miércoles, 5 de enero de 2011

YO NO MATÉ A CELIA MARGARITA MENA


El caso de la trucidada de la calle Monte en La Habana, aunque sellado, sigue como aún sin esclarecer. Las evidencias y enfoques presentados en este reportaje, nunca fueron tenidos en cuenta. René Hidalgo, el presunto asesino, actuó contra la lógica del delincuente al no presentar una coartada. Otros detalles sugieren la duda: No estudió medicina; los forenses hallaron sales de cocaína en las vísceras de la descuartizada
Por Luis Sexto
Los pormenores que convirtieron la muerte de Celia Margarita Mena en una especie de novela de terror permanecen tan frescos que el cronista duda si ceder a la demanda de repetirlos. Clasificó en 1939 como uno de los crímenes más excitantes de La Habana. Durante once meses los periódicos, la radio, y las noticias fílmicas mantuvieron en la calles una réplica de los folletines del siglo XIX, con un título que ningún experto dejará de reconocer como efectivo: La descuartizada de la calle Monte.
El reparto Buenavista, en Marianao, aún no estaba totalmente urbanizado. Había espacios para el misterio, la impunidad. El 8 de marzo de 1939, un transeúnte descubrió una pierna humana envuelta en un saco de yute, en el interior de una alcantarilla. Ante el estupor, y los comentarios y preguntas del público allí aglomerado, varios agentes de la policía extrajeron el despojo y lo trasladaron hacia la morgue donde empezaría a componerse el rompecabezas de cuyo cuerpo aquella pierna era la pieza inicial.
Las suposiciones y las explicaciones audaces aderezaron la mesa del suspenso, alimentado suculentamente por episodios de nuevos hallazgos. El resto de las extremidades, el torso... Ocho meses más tarde, apareció la cabeza sin carnes, en una letrina doméstica del Surgidero de Batabanó, litoral sureño de la provincia de La Habana. Con la calavera, el mercurio morboso de la curiosidad pública ascendió unos números más. Y lo que parecía hallazgo macabro y componía un tanto a favor del suspenso, resultó favorable para los forenses, porque los doctores Jorge Castroverde y Carlos Criner García establecieron la identidad de la descuartizada mediante el estudio de sus arcos dentales y el análisis del trabajo previo en la boca de la mujer por un dentista, cuyo nombre no ha trascendido. De acuerdo con el doctor Castroverde, el expediente de Celia Margarita Mena inaugura la estomatología legal en Cuba.
Precisado el nombre de la víctima, apareció el primer y único sospechoso: René Hidalgo Ramos, el amante, un ex policía. Ambos residían en el edificio Larrea, calle de Monte número 969, entre Pila y Matadero, en la habitación marcada con la letra D, en la azotea. Los alcanzaba el ruido y el olor de fruta y vegetales podridos del Mercado Único, en Cuatro Caminos, una de las encrucijadas principales de La Habana. Los vecinos de la pareja pudieron haber hecho verosímil esta historia, tal como la presentó la prensa en los diversos momentos en que desgarró la mortaja de papel que la envuelve.
Vecino Uno: Ana Margarita estaba obsesionada por los productos Mac Factor; se conocieron en una academia de baile, sí, en Marte y Belona; era del campo, pero suelta, presumida…
Vecino Dos: Claro, no nos consta que engañara al hombre.
Vecino Tres: Pero la mató por celos. Una tarde, no encontró en el cuarto a Celia Margarita y la buscó en un apartamiento vecino. Se encerraron, y de inmediato oímos una de las habituales peleas de la pareja. Dicen, que yo no lo oí, que en medio del escándalo ella exigía dinero para comprar sus cosméticos…
Vecino Cuatro: Como Hidalgo era quien habitualmente escribía a los familiares de la mujer, pudo engañarlos dándoles noticias falsas de Celia Margarita que apartaran las sospechas de la desaparición de la mujer...
Vecino Cinco: El asesino compró el papel y la cabuya para envolver los pedazos de la mujer, en la ferretería García del Río, frente al edificio Larrea.
Esos datos empezaron a construir la historia criminal de René Hidalgo Ramos, hasta definirlo hasta hoy como uno de esos lombrosianos ejemplares de sangre fría, cruel, inexorable. El el acusado, en cambio, desde el momento de su detención, guardó el fondo de su historia y solo confesó las circunstancias en que murió Celia Margarita. Haberse preguntado el porqué de tal proceder, de tanto interés por parecer culpable hubiera sido un punto de partida, una clave para sospechar que las apariencias podrían estar encubriendo un secreto…
Los periodistas, sin embargo, coincidieron en describir el acto y la escena con la certeza propia de los testigos. Ciego por los celos, según la frase ritual en los crímenes pasionales, golpeó a la mujer; la víctima se tambaleó y al caer se fracturó la base del cráneo. Pretendió reanimarla. Fue inútil. Supuso que estaba muerta. El miedo lo ofuscó y decidió hacer desaparecer el cadáver. Arrastró a Celia Margarita hasta el baño, la desnudó y la metió en la bañera. Con una navaja de afeitar le trazó un corte profundo en la parte superior de la rodilla. La mujer se quejó del dolor. Y al saber que estaba viva, la degolló.
El 3 de febrero de 1940, los voceadores del periódico El Mundo intentan avivar el interés de los transeúntes gritando el titular básico de la primera plana: ¡Vaya, vaya, miren por qué la mató! Ávidos, los lectores se encontraban con este titular: “Parece que fueron los celos el móvil del crimen de Hidalgo”. Una foto de Fernando Lezcano presentaba al presunto criminal, al Jefe de la policía, al Jefe del 5to. Distrito Militar, y al fiscal José Manuel Fuentes.
El sospechoso admitió haber matado a su amante la noche del 2 de marzo de 1939.
-Sin querer-dijo.
Años después, encanecido y encorvado a sus 40 años, Hidalgo confesó como en una confidencia: Yo no maté a Celia Margarita Mena. El porqué no lo declaró así, tan rotundamente, durante el proceso penal y en cambio aceptó su condena resignadamente, como el que, arrepentido en lo más secreto de sí mismo vive para exculparse mediante el castigo, es todavía un secreto o una verdad solo sugerida. Durante más de trece años de reclusión no se defendió. Y lo más que alcanzó a decir, dentro de su paciente y callada estancia en el presidio, como un monje desasido de cualquier ilusión mundana, fue una frase con la que reconocía que los pueblos eran muy injustos, porque aun después de condenado se persigue al preso, se le niegan sus derechos y se le entierra en vida. Fue, quizás, un instante en que traqueó el granito bajo el cual protegía aquella tozuda forma de vivir en el silencio.
TESTIMONIO REVELADOR
El detective Rodolfo Ortiz conservaba sospechas sobre la culpabilidad de René Hidalgo Ramos. Después de aquel crimen en cuya investigación Ortiz participó con el doctor Israel Castellanos, director general del Gabinete Nacional de Investigaciones, más de una vez se había preguntado por qué el presunto asesino había actuado de manera tan opuesta a la lógica del culpable que pretende protegerse. A Ortiz le reconocían inteligencia y sagacidad. Y tanto era su crédito policial que seis años después del escandaloso proceso de la trucidada revaluó su pericia presentando la ponencia Medios represivos del crimen en uno de los primeros encuentros latinoamericanos de criminología (1). Sin embargo, no pudo penetrar en los móviles secretos del presunto culpable tan empeñado en no actuar como suele indicar la psicología del delincuente.
Ahora, en 1954, Ortiz, explicita sus dudas. No había olvidado los detalles de un caso tan difundido y recargado por los periódicos, la radio y las cintas cinematográficas de Manolo Alonso(2) en La Noticia del día, y luego legitimado por los tribunales. A una pregunta de un reportero de la revista Bohemia, respondió precisando las características criminales del caso y la incapacidad de los jueces para tenerlas en cuenta. Oigamos a Ortiz; pero con la atención que en aquellos días no tuvo…
“René Hidalgo Ramos fue juzgado prematuramente por la opinión pública, ya que sin estar identificado como autor del hecho se concibió un personaje repulsivo, de instintos sádicos, perversos y carente de sentimientos humanos. La opinión pública sancionó colectivamente al autor del hecho sin analizar las circunstancias que habían concurrido en el suceso, ni los antecedentes personales que necesariamente debían de tenerse en cuenta, para hacer un juicio sobre la personalidad criminal de mayor o menor peligrosidad de René Hidalgo.”
Preguntemos, como tal vez le preguntó el periodista: ¿No valora usted el acto tan primitivo de descuartizarla?
“El hecho de desmembrar el cadáver de la víctima con el aparente propósito de ocultar su ulterior identificación y transportarlo desde la casa habitada por numerosos vecinos, no refleja la personalidad criminal depravada y repulsiva del sujeto. Cualquier persona, sin distinción de clase social, gozando de buen concepto público, en un caso similar bien por accidente o por acción dolosa, sin la intención de ocasionar la muerte de un semejante, puede intentar, a posteriori, encubrir u ocultar el delito por ese medio u otros, de acuerdo con el estado psíquico alterado del individuo. Antes del crimen, Hidalgo Ramos tenía prestigio de hombre afable, respetuoso, sin manifestaciones violentas…”
Tras un silencio en que el policía espero una pregunta, un reparo del reportero de Bohemia, añadió: “Hidalgo no pensó en la coartada, pues de haberlo hecho hubiera trasladado el cuerpo de Celia Margarita Mena a la casa de socorros más próxima, quedando su versión única como relativa a un accidente, sin otras pruebas en contrario, que a mi entender serían de muy difícil obtención”.
OTRA CARA
Uno de los pocos periodistas que no sucumbieron al escándalo aventado tras el hallazgo sucesivo del cadáver descuartizado de Celia Margarita Mena, aparecía en el directorio periodístico como Manuel de Jesús Hernández González, nacido en Cienfuegos durante 1901. Treinta años más tarde, integró allí la plantilla del periódico El Comercio. Fue corresponsal de El Mundo. Y en 1943 recibió certificado de aptitud profesional de la escuela Manuel Márquez Sterling. Ahora, en 1954, sentado a su máquina, concibió esta declaración para un reportero de Bohemia: “El proceso fue largo y hasta escribí un folleto, donde hacía resaltar los juicios más notables de hombres de leyes, de ciencia e investigadores policíacos. El caso puede resumirse en pocas palabras. René, Celia Margarita y posiblemente dos personas más, estaban en una fiesta íntima en la casa de apartamentos de la calzada de Monte. Celia, bajo los efectos de drogas narcóticas -según la prueba científica de las vísceras, tenía en su organismo sales de cocaína- sufrió en el baño un accidente y murió a consecuencia de un golpe. Los asistentes sufrieron un espantoso pánico. Uno de los amigos de Hidalgo no quiso dejarlo solo y ambos trucidaron el cadáver.
“Cuando se hizo público unos opinaban que era un homicidio; otros, un asesinato, y se fueron ensañando con el ex policía, hasta que llegó al banquillo de los acusados. La Audiencia lo condenó por asesinato –con tesis equivalente a 26 años de presidio. Se presentó recurso ante el Supremo y este máximo organismo judicial calificó el delito por homicidio, pero mantuvo la misma pena, cosa que hizo promover otra vez comentarios de los juristas más distinguidos de la época. René Hidalgo ha sido condenado por dos delitos distintos a la misma pena, de una base que desde su inicio resultaba contraproducente.
“Soy periodista y el periodista debe ceñirse a los hechos probados, y contra René Hidalgo el único delito probado fue repartir los paquetes de una mujer trucidada cuando ya estaba muerta. Una infracción justificada, nunca un asesinato”.
MÁS DETALLES Y PREGUNTAS
En esos días de 1954, luego de tantos años de encierro, se hablaba del indulto A René Hidalgo. El presunto descuartizador podía aspirar al perdón presidencial tras haber cumplido la mitad de su condena. Pero la prensa recurría a su caja de hipérboles, tensaba su furia y añadía nuevas fórmulas descriptivas que parecían renovar el listado de monstruosidades, tan lozanas en su capacidad de conmover como en aquellas jornadas de 1939. ¿Cómo los periodistas lograron conocer tantos detalles de de la muerte de Celia Margarita Mena, sin que hubiese espacio para sospechar que cada uno de sus elementos se montaba sobre una armadura de truculencias? ¿Por confesión del propio Hidalgo? ¿Por una investigación desprejuiciada? La instrucción de Ortiz, ya vimos, no fue atendida por los tribunales.
En el Reclusorio Nacional para Varones de Isla de Pinos –antes de l938 llamado Presidio Modelo-, René Hidalgo se comportaba como un hombre excepcional, un recluso ejemplar. En su cara fue burilándose la máscara de una resignada frustración. Triste y sereno; amargado y noble. Esa era la conjunción de líneas que ovalaban su retrato. El historiador podría preguntarse: ¿Hipocresía? Y si así hubiese sido, con qué intensidad había logrado reprimir los instintos salvajes que su crimen hacía creer. Porque ninguno de sus compañeros de reclusión guardaba una queja, o atizaba venganza, envidia contra él, ni las autoridades podían dejar de estimarlo como el preso discreto, pacífico, laborioso que rompía la uniformidad de aquel ambiente de hombres habitualmente abyectos, a pesar de la historia que lo hacía indigno de haber nacido de mujer. Si el presidio entonces solía envilecer más a los reclusos, René Hidalgo pasó por esos soterrados inhumanos sin contaminarse. Pedía para otros: redactaba solicitudes de indulto, cartas familiares…
Varios especialistas, entre ellos el juez doctor Waldo Medina, lo habían observado en secreto. Empeñados en averiguar la psicología de aquel preso tan poco común, intentaron confrontar la índole aparente del llamado “descuartizador” y la más recóndita condición del convicto. Querían, aparte de intereses profesionales, determinar si en verdad la historia minuciosa y macabramente contada por los medios de difusión se ajustaba a la verdad de este hombre que podría estar encarnando el papel de víctima más que de criminal. Cada vez que hubo necesidad de aplicar la necropsia al cuerpo de un recluso muerto por enfermedad, reyerta o intento de fuga, René Hidalgo recibía la encomienda de ayudar al médico. Sus manos actuaban torpemente. En ningún momento las utilizaba con la certeza del supuesto hábil aprendiz de médico o de veterinario, según la prensa, cuya pericia había trucidado mediante cortes finísimos el cadáver de su amante. Tampoco en su rostro aparecían indicios de rechazo o reacción violenta ante una experiencia parecida a su pretendida experiencia como descuartizador de cadáveres.
Enrique Fernández Parajón, jefe entonces de la policía secreta, confirmó, también en 1954, la índole mansa, juiciosa del condenado. Siendo muy jóvenes, ambos estudiaron en los Estados Unidos. “Allí lo apodaban El Patato. Su conducta en el colegio fue ejemplar. No recuerdo ninguna bronca suya. Era un muchacho normal y estimo que de recobrar la libertad será un buen ciudadano. Tuvo una gran educación y pertenece a una familia honrada”.
Al mismo tiempo, el doctor Waldo Medina lo definió como el “recluso modelo, hombre superior, recluso excepcional, no lastimado en su dignidad por la prisión”. Lo apoyaba el poeta José Lezama Lima, que había ejercido como funcionario en la cárcel de La Habana, y que evaluaba a Hidalgo “por su conducta uniformemente buena, como el preso número uno”.
Manuel Rojas Figueroa, que trabajó 17 años en el presidio de Isla de Pinos, lo recordó como “hombre culto que en la cárcel se superó más. Por si fuera poco, se hizo delineante en el departamento de ingeniería”. Como recurso definitivo, quienes proponían el perdón presidencial se apoyaban en una especie de axioma: “Más de trece años de prisión son suficientes para desenmascarar a un simulador”.
Ante estos argumentos, habrá que cambiar las preguntas para empezar a redimir la memoria de este hombre cuya tumba se oscurece con una fama de hombre primitivo que parece ser injusta. Y mientras los archivos cubanos conserven los periódicos y revistas de 1939 en lo adelante, ofrecerán a periodistas y narradores páginas, notas y reportajes que seguirán mayoritariamente repitiendo cuanto entonces se publicó sobre este expediente criminal aparentemente tan nutrido por el enigma. Si Hidalgo era una persona culta, inteligente, sin tendencia a la violencia, incluso con experiencia policial, por qué actuó de modo que al final, como en retrospectiva, el descuartizamiento y el escamoteo del cadáver de Celia Margarita lo buscarían a él, amante de la mujer. ¿O es que el homicidio resultó accidental y el desmembramiento encubridor de la víctima fue obra de un personaje nunca incluido en la causa: cómplice o allegado experto?
Invoquemos nuevamente al doctor Waldo Medina, cuya conducta lo recomendaba como inmune al soborno u otras flaquezas. Baste contar cómo a inicios de su faena judicial -juez de Corralillo- el mandamás de esa región villareña, viendo que a ese “juececito” no se le podía amarrar como un perro o un cerdo, ordenó eliminarlo. Lo balearon y lo dejaron como un guayo, aunque sobrevivió. En la década de los 1950, empezó a ser reconocido como “juez del pueblo”. En el caso de René Hidalgo, el doctor Medina se puso a favor del condenado y fue uno de los defensores del indulto. Su cercanía del Presidio como juez de Nueva Gerona, lo ubicó en una posición apropiada para conquistar la confianza del recluso y valorarlo. En 1952, Hidalgo se casó, aún en presidio, con una mujer de Pinar del Río. Años después del indulto, de acuerdo con la confesión del ex juez y colaborador de Bohemia y El Mundo, al autor de este reportaje, el ex juez fue padrino de la boda de la hija de Hidalgo. Esa familiaridad vale por una absolución.
El 19 de diciembre de 1948, el doctor Medina publicó en Bohemia un extenso artículo titulado “Tumbas sin nombres”. Y menciona a Hidalgo y la hoja clínica que le había cerrado una prensa ansiosa de episodios truculentos. Admite que Hidalgo mató a su amante sin propósito de hacerlo y que la causa de la muerte podría haber sido “un puñetazo que desencadenó la epilepsia que la mujer padecía (…) o fea práctica maltusiana fallida en manos de un médico muy amigo (¿quién sabe?)”
¿Por qué el doctor Medina sugirió la posibilidad de un aborto que terminó con la muerte de la mujer? ¿Qué sabía? Algo conocía de la historia que René Hidalgo, contra toda lógica, pretendía callar, y por ello el juez solo hacía asomar un ápice de la presunción que podría insinuar la verdad probable. Más de 20 años después, Waldo Medina me reveló que, en efecto, René Hidalgo quiso proteger el crédito de un amigo médico. Y el investigador puede deducir que aunque el aborto era legal desde 1936, es presumible que el especialista lo hubiera practicado en el apartamento del edificio Larrea y ello, al saberse, habría dañado por lo mínimo el prestigio del médico o tal vez hubiera incurrido en responsabilidad penal. Desde esa perspectiva, el descuartizamiento resalta como un modo de escamotear el cadáver para ocultar el aborto fatídico. ¿No habló acaso el periodista Manuel de Jesús Hernández González de que en el análisis de las vísceras de Celia Margarita Mena, los forenses habían encontrado rastros de sales de cocaína? Y este alcaloide, más que sugerir una adicción en la mujer –que hubiera servido a Hidalgo para justificar una caída y un golpe mortal de haber sido cierta esa versión-, ¿no pudo ser utilizado como anestésico para realizar la intervención quirúrgica? Según criterios médicos, era entonces un anestésico, antes de que el opio lo sustituyera. ¿No encaja también en la hipótesis el amigo que, en la historia del reportero Hernández González, se queda con Hidalgo para ayudarlo a desmembrar el cadáver?
Las autoridades y la prensa repararon en que los cortes perfectos de la trucidada correspondían a un sujeto familiarizado con las habilidades de los cirujanos. Décadas después del suceso, Ignacio Cárdenas Acuña, novelista policial, autor de Enigma para un domingo, contó durante una edición de la Semana Negra de Gijón, en España, que él, en edad juvenil, presenció casualmente el hallazgo del tronco de Celia Margarita. “Por la forma en que estaba seccionado el cuerpo” se supo que el criminal poseía conocimientos de cirugía, dijo. Pero René Hidalgo no era carnicero, que saben manejar hachuela y cuchillo, ni había estudiado medicina o veterinaria. En el archivo central de la Universidad de La Habana su nombre no figura como matriculado alguna vez en esa casa de estudios. Y en los Estados Unidos, según Fernández Parajón, ambos estudiaron en un colegio, no en una universidad.
Antes de su muerte en 1986, Waldo Medina me dijo que aquella suposición de 1948, era la verdad que Hidalgo ocultaba asumiendo el presidió de manera tan abnegada y silenciosa para salvaguardar a un amigo. Pero las palabras del ex juez son solo verdad para mí. Fui el único que las oyó ese día. Si los lectores dudaran de mi testimonio, dejo, en cambio, las preguntas y los argumentos desarrollados en este reportaje: todavía están aptos para cuestionar la crónica de monstruosa perversidad engendrada por una prensa irresponsable, simple mal negocio en un país donde, en 1940, según la revista Cine-Gráfico, nadie podía esperar que “las noticias que originen verdaderos estremecimientos de curiosidad en los espectadores, se sucedan ininterrumpidamente” (3). Es decir, no abundaban. Y ente esa carencia de interés en los periódicos, las noticias tenían que inventarse. O adulterarse. (Reportaje publicado en (http://lapalmadelamano.blogcip.cu/, en Cubahora)
--------
Notas (1)América Latina y su criminología, libro publicado en 1987, por la socióloga venezolana Rosa del Olmo, fallecida en 2002.
(2) Natural de La Habana, Manuel Alonso García, periodista y dibujante; fundó La Noticia del Día, junto con Jorge Piñeyro, como apéndice del Noticiario Cinematográfico.
(3) “El zar del cine cubano”, artículo, de Arturo Agramonte y Luciano Castillo.http://www.lajiribilla.co.cu/paraimprimir/nro80/2147_80_imp.html