el especialista lo hubiera practicado en el apartamento del edificio Larrea y ello, al saberse, habría dañado por lo mínimo el prestigio del médico o tal vez hubiera incurrido en responsabilidad penal. Desde esa perspectiva, el descuartizamiento resalta como un modo de escamotear el cadáver para ocultar el aborto fatídico. ¿No habló acaso el periodista Manuel de Jesús Hernández González de que en el análisis de las vísceras de Celia Margarita Mena, los forenses habían encontrado rastros de sales de cocaína? Y este alcaloide, más que sugerir una adicción en la mujer –que hubiera servido a Hidalgo para justificar una caída y un golpe mortal de haber sido cierta esa versión-, ¿no pudo ser utilizado como anestésico para realizar la intervención quirúrgica? Según criterios médicos, era entonces un anestésico, antes de que el opio lo sustituyera. ¿No encaja también en la hipótesis el amigo que, en la historia del reportero Hernández González, se queda con Hidalgo para ayudarlo a desmembrar el cadáver?
Las autoridades y la prensa repararon en que los cortes perfectos de la trucidada correspondían a un sujeto familiarizado con las habilidades de los cirujanos. Décadas después del suceso, Ignacio Cárdenas Acuña, novelista policial, autor de Enigma para un domingo, contó durante una edición de la Semana Negra de Gijón, en España, que él, en edad juvenil, presenció casualmente el hallazgo del tronco de Celia Margarita. “Por la forma en que estaba seccionado el cuerpo” se supo que el criminal poseía conocimientos de cirugía, dijo. Pero René Hidalgo no era carnicero, que saben manejar hachuela y cuchillo, ni había estudiado medicina o veterinaria. En el archivo central de la Universidad de La Habana su nombre no figura como matriculado alguna vez en esa casa de estudios. Y en los Estados Unidos, según Fernández Parajón, ambos estudiaron en un colegio, no en una universidad.
Antes de su muerte en 1986, Waldo Medina me dijo que aquella suposición de 1948, era la verdad que Hidalgo ocultaba asumiendo el presidió de manera tan abnegada y silenciosa para salvaguardar a un amigo. Pero las palabras del ex juez son solo verdad para mí. Fui el único que las oyó ese día. Si los lectores dudaran de mi testimonio, dejo, en cambio, las preguntas y los argumentos desarrollados en este reportaje: todavía están aptos para cuestionar la crónica de monstruosa perversidad engendrada por una prensa irresponsable, simple mal negocio en un país donde, en 1940, según la revista Cine-Gráfico, nadie podía esperar que “las noticias que originen verdaderos estremecimientos de curiosidad en los espectadores, se sucedan ininterrumpidamente” (3). Es decir, no abundaban. Y ente esa carencia de interés en los periódicos, las noticias tenían que inventarse. O adulterarse. (Reportaje publicado en (http://lapalmadelamano.blogcip.cu/, en Cubahora)
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Notas (1)América Latina y su criminología, libro publicado en 1987, por la socióloga venezolana Rosa del Olmo, fallecida en 2002.
(2) Natural de La Habana, Manuel Alonso García, periodista y dibujante; fundó La Noticia del Día, junto con Jorge Piñeyro, como apéndice del Noticiario Cinematográfico.
(3) “El zar del cine cubano”, artículo, de Arturo Agramonte y Luciano Castillo.http://www.lajiribilla.co.cu/paraimprimir/nro80/2147_80_imp.html
jueves, 30 de diciembre de 2010
LA BEBIDA AJENA
Por Luis Sexto
Volví a beber sidra. El líquido burbujeaba unos segundos antes de las 12 de la noche del 31 de diciembre. Y cuando el grito familiar redondeó la hora esperada, y los presentes levantaron las copas para que los deseos de paz y amor rociaran el nuevo año, quedé rezagado, meditabundo, pensando en aquel incidente. Mis parientes creyeron, sin embargo, que me habían acometido de golpe la pena y la nostalgia por las presencias perdidas.
-Es lógico, viejo, que te pongas triste. Todo pasa, como dicen...
-¿Triste? No, hijo.
-¿Por qué entonces esa cara?
Precaución ante la sidra. Nada más. Y les expliqué las razones.
Porque, en efecto, todo pasa. Cabelleras que se volatizan, bellezas que se deshilachan, talentos que se fragmentan, sueños que se endurecen. En una novela francesa escrita por un español leí que todo es eterno, menos tú, hombre, mujer, confluencia de una noche sin rostro ni estatura, en cuya contingencia –ser o no ser- solo está emplantillado el fin, la caía de la curva en la disolvencia fatal de la muerte. Y uno debe, a pesar de lo efímero de la existencia, lograr que el recuerdo de los errores perduren, vacunados contra el remordimiento, como una lucecita de advertencia. La memoria no ha de utilizarse solo para aprobar exámenes de fechas históricas, participar en concursos de la Televisión, conservar deudas o rencores, o como pretexto de la añoranza. La memoria es el testigo de uno mismo; el policía de tránsito. Pare. Cuidado. Curva peligrosa.
En mi adolescencia también me enseñaron que la felicidad no se define como un artefacto electrodoméstico comprado a plazos: mañana será mío. Por el contrario, es tuya hoy; está aquí. Debajo de tu ventana. Como una flor nacida entre las piedras del patio. Por eso, mira la comida en tu plato, no en la del ajeno. Y confieso que así obré por mucho tiempo hasta el momento de aquel incidente. Recuerdo que cuando, muy joven, corté caña voluntariamente, mis compañeros de estudios corrían hacia la carreta que traía el almuerzo, tragaban en remolino, y en un vértigo pedían turno para reenganchar, repetir, el arroz sobrante. Yo, en cambio, tomaba mi bandeja metálica, buscaba la sombra de algún árbol, me recostaba al tronco y parsimoniosamente almorzaba. Algunos se reían de mi “finura”. Y yo les respondía en un tono refranesco que ahora me parece insoportable: “El que come mal y apurado: no come. El que mal y despacio, al menos come media vez.”
Eso expliqué a mi familia el 31 de diciembre de un año reciente, cuando, al brindar, mi copa quedó unos instantes abajo, a la altura del pecho, mientras mis ojos la calibraban. Luego, ya a destiempo, la alcé y expresé mi voto por la paz, en particular por la paz interior de cada uno, y bebí, primeramente en un sorbo que permitió a mis labios comprobar la naturaleza del espumoso líquido.
-Pero, cuál es tu problema con la sidra, viejo.
En fin, un viernes, cuando visitábamos los fines de semana la casa de mis suegros, me adentré –como usualmente hacía al llegar- en la arboleda buscando una toronja, o un mamey. Al regreso, sobre la mesa del cobertizo trasero, vi una botella de sidra. Ah, se jodieron mis cuñados, me dije goloso. Eché hasta la mitad de un vaso: la observé amarilla, insinuante, acariciándome el gusto con la miríada de sus burbujas. Y bebí un trago hondo, tan hondo que me quemó la garganta.
Grité. Corrí. Y consumí casi un cubo de agua. Aquello no era sidra. Entre las jabas y paquetes que yo mismo cargué, mi esposa le había traído la botella a su mamá... para limpiar el inodoro.
Era salfumán.
(Tomado del libro El día en que me mataron y otras crónicas en primera persona, ed. Pablo de la Torriente, La Habanan, 2006)
lunes, 6 de diciembre de 2010
BANÍ Y MONTE CRISTI
Notas de viaje
Por Luis Sexto
Habíamos salido temprano de Moca, la activa ciudad del Cibao, en el valle de la Vega Real, al que Colón le regaló el nombre seducido ante su hondo esplendor de tierra fértil y verde enlazada por las montañas. Pasamos a Santiago de los Caballeros y enrumbamos hacia el oeste por la carretera nombrada La Línea. Lo confieso: me gusta Quisqueya. Su naturaleza es como la cubana: apta para ambientar el Paraíso. Entre los detalles del relieve histórico de la carretera, me señalaron Laguna Verde, pueblito donde nació y tiró sus primeras pelotas Juan Marichal, el lanzador de las Grandes Ligas. El Monstruo de Laguna Verde, así lo llaman, dijo el Padre Teófilo Castillo; Tofo para cuantos lo quieren en confianza.
Paramos en un restaurante rústico, y Luis, el conductor -hijo de “Bolívar”, próspero y vital productor de huevos en Moca- convino con la dueña que nos guardara carne de chivo para la vuelta, un tiempo más allá de la habitual hora de almuerzo. El chivo abunda por estas tierras. Como el algodón y el arroz, cultivos de regadío. Después, Monte Cristi, ciudad parecida a muchas ciudades cubanas: entre lo moderno y lo antiguo, con atmósfera rural y marina. Y ahora, aquí, en la casa de Máximo Gómez, en la calle Ramón Matías Mella, 29. Antes, José Núñez de Cáceres, con el mismo número.
Diez años antes, tres días después de haber llegado a la ciudad de Barahona, visité a Baní, origen de mi peregrinar por lugares de la República Dominicana anudados especialmente a la historia de Cuba. Transcurría entonces 1996. Me habían invitado el entonces obispo de la diócesis, Monseñor Fabio Mamerto Rivas, y su vicario, Padre Teófilo Castillo, mis maestros dominicanos en La Habana 36 años atrás y desde entonces y para siempre mis amigos. Ambos me facilitaron techo, pan y vehículo durante un mes, para ejecutar varios reportajes encargados por Bohemia.
Situada en el sur, entre el mar y las montañas, en la misma región donde el cacique Enriquillo resistió la conquista española, Barahona me favorecía también con la posibilidad de precisar, en calles y casas, la presencia de Martí. Pero decidí ir primeramente a Baní ppr que en aquel año se redondeaba el aniversario 160 del nacimiento de Máximo Gómez.
Qué permanecerá del Generalísimo en Baní, me preguntaba mientras calentaba la presunción de hallar información nueva, quizás sorprendente, sobre el Jefe del Ejército Libertador. Materialmente, aparte de otros objetos sepultados en el museo local, quedaba un horcón de la casa a la que pasó a residir desde niño, porque Gómez nació en Paya, caserío distante a cinco kilómetros de Baní por la misma carretera que, partiendo de la capital, bordea el sur de la República hasta Barahona, situada a 200 kilómetros de Santo Domingo. El horcón, que se yergue como un tótem familiar, preside un parque enrejado, y sombreado por flamboyanes y robles americanos, y con flores que crecen en el espacio vacío de la casa y el patio de los Gómez. Un busto y una bandera recuerdan que aquel es el pequeño lar del más grande de los banilejos.
Baní ha sido tierra dilecta de la fama. Primeramente por sus mangos; luego por sus dulces caseros a base de leche –ya hoy crecidos en industria- que prohijaron el prestigio de la aldea desde su fundación en 1764. Y ha sido famosa finalmente y, sobre todo, por su crédito histórico, político, cultural. En Baní, o en áreas aledañas, nacieron o vivieron –además de Gómez- cinco presidentes de la República –entre ellos Mota, Victoria, Billini; y nació un fervoroso, decisivo promotor de la cultura dominicana, el periodista Joaquín Sergio Incháustegui.
Allí, ante los restos de la antigua casa, incliné mi cabeza bajo aquel palo doméstico transido de humedad. Después, un problema me detuvo en medio del pueblo, que ya había trascendido su placidez de aldea y era la cabecera de la provincia de Peravia. Afrontaba el dilema del viajero que, más que por pasear, deambulaba intentando descubrir los datos más remotos de sus raíces. ¿A dónde dirigirme, a quién buscar? Así inquirí en el Ayuntamiento, edificio macizo, moderno, de cinco o seis pisos. Y oí: Muerto Buenaventura Báez Gómez, la farmacia veterinaria de Luis Manuel Peguero es la más segura para averiguar sobre cosas ligadas a Cuba.
Lloviznaba. Nubes negras. Esa mañana las calles remedaban espejos donde la poca luz incidía como en un cristal empeñado. El doctor Luis Manuel Peguero, sentado a la mesa donde la caja contadora registraba la crónica monetaria de su negocio, oyó mi presentación. Y él, a su vez, se presentó como uno de los dirigentes del Subcomité de Amigos de Cuba. Luego, dirigiéndose a los cuatro o cinco clientes que esperaban turno, dijo: “Este compañero cubano desea ver algún familiar de Máximo Gómez.”
Hubo un silencio. No creí que todo resultara tan fácil. Y de pronto sí resultó fácil. Alguien respondió. “Yo; yo soy pariente del General.” Creí entonces que en Baní todos podrían ser familiares de El Viejo. Y Santos Isidoro Gómez, agricultor que había ido a la farmacia angustiado por una vaca enferma, rectificó mi percepción: “No se equivoque: somos la familia más corta de Baní. Tan solo unos 60 emparentados con el Generalísimo.” Fue suerte. Coincidencia. Y aprovechándola visité a un biznieto del General.
Ahora, en los primeres días de enero, gracias también a mis antiguos amigos y maestros, viajé a San Fernando de Monte Cristi, capital de la provincia del mismo nombre, ubicada en el noroeste, cerca de la frontera haitiana. La primera referencia del pueblo apareció en los anales de la Española en 1506, cuando Nicolás de Ovando le dio vida en papeles y en algunas chozas. Geográficamente, la ciudad se distingue por una altura llamada El Morro, pegada al océano Atlántico, a la que un poeta evocó como “reloj de piedras sin esferas/ que marca los siglos de mi tierra.” Desde la perspectiva urbana, resalta la torre que ya se erguía, como un símbolo de la ciudad, en 1895. Fue el primer lugar que visité. El parque estaba cerrado: una cerca lo protegía. Y desde afuera mi devoción concibió un pensamiento para aquella torre metálica cuyo reloj había medido algunas horas de la vida del Apóstol y junto al cual Martí había dicho que “muy pronto marcará la hora de la libertad de Cuba”. Tantas veces lo había visto en fotografías que, como suele ocurrir, observarlo desde tan cerca parecía un acto irreal, fantasioso.
Después, pedí a mis amigos me condujeran a la casa de Gómez…
Quedo en silencio. Nada he de escribir que parezca verosímil, lógico, sin afectación. Estaba emocionado. Me ahogó la conciencia de mi privilegio. Haber visto esta casita desde la infancia en las ilustraciones de los textos de Historia. Y recorrer ahora, 50 años más tarde, el mínimo y humilde espacio que amparó a dos de nuestros libertadores primordiales, tiene que significar algo en el corazón de un cubano. Caminé. Vi. Toqué. Nos guiaba Ramón Amado Gutiérrez García, el conservador del museo, que se confiesa bisnieto del General Calixto García Iñiguez
Un pasillo central, que separa las habitaciones a la derecha y a la izquierda, permite la entrada alargándose hasta el comedor, amplio, extendido horizontalmente, de un extremo al otro, de la vivienda cuya propiedad Gómez adquirió en 1888. Paredes de madera; techo de dos aguas, aún con el cinc alemán original, y pintada de azul grisáceo con ventanas y puertas –de estas, tres en la fachada- con marcos de blanco. Al recorrerla uno nota la presencia de Cuba en su bandera, puesta en sitio relevante, en los retratos de sus próceres y en libros de autores y editoriales cubanos. En una escueta habitación, del lado derecho según se viene de la calle, encajada entre uno de los cuartos y el comedor –hoy biblioteca- Martí escribió el Manifiesto de Monte Cristi.
No hay mucho más que contar. En el patio, un árbol de mamoncillo, superviviente de aquella época. Tomamos unas fotos. Podría describir sensaciones que, quizás, suenen vaciadas en retórica. Ciertos sentimientos han de quedar ocultos en la sinceridad de lo recoleto, pequeño, humilde. Como esta casa.
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