miércoles, 28 de mayo de 2008

DOGMA Y HEREJÍA: UNA RELACIÓN SALUDABLE


Por Luis Sexto

Ha sido una vocación inclaudicable del hombre la de actuar en contra de cuanto pretenda ser definitivo, inexorable, o le limite el pensamiento, el criterio racional, de modo que la historia de las doctrinas políticas y religiosas podría ser también la historia de la lucha entre el dogma y la herejía. Donde se plantó la cuadriculada y hermética aspiración de constituir una verdad inapelable, se irguió la heterodoxia para destapar cajas, demoler muros, deshollinar gavetas, aunque más adelante el heresiarca de hoy se convirtiera en el dogmático de mañana.
Fue contradictoriamente un religioso, un jerarca eclesiástico, pero a la vez un filósofo –quizás el más sabio, audaz y auténtico filósofo cristiano- el que legitimó la herejía y a los herejes. Conocido es el apotegma de San Agustín en que el autor de la “Ciudad de Dios” y de unas “Confesiones” en plenitud de debilidad humana, reconoce el necesario papel regulador de los herejes: “Oportet enim heresses esse”. Esto es, el hereje opera como una rendija a través de la cual se filtra la prueba que afianza y perfecciona el dogma. Desde luego, el Obispo de Hipona cocinó la idea para servirla en su mesa. No obstante, partiendo del criterio agustino de la necesaria y plausible heterodoxia, podemos emprender una aventura hacia lo profundo del dogma y sus paradojas.
Un escritor y periodista católico –periodista que punza, no complace- escribió, a fines del siglo XX, que “siempre que el hombre expone lo que ha hecho el hombre, da un juicio implícito sobre los hechos, aunque solo sea por sus omisiones o sus silencios”. Hasta aquí el francés Jean Guitton parece estar de acuerdo con casi todo el pensamiento de su época. Pero enseguida adopta una posición antidogmática: “Lo que a mi modo de ver lo deshonraría sería dar a entender que tiene la objetividad de un aparato, o que todo historiador debería interpretar los hechos de la misma manera.” Y más adelante, establece que “la fuente de todas las herejías está en concebir el acuerdo de dos verdades opuestas y creer que son incompatibles”.
Deduzco, pues, que el origen de las herejías se enraíza en la rigidez de la ortodoxia. La ortodoxia -el pensar apegado al dogma- no ha aprendido a utilizar la flexibilización como una de las fórmulas de su invulnerabilidad y, por tanto, de la perdurabilidad de las verdades que se estiman correctas. Dogma es palabra de origen griego que, teniendo una prosapia limpia, ha venido ensuciándose en su actitud irremovible e intransigente de “cosa acabada, terminada definitivamente”, que eso significa “dokein” cuando se une a un pronombre personal, yo, por ejemplo, he acabado.
El dogma carece de recursos. La razón no le es afín. Incluso el dogma la rechaza con un “odio lúcido”, y es lúcido porque posiblemente los dogmas intuyan que su caída depende, en primordial medida, de la crítica. ¿De que se sirven aquellos para apuntalar su inaccesibilidad al debate y al cuestionamiento? En la autoridad. En el poder de cuantos lo establecen, imponen y sostienen. Ha sido, así, adoptado por el autoritarismo como el garante de su poder incuestionable.
Focalizado en el plano de la religiosidad, quizás sea ahora menos dañino, aunque en una época atizó la candela bajo los pies de cuantos pretendieron removerlo o modificarlo. Y ocurrió así determinado por los vínculos e intereses comunes del poder político y las jerarquías eclesiales. Porque, cuando el dogma pasa a la política como instrumento, como piedra fundamental, comienzan los riesgos para los grupos, sociedades y Estados que lo organizan y ubican sobre un pedestal ideológico. Una de los problemas del llamado socialismo del siglo XX, el también nombrado real, fue la aplicación dogmática del marxismo. De guía para la acción, se transformó en “señor feudal” de la acción. Un rápido paneo por sobre la historia de las sociedades socialistas europeas, nos abastecería de actos tan irracionales que podrían añadir un nuevo volumen a la “Historia de la estupidez humana”, del húngaro Paul Tabori. El dogma, por insuficiencias reflexivas, es incapaz de detectar las contradicciones que se generan en su nombre. Y con estas, sobreviene la parálisis. Y con la parálisis, el lento deterioro de las sociedades dirigidas por el dogma filosóficamente político, que es el me parece más actual y peligroso. El religioso ofrece, en estos tiempos modernos, la libertad de creer o no creer. Y nada pasa por norma, al menos en las sociedades occidentales.
Pero en la política, la cerca que bordea al dogma está vidriada con picos y fondos de botellas: se hiere quien los toque. La discusión, la discrepancia, la crítica se proscriben o se toleran entre condicionamientos. Y con ello el dogma se priva de su principal aliado: los herejes. Porque los herejes anticipan con sus audacias y temeridades la verdad más completa, que ha de sobrevenir en los días próximos. Al fin llega, pero nadie reivindica a sus gestores, porque se ha de pagar el precio por anticiparse. Pagarlo asumiendo el descrédito del revisionista o del inoportuno.
En las izquierdas, a pesar de la experiencia del socialismo europeo, de tan claras moralejas acerca del destino de los cerrojos y las mordazas, y en las derechas, no obstante los fracasos de ciertas “verdades inconmovibles” que prometen un “estado de bienestar general”, aún subsiste el dogmatismo. Es un hábito cómodo. Significa decidir en las cúpulas sin el esfuerzo que implica el debate. Porque exige la unidad de los unánimes. Los dogmas no distinguen entre la necesidad y los fines, entre el derecho y la intención, entre la opinión y la oposición, la sugerencia y la impertinencia. Y por ello favorecen el desarrollo tentacular de la doble moral y sus normas éticas encapsuladas en apariencias sin esencias. Pero la unanimidad, reducida tan solo a levantar la mano, alguna vez empezará por resquebrajarse en nombre de los mismos derechos que el dogma reconoce –en apariencias- defender y garantizar: la libertad y la razón.
Parece escabroso comprender que la unidad política excluye la imposición de dogmas. Porque la unidad política se formula y reformula constantemente en torno de un programa, jamás alrededor de las abstracciones de una cosmovisión. Y su agente principal consiste en el esfuerzo de hombres libres que alcen la mano para… opinar, debatir, cuestionar sobre todo cuanto ayude a que la diversidad fortalezca la unidad. Y que debatan y opinen como herejes necesarios que impidan la dogmatización de las ideas y la burocratización de las acciones. Ah, sí. Dogma y burocracia son afines. Como el maniquí y su vestido.

domingo, 25 de mayo de 2008

Las visiones críticas de un libro

Por Jorge Garrido

El Cabo de las mil visiones quizás haya pasado inadvertido a nuestros lectores y críticos.
Es un libro de relatos que mezcla con suma habilidad el testimonio literario, la narrativa y el periodismo que se sumerge ocultamente –gracias al largo oficio del autor– entre un lenguaje presuroso y relampagueante.Luis Sexto, en su doble condición de escritor y periodista olfateante, ha descubierto una fortuna bien escondida.
El tema, sospecho, le quema el pecho todas las noches.¿Cuáles son los valores de El Cabo de las mil visiones?
El autor ha hallado lo que en literatura y arte se llama mito. Y un mito transmite una atmósfera. La atmósfera es lo que todos los escritores quieren encontrar cuando escriben. Es casi lo que se denomina metafóricamente la musa. Pero es mucho más, quizás más complicado. Es como hallar una luz, repentinamente, al final de un largo túnel oscuro.Y los mitos traen inevitablemente los misterios.
Descubrir un mito es descubrirlo todo: los personajes, el lenguaje, las leyendas, los secretos, el miedo profundo, la irrealidad.La trascendencia humana.Y eso casi nunca aparece. Algunos escritores mueren después de haber escrito hasta diez libros y nunca lo han alcanzado.Mueren desnudos de su propia poesía.Hallaron el tema, los valores morales y hasta descubrieron una estética propia. Supieron adueñarse, con el tiempo y el talento, de la técnica. Y hasta del método y el régimen de trabajo.Pero el mito estaba mucho más profundo de lo que pensaban.Debe ser muy triste que esto ocurra, especialmente, al final de una vida literaria.
Esta obra ha hallado, como de un plumazo, todo lo que necesita un escritor para hacer un buen libro. El Cabo es el escenario de la acción de este libro y de donde salen despedidos todos los personajes.¿Qué es el Cabo?Un paraje insólito. El fin de la Isla. Después de este sitio, hacia el Occidente de Cuba, en la provincia de Pinar del Río, no hay más que el mar y aquellos barcos silenciosos que bordean inevitablemente a Cuba, en viaje desde Europa rumbo al Golfo de México.Es un lugar donde nadie quiere ir, y adonde van a esconderse los que no quieren que los vean, o los descubran. Allí solo van los bandidos, los escurridizos, los huraños, los ermitaños, los que huyen de la ley, los ignotos. Siempre fue así desde los tiempos de los piratas.Y viven también los que nacieron en El Cabo y nunca se fueron. Y quedaron atrapados para siempre. Y no pueden desprenderse de sus misterios, encantos, falacias, secretos y desdichas. Y vivieron en ese sitio siempre, donde las personas caminan como dando saltitos debido a las piedras inevitables que tropiezan en su marcha corriente.
Estos son los personajes de la obra y ellos son los protagonistas de sus acciones. O los que cuentan cómo otros protagonizaron hechos pavorosos en esta zona.Nadie sabe cómo Luis Sexto llegó allí. Quizás fue la intuición de que tan lejos había algo deslumbrante. Nadie sabe tampoco cómo pudo viajar una y otra vez, y alojarse entre aquellos montes, convivir con su gente, y recorrer aquella costa muda y solitaria.¿Qué descubrió?Una especie de Macondo de la literatura cubana.Resulta que esas personas que viven en El Cabo tienen mil visiones de leyendas y sucesos que han ido sucediendo en todos los tiempos. Ellos siguen hablando de los piratas como si hubieran desembarcado ayer a esconder sus fortunas y descansar de sus tropelías.
¿Qué hizo Sexto? Los escuchó, los hizo hablar, vibrar, enternecerse, aguarse los ojos, estrujar la mente, fantasear, memorizar, hundirse en sus sentimientos más profundos.Sexto les extrajo el personaje que cada uno tenía guardado y la leyenda que llevaban encerradas en sus mentes mitológicas. Porque todos los que viven en El Cabo son personajes. Personajes literarios. ¿Si no para que iban a vivir en un sitio como éste, lleno de fantasmas? Y contaron escenas que queman la piel y revuelven las almas. Una mezcla de miedos, tristeza, anhelos, rencores, remordimiento, hazañas, traiciones, ensueños.Nadie sabe qué sucedió realmente de tantas historias que esos hombres relatan con la aprensión en los ojos y la piel erguida.Todo debe haber acontecido, en la realidad, o en la mente de sus habitantes.El gran trabajo fue hacerlo literatura. Descubrir el tesoro, saber que era un tesoro, y luego fundirlo en oro literario.Extraer los mitos y las singularidades. Hallar la atmósfera de los acontecimientos. Y convertir a los hombres en personajes vivos, descollantes. Vivos dentro de un libro que es otra cosa bien distinta.Pero es solo un libro de relatos. Piezas breves, fulminantes, sorpresivas. Escritas con la maestría de un periodista-editor-poeta-ensayista. Todos juntos. Excelente prosa. Desgarradora, misteriosa. No le sobra nada más que la sombra, y sin ella no sería literatura.Sexto ha pasado su ya larga vida de periodista y profesor de periodismo tratando de fundir un nuevo estilo. Su gran empeño, quizás su angustia de siempre, ha sido impregnarle, más bien insuflarle, la altura literaria al periodismo corriente. Y ha conseguido un lenguaje, un método, que combina armoniosamente el ensayo literario, la poesía y el periodismo urgente. Un estilo limpio, elegante y al mismo tiempo presuroso, periodístico, crítico, y siempre proponiendo tesis, variantes, ángulos nuevos.
Sin embargo, Luis Sexto tiene un gran reto. Hacer una novela. Convertir el tesoro que supo hallar en interminables viajes de faena y sacrificio en un gran libro. Pasar del relato a la novela. Porque tiene la novela escrita debajo de aquellos fragmentos de escenas pavorosas y aquellos personajes fantasmales pero vivientes, y entre aquellos escondrijos llenos de misterios.
Quizás El Cabo de San Antonio, un sitio inédito, por el momento, se convierta, repentinamente, en un nuevo paraje de la literatura cubana.O quizás muera para siempre entre sus misterios insalvables, sin que nadie vuelva a creer que ellos existen verdaderamente.

domingo, 18 de mayo de 2008

EL COLOR QUE POCOS QUIEREN

Por Luis Sexto

Uno se pregunta qué es ser periodista en un mundo donde hay que preguntarse a cada rato si lo que veo, oigo o leo es verdad o simple ficción teatral. Y por lo cual uno puede deducir que los “periodistas mediáticos” –fíjense que no es lo mismo que periodista a secas- han venido derivando hacia una mutación que oscila entre el escenógrafo y el tramoyista, bajo el control genético de los grupos de poder político y económico.
El asunto es ya un plato común en el menú temático de la actualidad. Y escribo por una sugestión espontánea. Hace más de tres años, se aposentó en mi bandeja de entrada el mensaje electrónico con el que una periodista y amiga boliviana compartía algunas de sus apreciaciones sobre los acontecimientos en La Paz*. “¿Sabes que la CNN sacó a su corresponsal de Irak para que venga a cubrir la “guerra” en Bolivia? Creo que los gringos están locos por mandarnos los Cascos Azules.” Y al imaginar el apresurado tránsito del infalible corresponsal de la CNN desde un frente caliente a “otro frente” más frío y local, intuyo que fue a preparar el próximo teatro de operaciones si es que la Casa Blanca estimaba que más apropiado que un golpe militar para vigilar y preservar la democracia en Bolivia, resultaría una intervención humanitaria.
Qué significa, pues, ser periodista en este mundo. No renuncio a repetir que el periodista, en la mayoría de los sitios habitables del planeta, es un personal auxiliar –directa o indirectamente- de los intereses geopolíticos de los Estados Unidos y sus aliados. Y no es raza nueva. Una de sus células matrices surgió y prosperó en la guerra hispano cubana americana, en 1898, cuando el astuto William Randolph Hearst -propietario de la cadena “mediática” del mismo nombre- le dijo aproximadamente al presidente de los Estados Unidos: Prepare la guerra que yo pongo las justificaciones. Que consistían en publicar noticias presuntamente provenientes de sus enviados a La Habana con historias fraudulentas o manipuladas de modo que ante la opinión pública norteamericana se amontonaran las buenas razones para avalar una guerra del naciente imperialismo norteamericano contra el senescente colonialismo español. ¿Alguna diferencia con los preparativos de la campaña contra Irak o Afganistán?
Ya desde entonces –preliminares del siglo XX- el periodista a lo Emilio Zola o a lo John Reed se viene transformando en una figura con olor a naftalina o a formol. Raramente algunos, que suelen ser de izquierda, son capaces de echarse a las espaldas una causa y defenderla con ingenio, coraje, verdad, como en el caso Dreyfus, o se arriesgan a ser testigo abnegados, verídicos, objetivos, de un “México insurgente” o de “diez días que estremecieron al mundo”, o apuestan a la denuncia de “los hombres del presidente”. Por tanto, ser hoy periodista de vocación, servidor de la verdad -sobre todo de la verdad de los de abajo, los escarnecidos y oprimidos- es un modo fuera de moda dentro de la llamada democracia occidental o burguesa, cuyos medios se han centralizado o concentrado tanto que sus fines de servicio público se frustran bajo la avalancha de intereses privados o corporativos. Raspen la piel de una red de periódicos o de televisoras, o en la propia web y verán los vasos sanguíneos de un monopolio –aunque ya la actualidad no admita este término- vinculado a troncos empresariales de múltiplo objeto y razones sociales.
Casi no existen opciones. Ahora predominan los “periodistas mediáticos”. Han empezado a ser una categoría infamante. Su autoestima se disuelve ante las cámaras y las palabras, porque “median” entre la verdad y la mentira, entre el terror y los aterrados, entre la guerra y los que la fomentan y se benefician con la destrucción y la muerte. Antonio Maira, imprescindible periodista a secas de Insurgente, ha inventado, a mi parecer, el verbo cipayear, que les encaja sin mayores regodeos. No escriben ni reportan, cipayean, en nombre de un crédito concentrado a base polvos de estrellas extintas.
La periodista española Maruja Torres cuenta en su libro Mujer en guerra que cuanto conflicto bélico cubrió en su borrascosa profesión fue con la misión de dar color a lo que pasa. Los editores del El País sabían qué le pedían a la polémica columnista cuando la remitieron a Beirut. Otros se ocupan de decir lo que pasa. Pero no basta si seriamente se empeñan los medios en informar.
“Dar color” en el periodismo sugiere mucho más que una pincelada. Una frase saturada de alguna sentimentalidad gratuita. El periodista polaco Rysiard Kapuscinski en una entrevista con el periódico La Jornada, de México, lo definió así, de modo que ya podemos entender de que empiezo a hablar: Uno se percata que los instrumentos tradicionales del periodismo son insuficientes cuando queda mucho por decir en una nota informativa, un cable. Y por ello hay que pedir prestado ciertos recursos a la literatura de no ficción para que el periodismo pueda reflejar el llanto de una madre sobre el cadáver de su hijo calcinado por un misil y la desesperación de una familia ante su casa arruinada por bombas y cañones.
El norteamericano Norman Sinn llama periodismo o reportaje personal a lo que otros llaman periodismo literario. El nombre de periodismo personal, parece ser el que más se ajusta dadas las circunstancias en que hoy predomina la imagen y con ella la televisión. Aparte de sus características hipnóticas, de su imposibilidad de establecer una relación dialógica con el receptor, la TV es uno de los medios más enmascaradotes y manipuladores de la realidad. Las cámaras de vídeo la eligen y graban de modo aséptico. Periodistas y camarógrafos llegan solo a donde necesitan, hablan exclusivamente con quien necesitan y sin siquiera oler el ambiente toman el autobús o el helicóptero hacia los estudios donde con un fragmento de realidad pretenderán expresar todo el orbe local. La TV y otros medios han inaugurado la época de “la información como espectáculo”, según el parecer de la propia Maruja Torres, que estima, además, que muy a menudo una foto miente tanto como mil palabras A mi parecer, la mayor manipulación periodística del acontecer se ubica en la aparente objetividad de la noticia o la información. Poco espacio se le da a los valores humanos.
El periodismo personal, pues, viene siendo un antídoto para esa manipulación mediática que ignora las zonas más conflictivas de un conflicto. Le enviada de El País tenía razón: ir a Beirut para “dar color”… el color de la sangre y el color de dolor singularizado en una persona, víctima de una guerra cuyo sentido se oculta a veces en subterfugios de nacionalismos, de tendencias religiosas o de rescate de las libertades conculcadas por un “genio del mal”. Y para “dar color”, para escribir como artista, y persona humana lo que se observa como periodista, se necesita levantar las cubiertas de los sótanos, penetrar en las alcobas, llegar a los hospitales y cementerios. Ya no se trata de contar cuantos misiles estallaron esa noche. O cuantas excusiones de la aviación de los invasores.
El periodista narrador, el John Reed de este momento, tendrá que andar por ahí, democrática y honradamente entre la gente, dándole protagonismo a los parias, apostando incluso su vida a una historia verídica que servirá para revelar el dolor más soterrado e intenso. Ese que hoy casi ningún medio, ni ninguna fuerza política mezclada con la pólvora y las explosiones, quieren dejar ver.



*Sublevaciones populares que obligaron a renunciar al presidente Carlos Mesa.

viernes, 2 de mayo de 2008

¿OFICIO O PROFESIÓN?

Por Luis Sexto

Hace poco escribí un alegato por mi oficio, y esa crónica pudo pasar como un texto más si algunos no me hubieran reprochado que yo rebajara a tanta poquedad lo que es técnicamente una profesión. Vuelve así a confirmarse la refranesca verdad de que no hay palabra mal dicha sino mal interpretada. Un alegato, desde luego, no rebaja, sino exalta; no condena, sino defiende. Y por lo tanto puede colegirse que el concepto con que utilicé el término oficio no es el que engaveta al periodismo en los casilleros de lo mínimo o lo vulgar.
Conozco que esa nomenclatura compone los extremos de un debate. ¿Profesión u oficio?, establecen los tratadistas la disyuntiva. Y yo, que solo soy periodista, me ubico en el medio, allí donde parece estar la verdad a salvo de la manipulación y la intolerancia. Es profesión -apuntemos ahora someramente- porque se cursan estudios superiores en universidades que licencian o doctoran, o porque cuantos la ejercen se inscriben en colegios de profesionales. Y es oficio… Ah, ¿por qué es oficio?, me preguntan y ya la respuesta no parecer estar tan pronta, ni tan clara.
Una de las tendencias en litigio aboga por que el periodista sea ducho en los instrumentos primordiales de su ejercicio. La cultura, el conocimiento general, la preparación teórica componen solo vestidos de domingo para cuantos exaltan el papel del dominio del instrumental técnico estilístico. Lo que necesitan los periodistas –sostienen- es “saber escribir y reportear”. Con mi elección del término oficio no me adscribo a ese concepto tan escueto. Poco podríamos acarrear para defenderlo. ¿Es posible un periodismo sin cultura, o solo con la cultura como elemento aleatorio, temporero? El periodismo es una manifestación de cultura. Y mal comprenderíamos su papel en la sociedad humana, si lo excluyéramos del ancho universo donde la cultura se nos define –según Nicolás Abbagnano- como el conjunto de la obra material y espiritual de la humanidad. O, en otra vertiente o acepción como el dominio que un pueblo o un individuo ejerce sobre la cultura general como resultado de la Historia. Soy culto –es un decir- en la medida en que estoy pulimentado, versado en los modos de vivir, conocedor, en particular, de la cultura espiritual. Silvio Rodríguez aseveraba recientemente en una entrevista que sin saber quién es Jean Valjean no se podría aspirar a dirigir hombres. Ni a escribir en un periódico, añado para establecer mi posición exacta ante la falsa disyuntiva de que el periodista sea un profesional o un obrero o un artesano.
Parece evidente que simplifican el dilema cuantos se abroquelan en uno de los extremos: o mucha técnica y práctica periodística, o mucho conocimiento universitario. Y, resumiendo, creo que la razón está en el equilibrio de ambas opciones. O de ambas vocaciones, porque tanto el periodismo como la cultura dependen –como definió un ensayista cubano- más de la vocación que de la preparación académica. Por tanto, no estimo plausible una reducción del conocimiento de las formas periodísticas para priorizar el dominio de las historias de la literatura, la filosofía, la política, la economía y otras materias de cultura general. Ni considero apropiado disminuir el currículo de materias que formen, sobre todo, al futuro periodista para desarrollar la capacidad de asociación de los fenómenos de la realidad, a cambio de exagerar el aprendizaje de los secretos del periodismo. Los males que sobrevendrían en caso de que se acumulara mucho saber culto, pero se careciera del dominio del estilo y la técnica periodísticos, tendrían que ver con cierto descrédito del periodismo y la comunicación al faltarles a los enunciados la clara, rápida y atractiva síntesis de la prensa, sea impresa, radial o televisiva. De otro lado, mucha sagacidad y rapidez reporteril, pero sin la influencia de la cultura, limitaría la profundidad del reportaje.
García Márquez, para quien la universidad que enseña periodismo nunca ha sido una institución afectuosa, ha propuesto esta norma curricular: “Técnicas básicas (narración, investigación periodística, fotografía, edición). Ética periodística y sus conflictos (libertad de prensa, responsabilidad social, independencia profesional). Nuevas tecnologías y sus efectos en la práctica profesional. Especialidades del oficio (economía, internacionales, etcétera).”
¿Quién no lo ve claro? Sin embargo, hay algo más. A mis alumnos de periodismo les suelo recordar un saber que va más allá de los libros: el de la vida. Eso que el norteamericano James J. Kilpatrick llama el desván de la abuela. Se precisa vivir, haber vivido, para convertirse en un periodista. Saber lo que se siente cuando a uno le cantan el tercer strike, y cuál es el color de la angustia cuando te quedas sin gasolina en una carretera desierta. ¿Cómo puede el profesor, el aula universitaria, impartir esas lecciones de experiencia vital? Tal vez esa asignatura se resuelva en la ética de cada estudiante, de cada graduado. Hay que vivir para luego escribir. Por ello, les recomiendo a mis alumnos que no se anticipen en firmar en la página de opinión; que anden, desanden caminos y veredas, que aprendan a saber en contacto con la gente del llano y la sierra; del mar y la ciénaga; de la ciudad y el campo. Oír, copiar, reportar, y más tarde, curtido como la piel de un becerro sacrificado, escribir con la útil gravidez de la universidad, el medio y la vida.
Ya voy argumentando el porqué llamé al periodismo oficio. Oficio es lo que habitualmente se ejecuta con las manos. Así nos referimos a las funciones del albañil, el plomero, el carpintero, el ceramista… Oficios manuales. Y cómo las manos son, quizá, los miembros más humanos del hombre -porque con las manos trabajamos, acariciamos el vientre de la mujer, la cabeza del niño-, por ello el oficio está tocado de una integridad cordial que tal vez no tenga el término profesional. Kapuscinski, que se ha vuelto imprescindible, ha dicho que “El periodismo no es solamente una profesión, sino también una manera de vivir y de pensar.” Y para el argentino Tomás Eloy Martínez –lamentablemente menos conocido entre nosotros- el compromiso del periodista con la palabra es “a tiempo completo, a vida completa”.
Es decir, hace falta una dosis de cordialidad, de entrega, de sensible apropiación de la realidad asumiéndola con todo lo que uno es, con los jugos de la vida, además de que con el instrumental técnico y los datos de la cultura. García Márquez, y no sobra volver a citarlo, ha dicho que se equivocan los que niegan que el periodista es un artista. Y traduciendo a una imagen el razonamiento de este artista que lo ha sido en la novela y también en el reportaje o la crónica, me parece que quien lo niegue está tapando la verdad con una cuartilla. Y esa cortina siempre queda corta.