jueves, 20 de agosto de 2009

A QUÉ HORA SE LEE A ELISEO


Por Luis Sexto
Leyendo a Eliseo Diego me he preguntado si la poesía pide la hora exacta para ser degustada. Como el té de los ingleses. Lo he leído habitualmente al atardecer, cuando se nos viene la sombra mortecina y quejumbrosa del día en su fin. Y quizás sea natural. Porque su poesía, como la tarde, es serena, quieta, amortiguada luz de una vela.
¿Estará en mí, lector al fin, esta preferencia horaria, esa impresión crepuscular, o ciertamente la poesía de Eliseo Diego se apega a lo vespertino?
Solo el poeta pueda, quizás, esclarecerlo. El poeta no escapa a su autodefinición. En un poema, en un verso habrá la imagen que contenga la silueta del hombre, o la sustancia de la obra... También en la palabra más recurrente, la más repetida, que aparece y sorprende por la escasa distancia con que fue dicha vocablos antes. Y puesto, pues, a ese gratísimo conteo, entre otros códigos posibles topo con “oscuro” y sus afines como noche, nocturno, penumbra, sombra.
Ahora me percato de una contradicción. Qué tiene que ver esa filiación estilística a palabras semánticamente tan opacas con la poesía de Eliseo Diego, donde “la demasiada luz forma otras paredes con el polvo”, y por tanto esa claridad ahuyenta las cáscaras del desorden, la impuntualidad verbal de lo inacabado. La poesía de Eliseo Diego ha sabido registrar, reflejar la luz afilada de la tierra donde el poeta siente y conversa la euritmia intachable del poema: “En mi país la luz/ es mucho más que el tiempo, se demora/ con extraña delicia en los contornos/militares de todo, en las reliquias/ escuetas del diluvio./ La luz en mi país resiste a la memoria/ como el oro al sudor de la codicia,/ perdura entre sí misma, nos ignora/ desde su ajeno ser, su transparencia.” No he visto nuestro paisaje solar tan sustanciado, tan filtrado en los aljibes interiores de un poeta. La cubanía es característica e intención de los poeta señeros de Orígenes, y quizás el nombre de ese grupo, esclarecido epígrafe de la literatura cubana, no responda tanto al nombre de un padre de la Iglesia Católica Romana cuanto a un apego humilde y subterráneo a la patria.
Tendría, para responder definitivamente a mis preguntas iniciales, que ir al encuentro de la pieza o el verso auto definitorio, auto explicativo, de que hablé un poco más arriba. Y entre otros también posibles, hallo en su libro El oscuro esplendor la pieza deseada. Su título: “No es más”… “Un poema no es más/ que una conversación en la penumbra/ del horno viejo, cuando ya/ todos se han ido, y cruje/afuera el hondo bosque; un poema/ no es más que unas palabras que uno ha querido, y cambian/ de sitio con el tiempo, y ya/ no son más que una mancha, una/ esperanza indecible;/ un poema no es más/ que la felicidad, que una conversación/ en la penumbra, que todo/ cuando se ha ido, y ya/ es silencio.”
En ese poema hallo la atmósfera predominante en la poesía de Eliseo Diego. Nos explica el porqué En la Calzada de Jesús del Monte, o en Los días de tu vida, o en Versiones, o en cualquiera de sus libros, los poemas nos parecen vistos a través de un cristal neblinoso. Y como en una espiral al revés -de arriba hacia abajo-, va degradándose la intensidad de la entonación, como en una conversación lenta, morosa, musitada en la esquina más recoleta, íntima, oscura de la casa familiar.
La penumbra, según otro poema, compensa al poeta: “Habiendo llegado al tiempo en que/ la penumbra ya no me consuela más/ y me apocan los presagios pequeños…”
Cómo habré de figurarme al autor de esta poesía tan hilvanada como las cuentas de un rosario que alguien desgrana en anublada soledad. Lo imagino tal un fraile, un monje contemplativo que, libro de horas al pecho, anda cabizbajo por la huerta de la abadía meditando en los misterios universales de la muerte, el tiempo, un muñeco guardado en un baúl, un payaso, una dama retenida en un óleo, o el misterio del niño que sabe “conmover la tranquila tristeza de las flores”.
No podré seguir dudando, según las sensaciones anuentes de mi lectura, que la poesía de Eliseo Diego se relacione con lo crepuscular. Por lo dicho antes, me convenzo de esa suave, apagada, mortecina luz que oscurece la construcción de sus ámbitos poemáticos. Y Lo acepto porque un poeta también es hijo, obra de los libros que lee, como de su sensibilidad y de las circunstancias sociales que la moldean. Quizás de la poesía inglesa que leía y traducía; de los cementerios, esquilas, brumas del norte anglosajón, le provenga a Eliseo Diego su afición a la niebla, al crepúsculo, a la noche, que se afilian a la atmósfera de la nostalgia, del íntimo mirarse dentro cuando el poeta intenta hallar el único y vario sentido de las cosas que renombra, pero, al fin, no acaba de comprender.
O pudiera ser que la poesía, en su lengua universal, el sentimiento común, que a pesar de palabras tan disímiles resulta inteligible en cualquier espacio humano, tenga su concreción más lancinante en lo borroso, lo entrevisto. Y más que en el júbilo solar, hiriente de la oda a la alegría, elija su nicho más acogedor, abrigado, en la evocación nostálgica de “todo cuanto se ha ido/ y ya es silencio”.
Tal vez, y la inseguridad es la actitud propia de materia tan entrañable, Heine haya descubierto la verdad al señalar el pasado como la patria del alma. Al menos la patria del poeta. Y también de quien lo lee.

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