lunes, 31 de agosto de 2009

LA AUSENCIA PRESENTE


Por Luis Sexto

La estatuaria vivencial del escultor José Villa puso a Ernest Hemingway como antes: acodado sobre la barra del Floridita, en su rincón predilecto, en pose de echarse hacia delante y oír cordial y socarronamente a la cubana a cualquier parroquiano que le haga compañía.
El gran trágico de la contemporaneidad prefería beber su daiquiri en el Floridita y su mojito en la Bodeguita del Medio. Admitía así que se había suscrito a ambos tragos de la alquimia alcohólica cubana y a esos dos restaurantes entonces y todavía célebres en La Habana. Puede parecer que el escritor, que había asegurado en Adios a las armas que no existía nada más placentero que un trago de güisqui, estuviera haciendo algo más que una elección gustativa al preferir las bebidas criollas.
Digámoslo de un golpe: estaba confesando una inclinación, un afecto, por esta isla a la cual mencionó por primera vez en 1933, en un artículo publicado en Esquire y que se tituló “Marlin Off the Morro: A Cuban Setter”. No asombra que la Isla, verde y frutal, y su mar candente aparecieran en una colaboración periodística por la cual Hemingway ganó 250 dólares. Admira, sobre todo –como ha afirmado Mary Cruz, una de las estudiosas de la obra del autor de Verano sangriento-, que el paisaje, los detalles típicos de La Habana como el Morro, el caserío portuario de Casablanca, trasciendan su naturaleza de “postal turística”, usual en cualquier visión extranjera, y sean descritos con la emotividad del que no solo ve las cosas sino que está dentro de ellas.
Son varias las obras de Hemingway donde aparecen Cuba y su gente. Aparte de los reportajes, en Tener o no tener, El viejo y el mar e Islas en el Golfo hay una imbricación cubana que reconoce que Cuba fue algo más que un escenario para un escritor cuya estética primordial, desde su aprendizaje en el Kansas City Star, le exigía encarar y reflejar la vida con una autenticidad sin fisuras. Es decir, con pasión totalizadora. Comprometida. Compacta. En El gran río azul, Hemingway confiesa algunas de las razones por las cuales radica en Cuba. Al leerlas, uno sabe que subyace algo más profundo que la simple sensación del confort y el paisaje. Pero lo calla: “Muchos le preguntan a uno por qué vive en Cuba; les contesta simplemente que le agrada vivir allí. Es difícil explicar la fresca brisa matinal que sopla incluso en los días más calurosos de estío sobre las colinas que rodean a La Habana. No es necesario explicar la posibilidad que se nos ofrece de criar gallos de pelea, adiestrarlos y participar en competiciones dondequiera que se organicen, por tratarse de un asunto lícito. Es una de las razones de vivir en aquella isla.(...) Pero hay muchas más cosas que uno no dice; (...) entonces uno les explica que la principal razón de vivir en Cuba es el Gran Río Azul, de tres cuartos a una milla de profundidad y de sesenta a ochenta millas de ancho; desde la finca y a través de un hermoso paisaje, se tardan cuarenta y cinco minutos en llegar a él, donde hay la mejor y más abundante pesca que uno ha visto en su vida.”
Cuentan crónicas noticiosas que en uno de sus regresos a Cuba, meses antes de su muerte, Hemingway besó la bandera cubana al desembarcar en el aeropuerto José Martí. Un fotógrafo quiso que repitiera el gesto para poder congelarlo en la emulsión de su película, y Papa se negó. Su acto había sido sincero y no admitía la escenificación publicitaria o periodística. Sin embargo, uno de los reportajes de la entonces naciente televisión cubana lo conserva respondiendo preguntas, luego de haber merecido el premio Nobel. Entre otras aspectos, Papa Hemingway, el que bebe su daiquirí en el Floridita y su mojito en La Bodeguita, el que reside en una colina casi al sur de la bahía de La Habana, asevera, como en una definición hecha para siempre: “Soy un cubano sato.”
¿Qué es ser un cubano sato? Debe uno adentrarse en el espíritu de la lengua, en los laberintos expresivos del pueblo, para averiguar un sentido cuya profundidad no recogen los diccionarios. Sato es una raza de perros, pequeños, de pelo fino y cuyas hembras son muy lascivas, extremosas, abiertas con el sexo opuesto. Y por extensión cubano sato es ser eso: abierto, democrático, mezclado. Esto es, la más certera definición del carácter del cubano medio.
Quiso el escritor ser asumido -según puede colegirse- como un compatriota por los cubanos. Al menos en esa época los medios culturales lo estimaban como un escritor cercano. Y la revista Bohemia dedicó un número a reproducir la traducción de El viejo y el mar, vertida al español por Lino Novás Calvo, autor de una novela ejemplar entre las novelas cubanas: Pedro Blanco el negrero.
El binomio Hemingway-Cuba se somete ahora a la discusión. He vuelto a pensar en ello. Y no creo que los cubanos sientan como un valor permanente y propio al autor de Por quién doblan las campanas. Es cierto que su casa de Finca Vigía la remozaron recientemente para agregarle más resistencia ante los agravios del mar cercano, y que su habitación en el hotel Ambos Mundos y su rincón predilecto en la ensenada de Cojímar, se mantienen como si Papa estuviera a punto de llegar para una de sus estancias definitivas. En la conservación de la presencia petrificada de Hemingway persiste el respeto, la unción, la convicción, que la libran de la profana apropiación turística, aunque los tours la ofrezcan como una insoslayable opción. Pero todo ese caudal se compone de valores tangibles, objetos materiales que cada año van decolorándose, difuminándose en la memoria y la atención general. Parece inevitable admitir que pocos de los cubanos de hoy sienten al autor de El viejo y el mar como un patrimonio espiritual, o como una herencia literaria.
Comparativamente, cuarenta y cinco años después de su deceso, el haber favorece a Hemingway: su obra literaria preserva las amorosas impresiones acumuladas por el escritor durante veinte años de residencia en la isla más fascinante del Golfo. Pero, desde dentro, eso es ya “cosa vieja”, “glorias pasadas” en las que solo algunos aún meditan. Porque la mayoría de los que podrían asistir en peregrinación a la barra del Floridita, allí donde un Papa de bronce bebe un daiquiri interminable, son también sombras, incluso algo menos. Y no eran muchos. Amigos tuvo pocos en Cuba: algún compañero de juergas habaneras como el periodista Fernando G. Campoamor, insuperable en estilo y precisión, y entretenido acompañante en una cantina. Parece una evidencia común que la fisonomía inconfundible del amigo de toreros y actores de cine desconoció en Cuba la ruta de los círculos literarios y artísticos.
Tal vez mi afirmación presuma de muy polémica o heterodoxa. A mi juicio, Hemingway fue solo un accidente, un destacado accidente, para la generalidad de los cubanos. Aquí convivir con extranjeros relevantes ha sido una gracia cotidiana. Yo mismo puedo contar que en el edificio en que vivo, residió hacia la década de 1940, el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco. Y fui vecino – a unos 200 metros- del poeta salvadoreño Roque Dalton Estudie cerca de Santiago de las Vegas donde nació Italo Calvino. Y trabajé en la revista Bohemia donde ganaron el sustento del exiliado escritores tan significativos como el dominicano Juan Bosch o el guatemalteco Manuel Galich. He de decirlo, aunque duela o mortifique: ni la medalla del Nobel, que el escritor, creyéndose en deuda con Cuba, depositó en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, pudo anudar una sentimentalidad perdurable con los cubanos: se pierde entre centenares de ofrendas parecidas, si no en el brillo, en la intención. Y si ese acto pudo significar un gesto de fraternidad en el imaginario religioso del cubano, ya es solo un dato bajo otros datos. O una curiosidad.
La cultura y la historia, a pesar de todos los vínculos, nos separan. Hemingway está muerto. Y estatuariamente vivo en Cuba. Hemos de admitirlo. Pero qué frío es el bronce…

sábado, 29 de agosto de 2009

UNA TARDE CON DULCE MARÍA LOYNAZ


Por Luis Sexto

Me acerqué a Dulce María Loynaz cuando la poetisa pensaba estar consumiendo sus últimos días, como aquella casa de su niñez que albañiles sin rostro demolieron y que ella reconstruyó en un poema donde techos y paredes se quejaban por estar perdiendo lo vivido y lamentaban cuanto no habrían de vivir. Ya no escribía versos; más bien los releía convirtiéndolos en la médula de su fe en el pasado, o en el acta de la añoranza.
Transcurría la tarde del 9 de octubre de 1981. Y fue esa la única ocasión en la que vi y hablé con la poetisa. Ella habitaba entonces en una especie de voluntario retiro interior, y a la vez estaba negligentemente apartada de los medios culturales. Más adelante, de vuelta a la fama sonora y la publicidad machacona, asediada por la admiración y también por el cálculo, mi presencia quizás hubiera estorbado. Y permanecí distante, releyendo, degustando, la anchurosa resignación de sus Poemas sin nombre.
Tuve un pretexto para justificar mi visita ante una posible resistencia a las pretensiones de un periodista: devolverle dos cartas que me había dejado como herencia literaria Chon Tejera, la hija mayor de Diego Vicente, el cantor de “La hamaca”. Son dos tarjetas de cartón, de 13 por ocho centímetros que a pesar de su brevedad favorecen franquear la cancela íntima de la autora de Los últimos días de una casa.
Me marché conmovido. Y aún en el alma la voz lenta, como meditada, de la poetisa, escribí una urgente impresión que supuse sería en el futuro la introducción de un artículo sobre Dulce María y su obra, que fui aplazando. El poeta –escribía yo entonces- siempre es. Dulce María Loynaz regresa de una vida larga por el mismo camino de la poesía. Por muchos que sean los años que la separan de sus últimos versos, vuelve a ellos conducida por una vocación que se resiste al desencanto. La conocí encerrada en sí misma. Pero las fronteras de su yo son tan vastas como las del agua, y de vez en cuando se escapa a navegar tejiendo una poesía invisible en los círculos cortantes del recuerdo. Ya no escribe versos; los vive.
Desde 1938 los poemas de Dulce María Loynaz andan en el tacto de los lectores. Ese es el año de su primer libro –titulado Versos-, que contiene piezas escritas desde 1920 cuando la autora decursaba por esa etapa que nos da la impresión de ser eterna: los 18 años. Lo releí. Luego repasé Juegos del agua, y Poemas sin nombre, y Carta de amor a Tut-Ank-Amen, y Últimos días de una casa. Y he vuelto a encontrar los oscuros ojos de tormenta donde se agita la violencia sofrenada, en una sensibilidad marcada al hierro por una condición humana que admite el exabrupto y la ternura, la desilusión y la quimera, el tumulto y la soledad. “Has perdido –jugando- el resplandor/ de una estrella: ¡Has perdido hasta una estrella!/ Y hasta una estrella he de encontrarte yo…/ Tanto puedo por ti, tanto… Voy a seguir la huella/ sobre el mar de una estrella/ que se perdió…”
Los poemas de Dulce María Loynaz trascienden la justificación de un momento. Y por ello no concibo que algún crítico de lupa y cátedra la engavete en una escuela o tendencia literaria. Es cierto que saltan líneas con acentos de Darío en, por ejemplo, las estrofas dedicadas a Cheché (muchacha que hace flores artificiales): Cheché “es delgada y ágil, Va entrada en el otoño. / Tiene los ojos mansos y la boca sin besos…/ Yo la he conocido en la paz de una tarde/ como el Hada –ya mustia- de un libro de cuentos.”
Pero aparte de influencias momentáneas, la poesía de la Loynaz está escrita para ayer y hoy. Poesía límpida que se sumerge en el agua –quizás el vocablo más utilizado por la poetisa-, buscando simbólicamente la limpieza, la clarividencia, un permanente estado de gracia mediante el liquido primordial del bautismo. Poesía exenta de las escandalosas metáforas vanguardista y desvinculada de la hermética imaginería de algunos que, con ímpetu de renovadores, sucedieron a la vanguardia poética. Si Ortega y Gasset tuviese razón en su aserto de que la poesía se despoja de naturalidad para erigirse en voluntad de amaneramiento, Dulce María Loynaz tuerce sus gestos con una delicadeza, con una clásica transparencia que hechiza al gusto y lo transforma en una heredad visible para el pasado y el presente. Porque cuando la poesía no es pirueta del cerebro, sino vitalidad del pecho, la voz alcanza a devorarse a sí misma y resurgir nueva en el futuro. La sinceridad y el calor de vivir son la sustancia de la resurrección frecuente de esa poesía que, concebida en un momento, renace entre cenizas. La que estalla en la pirotecnia fantasmagórica de lo imitativo o libresco, se trasmuta en humo y podrá merecer el aplauso del instante, tal vez jamás el de la posteridad.
¿No posee el olor y la textura del pan fresco La carta de amor a Tut –Ank- Amen? ¿Acaso ante el sarcófago del rey adolescente, cualquier muchacha sensitiva de hoy, no escribiría con las mismas palabras este “delirio juvenil”que le disputa un novio a la inmovilidad de los siglos y la muerte? “Déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.”
Esta “carta”fue escrita en prosa; integró un diario de viaje en 1929. Y en la prosa poemática, cuando el verso se desprende de la euritmia del maquillaje métrico y de la música exterior de la rima consonante, es donde Dulce María Loynaz logra una hondura agónica. No me refiero a su prosa novelística, en la cual ejerce también la poetisa; es la prosa -¿prosa?- en que cuajan las ideas poéticas con calidad y libertad irrepetibles.
Al llegar a su casa, me recibió en el portal donde la esperé unos minutos observando los patios, las estatuas, la sombra de aquella casona en El Vedado, que trasuntaba quietud, desasimiento, soledad. Llegó encorvada, como reducida en su estatura por la edad, pero cuidadosamente peinada, el rostro espolvoreado; fina, lúcida. Admito compungidamente que desaproveché aquel momento para entrevistarla. Pero me había despojado de mi curiosidad periodística. Y permanecí casi en contemplativo silencio ante aquel tótem de recoleta profundidad, de tristeza enraizada.
Me regaló sus libros de poesía, menos uno: Poemas sin nombre, que yo poseía porque también Chon Tejera me lo había legado, y que llevé esa tarde para que me lo autografiara. Escribió: “A Luis Sexto, que quiso conocer a la poetisa olvidada. ¿La recordará él algún día?” Pretendí decirle que ese título componía su poemario perdurable; inmunizado contra modas y épocas, libro en que se marca su voluntad de estilo, sufriente puja: “Esta palabra mía sufre de que la escriban, de que le ciñan cuerpo y servidumbre. He de luchar con ella siempre, como Jacob con su arcángel; y algunas veces la doblego, pero otras muchas es ella quien me derriba de un alazo”. Que en esas páginas –intenté decirle- pervivía ella doblada sobre los recuerdos “como la mujer que vi esta tarde lavando en el río”. Y en las que uno develaba, con inéditos matices en cada relectura, las líneas de su poesía: lo religioso, lo bíblico, lo epigramático, lo erótico, lo femenino. Lo humano sin pose, ni técnica. El olvido borrando el olvido desde el olvido, como el alba a las estrellas... Nada, en fin, pude decirle. El elogio y la admiración también exigen sus pudores.
Había tomado las cartas que hacía tantos años había escrito. Las retuvo. Y luego me las devolvió como entregándome un pasado enmudecido para ella.
-A usted le serán más útiles.
Me preguntó si yo poseía Jardín. Y en ese momento debí continuar callado, o responder con el sí o el no de los que se protegen de cualquier intromisión del disparate. Porque, sin meditar, le respondí:
-¿Jardín? No tengo; vivo en altos.




jueves, 27 de agosto de 2009

DIME CÓMO HABLAS Y TE DIRÉ QUÉ JUEGAS


Por Luis Sexto
El béisbol, y entramos en asunto resabido, lo inventaron y reglamentaron en Estados Unidos. Mas en Cuba lo transformaron en pasión, calco ardiente del drama de la vida, y le insuflaron arte, acrobacia, ritmo. Uno puede resultar un cubano atípico si es incapaz de tomar el bate con plasticidad y mantenerse en postura eurítmica, como ante un escultor. O es cubano incompleto si uno no asiste a un estadio para desgañitarse elogiando o vituperando a cuantos juegan en el terreno o a quienes los dirigen mediante señas sentados en el “dogout”.
El primer partido oficial se desató sobre la hierba de El Palmar de Junco, en la ciudad de Matanzas, en l874, entre un equipo cubano y los marineros de un barco norteamericano. Diez años más tarde era una alborotadora costumbre. Un poema en décimas de Mariano Ramiro -poeta nacido en España en l836 y muerto en La Habana, bautizado de cubanía, en l886- confirma cuán rápidamente la afición adquirió temperatura de fiebre y cómo la terminología inglesa se castellanizó con zancos de siete leguas y las situaciones del juego se trasuntaron en comunicación, expresión coloquial. En dicharacho y metáfora. En símil. Una espinela, de entre las l2 del poema de Ramiro, dice: “Muchas lindas habaneras/ sienten del juego el contagio/ y hacen amoroso plagio/ de las luchas peloteras. / Al que en frases plañideras/ les declara su pasión/ y quieren meterse en jom/ sin sacramental detalle,/ lo ponen out en la calle,/ y mamá le da el scoom.”
Hay, pues, un tercer modo de jugar béisbol o pelota. Y de esa manera todos los practicamos aunque desconozcamos las posturas que impone el jom, o nunca vayamos al estadio o no nos pongamos descocadamente ante el televisor. Jugamos en el habla o con el habla. La terminología beisbolística, que se ha difundido uniforme y monótonamente durante casi toda esta centuria, se infiltró en nuestra lengua, y una carga bastante pesada de modismos y dicharachos se balancea en las cuerdas del habla cotidiana, incluso en la tropología, en el cuerpo metafórico del lenguaje, comprendida la norma culta. Porque surge igualmente en un poema, un filme, un comentario periodístico, en una conferencia científica o en un discurso político.
A nadie le parece raro que un psicólogo diga a un paciente luego de escucharle la tragedia íntima: es cierto, estás en tres y dos. Y con ello le indica que decida pronto y con tino, pues el próximo lanzamiento será la muerte o la gloria. O te embasas o te anulas bajo el abucheo del público. La gloria suprema sería el jonrón, un batazo que deje a los jardineros con las manos en la cintura y mirando al cielo. En la pose de la impotencia. Dar un jonrón. Qué sueño, qué hazaña. Lo batea también aquel que conquista la mujer más contundente del barrio, o consigue un empleo de lujo...
Al pitcher que le dan el jonrón le botan la bola del parque. Y a ti te la botan en la vida cuando ante tu argumento la réplica salta inapelable. Pero tú puedes dejar a tu rival con la carabina al hombro, si la contrarréplica se cuadra tan aguda que aquel enmudece. Se ponchó. Le cantaron el tercer strike, recta de humo, apenas se veía...
Cuando las cosas necesitan rigor, seriedad, exigencia, se ha de jugar al duro. Pero si usted no quiere inmiscuirse, comprometerse, entonces juega como cargabates. Es decir, juega sin jugar. Usted, muy asépticamente, sólo recoge, guarda, ordena los bates, y otros implementos. Y cuanto más usted anima al que se arriesga en jom o en el box. Desde lejos; en la orilla.
Ahora bien, si espera jugar en algún momento, usted comienza a calentar el brazo, a tirar pelotas para preparar músculos y facultades. Y lo mismo hace cuando le prometen una promoción, un aumento de sueldo, un viaje al extranjero: calienta el brazo. Espera el instante en el que el manager haga la seña. O si está lanzando mal, una seña indica que el director sale al terreno para aplicarle la grúa e irse a las duchas…

martes, 25 de agosto de 2009

NORMAN MAILER, “TESTIGO MOLESTO”

Por Luis Sexto
La herencia principal de Norman Mailer como escritor y periodista cabe en una línea, sin la cual su obra no podría ser explicada y muchos escritores y periodistas hubiesen quedado si una guía, un flexible patrón. Es quizás su mejor legado esa sentencia que establece la posibilidad de contar “la historia como novela y la novela como historia”. Es decir, historia con inicial mayúscula: la actualidad, la crónica en que, zigzagueantemente, las sociedad humana va dejando atrás el pasado y cifrando el futuro en los signos activos del presente.
Mailer supo aplicar a su quehacer esa máxima y por ello su obra perdurará por la imbricación de lo ficticio con lo real, del periodismo con la literatura. Aun en sus piezas de más intención artística, como Los desnudos y los muertos, se detecta el plano de la realidad contemporánea como una luz que quiebra todo artificio. Siguió en esa inclinación realista, a veces naturalista, la tradición de autores que tuvieron en Stephen Crane un punto de partida y continuadores en Sinclair Lewis o Ernest Hemingway y otros que colaboraron en lograr que la literatura norteamericana fuera una de las más sólidas del siglo XX por su registro en los sótanos de los hechos sociales y políticos de su país y a veces del planeta.
Lo dicho, desde luego, podrá ser solo una opinión. Sin embargo, tendremos que convenir en que Norman Mailer (31 de enero de 1923-10 de noviembre de 2007) fue uno de los autores universales que las letras en los Estados Unidos aportaron a la cultura mundial. Unió, en una sola vocación, los disímiles medios de la expresión moderna -periodismo, literatura, cine- con el fin de indagar en la naturaleza social del hombre y sus vínculos con las circunstancias; ese ser atrapado, de acuerdo con sus palabras, “en una maraña ajena, fría”. ¿Cómo clasificarlo si él mismo renunció a todo encasillamiento: novelista, periodista, cineasta? Más bien un testigo interesado en captar la vida.
Dedicó su escritura, su naturaleza de artista –según propia confesión-, a articular su identidad de hombre, pretendiendo decirse a sí mismo quién era para evitar asumirse como la imagen que sus libros, la crítica y los lectores delineaban sobre él. “Pasé, a los 25 años, del anonimato a la celebridad” -dijo en una entrevista- y “me convertí sin transición en uno de los más importantes autores de los Estados Unidos: cuando esto llega se sufre obligatoriamente una crisis de identidad”.
Hubo más. Esa búsqueda comprendía el esclarecimiento de su identidad como norteamericano. Su visión acerca de la sociedad estadounidense y sus conciudadanos fue cortante. No anduvo con cautelas expresivas cuando definió a Norteamérica así: El sitio donde “las personas son lindas, viven a veces en el lujo, pero creen tan solo en la droga y en el dinero”. “Tiene un comportamiento extraño. Sus cerebros están llenos de espuma. No comprenden nada más.”
Su pueblo y su país recurrieron frecuentemente en sus análisis. Por la agudeza, incluso la crudeza de sus juicios, los fundamentalistas de una América libre del pecado original, paraíso insuperado de las oportunidades y la ilusión según la “fábrica de sueños” de Hollywood, pudieron tacharlo de contestatario, de enemigo de la Unión de acuerdo con el diccionario del maccartismo. Al parecer, nadie quiere más a su madre que quien pretende conocerla con el propósito de reconocerse en ella, de modo que en más de una ocasión dijo estas cosas: “Imagínese a alguien con un ego desmesurado pero que no consigue tener éxito. Le queda el consuelo de las drogas. Estados Unidos es una especie de atleta que pesa 150 kilos y mide más de dos metros, y que está en perfecta forma física, pero que cada pocos minutos necesita olfatearse las axilas para comprobar que no despiden mal olor.” Mailer fue hechura de esa madre. Su tendencia a la violencia, incluso la doméstica que torturó sus seis matrimonios, y su vocación de “tipo duro” provienen de la sociedad norteamericana surgida y extendida en el violento trote de Atilas de sombrero y revolver, más tarde trocados por cascos y misiles. Pero cierta capacidad lo diferenció del resto de esa sociedad parteada –término de Carlos Marx- por la violencia. A Mailer lo singularizaba la capacidad de la comprensión. Comprendía que “La guerra es un estado mental, que precede a las hostilidades y continúa después de que éstas han cesado”.
Los manuales ligan a Mailer con el New Jornalism. Lo incluyeron en la lista de autores que, según Tom Wolfe, mientras esperaban convertirse en novelistas iban calentando sus motores en el reportaje. Pero ya para esos años iniciales de la portentosa década de los 60, Mailer era novelista y también un periodista que sabía emplear los recursos de la narrativa literaria para dotar a su ejercicio periodístico de la calidad y la hondura de la novela. Fue un jardinero exquisito del llamado en español periodismo literario, que posee antecedentes en Daniel Defoe, Víctor Hugo y José Martí. Tal vez el New Jornalism norteamericano –que no es el principio de ningún camino, sino su continuación- no marcó a Mailer con la desmesura técnica que caracterizó los reportajes de los autores de ese movimiento aparentemente renovador y que al fin, en un breve lapso, despertó la sospecha en los lectores. Mailer fue habitualmente más claro, más preciso en sus fines, sin llegar a saturar, asfixiar con las atmósferas cerradas, a lo Poe, de los llamados “periodistas nuevos”.
Polémico siempre; fracasado por momentos; combatido a veces; exaltado también, sus más de 30 títulos permanecerán como los signos preclaros de una sociedad donde “mucha gente –dijo- estaría feliz si pudiera encerrar a la mitad de la población en las cárceles”. Libros como Los ejércitos de la noche, Oswald: un misterio americano y El fantasma de Harlot, que denuncian el totalitarismo del poder en los estados Unidos, mantendrán viva la verdadera identidad de Norman Mailer: “Ser un testigo molesto” que intentó expresar la Historia como novela y la novela como Historia.

sábado, 22 de agosto de 2009

AL PIE DE LAS LETRAS (1)

Por Luis Sexto

Un cuento, un cuento breve, puede esconder una trampa o un suicidio. Si el cuento es bueno, efectivo, el lector se entrampa con gusto; le satisface que le muerdan una pierna cuando, al final se percata de que si antes algún desenlace supuso, le resulta fallido, porque la historia termina como no esperaba el lector. Si fuera al revés, si pudiera adivinarse el final, sería entonces como un suicidio para el autor, que muere por propia mano en las primeras líneas, en el medio o en las palabras finales.
He recordado esta teoría con el propósito de comentar un libro de cuentos titulado El invitado, publicado por Ediciones Holguín. Su autor es Leandro Estupiñán, de 32 años, periodista de profesión y escritor por el derecho de la vocación y del talento.
No sé qué encarecer más en este libro llamado tan lacónicamente El invitado, título de uno de los mejores cuentos del volumen, que en total recoge ocho en 82 páginas. No sé qué elogiar más, digo, si el ritmo vertiginoso de una prosa que no deja espacios para el aburrimiento, o la trama de estas historias que si bien parecen colmadas de acción por el ritmo entrecortado de las frases, tienen, básicamente, una acción interna. Creo descubrir que todo cuanto pasa, pasa por dentro de los personajes y de la atmósfera que los encapsula en una densidad urbana contemporánea, casi doméstica.
En general, lo que más sobresale ante el juicio de este comentarista, es la capacidad de ironía de Leandro Estupiñán. La ironía, recurso legítimo y raro, dirige a mi criterio los mejores cuentos de El invitado. Es una ironía regulada, sin herir, aunque punza y provoca al lector, que permanece en silencio tratando de completar el desenlace que le parece increíble. Por ejemplo, el cuento titulado “Abdución” es una página ejemplar del uso de la ironía, aunque todo cuanto se nos da en El invitado viene envuelto en una metáfora o en una alegoría que nos invita a ejercer la inteligencia, mientras el autor a nuestro lado sonríe con media sonrisa.
Ahora bien, si me preguntaran qué recomendarle a este autor joven, que con tantas certezas se estrena, tal vez le diría que mantenga en cuarentena los excesos, que retenga algunos datos de los cuales se pueda prescindir, y que de vez en cuando distienda el ritmo, lo arremanse. Bueno, en fin, Leandro Estupiñán es un nombre que mañana o pasado mañana estará habituándonos a la sorpresa. Y hasta otro día al pie de las letras.

viernes, 21 de agosto de 2009

APOSTILLAS INGENUAS CONTRA UN CHISTE MACABRO

Por Luis Sexto

Los cubanos arrastran la fama de humoristas. Incluso, la fama de un humor corrosivo: el choteo. Pero verdaderamente el choteo, el tirar a relajo lo serio, ¿es solo defecto o virtud de los cubanos? Acabo de leer esta nota en el Nuevo Herald de Miami: “La hija de un piloto estadounidense que desapareció en 1963 durante una misión encubierta de la CIA para llevar armas a los opositores de Fidel Castro, recibirá una indemnización de $21 millones por una orden judicial que halló culpable de su "muerte por negligencia'' al gobierno cubano. Un juez de la Corte Superior del condado Waldo, en Maine, falló a favor de Sherry Sullivan, hija del piloto Geoffrey Francis Sullivan, y ordenó la millonaria compensación por ‘la pérdida de sustento monetario, los severos daños emocionales y la angustia sufrida' por la mujer tras la pérdida de su padre.”
Volvamos a leer. Despacio. El piloto norteamericano Geoffrey Francis Sullivan perece o desaparece en una misión encubierta de la Agencia Central de Inteligencia: trasladar armas a los opositores alzados contra el gobierno revolucionario cubano, en 1963. Al parecer muere en esta misión, porque la nota no cita ninguna de las fuentes “confiables” que dicen que el piloto estuvo en la cárcel. El juez le concede a la hija el derecho a cobrar una indemnización de 21 millones de dólares. El gobierno cubano “tendrá” que pagarlos por haber incurrido en una “negligencia” que ocasionó el fallecimiento del piloto. Más o menos, eso es lo que se sobreentiende…
Uno pregunta: quién le asignó al aviador Sullivan una misión subversiva y por tanto ilegal contra un Estado vecino de los Estados Unidos: ¿La CIA o el G2 cubano? La CIA, desde luego. Así ha sido reconocido. Y dónde radica la “negligencia del gobierno cubano”. En defenderse; en derribar el avión violador de su espacio aéreo y abastecedor de armas a enemigos de Gobierno. Ahora bien, si murió en la cárcel, dónde aparecen las pruebas de su justo encierro, incluso, las pruebas de que murió por negligencia. No se expresan. Pero ¿habrá una fuente “confiable” entre los enemigos de la revolución cubana en los Estados Unidos? ¿Fuente confiable entre personas que todo cuanto han hecho, en términos políticos, ha sido básicamente por dinero? Habría que ver.
Ingenuamente, creo: Si Sullivan murió en una misión de la CIA, haya sido derribado en el aire, o muerto en un accidente, o fallecido en la cárcel por enfermedad, la indemnización corresponde, en justicia, a la institución y el gobierno que lo envió a penetrar en cielo extranjero en una misión de guerra.
Este fallo judicial es, como otros de parecido corte, un chiste macabro. O un buen negocio. Además de lo que reciben los abogados y la demandante, cuánto le tocaría al juez…
Ahora bien, a quién podrían demandar las víctimas cubanas del terrorismo que ha procedido de territorio norteamericano. ¿Quién, por ejemplo, resarce a los familiares de los cubanos y extranjeros muertos en la explosión de la nave de Cubana de Aviación en Barbados, en 1976? ¿Posada Carriles, entrenado, nutrido, pagado, protegido por la CIA? ¿O acaso el gobierno cubano por haber hecho la revolución, haber declarado el socialismo, haber entrenado jóvenes campeones de esgrima y haber mantenido volando una empresa aérea nacional?
De acuerdo con la lógica de ciertos jueces norteamericanos, el gobierno de Cuba también tendría que indemnizarlos: si no hubiera habido revolución, ni Posada Carriles ni otros terroristas habrían tenido que andar con dinamita.
Ah, el mundo está al revés. El dinero lo corrompe… Y convierte las razones de llanto, en una mueca cínica.

jueves, 20 de agosto de 2009

A QUÉ HORA SE LEE A ELISEO


Por Luis Sexto
Leyendo a Eliseo Diego me he preguntado si la poesía pide la hora exacta para ser degustada. Como el té de los ingleses. Lo he leído habitualmente al atardecer, cuando se nos viene la sombra mortecina y quejumbrosa del día en su fin. Y quizás sea natural. Porque su poesía, como la tarde, es serena, quieta, amortiguada luz de una vela.
¿Estará en mí, lector al fin, esta preferencia horaria, esa impresión crepuscular, o ciertamente la poesía de Eliseo Diego se apega a lo vespertino?
Solo el poeta pueda, quizás, esclarecerlo. El poeta no escapa a su autodefinición. En un poema, en un verso habrá la imagen que contenga la silueta del hombre, o la sustancia de la obra... También en la palabra más recurrente, la más repetida, que aparece y sorprende por la escasa distancia con que fue dicha vocablos antes. Y puesto, pues, a ese gratísimo conteo, entre otros códigos posibles topo con “oscuro” y sus afines como noche, nocturno, penumbra, sombra.
Ahora me percato de una contradicción. Qué tiene que ver esa filiación estilística a palabras semánticamente tan opacas con la poesía de Eliseo Diego, donde “la demasiada luz forma otras paredes con el polvo”, y por tanto esa claridad ahuyenta las cáscaras del desorden, la impuntualidad verbal de lo inacabado. La poesía de Eliseo Diego ha sabido registrar, reflejar la luz afilada de la tierra donde el poeta siente y conversa la euritmia intachable del poema: “En mi país la luz/ es mucho más que el tiempo, se demora/ con extraña delicia en los contornos/militares de todo, en las reliquias/ escuetas del diluvio./ La luz en mi país resiste a la memoria/ como el oro al sudor de la codicia,/ perdura entre sí misma, nos ignora/ desde su ajeno ser, su transparencia.” No he visto nuestro paisaje solar tan sustanciado, tan filtrado en los aljibes interiores de un poeta. La cubanía es característica e intención de los poeta señeros de Orígenes, y quizás el nombre de ese grupo, esclarecido epígrafe de la literatura cubana, no responda tanto al nombre de un padre de la Iglesia Católica Romana cuanto a un apego humilde y subterráneo a la patria.
Tendría, para responder definitivamente a mis preguntas iniciales, que ir al encuentro de la pieza o el verso auto definitorio, auto explicativo, de que hablé un poco más arriba. Y entre otros también posibles, hallo en su libro El oscuro esplendor la pieza deseada. Su título: “No es más”… “Un poema no es más/ que una conversación en la penumbra/ del horno viejo, cuando ya/ todos se han ido, y cruje/afuera el hondo bosque; un poema/ no es más que unas palabras que uno ha querido, y cambian/ de sitio con el tiempo, y ya/ no son más que una mancha, una/ esperanza indecible;/ un poema no es más/ que la felicidad, que una conversación/ en la penumbra, que todo/ cuando se ha ido, y ya/ es silencio.”
En ese poema hallo la atmósfera predominante en la poesía de Eliseo Diego. Nos explica el porqué En la Calzada de Jesús del Monte, o en Los días de tu vida, o en Versiones, o en cualquiera de sus libros, los poemas nos parecen vistos a través de un cristal neblinoso. Y como en una espiral al revés -de arriba hacia abajo-, va degradándose la intensidad de la entonación, como en una conversación lenta, morosa, musitada en la esquina más recoleta, íntima, oscura de la casa familiar.
La penumbra, según otro poema, compensa al poeta: “Habiendo llegado al tiempo en que/ la penumbra ya no me consuela más/ y me apocan los presagios pequeños…”
Cómo habré de figurarme al autor de esta poesía tan hilvanada como las cuentas de un rosario que alguien desgrana en anublada soledad. Lo imagino tal un fraile, un monje contemplativo que, libro de horas al pecho, anda cabizbajo por la huerta de la abadía meditando en los misterios universales de la muerte, el tiempo, un muñeco guardado en un baúl, un payaso, una dama retenida en un óleo, o el misterio del niño que sabe “conmover la tranquila tristeza de las flores”.
No podré seguir dudando, según las sensaciones anuentes de mi lectura, que la poesía de Eliseo Diego se relacione con lo crepuscular. Por lo dicho antes, me convenzo de esa suave, apagada, mortecina luz que oscurece la construcción de sus ámbitos poemáticos. Y Lo acepto porque un poeta también es hijo, obra de los libros que lee, como de su sensibilidad y de las circunstancias sociales que la moldean. Quizás de la poesía inglesa que leía y traducía; de los cementerios, esquilas, brumas del norte anglosajón, le provenga a Eliseo Diego su afición a la niebla, al crepúsculo, a la noche, que se afilian a la atmósfera de la nostalgia, del íntimo mirarse dentro cuando el poeta intenta hallar el único y vario sentido de las cosas que renombra, pero, al fin, no acaba de comprender.
O pudiera ser que la poesía, en su lengua universal, el sentimiento común, que a pesar de palabras tan disímiles resulta inteligible en cualquier espacio humano, tenga su concreción más lancinante en lo borroso, lo entrevisto. Y más que en el júbilo solar, hiriente de la oda a la alegría, elija su nicho más acogedor, abrigado, en la evocación nostálgica de “todo cuanto se ha ido/ y ya es silencio”.
Tal vez, y la inseguridad es la actitud propia de materia tan entrañable, Heine haya descubierto la verdad al señalar el pasado como la patria del alma. Al menos la patria del poeta. Y también de quien lo lee.

martes, 18 de agosto de 2009

VIVIR LA VIDA

Por Luis Sexto
¿Acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.
Vive la vida. Y en el horizonte de tan redundante máxima, prevalece cierta subrepticia y nociva intención. Recomienda algo más. Y lo que nos pretende sugerir en tono tan inapelable, equivale a un apartamiento de las consideraciones éticas, a un cerrar los ojos ante una disyuntiva moral. Sacrifica la honradez, la verdad, el amor. A eso apunta. Porque vivir la vida para esta frase tan recurrente implica la erupción del yo y la inmersión del él, del tú, del nosotros. Exaltación, apoteosis del egoísmo, en la trama un tanto desvergonzada de una filosofía vitalista cuyo objeto es el placer y el tener.
Vive la vida. Goza, despreocúpate, záfate. Y los principios, ah, los principios, conviértelos en tus “fines”. No partas de ellos, móntate sobre ellos. Y simúlalo. Sólo se vive una vez...
Ahora, luego de haber hecho la ficha de tantas frases de uso común, me doy cuenta de que son versiones de una única actitud; visiones presuntuosamente originales del descrédito. Vive la vida. ¿No es en su esencia igual que Déjate de escrúpulos, Échatelo todo a la espalda, Que arree el de atrás... Ha sido este diccionario un serón de redundancias, un tragante de malquerencias. El contacto con un lejano y persistente legado que utiliza la lengua para acusar su presencia.
Y no ha de asustarnos. El hombre es mezcla. La vida es mezcla. La historia se configura con el barro y con la sangre. Y la sangre va limpiando, como el discurso de Diógenes desde su barril, las adherencias irracionales. Y la frase Vive la vida abre, como luego un baño profundo, otros espejos, se resuelve en otra dimensión. Y en vez de ser sinuosa, escabrosa, norma de conducta, pasa a componer un desafío. Vive la vida. Esto es, sóplale sentido: convierte el beso en luz; el trabajo en cimiento; el deber en carné; la palabra en sinceridad; el acto en justicia; la relación en solidaridad.
Y los principios, ah los principios, transfórmalos en fuerza, en medio de renovación. Porque, si no, por mucho que los pregones, por mucho que aparentes rendirles acatamiento, se descubre que está viviendo la vida al revés, usándolos para tu provecho. Con lo cual, además de falsearlos, los expone al desdoro. Porque otra cosa no hace quien, en nombre de un principio justo, daña a una persona por un empleo equívoco o inmoral de aquel.
Simone de Beauvoir recomendaba que para vivir con plenitud de satisfacción la etapa última, esa que los nomencladores llaman eufemísticamente tercera edad, hacía falta entregarse a una pasión. Y me parece que no solo en el tramito final. Entregarse a una pasión aun cuando el vigor se desparrame por hirviente y abundante. A una pasión, creo interpretar la idea de la compañera de Sastre, que rebote en otro, en un plural juego de dar una prenda, aunque del lado de allá solo retorne el vacío. Porque, al cabo, el acto de dar implica también el de recibir las certezas de que se tiene el sentido profundo de la convivencia.
Vivir la vida es suma de elementos que no tienen razón natural para derivar en el egoísmo. Si así fuese, ya empezarías a ser el “bon vivant” de los franceses. El vividor de nuestra lengua Vive tu sueño, tu proyecto, pero integrado al sueño del otro.

sábado, 15 de agosto de 2009

EL COLOR QUE POCOS QUIEREN

Por Luis Sexto
Uno se pregunta qué es ser periodista en un mundo donde hay que preguntarse a cada rato si lo que veo, oigo o leo es verdad o simple ficción teatral. Y por lo cual uno puede deducir que los “periodistas mediáticos” –fíjense que no es lo mismo que periodista a secas- han venido derivando hacia una mutación que oscila entre el escenógrafo y el tramoyista, bajo el control genético de los grupos de poder político y económico.
El asunto es ya un plato común en el menú temático de la actualidad. Recuerdo que a mediados de esta década, se aposentó en mi bandeja de entrada el mensaje electrónico con el que una periodista y amiga boliviana compartía algunas de sus apreciaciones sobre los acontecimientos en La Paz*. “¿Sabes que la CNN sacó a su corresponsal de Irak para que venga a cubrir la “guerra” en Bolivia? Creo que los gringos están locos por mandarnos los Cascos Azules.” Y al imaginar el apresurado tránsito del infalible corresponsal de la CNN desde un frente caliente a “otro frente” más frío y local, intuyo que fue a preparar el próximo teatro de operaciones si es que la Casa Blanca estima que más apropiado que un golpe militar para vigilar y preservar la democracia en Bolivia, resultaría una intervención humanitaria.
Qué significa, pues, ser periodista en este mundo. No renuncio a repetir que el periodista, en la mayoría de los sitios habitables del planeta, es un personal auxiliar –directa o indirectamente- de los intereses geopolíticos de los Estados Unidos y sus aliados. Y no es raza nueva. Una de sus células matrices surgió y prosperó en la guerra hispano cubana americana, en 1898, cuando el astuto William Randolph Hearst -propietario de la cadena “mediática” del mismo nombre- le dijo aproximadamente al presidente de los Estados Unidos: Prepare la guerra que yo pongo las justificaciones. Que consistían en publicar noticias presuntamente provenientes de sus enviados a La Habana con historias fraudulentas o manipuladas de modo que ante la opinión pública norteamericana se amontonaran las buenas razones para avalar una guerra del naciente imperialismo norteamericano contra el senescente colonialismo español. ¿Alguna diferencia con los preparativos de la campaña contra Irak o Afganistán?
Ya desde entonces –preliminares del siglo XX- el periodista a lo Emilio Zola o a lo John Reed se viene transformando en una figura con olor a naftalina o a formol. Raramente algunos, que suelen ser de izquierda, son capaces de echarse a las espaldas una causa y defenderla con ingenio, coraje, verdad, como en el caso Dreyfus, o se arriesgan a ser testigo abnegados, verídicos, objetivos, de un “México insurgente” o de “diez días que estremecieron al mundo”, o apuestan a la denuncia de “los hombres del presidente”. Por tanto, ser hoy periodista de vocación, servidor de la verdad -sobre todo de la verdad de los de abajo, los escarnecidos y oprimidos- es un modo fuera de moda dentro de la llamada democracia occidental o burguesa, cuyos medios se han centralizado o concentrado tanto que sus fines de servicio público se frustran bajo la avalancha de intereses privados o corporativos. Raspen la piel de una red de periódicos o de televisoras, o en la propia web y verán los vasos sanguíneos de un monopolio –aunque ya la actualidad no admita este término- vinculado a troncos empresariales de múltiplo objeto y razones sociales.
Casi no existen opciones. Ahora predominan los “periodistas mediáticos”. Han empezado a ser una categoría infamante. Su autoestima se disuelve ante las cámaras y las palabras, porque “median” entre la verdad y la mentira, entre el terror y los aterrados, entre la guerra y los que la fomentan y se benefician con la destrucción y la muerte. Antonio Maira, imprescindible periodista a secas de Insurgente, ha inventado, a mi parecer, el verbo cipayear, que les encaja sin mayores regodeos. No escriben ni reportan, cipayean, en nombre de un crédito concentrado a base polvos de estrellas extintas.
La periodista española Maruja Torres cuenta en su libro Mujer en guerra que cuanto conflicto bélico cubrió en su borrascosa profesión fue con la misión de dar color a lo que pasa. Los editores del El País sabían qué le pedían a la polémica columnista cuando la remitieron a Beirut. Otros se ocupan de decir lo que pasa. Pero no basta si seriamente se empeñan los medios en informar.
“Dar color” en el periodismo sugiere mucho más que una pincelada. Una frase saturada de alguna sentimentalidad gratuita. El periodista polaco Rysiard Kapuscinski en una entrevista con el periódico La Jornada, de México, lo definió así, de modo que ya podemos entender de que empiezo a hablar: Uno se percata que los instrumentos tradicionales del periodismo son insuficientes cuando queda mucho por decir en una nota informativa, un cable. Y por ello hay que pedir prestado ciertos recursos a la literatura de no ficción para que el periodismo pueda reflejar el llanto de una madre sobre el cadáver de su hijo calcinado por un misil y la desesperación de una familia ante su casa arruinada por bombas y cañones.
El norteamericano Norman Sinn llama periodismo o reportaje personal a lo que otros llaman periodismo literario. El nombre de periodismo personal, parece ser el que más se ajusta dadas las circunstancias en que hoy predomina la imagen y con ella la televisión. Aparte de sus características hipnóticas, de su imposibilidad de establecer una relación dialógica con el receptor, la TV es uno de los medios más enmascaradotes y manipuladores de la realidad. Las cámaras de vídeo la eligen y graban de modo aséptico. Periodistas y camarógrafos llegan solo a donde necesitan, hablan exclusivamente con quien necesitan y sin siquiera oler el ambiente toman el autobús o el helicóptero hacia los estudios donde con un fragmento de realidad pretenderán expresar todo el orbe local. La TV y otros medios han inaugurado la época de “la información como espectáculo”, según el parecer de la propia Maruja Torres, que estima, además, que muy a menudo una foto miente tanto como mil palabras A mi parecer, la mayor manipulación periodística del acontecer se ubica en la aparente objetividad de la noticia o la información. Poco espacio se le da a los valores humanos.
El periodismo personal, pues, viene siendo un antídoto para esa manipulación mediática que ignora las zonas más conflictivas de un conflicto. Le enviada de El País tenía razón: ir a Beirut para “dar color”… el color de la sangre y el color de dolor singularizado en una persona, víctima de una guerra cuyo sentido se oculta a veces en subterfugios de nacionalismos, de tendencias religiosas o de rescate de las libertades conculcadas por un “genio del mal”. Y para “dar color”, para escribir como artista, y persona humana lo que se observa como periodista, se necesita levantar las cubiertas de los sótanos, penetrar en las alcobas, llegar a los hospitales y cementerios. Ya no se trata de contar cuantos misiles estallaron esa noche. O cuantas excusiones de la aviación de los invasores.
El periodista narrador, el John Reed de este momento, tendrá que andar por ahí, democrática y honradamente entre la gente, dándole protagonismo a los parias, apostando incluso su vida a una historia verídica que servirá para revelar el dolor más soterrado e intenso. Ese que hoy casi ningún medio, ni ninguna fuerza política mezclada con la pólvora y las explosiones, quieren dejar ver.



*Sublevaciones populares que obligaron a renunciar al presidente Carlos Mesa.

viernes, 14 de agosto de 2009

¿DÓNDE ESTÁ SANCHO?

Por Luis Sexto
Los Quijotes en Cuba abundan en un doble significado: uno parte de la ética; el otro de la piedra o del bronce. Por un lado, los cubanos suelen ser soñadores irreductibles de causas justas, y cabalgan abnegadamente sobre Rocinante deshaciendo entuertos. Y por otro, en el país abundan los monumentos consagrados a don Alonso Quijano, el Bueno. Allá en Puerto Padre, en el norte de la provincia de Las Tunas, una escultura del Quijote de los Molinos exhibe su virilidad erguida (aunque hace poco descubrí que se la habían cercenado; ¿quizás algún tímido o impotente?). En Varadero, el balneario de azul intenso, se empina otra imagen del Caballero de la triste figura… ¿Dónde más?
Ah, el Quijote de 23 y J, en la Habana. Lo digo de inmediato: es conmovedora, impactante, la imagen airada, furibunda, encabritada del caballero vestido de alambre. Pero cuando me le acerco echo de menos a alguien. ¿Lo adivinan? Le falta Sancho, como a otras piezas. No sabemos dónde estaba el escudero cuando el escultor Sergio Martínez tejió los hilos cobrizos de ese Caballero Andante belicoso, tan tenso como el alma de un loco.
¿Habría cruzado Sancho la avenida 23, para pedir -él tan pendiente del yantar- una ración de pescado en el restaurante Los siete mares, y por eso, en el momento de erguirse la estatua de su amo, perdió su puesto en la estampa como jinete sobre un borrico? Quizás el artista confesó a algún periodista las razones por las cuales excluyó al bonachón aldeano. Y la respuesta exigiría rebuscar en los archivos; el autor ya murió.
El Quijote, parece ley, no debe andar sin su escudero. Como al gato su cascabel, hay que insertar cerca la contrafigura que exalta la figura del alucinado Caballero. Me percato que Don Quijote brilla en la medida que se opaca y apoca su pusilánime ayudante. Tal vez esa furia descuerada, esa acometividad que le obliga a representar en 23 y J una bronca perenne, espada en mano, sea su protesta por no tener a un chasquido de su retórica de armadura y lanza al Sancho dicharachero y previsor. Lo necesita. Para ello lo convocó a esa aventura donde ambos ilustran la pareja más contradictoria y más humanamente complementaria de la historia. El escudero no solo se ocupa de los bastimentos del cuerpo y que al Caballero le importan poco cuando no es hora de comer. Sancho es también el que le advierte que los molinos son molinos cuando lo son de verdad, y que chocar con ellos implica a rodar por tierra.
Pero la ausencia de Sancho parece ser otro símbolo de la idiosincrasia nacional. No quieren los cubano que, cuando conciben la dama de sus sueños, o el ideal que justifica su vida, una voz excesivamente cauta o racional le estorbe el impulso, el ademán medio trágico y medio cómico, advirtiéndole de peligros o equívocos. Un rasgo del espíritu de Don Quijote se multiplicó entre los cubanos. Hablo de ese afán de acometer molinos de viento, salvar doncellas en peligro, de compartirse sobre la mesa de la solidaridad… Muchos entonces –los tipos de cuello rígido, abundante tanto ayer como hoy- tachaban de locura esa actitud. Y el viejo caballero respondía: “Yo sé quién soy.”
¿Cuando llegó Don Quijote a Cuba? A nuestra isla no lo sabemos. Pero casi al mismo tiempo en que echó a andar sobre Rocinante por el Campo de Montiel en su primera aventura, llegó a América, trayendo un mensaje de rebeldía entre sus aparentemente inofensivos episodios. Meses o semanas después de que en España empezara a circular la primera edición de la historia del generoso y demente don Alonso Quijano, en 1605, un número de ejemplares se embarcaron en el puerto de Cádiz con destino a las costas americanas.
Aún, al parecer, se desconoce la cantidad de libros amontonados en las bodegas de dos flotas que zarparon hacia el Nuevo Mundo en ese mismo año, pero ciertos historiadores- entre ellos el norteamericano Irving A. Leonard- afirman que es probable que la mayor parte de la edición príncipe de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha haya sido remitida a colonias españolas de América.
Si llegaron todos los ejemplares embarcados o se perdieron muchos en la insegura travesía de entonces, no hay certeza. Se sabe que en San Juan de Ulúa, México, Alonso de Dassa –notario procedente de la Península- declaró al ser requisado que traían consigo, para su propio entretenimiento, la primera parte de “Don Quijote de la Mancha” y “Flores y Blanca Flor”.
El propio capitán del buque donde viajó Dassa –La Encarnación- confesó a los aduaneros o inquisidores que él también poseían un tomo de “El Quijote”y otro de “el libro de horas” que, de acuerdo con su leal saber y entender, no eran obras prohibidas”.
Varios pasajeros de la misma nao, y de otras, manifestaron haber leído durante el trayecto por el Atlántico –y “con gran contentamiento”- la entonces recién publicada novela de Miguel de Cervantes, recaudador de impuestos de la corte y sin más linaje que su trabajo y la inutilidad de uno de sus brazos, ganada en Lepanto al servicio del rey.
También, por la vía de San Juan de Ulúa, el galeón llamado Espírtu Santo trajo 262 ejemplares para don Clemente de Valdés, en México. Más o menos en esos días de 1605, Don Quijote se bajó en suelo de América más al sur. Fue en Portobelo, Panamá, adonde arribaron destinados a Lima ejemplares del “Ingenioso Hidalgo”que, tras fatigosas búsquedas en los Archivos de Indias, pudieron ser totalizados parcialmente en setenta y dos. Los remitió el 26 de marzo de 1605 Juan de Sarría, emprendedor librero de Alcalá de Henares.
Datos dispersos y generalmente incompletos impiden determinar a quién correspondió lo que con los siglos sería el mérito histórico de haber introducido, en tierras americanas, el primer ejemplar de “El Quijote”. Pero si ese detalle puede mantener insatisfechos a historiadores poco ocupados, a la generalidad basta saber que El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha fue en Hispanoamérica, una especie de “best seller”. Y ese hecho compone una paradoja. La censura religiosa y política de España otorgó franquicia a la obra de Cervantes sin percatarse que no era lo que aparentaba ser ni lo que de ella decía su autor. “El Quijote”no fue un libro de caballería, ni tampoco una crítica a esa literatura que durante muchos años embotó a los lectores. Fue –y es- un texto en el que se expresa una nueva dimensión del hombre, capaz, según intenta demostrarlo el genial loco, de establecer la justicia en el planeta.
No sabemos aún cuándo el Caballero entró en Cuba. Sabemos, sin embargo, que España –y ahí está lo paradójico de esta historia- junto con la opresión colonial trajo a América la vocación de libertad de sus mejores hombres y de los Sanchos que los siguieron, aunque echemos de menos al escudero en el parque de 23 y J.

martes, 11 de agosto de 2009

ENRIQUE NÚÑEZ RODRÍGUEZ, LA CRÓNICA Y LOS CRONISTAS

Por Luis Sexto
A principios de este siglo, Enrique Núñez Rodríguez y yo compartíamos el espacio en la página de lectura de Juventud Rebelde: él abajo, casi en una tira; yo arriba sin merecerlo, con unos textos largo que a veces eran reportaje y otras veces crónicas. Por supuesto, Núñez era el más leído. Luego, en cierta ausencia de quien esto escribe, Ciro Bianchi se aposentó en la parte de arriba. Y un unos meses más tarde aterricé en el espacio inferior, ese que el reconocido autor de Mi vida al desnudo dejaba por enfermedad.
Mis nuevos textos discurrían bajo el epígrafe de Crónicas en primera persona. Algunos me reprocharon querer sustituir a Núñez. No acepté que a mi nombre le atribuyeran tal impudicia. Y dije entonces polemizando con tan injusta opinión: Núñez es insustituible como irrellenables son los envases de los buenos rones. O yo escribía con mi voz y convencía a los lectores del reconocido humorista y comediógrafo, o fracasaba intentando ser original. Escribí esa sección cada domingo durante tres años luego del deceso de Núñez en 2002.
Esta historia liminar aparece en mis recuerdos, porque en este año he tenido la tarea de ejercer como uno de los jurados del Premio de crónicas que enaltece a mi antiguo compañero de habitación periodística. Y aun cuando aprecio que la convocatoria es respondida por muchas manos, no pocos concursantes escriben como yo no pretendí hacerlo cuando me ubicaron en el huequito dominical que Núñez abandonaba involuntariamente. Es decir, mucha crónica leída en esta edición del concurso Enrique Núñez Rodríguez, intenta rodar sobre los carriles impuestos por el aplaudido humorista y escritor radial, y se aprecia mucha anécdota, mucho episodio con abruptos finales humorísticos.
El concurso no pretende estimular la imitación. Por el contrario, quiere azuzar la originalidad, la cultura y la emoción populares. Y para ello utiliza el nombre de uno de los autores más vinculados desde la radio, la TV y los periódicos y revistas a la gente de pueblo que dijera Onelio Jorge Cardoso. Núñez Rodríguez sabía como un doctor los secretos de enamorar y conquistar ojos y oídos. Apenas lo traté personalmente, pero nunca he dejado de agradecerle las aventuras de Leonardo Moncada, que trasegaron a mis oídos infantiles a través de la radio, hace más de 55 años, la primera lección de justicia social. Núñez, pues, estaría satisfecho si su nombre sirviera para inducir a penetrar en el alma del pueblo y registrar con la sensibilidad los valores que distinguen a personas, hechos y tradiciones.
Pero ese encargo creador necesita que la crónica sea un tanto revaluada. Puedo asegurar en mi nombre, quizás también de mis colegas en el Jurado, que por lo común los ciento y tantos textos que leímos cumplían un mínimo de calidad formal. Y algunos respondían al concepto de crónica vigente en Cuba: el mismo que nos legaron los modernistas desde Martí, y Casal, y luego, en las primeras tres décadas del siglo XX, Miguel Ángel de la Torre, Miguel Ángel Limia, Armando Leyva, Ruy de Lugo-Viñas, Rubén Martínez Villena, Jorge Mañach, Raúl Roa, y otros. La crónica, dicho en síntesis definidora, es como una visión amable de la gente y las cosas; un acercamiento desde la emoción, la subjetividad, el lirismo. Una anécdota puede ser solo una anécdota: un breve documento narrativo parecido al cuento. Pero será crónica si la historia viene envuelta en los papeles de seda de la sentimentalidad del cronista. José Antonio Benítez, un maestro del periodismo, escribió: el autor de reportajes -y también el novelista y el cuentista- encuentran su materia prima fuera de sí mismos; el cronista, en cambio, dentro de sí. Con lo cual quiso decir, que la crónica precocina las historias con el caldo de la subjetivad. Y si leemos a Núñez con detenimiento, apreciaremos que esas anécdotas que nos obligaban a la risa o la sonrisa venían maceradas en el nostálgico discurrir de un poeta en prosa.
Lo dicho puede ser verdad. Pero solo una verdad. Cuanto queda por saber y precisar se lo encomiendo a la creatividad de cuantos leyeron y quisieron a Enrique Núñez Rodríguez y sienten las urgencias de echar una flor a su recuerdo.