miércoles, 22 de septiembre de 2010

DEBER CON SENTIDO

Por Luis Sexto

¿Bastará el sentido del deber basta para que los individuos y las colectividades se concilien con la sociedad y sus normas? Me refiero, en particular, a las obligaciones del trabajo, reflejadas en un convenio, a veces tácito, en el que dos partes: el contratado y el contratante, se comprometen a “cumplir con su deber”.

Comúnmente nos hemos educado en el sentido del deber como un fetiche ante el cual hay que postrarse sin condiciones. Tanto así es que incluso, cuando alguien intenta justificar alguna acción fea, acude a esa razón que ha de estar fuera de toda duda: “He cumplido con mi deber”, aunque haya ensuciado un prestigio por cualquier tontería o por un afán incontenible de hacer daño.

Existen filósofos para quienes el sentido del deber significa una especie de “imperativo categórico”; otros piensan contrariamente: creen que el deber, así, a secas, no lleva muy lejos a la generalidad del ser humano. En todo caso conduce a producir personas rígidas, sin matices, medio autómatas.

Entre uno y otro conceptos es evidente que este columnista se queda con el deber entendido relativamente. Ni poco, ni mucho. El justo, el necesario para que la sociedad sea un conglomerado de hombres libres. Es decir, de hombres y mujeres que elijan voluntariamente cumplir con su deber.

Entre nosotros se ha probado que el deber impulsa a subir la escalera del heroísmo. Pero los que llegan son los menos. Los héroes no son las figuras más abundantes. Detrás de cada acto heroico, hay miríadas de acciones pusilánimes, hechas a medias o nunca hechas. Es la medida de lo común y lo corriente. Eso que somos casi todos. Me parece que Martí pensaba de ese modo cuando admitió –y cito la idea no la letra exacta- que pocos hombres podían llevar el decoro de muchos.

Desde luego, hemos de aspirar al héroe. Aspirar a Don Quijote –como dijo alguien que he olvidado- para quedarnos en Sancho, esto es, superar a Rocinante.

Ahora bien, si de verdad queremos aspirar al héroe, o cuando menos al ciudadano cumplidor de leyes, normas y contratos, hace falta, tanto como el sentido del deber, que el deber tenga sentido. El más somero estudio de la psicología y las tendencias humanas nos confirma que, para vivir, las cosas han de tener un sentido. Trabajar para qué, puede uno preguntar. Pues, para comer. Y comer para qué. Hombre, para vivir. Y vivir para qué… ¿para trabajar? La respuesta a esta última interrogante podría ser múltiple; unas extremas, de un lado o del otro. Mas la correcta es la que está en el medio. Ni tanto para la derecha ni tanto para la izquierda. En el punto de equilibrio, que según un pensador chino no es una posición sino la lucha por no caer. Tal vez la respuesta exacta a la interrogante de para qué vivir la haya dado un psicólogo español –Mira y López, creo recordar- que integró todos esos fines y de lo cual resulta que habrá que vivir para trabajar, y comer, y saber y, en conjunto, para merecer vivir feliz.

Estas líneas podrían aparentar un misterio que no tienen. Solo se refieren a los problemas y las soluciones con que han pretendido y aún pretenden algunas instituciones eliminar las indisciplinas y la pérdida de rigor en nuestros centros de trabajo. Y para terminarlas estimo que junto con el restablecimiento del sentido del deber hace falta que el deber tenga sentido moral y material. Y, por tanto, además del código de obligaciones, el país necesita un sistema de estímulos que reavive la ilusión de trabajar para vivir.

domingo, 12 de septiembre de 2010

ELIO CONSTANTÍN, ESTILO, CULTURA Y BONDAD



Por Luis Sexto

En el aniversario 15 de su deceso, ocurrido el 12 de septiembre de 1995
Con los años uno admite, entre otras verdades, que la vida nos da más de un maestro. Tuve varios en libros y en persona; unos como autores predilectos y otros como amigos. Elio Constantín ya no sabrá que lo reconozco como uno de mis maestros. Y no le concedo esa gracia ahora cuando la edad hace ajustar cuentas, sopesar los aciertos, lamentar las torpezas. Fue al revés: Elio me regaló su atención cuando yo era un aprendiz inquieto por alcanzar el ideal que nunca he logrado.

Pensándolo bien, yo no merecía su afecto y él no estaba obligado a manifestármelo por ningún compromiso. Lo movió su bondad. Porque si por algo hay que empezar al escribir de Elio Constantín es encareciendo sus generosos sentimientos. La cordialidad para él no solo se definía por modales mesurados, regidos por eso que aprendimos a llamar buenas maneras, toque de urbanidad en la relación con el semejante. Era cordial porque, haciendo honor a la raíz latina de cor, cordis –ese latín que estudio de jovencito- su amabilidad habitualmente de turno procedía del corazón. Siendo yo adolescente, conocí su nombre en los periódicos y revistas, en particular en Carteles. Y cuando luego de haber insistido hasta el riesgo de molestar, gané en 1972 una silla en la redacción del Semanario Deportivo LPV, el deporte que elegí era el mismo que distinguía a Elio: el fútbol. Y no resultó casualidad. Es que, supe después, estudié en el mismo plantel salesiano donde Elio había estudiado dos décadas antes. Es decir, que vivimos el mismo ambiente, estudiamos las mismas asignaturas y por supuesto jugamos el fútbol prescrito por nuestros profesores italianos.

Lo vi por primera vez en el estadio “Pedro Marrero”. Me le presenté. Me mostró su gratitud por haber elegido el fútbol –ese deporte que amaba tanto como a su oficio- para desarrollar mi aprendizaje periodístico. Cubríamos ese domingo el primer partido del campeonato nacional. Recuerdo que mi crónica comenzó describiendo el acto inaugural y hablé de la marcha Símbolo, el desfile de los jugadores y del discurso de apertura, y seguí con el comentario del partido. Al domingo siguiente le llevé la revista. Leyó. Y me felicitó por creer ver en mí a un joven periodista preocupado por la corrección y la elegancia. Así dijo. Pero enseguida me señaló los errores evidentes. No debe usted -advirtió- escribir para un semanario como si lo hiciera para un periódico diario. Ese acto ya es cosa fría; yo lo informé el lunes siguiente. Me miró sonriendo. Y me preguntó si me había ofendido. Le respondí que, al contrario, le agradecía la observación. Ah, ¿no se pone bravo? Qué bien, pues en este oficio el que cree que ha llegado, no ha arrancado todavía. Desde entonces, conservé esa frase como mi máxima, la jaculatoria que me ha llamado a capítulo cuando la vanidad me ha hecho sentir gozo injustificado por alguna de mis letras.

Elio ya había llegado. Desde su iniciación en el periódico Pueblo, habían pasado muchos años de experiencia y de estudio. Su nombre de periodista se respetaba y se acataba. Colaboró, por ello, en el secuestro de Fangio, aquel acto audaz del Movimiento 26 de Julio para impedir el lucimiento de de una carrera automovilística en una Cuba enlutada por el asesinato de sus jóvenes.

¿Cómo encarecer el estilo de Elio Constantín? Castizo sin ser rancioso. Correcto sin pedanterías. Rápido como su andar; alegre como su carácter. Era un modelo. Entre nosotros entonces tenía fama de saber gramática como ninguno de los periodistas, salvo, quizás, Eduardo Héctor Alonso, otro maestro olvidado.

A Elio acudíamos en la duda. Y de él solicitábamos la clase magistral. Su cultura lo hacía apto para escribir de cualquier tema y en cualquier género; para dirigir un medio, escribir un editorial o ejercer como corrector. Demostró su universalidad, si es que hubiese sido necesario, cuando fue a Buenos Aires a cubrir la toma de posesión del presidente Cámpora. Asistió como enviado especial a campeonatos de fútbol. Profesionales de otros países lo reconocían por su dominio de la crónica futbolística. Una vez el famoso árbitro español don Pedro Escartín se dispuso a venir a Cuba. Antes de viajar le puso un telegrama a Elio para que lo esperara en el aeropuerto José Martí. No se conocían personalmente. Al menos, Elio si sabía de don Pedro. Pero dudaba que ese personaje, tan célebre en el orbe futbolístico, supiera de él hasta el punto de pedirle un favor tan íntimo. Y estimó que el mensaje provenía de alguna broma de la redacción de Carteles. Pero era cierto. Don Pedro Escartín lo leía.

Seguimos viéndonos. Continué preguntándole sobre mis dudas. Una vez, en público, me elogió. Y ese gesto fue como la rúbrica de un compromiso entre él y yo: nunca dejar de trabajar por ser mejor y más útil. Si no lo he sido, la responsabilidad no corresponde a mis maestros.

En otro momento, víctima de una especie de calumnia, de ese artificio primitivo que alguno utiliza para imponer su autoridad haciendo daño, lo llamé a Granma, donde ejercía como uno de los subdirectores. Le expliqué el problema, y me recomendó que discutiera y defendiera mi crédito y que dijera que él, Elio Constantín, ponía el prestigio de su historia profesional para respaldar mi honradez. Esto lo cuento, porque es la única manera de pagarle a un maestro toda su bondad. Y si él podía apostar a mi honradez, era porque también junto a él, viéndonos de vez en cuando en los estadios o durante alguna visita mía a Granma para conversar, incluso viajando juntos una vez a Guatemala, aprendí lecciones de ética.

Termino contando sobre su humildad. Era, además, humilde. Practicaba esa virtud ya tan rara, tan rara porque suele confundirse con servidumbre, sometimiento, miseria moral. Por supuesto, que la humildad es todo lo contrario. El latín le hacía recordar que la raíz de esa palabra es humus, es decir, tierra. Y que humildad es saber eso: que somos falibles, que la posibilidad del error nos acompaña como una mala sombra y que no seremos inferiores a otras personas, pero tampoco superiores. Una vez, creo que durante unos juegos panamericanos, puso uno de los titulares de la primera plana sobre deportes, que ha sido una de las armas de Cuba para agrietar el aislamiento. Exaltaba las medallas ganadas en la fecha anterior. Por la tarde, casualmente lo visité, y me confesó: Viste, hoy me equivoqué; olvidé que ese número de medallas que yo eché al aire como triunfo, estaban por debajo del pronóstico para ese día. Fui muy lejos…

Otros colegas podrán haber gozado de mayor intimidad; haber sido verdaderamente sus amigos. Yo solo puedo decir, ahora, cuando los años obligan a evaluar lo vivido, que fui uno de sus discípulos. Quizás el más pobre; el menos apto. Pero, a pesar de ello, me parece haber sido premiado por un privilegio.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

OPINIONES LARGAS Y CORTAS

Por Luis Sexto
La doble moral es, a mi parecer, el problema ético más grave de la sociedad cubana. ¿Sabemos en verdad qué es la doble moral? Al menos sé que no se trata de una moral de uso y otra de repuesto, como una muda de ropa. Más bien hablamos de la que adopta dos –o más- caras, dos visiones, dos criterios, dos conductas ante la gente y las cosas. Una actitud y un actuar poliédricos…
A veces la remitimos exclusivamente a la vida familiar: a la infidelidad. El varón con dos mujeres, dos casas. Todo doble. Pero eso no es cuanto se puede aportar en la definición de la doble moral. Su alcance atañe a la salud política, social, cultural, ética de la sociedad. Hace mucho que estamos en contra, al menos con las palabras, de que alguno diga sí pensando que es no. Que estime de bueno esto o aquello, y luego, en otro sitio, diga que es malo. O salgamos de donde hemos aplaudido y en los pasillos empecemos a destilar la inconformidad…
Así de tortuosa, irreverente, clandestina resulta la doble moral. Unos 20 años atrás, pregunté a un especialista su parecer sobre el teatro cubano de entonces. Publiqué su opinión, tan elogiosa que percutía los tambores del triunfalismo. Días más tarde, ese mismo experto, en una reunión que no era para publicar, dijo todo lo contrario. Le exigí cuentas. Mi periódico había hecho el ridículo. Me dijo muy orondamente que el tenía dos opiniones: una corta y otra larga. Y me había respondido con la larga. Es decir, la publicable. La sin conflicto.
Ya no vale la pena juzgar a ese compañero, muy competente y ya difunto. Lo básico es reflexionar de modo que lleguemos a saber porqué una persona inteligente, preparada, prestigiosa, teme repetir en público lo que dice en un ámbito escueto con toda certeza y justicia. No conviene ponerse a tirar cañonazos contra los que obran de esa manera, sin intentar explicarnos las causas de la llamada doble moral. Bombardear el efecto sin apuntar la razón última -o penúltima, que a más no puedo aspirar en este breve espacio-, equivaldría al ejemplo del perro que quiere morderse la cola…
¿Uno practica acaso la doble moral, porque es perverso? Podría ser. Pero lo que si no parece ser es que muchos seamos perversos y finjamos por el gusto de fingir. Me niego a aceptarlo. A mi entender, la sociedad ejerce determinada presión para que, en términos generales, florezca la doble moral: el pensar una cosa y obrar como si se pensara otra; exigir de los demás que actúen de una manera y luego actuar de manera opuesta. De ahí, de ese enconchamiento, de ese proteger lo más interior de uno, proviene esa otra manifestación que llamamos unanimidad. ¿Alguien en contra? Nadie. Qué raro.
Así sucede en ciertas asambleas laborales, sindicales y de otra especie. Uno calla lo que podría servir como un nuevo enfoque, algo distinto a cuanto se está diciendo o creyendo, pues, quizá, si expresara su parecer, saltaría alguno de la masa o de la mesa como si fuese a… comérselo. Sí. Esa es la palabra, aunque parezca impropia. Lo he visto con frecuencia en mi ya añoso quehacer periodístico. Y cuantos arremeten contra “el hereje” creen que el mundo, el nuestro, se despedaza si un prójimo expone un criterio contrario al mío o al nuestro. Vaya. La intolerancia, en su tuétano, expresa el miedo a no saber defender las ideas que uno sostiene. ¿Y de verdad las sostenemos si somos incapaces de defenderlas racional y civilizadamente?
Claro, el que práctica la doble moral no es inocente. Ni totalmente víctima. Cómo mínimo yerra por pusilánime. Y sin ánimo de posar como catedrático deduzco que la doble moral y su derivado la unanimidad –tan ligadas, por la otra cara, al oportunismo- dañan a la sociedad cubana. ¿Cómo sabremos que el que dice estar hoy con nosotros, mañana no estará en la posición contraria? No todo el que dice compañero, lo es. Pero hay que llamar a todos compañeros y dejar que, en efecto, este o aquel lo sean o no lo sean, con franqueza y libertad.