lunes, 21 de septiembre de 2009

LA APLANADORA DE MIAMI: NUEVA VERSIÓN DE LOS "PANZER"HITLERIANOS

Por Luis Sexto
¿Chiste o comedia; ridículo o farsa? Esta es la pregunta con que uno trata de hallar el término justo para redondear una opinión sobre ese acto en que “un mar de fragmentos de discos compactos y fotos de Juanes –como informó El Nuevo Herald- fueron rotos por una aplanadora”, en protesta por el concierto que el reconocido cantante y autor colombiano patrocinó en La Habana el pasado 20 de septiembre.
No contaré la historia. Porque la multitudinaria convergencia de músicos latinoamericanos, europeos y cubanos y un millón de concurrentes a la Plaza de la Revolución es en sí misma historia, protagonizada ante millones de teleespectadores del mundo. Vayamos más bien a lo colateral. Porque el Concierto por la Paz no requiere de interpretaciones: nada subliminal se puede detectar cuando la música y la poesía se esmeran por exaltar lo que nuestro planeta malherido necesita: paz y concordia. Ni siquiera las canciones pudieron sugerir un mensaje enmascarado contra Cuba y la Revolución, como algún medio supuso. Por lo general, esas piezas interpretadas por Juanes, la Tañón, Silvio, Bosé, Víctor Manuel y otros son usualmente escuchadas en Cuba en la radio, la Tv o en DVDs domésticos. ¿Acaso los cubanos de la Isla viven en la edad de piedra?
Yendo, pues, a lo colateral, podíamos decir que en la edad de piedra habitan cuantos, fanatizados en una presunta Vigilia que es solo trasnochado ejercicio de pose “patriótica”, demolieron con aplanadoras y mandarrias la voz y la imagen de unos de los más populares juglares de la actualidad. Admitamos, como sabemos, que esos grupúsculos del llamado exilio, esos que parecen estar a la derecha de toda derecha, cobran sus salarios en la agencia por el “desarrollo de la democracia” o alguna parecida institución federal de los Estados Unidos, de donde, sea dicho de paso, surgieron también los Bin Laden. Pero habrá que seguir preguntando: ¿toda esa algazara, ese espectáculo cuadrupédico, ese remake de los “progromos”nazis contra los judíos, han sido solo para mantener el sueldo? ¿No vemos acaso algo más en ese alarde de demencia?
Al menos, este comentarista ve mucho más. Entremos en la psicología social; evoquemos esa figura llamada en Cuba “guapo de barrio”, que existe con otro nombre en cualquier ciudad del orbe; analicemos su conducta habitualmente destinada a lograr ser temido. Y para ello, grita, amenaza, provoca, dejando entrever en sus desafueros ante cualquier nimiedad que lo beneficie, una histriónica capacidad de alardear que “se faja por lo que sea y con quien sea”. Los corifeos de la Vigilia Mambisa de Miami buscan, pues, meter miedo; delinear con aplanadoras y mandarrias la idea de que su transformación de ciudadanos decentes y comedidos en el desaforado e inescrupuloso mister Hyde del cuento, puede tener como objeto, llegada la oportunidad, además de los discos, también las personas. ¿Y a quiénes intentan aterrorizar? Para responder habrá que estudiar algo de la composición demográfica de Miami, particularmente de Miami. Cerca de un millón de cubanos habitan esta ciudad de la Florida. Y es fácilmente demostrable que la mayoría salieron de Cuba como emigrantes para ser inmigrantes en los Estados Unidos. Conozco varias encuestas serias y honradas que avalan el hecho y cuyos números, por evitar cansarlos, no voy a citar.
Emigrantes e inmigrantes componen una categoría común en nuestro planeta, desde hace siglos; tal vez milenios. Emigran las personas de uno a otro país, de una a otra región, por que desean cambiar de ambiente, solucionar sus problemas económicos, olvidar una pasión frustrada, reunirse con sus seres queridos; en fin, por decenas de causas razonables. La emigración, por su índole de solución personal a problemas individuales o colectivos, no implica esencialmente una actitud política de partido. En una época, al pisar suelo miamense eran obligados a adquirir la falsa conciencia de refugiados. Pero en el curso de 50 años, la emigración ha ido cambiando su naturaleza. Los que eligieron salir de Cuba por razones políticas no son emigrantes, sino exiliados. Es decir, exiliado es aquel que sale de su país por causas políticas, a veces mediante la intervención de una embajada, por vías clandestinas o legales, pero impelido por una militancia partidista o el sustento activo de una doctrina cuya práctica es inadmisible en su tierra. Se marcha con una intención: luchar desde el extranjero contra el poder que los desalojó y recuperar el poder perdido, el statu social y sus tesoros y propiedades.
Por tanto, Vigilia Mambisa y los demás grupúsculos del exilio duro -temprano o tardío según el tiempo en que se exiliaron sus adeptos- se ha percatado que ese cubano al cual solo le interesa trabajar, tener casa, automóvil, beber cerveza los domingos por la mañana con los amigos, y regresar temporalmente a su patria a ver a sus familias y enviar remesas, como cualquier mexicano o centroamericano, puede en algún momento no servirles de aliados. Y de hecho, ante el concierto por la Paz, mientras que de un lado -prensa, radio y TV incluidas- Juanes recibía insultos y amenazas, en la calle el ciudadano de todos los días lo alentaba a seguir en la empresa de solidaria vocación artística del cantor. Lo confesó el propio Juanes.
Para que esta nota no se alargue, invito a recordar que esta gente que grita, amenaza, tiembla entre rencores, cuando en 1990 parecía que todo el socialismo mundial naufragaba, pidió al gobierno norteamericano tres días de licencia para matar en Cuba. Claro, esa propuesta siempre sería el guión de un filme trucado, sin locaciones y presupuesto. Pero en Miami, las amenazas que se profieren allí contra alguien de allí pueden cumplirse. Y por ello uno se inclina a decir: la acción de Vigilia Mambisa es una comedia, un chiste, un gesto ridículo, una farsa. Todo a la vez. Pero resulta también una tragedia. No lo olvidemos. Ellos, como ha dicho una voz inteligente de quien ahora no recuerdo el nombre, solo pueden reconocerles a cualesquiera de los que consideran enemigos el derecho a morir por sus ideas. Y ellos los ejecutan.

viernes, 18 de septiembre de 2009

EL DOGMA Y SU ANTÓNIMO



Por Luis Sexto

Ha sido una vocación inclaudicable del hombre la de actuar en contra de cuanto pretenda ser definitivo, inexorable, o le limite el pensamiento, el criterio racional, de modo que la historia de las doctrinas políticas y religiosas podría ser también la historia de la lucha entre el dogma y la herejía. Donde se plantó la cuadriculada y hermética aspiración de constituir una verdad inapelable, se irguió la heterodoxia para destapar cajas, demoler muros, deshollinar gavetas, aunque más adelante el heresiarca de hoy se convirtiera en el dogmático de mañana.
Fue contradictoriamente un religioso, un jerarca eclesiástico, pero a la vez un filósofo –quizás el más sabio, audaz y auténtico filósofo cristiano- el que legitimó la herejía y a los herejes. Conocido es el apotegma de San Agustín en que el autor de la “Ciudad de Dios” y de unas “Confesiones” en plenitud de debilidad humana, reconoce el necesario papel regulador de los herejes: “Oportet enim heresses esse”. Esto es, el hereje opera como una rendija a través de la cual se filtra la prueba que afianza y perfecciona el dogma. Desde luego, el Obispo de Hipona cocinó la idea para servirla en su mesa. No obstante, partiendo del criterio agustino de la necesaria y plausible heterodoxia, podemos emprender una aventura hacia lo profundo del dogma y sus paradojas.
Un escritor y periodista católico –periodista que punza, no complace- ha escrito, a fines del siglo XX, que “siempre que el hombre expone lo que ha hecho el hombre, da un juicio implícito sobre los hechos, aunque solo sea por sus omisiones o sus silencios”. Hasta aquí el francés Jean Guitton parece estar de acuerdo con casi todo el pensamiento de su época. Pero enseguida adopta una posición antidogmática: “Lo que a mi modo de ver lo deshonraría sería dar a entender que tiene la objetividad de un aparato, o que todo historiador debería interpretar los hechos de la misma manera.” Y más adelante, establece que “la fuente de todas las herejías está en concebir el acuerdo de dos verdades opuestas y creer que son incompatibles”.

Deduzco, pues, que el origen de las herejías se enraíza en la rigidez de la ortodoxia. La ortodoxia -el pensar apegado al dogma- no ha aprendido a utilizar la flexibilización como una de las fórmulas de su invulnerabilidad y, por tanto, de la perdurabilidad de las verdades que se estiman correctas. Dogma es palabra de origen griego que, teniendo una prosapia limpia, ha venido ensuciándose en su actitud irremovible e intransigente de “cosa acabada, terminada definitivamente”, que eso significa “dokein” cuando se une a un pronombre personal, yo, por ejemplo, he acabado.
El dogma carece de recursos. La razón no le es afín. Incluso el dogma la rechaza con un “odio lúcido”, y es lúcido porque posiblemente los dogmas intuyan que su caída depende, en primordial medida, de la crítica. ¿De que se sirven aquellos para apuntalar su inaccesibilidad al debate y al cuestionamiento? En la autoridad. En el poder de cuantos lo establecen, imponen y sostienen. Ha sido, así, adoptado por el autoritarismo como el garante de su poder incuestionable.
Focalizado en el plano de la religiosidad, quizás sea menos dañino, aunque en una época atizó la candela bajo los pies de cuantos pretendieron removerlo o modificarlo. Y ocurrió así determinado por los vínculos e intereses comunes del poder político y las jerarquías eclesiales. Porque, cuando el dogma pasa a la política como instrumento, como piedra fundamental, comienzan los riesgos para los grupos, sociedades y Estados que lo organizan y ubican sobre un pedestal ideológico. Una de los problemas del llamado socialismo del siglo XX, el también nombrado real, fue la aplicación dogmática del marxismo. De guía para la acción, se transformó en “señor feudal” de la acción. Un rápido paneo por sobre la historia de las sociedades socialistas europeas, nos abastecería de actos tan irracionales que podrían añadir un nuevo volumen a la “Historia de la estupidez humana”, del húngaro Paul Tabori. El dogma, por insuficiencias reflexivas, es incapaz de detectar las contradicciones que se generan en su nombre. Y con estas, sobreviene la parálisis. Y con la parálisis, el lento deterioro de las sociedades dirigidas por el dogma filosóficamente político, que es el me parece más actual y peligroso. El religioso ofrece, en estos tiempos modernos, la libertad de creer o no creer. Y nada pasa.

Pero en la política, la cerca que bordea al dogma está vidriada con picos y fondos de botellas: se hiere quien los toque. La discusión, la discrepancia, la crítica se proscriben o se toleran entre condicionamientos. Y con ello el dogma se priva de su principal aliado: los herejes. Porque los herejes anticipan con sus audacias y temeridades la verdad más completa, que ha de sobrevenir en los días próximos. Al fin llega, pero nadie reivindica a sus gestores, porque se ha de pagar el precio por anticiparse. Pagarlo asumiendo el descrédito del revisionista o del inoportuno.
En las izquierdas, a pesar de la experiencia del socialismo europeo, de tan claras moralejas, y las derechas, no obstante los fracasos de ciertas “verdades inconmovibles” propuestas por Bush junior, aún subsiste el dogmatismo. Es un hábito cómodo. Significa decidir en las cúpulas sin el esfuerzo que implica el debate. Y a veces, para cancelar el exceso de presión, apelan a la unidad del grupo, del partido, de la sociedad. Pero, a mi modo de ver, en la unidad propugnada por el dogmatismo no cabe la diversidad. Exige la unidad de los unánimes. Porque los dogmas no distinguen entre la necesidad y los fines, entre el derecho y la intención, entre la opinión y la oposición, la sugerencia y la impertinencia. Y por ello favorecen el desarrollo tentacular de la doble moral y sus normas éticas encapsuladas en apariencias sin esencias. Pero la unanimidad, reducida tan solo a levantar la mano, alguna vez empezará por resquebrajarse en nombre de los mismos derechos que el dogma reconoce defender y garantizar: la libertad y la razón.
Parece escabroso comprender que la unidad política excluye la imposición de dogmas. Porque la unidad política se formula y reformula constantemente en torno de un programa, jamás alrededor de las abstracciones de una cosmovisión. Y su agente principal consiste en el esfuerzo de hombres libres que alcen la mano para… opinar, debatir, cuestionar sobre todo cuanto ayude a que la diversidad fortalezca la unidad. Y que debatan y opinen como herejes necesarios que impidan la dogmatización de las ideas y la burocratización de las acciones. Ah, sí. Dogma y burocracia son afines.

martes, 15 de septiembre de 2009

VIVIR O NO VIVIR EN DIALÉCTICA

Por Luis Sexto

La crónica de las revoluciones nos facilita una conclusión: casi todas han sido hábiles al conquistar el poder, pero menos hábiles al defenderlo. Pocas han perdurado sin que la restauración del “viejo régimen” haya dado una vuelta a ese ciclo que llamamos, en una imagen cómoda, “la rueda de la historia”.
Juzgar desde el presente el pasado es comúnmente fácil, opondrá alguno a mi afirmación. Pero el análisis de los hechos pasados se hace no solo para justificar las acciones de cuantos nos precedieron, sino para aprender de aquello que, aunque pueda ser explicable racionalmente, nos trasmite una especie de aviso: obrando igual podrás llegar al mismo fin, aunque sean distintas las circunstancias. Qué nos enseña, por ejemplo, el fracaso de la Revolución de Octubre, después de que el mundo que ella había generado y en apariencias consolidado hizo implosión en 1990. Primeramente, ese trágico episodio de fines del siglo XX confirma mi aserto inicial: fue muy capaz para destronar al zar y su tinglado de opresión medieval; incluso, se defendió con armas triunfales de la invasión hitleriana, pero no pudo impedir que todas sus conquistas se extraviaran en un camino de retorno. Lo que parecía imbatible, cayó; lo que reputamos de eterno, feneció.
La disolución de la Unión Soviética, el País de los Soviet, el primer país socialista de La Tierra, como llamábamos al vasto conglomerado de repúblicas socialistas surgidas a partir de Octubre de 1917 –según el calendario Juliano-, ha dejado numerosas experiencias para las revoluciones que aspiren, en el siglo XXI, a permanecer como génesis de cambios irreversibles. El tema, claro, resulta excesivo para un análisis periodístico. Pero como sólo escribo a título de periodista, con ese derecho abordo lo que, me parece, todavía no ha encontrado una juicio equilibrado y definitivo. Tal vez, deban pasar cien años para hallar el justo medio en nuestra evaluación. Por ahora, me parece que una verdad, entre muchas, asoma como la punta de un volcán desde lejos: la voluntad política de hacer la revolución necesita de la voluntad política de hacerla perdurar. ¿Y quién no tiene esa intención? No niego que la voluntad de existir perennemente anima a los revolucionarios. Sucede, sin embargo, que la voluntad política de permanecer exige vivir en dialéctica, en actuar utilizando el sí y el no, en un careo creador que evite el anquilosamiento, la rigidez de las estructuras.
En la URSS predominó un apego inflexible a los llamados principios. Nadie en 1917, ni antes, ni después, ha sabido con certeza –Fidel Castro lo ha reconocido- cómo se levanta el socialismo sobre las ruinas del capitalismo o las supervivencias de la Edad Media. Los bolcheviques creyeron haber hallado una ruta. Más tarde, Lenin se percató, al parecer, que no conducía a ningún sitio seguro, y comenzó a tantear. Para mí, la NEP fue eso: un tanteo que se frustró con la muerte del líder de Octubre y la vuelta a las posiciones originales que Stalin impuso: la propiedad estatal como ficción de la propiedad socialista. Lenin tenía razón: una sociedad, como una casa, no empieza a edificarse por el techo: se precisa fraguar los cimientos y eso no es cosa de poco tiempo, ni de pocas y primarias conquistas. Con ese modelo basado en el control de la burocracia estatal, un país tan dotado de bienes naturales solo pudo alcanzar unas ocho décadas de existencia. Y sin plenitud. Sí; desarrollo en un sector y subdesarrollo en otro. No olvido cuando, en 1988, visité la región siberiana de Sukpay, donde leñadores cubanos trabajan la madera que el gobierno soviético le concedía a Cuba, y supe que los médicos del contingente tenían que asistir, sobre todo los estomatólogos, a escolares que con su dentadura podrida acusaban la falta de ese servicio 70 años después de la Revolución.
Fue políticamente erróneo adoptar con rigidez principios a los que los fundadores del Marxismo solo calificaron de “guía para la acción”. Los principios no pueden estar separados de los fines. Si en la esfera personal el sacrificio de un hombre a sus normas puede resultar admirable, en los procesos sociales la inmolación como destino, no como accidente parcial, logra el valor del fracaso. Porque habría que preguntarse: ¿Para qué edificamos el socialismo? ¿Para acatar principios o para, mediante principios, alcanzar los fines del desarrollo, la libertad y el bienestar humano dentro de reglas de equidad, igualdad, justicia? Habrá, pues, que aceptar que los mejores principios son los que más cabalmente cumplen sus fines de transformar la vida. Socialismo que pretenda la igualdad sobre la pobreza y las restricciones, no puede llamarse así. Con lo cual uno va aceptando que más que las filosofías, los revolucionarios han de tener a la vista las tendencias de la naturaleza humana. A veces se legisla y se teoriza contra ella. Inútilmente. Porque las necesidades de nuestra especie no toleran barreras: cumplida la norma cuantitativa, las demuelen o saltan sobre ellas.
Queremos, en efecto, transformar al hombre viejo: delinear y sustanciar al nuevo. Pero no parece plausible que en sociedades con esquemas económicos incapaces de producir riquezas y que más que con soluciones, respondan con sueños “a las necesidades siempre crecientes” de las personas, pueda surgir un hombre distinto. ¿Cuánto de lo viejo no desempolvan la pobreza y las carencias en la conciencia humana?
Vivir en dialéctica -ese gobernar previendo, según José Martí, ese obrar al tanto de lo que empieza a ser inservible para sustituirlo por una réplica creadora- resulta trabajoso. No creo que aquel ensayo del español Mira y López sobre “la psicología del revolucionario” haya perdido su vigencia. Uno ha lamentado que los revolucionarios de ayer, los hábiles, los dispuestos a destruir el viejo régimen, se hayan convertido en conservadores de su obra, conservadores renuentes a aplicar la dialéctica, ley y método que, por otra lado, pululan en sus referencias. Ese tipo de revolucionario encorsetado por la burocracia, que ha trenzado sus intereses personales con su posición en el esquema del nuevo poder, suele sustituir la visión crítica de la realidad con la autocomplacencia; la actividad política con la retórica.
Espero que nadie confunda que en estas notas abogo por los principios generales -claros, precisos y posibles- que informen la acción revolucionaria para tomar el poder, pero sobre todo, apoyo la actitud de mantenerlos siempre en posibilidad de cambiar, que no equivale a desfigurarlos, sino a adaptarlos. Mayor que el riesgo de cambiar, de responder a las urgencias de la vida modificando enfoques y tácticas, es el de no cambiar. Porque si los principios se revisten de blindaje excluyendo lo que un ideólogo cubano, muy inteligente, llama “tesis que los adecuan”, obtendremos quizás la certeza próxima de oxidarlos entre los hierros que estimamos su salvaguarda.
La historia de las revoluciones sigue dictando su cátedra de experiencia. De sentido práctico. Vivir o no vivir en dialéctica, esa es la cuestión.

viernes, 11 de septiembre de 2009

UNA VISITA A MONTE CRISTI


Por Luis Sexto
En 1996 realicé mi primer viaje a República Dominicana. Entonces integraba la Redacción de la revista Bohemia, y además de saludar a dominicanos entrañables como Monseñor Fabio Mamerto Rivas, obispo de Barahona, y su vicario el Padre Teófilo Castillo -salesianos que educaron mi adolescencia- me proponía recorrer las estaciones de nuestra independencia. República Dominicana es la prolongación histórica de Cuba. En su suelo vivieron patriotas en un exilio insurgente y se escribieron o firmaron documentos sustantivos de la guerra de 1895. No es difícil, para cualquier cubano, considerarla como una especie de “tierra santa”.
Ese mes me alcanzó para visitar Baní, el pueblo natal de Máximo Gómez, general en Jefe de Ejército Libertador, y Santiago de los Caballeros, el Santo Cerro y Barahona, además de Santo Domingo, sitios que conservan el paso apostólico de José Martí.
Diez años más tarde, en enero del 2006, pude completar aquella gira. Y gracias a mis antiguos amigos y maestros llegué a Monte Cristi, en el norte de la República, donde residió Máximo Gómez y donde Martí confluyó con el Viejo para juntos partir hacia Cuba luego de redactar y firmar el Manifiesto que sustentaba ideológica y políticamente la guerra comenzada el 24 de febrero de 1895.
San Fernando de Monte Cristi se ubica en el noroeste, cerca de la frontera con Haití. Capital de la provincia del mismo nombre, apareció en los anales de la Española en 1506 cuando Nicolás de Ovando le dio vida en papeles y algunas casas. Geográficamente la ciudad se distingue una altura llamada El Morro, pegada al océano Atlántico, a la que un poeta evocó como “reloj de piedras sin esferas/ que marca los siglos de mi tierra.” Desde la perspectiva urbana, resalta la torre que ya se erguía, como un símbolo de la ciudad, en 1895. Fue el primer lugar adonde llegué. El parque estaba cerrado: una cerca lo protegía. Y desde afuera mi devoción concibió un pensamiento para aquella torre metálica cuyo reloj había medido algunas horas de la vida del Apóstol y junto al cual Martí había dicho que “muy pronto marcará la hora de la libertad de Cuba”. Tantas veces lo había visto en fotografías que, como suele ocurrir, observarlo desde tan cerca parecía un acto irreal, fantasioso.
Después, pedí a mis amigos me condujeran a la casa de Gómez…
Esa mañana habíamos salido temprano de Moca, la activa ciudad del Cibao, en el valle de la Vega Real, al que Colón le regaló el nombre seducido ante su honda belleza de tierra fértil y verde enlazada por las montañas. Pasamos a Santiago de los caballeros y enrumbamos hacia el oeste por la carretera nombrada La Línea. Lo confieso: me gusta Quisqueya. Su naturaleza es como la cubana: apta para ambientar el Paraíso. Entre los detalles del viaje recuerdo a Laguna Verde, pueblito donde nació y tiró sus primeras pelotas Juan Marichal, el afamado lanzador de las Grandes ligas norteamericanas. El Monstruo de Laguna Verde, así lo llamaban, me dijo el Padre Teófilo Castillo, Tofo para cuantos lo quieren en confianza, que son multitudes.
Paramos en un restaurante rústico, y Luis, el conductor -hijo de “Bolívar”, un alegre y vital productor de huevos en Moca- convino con la dueña que nos guardara carne de chivo para la vuelta, un tiempo más allá de la habitual hora de almuerzo. El chivo abunda por estas tierras. Como el algodón y el arroz, cultivos de regadío. Después, Monte Cristi, ciudad parecida a muchas ciudades cubanas: todas entre lo moderno y lo antiguo, con atmósfera rural. Y ahora, aquí, en la casa de Máximo Gómez, sita en la calle Ramón Matías Mella, 29. Antes, José Núñez de Cáceres, con el mismo número.
Quedo en silencio. Qué he de escribir que parezca verosímil, lógico, sin afectación. Estaba emocionado. Soy un privilegiado. Haber conocido esta casita desde la infancia en las ilustraciones de los textos de Historia. Y recorrer ahora, 50 años más tarde, el mínimo y humilde espacio que amparó a dos de nuestros libertadores primordiales, tiene que significar algo en el corazón de un cubano. Caminé. Vi. Toqué. Nos guiaba Ramón Amado Gutiérrez García, el conservador del museo, que se confiesa bisnieto del General Calixto García Iñiguez
En la casa se entra por un pasillo central que divide las habitaciones y termina en el comedor, amplio, extendido horizontalmente de un extremo al otro de la vivienda, cuya propiedad Gómez adquirió en 1888. Paredes de madera; techo de dos aguas, aún con el cinc alemán original, y pintada de azul grisáceo con ventanas y puertas –tres en la parte delantera- con marcos de blanco. Al recorrerla uno nota la presencia de Cuba en la bandera de Narciso López, en retratos de próceres y en libros de autores y editoriales cubanos. En una escueta habitación, del lado izquierdo, entre uno de los cuartos y el comedor -que hoy es biblioteca- Martí escribió el Manifiesto de Monte Cristi.
No hay mucho más que contar. En el patio, un árbol de mamoncillo, superviviente de aquella época. Miro desde fuera. Tomamos unas fotos. Podría describir sensaciones que, quizás, suenen vaciadas en retórica. Ciertos sentimientos han de quedar ocultos en la sinceridad de lo recoleto, pequeño, humilde. Como esta casa.

jueves, 10 de septiembre de 2009

LA HISTORIA LOCAL

Por Luis Sexto
Lo aprendí tardíamente. De adulto. Crecí sin que nadie me dijera que en la porción sur de mi pueblo, bajo unos mangos, amarraba su hamaca o su caballo el Mayor General Francisco Carrillo. No había entonces historia local. Ni geografía de patio. Qué emoción cuando, muchos años después de marcharme, supe que aquel río donde me bañaba se nombraba Caunao.
También me sentí, que es lo esencial, más apegado a mi pueblo cuando conocí en apolilladas lecturas sus vínculos con el mambí remediano de las tres guerras. Si toda esa crónica local, si todos esos valores se me hubieran impartido allí, en mi pueblo, mi conciencia cubana habría sido más raigal, más palpable. Porque qué lejanos me parecían Demajagua, Baraguá, Baire, Las Guásimas, Jimaguayú, la calle Paula, el Castillo de la Punta. Que privilegios el de aquellos orientales y camagüeyanos y habaneros que nacían o morían en sitios con tanto eco glorioso.
Mi pueblo, sin embargo, poseía también su privilegio histórico. Había entregado su aporte a la nación. Pequeño, pero propio. Ahora ya no me avergüenza que mi villorrio natal apenas se aprecie en el mapa junto a Remedios. Mi mapa histórico es, en mi conciencia, más profundo. Parte de aquella aldea de tres o cuatro calles y casas de madera y tejas, cuyo origen radica en unos mangos insurrectos y se agranda con la presencia de Camilo Cienfuegos y una conferencia azucarera en 1958.
Estoy convencido. La identidad nacional brota, se apuntala, se consolida en la historia local. La gente ha de saber que en el sitio por el cual entró en la vida y donde asimiló los amores y valores primeros y decisivos, o donde reside, vivieron antes otros seres que añadieron pensamiento y acción fundacionales a viviendas y paisajes. El pasado del lar municipal no está vacío. El espacio –como reza un verso en crítico recordatorio- no puede pertenecer sólo al último que vive. Uno habita en el vacío que antes colmó otro. Soy, en cierto sentido, por aquel que es mi vecino y antecesor en la tradición. Mi semilla.
El ombligo de la historia y la cultura no exhibe su oquedad en el abdomen del último, sino en el del primero. El cordón avanza hacia atrás. Y a él debo el perfil iniciático. Aunque a veces lo olvide culposamente. O porque nadie se aplicó en mantener la historia local como vasija básica dentro de la formación cívica.
El Cuba insiste en el cultivo de la historia aparentemente sin importancia de la localidad. ¿Para qué se establecieron museos y comisiones de historia, y se han repartido medios de impresión, si no para ejercer como crisol de ciudadanía, como contrafuertes de la identidad y la cultura nacionales? Entre lo bueno que nuestros municipios pueden ofrecer en la batalla actual de la nación por preservar su independencia y su justicia, están la firmeza y la convicción presentes. Pero, además, el gesto de ayer que es trampolín del de hoy. La historia comienza en casa.
Del brazo de mi General Carrillo, que respiró el aire que más tarde respiré, ando por las avenidas de la historia de mi patria.

martes, 8 de septiembre de 2009

LA EDAD DE LA ROBÓTICA


Por Luis Sexto

A la humildad se le puede simbolizar con el signo de la señal de tránsito que advierte: por aquí no se pasa. Tanto se le teme que muy pocos hoy aceptan asumir el crédito bochornoso de ser humildes, salvo en las autobiografías que nos exigen para aspirar a un carné en ciertos partidos u organizaciones de izquierda, o para optar por un premio: “Nací en el seno de un hogar humilde”… Nos enaltece haber nacido humilde, en casa pobre y honrada, pero no ser humilde, porque entonces la relación es diversa, casi opuesta. El diccionario carga con un volumen de responsabilidad en esa fobia. Entre las tres o cuatro acepciones de humildad, la mayoría nos fijamos en la última: esa que nos remite a sumisión, rendimiento.

Nadie, pues, opta por la sumisión, la servidumbre y, por tanto, la humildad viene siendo una virtud maldita, bíblica, propia de “cerebros religiosos”. Yo, como me es habitual, pienso en contra de todo aquello que no tenga en cuenta las insuficiencias y las tendencias naturales de los hombres. No creo en la superioridad innata del ser humano. Sí acepto su facultad de mejorar partiendo “humildemente” de su falible condición. En este análisis la humildad se asienta como un trampolín: el de la admitir humildemente que humilde proviene de humus, en latín, y que humus es tierra, barro por extensión. Es eso, pues: reconocer nuestra poquedad, como garantía para crecer y afianzarnos.

En lo individual, de ¡cuántos disparates e injusticias nos preserva la humildad! A la inversa, no ser humilde puede implicar la altanería, la soberbia, que no significan rebeldía. Preguntémosle a la vida del Che Guevara, y nos dirá que él, hombre de combate, acostumbrado a las balas, en la guerra, según confesó en una entrevista, “tuvo miedo, mucho miedo”. Y ahí está de cuerpo entero un rebelde paradigmático atrincherado en la conciencia de su debilidad humana, para ser fuerte y, siéndolo, comprender y respetar a las personas. Y ese, pues, es el mérito. Nacer valiente no exige nada extraordinario, solo seguir el llamado de la sangre.

He querido dejar esas ideas claras. Teorías revolucionarias aparte, sociología aparte, estoy entre los que estiman que el planeta se disuelve en el caos por falta de humildad, de claridad acerca de los valores y desvalores ingénitos de nuestra especie. Todo lo que tiene fin es breve, ha dicho un poeta. Y me parece también razonable que, además de breve, sea imperfecto. Nuestra especie carece de humildad. Nos hemos creído la historia del rey de la creación, el animal superior. Y las evidencias atestiguan que creerla resultad válido: ¿Quién como nosotros? Pero esa disposición natural tiene que afincarse en la convicción de que es una superioridad latente, parcial, signada por la muerte –supremo símbolo de la fragilidad- de los individuos y, quizás, algún día, por efecto de la misma soberbia a la que el Hombre apuesta sus ilusiones, estará marcada por la probable desaparición de la especie. Admito el papel de los intereses, la función de la lucha de clases, la influencia de la cultura en la sociedad humana. Pero ya he aclarado que hablo desde la ética. Y si cultura y ética no se benefician mutuamente, una y otra se desacreditan. Lo dijo Maurice Blondel (1861-1949): “No tratemos al embrión que somos como si fuese un ser acabado”. Ahí están la ética y la cultura estableciendo el punto de partida del desarrollo humano.
Quizás solo estoy enumerando equívocos, aunque la subjetividad posee sus derechos. Bajemos, pues, al polvo. Desde hace más de un siglo –el último y cuanto va del actual-, la Tierra vive una posguerra permanente. Porque la Historia ha decursado en guerras y entre guerras. De muchas de ellas, los Estados Unidos de Norteamérica son culpables por acción u omisión. ¿Hace falta nombrarlas? La hispano-cubana-americana, la primera guerra neocolonial, imperialista. Y siguen, entre otras: Corea, Viet Nam, Irak, Irak otra vez, Afganistán… Guerras y posguerras, espacios iguales porque cuando una termina empiezan a gestar la otra. ¿No pasa ahora con Irán? ¿Cuando Irak dejará de ser la “guerra” para convertirse en la “posguerra” de la de Irán? Irak, en su turno, ha modificado parte de la teoría de la guerra y ha confirmado un principio estratégico recordado hace unos años por Fidel Castro: Se puede ocupar un país, pero es casi imposible gobernarlo ocupado. Y por parte del agresor, ya se observa nítidamente que una guerra puede ser la posguerra de la que la antecedió. Ese es un aporte imperial.

Los Estados Unidos defienden sus intereses hegemónicos: el petróleo aquí, su presencia allá, el control acullá. Pero éticamente hablando, los Estados Unidos pecan de soberbia. La humildad se les ha escurrido entre la casaca de la arrogancia. ¿Quién como nosotros?, pregonan alzando la espada de fuego del Ángel soberbio. Y donde los demás no pueden, porque ellos lo prescriben, los Estados Unidos sí pueden. Y si con ellos hay que ir a la mesa redonda de la discusión, el mueble no será un círculo sino un rectángulo, y habrá que discutir lo que ellos quieran. Y si te rebelas, te clavan en la cruz roja de los proscritos. Pregúntenle a Cuba.

Por ello, los Estados Unidos necesitan del miedo para mantener su coherencia interna. Su pueblo, que el monje y escritor norteamericano Thomas Merton tachó de inmaduro, se mueve por el miedo. De qué otro recurso se sirvió la administración de W. Bush para ganar tanto espacio represor de las libertades clásicas en los Estados Unidos. El “Acta patriótica” fue posible gracias al miedo. Y el miedo tiene una de sus raíces en la prepotencia. Tenemos miedo –dicta la psicología social más común en Norteamérica, condicionada por los medios- porque somos los más poderosos, los líderes del mundo: los pueblos inferiores nos envidian y por tanto todo misil que pulverice una casa o una fábrica, todo tanque que aplasté la cabeza de un niño, en el Tercer Mundo, será siempre un acto de defensa. Un remedio contra nuestro miedo. Esa es, como mínimo, la forma con que se enmascaran los intereses imperiales de hegemonismo. Subjetividad, ética, cultura y economía se interconectan y se influyen.

En el siglo XIX, un norteamericano llegó a las profundidades de la filosofía meditando sobre la naturaleza. Uno de sus primeros poemas publicados se titulaba “Simpatía”, y su doctrina política principal se llamó “resistencia pasiva”, la acción desde la humildad. Henry David Thoreau fue el precursor de Gandhi. Y cuánto de Thoreau necesita Norteamérica, sobre todo los que la gobiernan.

Posiblemente muchos sostengan la tesis de que lo subjetivo empieza y termina en el individuo. Y, por tanto, sepa, señor periodista ingenuo, que la sociedad, las masas, las clases, la especie son categorías objetivas a salvo de análisis idealistas. No me extrañaría, pues, que sigamos tratando como un ser definitivamente completo a “el embrión que somos”. Y que pronto la robótica, esa ciencia de la superioridad, comience a auscultarnos para ver si alguno de nuestros “chips” se quemó o si necesitamos un nuevo software…

sábado, 5 de septiembre de 2009

EL PIROPO, FUEGO QUE NO QUEMA

Por Luis Sexto
El piropo estalla, porque es artillería, cañón, salva. Desde su raíz griega se emparienta con el fuego, y la palabra, en la misma lengua, significa sonrojo. O lo que es igual: calor y color de la llama. En Cuba, el varón se define usualmente extravertido en lo atinente a su condición sexual. No se amordaza cuando alguna dama merece el ditirambo, como si experimentara una obligación prevista en un código caballeresco y primitivo a la par. Y en su expresión es aparatoso, descoyuntado, teatral. Máximo.
El piropo llegó a Cuba principalmente en los labios jaraneros, ocurrentes e incisivos de los andaluces. Más tarde el criollo, de cierto modo réplica andaluza en el carácter, fue poniendo su particular gracejo y vivacidad, su autónoma capacidad para improvisar un chuchazo verbal: frase chispeante, urticante, temeraria hasta rondar la ofensa, quedándose al fin, con frecuencia, en un aguaje ingenioso.
La relación erótica callejera, diríamos que a distancia, impersonal, ha colmado sus alforjas con flores etéreas, de levedad en sus pétalos, aunque a veces se haya colado sin boleto alguna piedra, alguna hierba de baja estirpe. Sin embargo, algunos folcloristas, en particular Samuel Feijoo, creen que el piropo se extingue en Cuba, como afirman que se ha extinguido hace mucho en Maracaibo, ciudad venezolana célebre por la piropomanía de sus habitantes. Lo mató, según ciertas crónicas, la vulgaridad. Allí se aplebeyó, Y tanto se degradó que el alcalde de entonces dictó una ordenanza que multaba con 100 bolívares a quien disparara un piropo. La prohibición azuzó la creación de un nuevo requiebro, fino, sutil esta vez: Niña, si yo tuviera 100 bolívares...
En nuestras calles, a pesar de los augurios pesimistas, todavía se oyen piropos propios de balcones idílicos. No sé si usted calificará de original a este: Muchacha, me recuerdas a la mujer que no he tenido, o En el lago de tus ojos me ahogaría, o Cosas de la vida, tú existías y yo no te había echado de menos. También este: Mentirosos son los que dicen que a la Venus le faltan los brazos. El catálogo exhibe otros de menor vuelo, más populares, pero clasificables para cualquier torneo: Nunca pasan tus carnavales, negra, o Estás como la locomotora, por la línea. O este: Que pan más duro y yo sin dientes.
Los que predominan hoy se han despojado de su exquisitez, de su complejidad creativa, y se encapsulan, se encogen en una síntesis que, por excesivamente ceñida, les resta delicadeza y les añade tosquedad. Abundan frases unimenbres: ¡Bárbara!, ¡matahombres!, ¡Azúcar!
Al piropo, tal vez lo salven las mujeres. Ellas han conquistado varios derechos en Cuba: componen el 65 por ciento de la fuerza técnica y científica, y los esposos -algunos, claro- las ayudan a lavar la loza, incluso a cocinar. Y podrían, por audaces y persistentes, preservar el buen gusto en la expresividad amatoria y transeúnte, si se decidieran a piropear a su contrafigura sexual. Yo aguardo confiadamente ese regalo a los oídos masculinos. ¡Cuánta verdad dirían! Cuánta poesía deambularía por esas calles ya tan pocos imaginativas...

miércoles, 2 de septiembre de 2009

EL REGALO AÚN NO HALLADO DE MANOLITO PIÑA

Capítulo del libro El Cabo de las mil visiones, de Luis Sexto, sobre las leyendas de la península de Guanahacabibes, publicado por la Editorial Pablo de la Torriente Brau, en 2005

La suerte no es del que la busca, sino del que la encuentra. Algún día le voy a presentar a Manolito Piña. Vive ciego en Cayuco, y él podrá contarle cuánto lamenta su ceguera, porque ya no está en condiciones de continuar detrás del tesoro que un día le regalaron. Y sabe donde está, pero nunca ha podido llegar.
No, miento; sí llegó...
Era jovencito, tal vez quince o dieciséis años. Su padrino, Gervasio Borrego, tenía ese tesoro ahí, y no se sabe por qué razón nunca lo había sacado de La Jocuma, una cueva del sur con la boca hacia el norte; ni tampoco se ha oído cómo se había enterado de que allí dentro seis botijas -tres que rozaban a un hombre por la cintura y tres un poco más abajo- esperaban en la oscuridad que alguien las vaciara de la tentación incurable del dinero. Un día Gervasio Borrego amaneció dispuesto a zafarse aquella inquietud. Y le regaló el tesoro a su ahijado.
Manolito y su padre salieron a buscar la cueva. No bastaba con la autorización del padrino. Había que hallarla. Porque el que usted posea un derrotero no significa que la riqueza pase a su poder con tanta facilidad como en un banco con una libretica. El monte no regala nada; hay que quitárselo con astucia; destaparle sus pistas falsas, sus dobles fondos, esa trastienda malvada que se ríe de uno si uno se acobarda, o se desespera. La Jocuma tiene una dificultad: la puerta está tapiada con piedras, piedras calcinadas, que hay que desbrozar con una barreta. Sólo una mirada hecha a las esquivas de El Cabo puede adivinar la hendija que indica por donde la gruta se abre. Los Piña la encontraron. Gervasio les había dicho no se asusten si cuando entren en el salón principal ven una luz que cae a plomo; es una claraboya. El padre, sin embargo, no quiso entrar con el muchacho. Tal vez sintió miedo por todo el espiritismo que envuelve a esos tesoros, y quién podía saber si una maldición le desgraciaba la vida a su hijo. Volveré solo más tarde, dijo. Marcó el punto. Y regresaron.
Manolito todavía recuerda el viaje de vuelta por el pasmo de alegría que le provocó haber matado a una jutía con la escopeta del padre. Pero cuando el viejo Piña viró para acabar de resolver el problema de cómo entrar, no dio con el paradero de la cueva. Allí estaba el árbol de jocuma, mostrando el mordisco que le había dado con el machete; veía incluso las lajas que ocultaban la entrada. Pero la cueva no aparecía. Se acuclilló; encendió un cigarro para intentar calmarse y tantear de nuevo aquella pared de rocas y raíces y hojas. Nada. Ni nadie que la haya visto una vez y luego regresó con los instrumentos para forzarla, ha podido repetir el descubrimiento. Y han venido buscadores hasta de La Habana.
Manolito está tranquilo, aunque inconforme por esos ojos que se le negaron hace poco a seguir viendo. Tal vez ahora vea más claro desde adentro los misterios de la vida. Pero ese que le regalaron nunca lo ha podido explicar. Su padrino le dijo antes de morir si no es para ti, olvídate que nadie lo encontrará. Pero de qué le sirve. Él tampoco. Y algunos se preguntan si, al final de todo ese cuento, no vino la maldición dejándolo ciego, porque el padre no permitió hacer al hijo lo que el hijo tenía que hacer solo.

Ciegos no estábamos nosotros la noche en la que, en casa de Manolo Borrego, acordamos salir a playar. Estábamos en el mes de mayo. Hasta el de agosto, las tortugas vienen del agua para enterrar sus huevos en la arena. Éramos tres o cuatro. Íbamos por toda la costa y vimos en la Punta de Perjuicio algo como un farol encendido. Y digo miren a ese comerraspas pescando a cordel. Pensé en algún vecino. Faltando medio kilómetro para subir del todo, la luz se desprendió y viajó al medio del mar, y regresó y se posó en el mismo sitio de antes. Los que andaban conmigo se erizaron; un corrientazo los tocó de los pies a la cabeza. Es la señal del miedo cuando el cuerpo entra en contacto con algo misterioso. Quise subir, porque a mí hay que pelarme, y ellos que no, no, pero si ustedes son hombres, y yo para arriba... Pero no pude. Me paralicé. Yo que, en ciertos días, no creo en muertos, ni en velas. No dudo que quizás ese sea el fantasma de Perjuicio buscando a su hijo asesinado. Cuando un hijo muere, a uno le parece que la muerte no existe.
O acaso el pirata sale para avisar con su luz dónde ocultó su tesoro. Le dije que en ese mismo lugar de la playa de Perjuicio vi una tapia aquella vez cuando yo estaba costaneando. Luego no la vi más.
Como le digo una cosa, le digo otra distinta. No creo en lo de la cueva de la Sorda, un kilómetro aproximadamente al norte nordeste del faro Roncali. Pocos se atrevían a entrar. Las luces se apagaban en su interior, tal vez porque había muy poco oxígeno. Se cuenta que en sus ramales habitaban dos muchachas cuyo padre, un pirata, condenó a custodiarles sus cofres. Y por un pacto con el diablo, las convirtió en majá y en cocodrilo. Quien las desencante, y eso yo no sabría cómo hacerlo, hallaría el tesoro. Realmente nunca me he decidido a comprobar esa historia. Los encantamientos saben a cosa de libros para muchachos. Y, además, porque hay una dificultad. Usted no sabe lo que es explorar una cueva hasta el fondo. Tiene sus riesgos. Y si usted desconoce la malicia para burlarlos, puede quedarse para siempre en la oscuridad. Y un día, quién sabe dentro de cuánto tiempo, alguien encuentra sus huesos sin poder imaginar la angustia con la que usted murió. Hay que entrar llevando guantes, alcohol, luces, machete, cuchillo, y sobre todo una pita amarrada a la cintura, porque si se le apaga la linterna, uno regresa por el hilo que ha ido dejando atrás. Hace poco murieron tres buzos en una cueva submarina de la ensenada de Juan Claro. Olvidaron ese detalle. Se metieron en ella sueltos, despreocupados. ¡Mire usted las sorpresas de la confianza! Lo habían hecho mil veces. Eran muchachones que estudiaban el sistema de cuevas, grutas y cavernas de Guanahacabibes. Fuertes. Con escuela. Pero yo he aprendido que el hombre en la vida debe cerrarle sólo un ojo a la confianza. Y mantener el otro abierto. Mirando. Comprobando.
Porque, para Él, vence cualquier duda lo que uno ve propiamente; mas a lo que le cuentan uno debe darle muchas vueltas para aceptarlo. Ahí, en esos recovecos donde el sí y el no se emparejan o se cruzan, está el punto que por momentos lo afinca en la creencia de que los fantasmas son sólo palabras. Yo podía no creer en el tesoro de la playa de los Musulmanes. Dicen que unos piratas echaron al agua su dinero y que uno de los cofres, envuelto en cadenas, sube a la superficie, y cuando alguien va a buscarlo, desaparece. El nombre de la playa de los Musulmanes no recuerda a bandidos con esa religión. En el siglo XIX se llamó en Cuba de esa manera a los bandoleros de las costas, porque se hacía un parecido con los piratas árabes que aterraron el mar Mediterráneo no se cuántos años atrás. Eran como bandidos de agua y de tierra.
Si alguien tuvo una visión y la comenta, uno puede creer que engaña, que busca divertirse a costa de la ingenuidad de otro. Pero en ciertos detalles que he visto me pregunto si el hombre no sigue viviendo en sus huellas, en sus ruinas. Y en una hora de cualquier día resurge...
Y quién en definitiva sabrá la verdad, si uno por momentos cree no creer en nada, porque para eso ya aprendió a leer, y oye la radio y ve la televisión. Pero otro día uno dice me abstengo de no creer, de decir algo absolutamente negativo. El que ha visto una candela y luego no hay candela donde la vio, y ha oído el llanto de un niño y no hay niño donde oyó el vagido... Como aquella noche en Caleta Larga; la pasó detrás de una luz en la ensenada de Guadiana, donde se pudren los restos de un barco antiguo. Iba en un lanchón hacia el puerto de La Fe, al norte de Cuba, habilitado para que los marinos de los barcos de guerra americanos se divirtieran con mujeres. Y apareció, digo, la luz. Pudo ser un fuego fatuo; cambiaba, sin embargo, de rumbo. Transcurría agosto. No había viento. Y él detrás, detrás, sin alcanzarla. Cuando arribó a puerto comentó el incidente, y el jefe le dijo que había sido un comemierda, pues esa luz aparece allí y usted debió mantener su rumbo en vez de ponerse a jugar con ella.
Lo que yo vea en El Cabo no se me olvida jamás; me lo fijo en la mente. Y si lo vi le aseguro que es porque lo vi. Y cuando uno ve y después ya no ve lo que vio, llega la duda a obligarlo a andar con cautela y no negar o prohibir por aquí no se pasa, como hace una pared. Aún me mortifica el recuerdo de aquella sepultura. Fue en el año de 1950. Arreaba una punta de puercos, y vio una tumba, y pensó que allí había muerto o habían muerto a un infeliz. Llegó a la casa; se lo contó al padre. Y regresé a buscarla. Rastree todo el punto, piedra a piedra, por un lado, por el otro. Pero no la encontré. Era larga, con una lomita de tierra; yo sé lo que es una sepultura. Se me quedó grabada...
Y ahora le voy a contar algo peor. Sucedió más para acá, más reciente. Una noche había una maniobra militar por El Cabo. Dos o tres compañeros teníamos que ir a La Bajada, donde hay un puesto de guardias de fronteras. Empezamos a caminar; apenas veíamos el trillo. Caminamos. Y La Bajada no aparecía. Se acercaron incluso a Uvero Quemado. Y se supone que de Uvero para acá esté La Bajada. Allí en Uvero Quemado puso el Che Guevara un campamento para rehabilitar con el trabajo a combatientes que se equivocaban. Hacían carbón, plantaban árboles, aplanaban caminos. Un trabajo que te secaba las tripas. El que no mejorara como hombre con tanto rigor, en una tarea tan útil, creativa, que trataba de arreglar la sociedad y la naturaleza, era porque no servía para nada, y lo de la Revolución sólo le salía o le entraba por la boca. No se puede pasar por ese punto sin recordar al Che. Todavía permanecen, medio en ruinas, algunas edificaciones, incluso el cuartico donde él dormía cuando se tiraba en una avioneta para hacer su visita. Yo lo conocí un día en el que lo encontré en Bien Parado con el yipi atascado. Ayudé a sacarlo. Y luego los llevé a la fonda de Espinosa, en el valle de San Juan, a almorzar. Había arroz, malanga, y un trocito de pollo. Espinosa quiso dejar la carne para el Che. Y él dijo que no: que era para todos. Y obligó a ripiar aquella viruta en el caldero de arroz. No comimos pollo, pero sí decencia, compañerismo...
Aquella noche que le decía pasamos por Uvero Quemado, buscando La Bajada, y seguimos caminando. Y vimos cerca de la costa, en la ensenada de Corrientes, un barco pintado de negro, con las luces de popa encendidas; las luces de fondeo. Yo dije como hay una operación militar es posible que esté fondeado ahí el barco. Pero al minuto nos dimos cuenta de que no podía ser; no hay calado para que ese barco estuviera anclado allí. Llegamos a La Bajada, después de virar hacia atrás, como a las cuatro de la madrugada. A la vuelta, el barco no estaba. Y pensándolo bien, no podía estar. Qué vimos. Ah, yo no sé; vimos un barco. Negro. Pero, en realidad, ¿era un barco?