domingo, 8 de febrero de 2009

CÓMO ESCRIBÍ “EL CABO DE LAS MIL VISIONES”


Por Luis Sexto
La idea de escribir El Cabo de las mil visiones surgió en 1990 cuando, tanteando la geografía humana y social de Cuba con el interés de encontrar historias para la revista Bohemia, llegué hasta la península de Guanahacabibes y entrevisté a Fisco Varela. Enseguida supe que aquel hombre, próximo a la vejez, nacido en el Cabo de San Antonio y experto en la ciencia del vivir en la soledad y a veces en la desolación, me había descrito un mundo urgido de ser contado y sugerido una voz narrativa. El Cabo de las mil visiones es, en síntesis, un libro breve, pero con la facultad de poder nutrirse de nuevos hallazgos. Recoge la memoria colectiva y algo de la historia local de un paraje casi desconocido por la generalidad de los cubanos.
Topé en El Cabo, pues, con una memoria que pedía ser nombrada, construida o reconstruida mediante la literatura, y a ese fin dediqué más de ocho años a oír, ver, leer, valorar, aprenderme literalmente, como el Himno Nacional, los 14 casetes recogidos durante mis indagaciones. Específicamente, durante tres años visité con cierta frecuencia al Cabo de San Antonio, hablando con sus pobladores y revisando sus parajes más renombrados, para conocer vivencialmente el escenario de aquellas historias tan antiguas. Me introduje con el hábito discreto de un reportero o un entrevistador que solo provoca a su entrevistado, y luego reordena y reconstruye lo oído sin distorsionarlo.
Quise evadir el periodismo más simple, y sinteticé todos los testimonios en un personaje ficticio, pero objetivo, a quien llamé ÉL. La voz de la primera persona que ocupa el espacio narrativo, turnándose y confundiéndose con la tercera del autor, es la de Fisco Varela. Las vivencias, los pormenores de las peripecias, pertenecen a todos los entrevistados. En el libro no aparecen todos los que me abastecieron de datos, anécdotas, leyendas, pero sí cuanto dijeron.
Algo curioso sucedió: después que conversaba con aquellos viejos octogenarios, se iban muriendo, como si, al descargarse de todo el pasado conocido personalmente o recibido de sus padres y abuelos, una maldición les exigiera la existencia.
Según el Comandante Julio Camacho Aguilera, director del desarrollo integral de la península de Guanacahabibes, esta obra “posiblemente cierre el ciclo de las que se puedan escribir basadas en las narraciones de los habitantes del Cabo; porque estos hombres están desapareciendo, unos físicamente y otros se han trasladado fuera del territorio, lo que nos priva de la tradición oral que había conservado el lugar, y sus leyendas sobre los supuestos tesoros ocultos en las entrañas inaccesibles de la península”.
En mi faena periodística de casi 40 años he seguido un principio: cuando me detengo ante unas ruinas o un recuerdo, intento adivinar qué hombres amaron y sufrieron en esos que ahora son despojos o sombras. Y a ello fui al extremo occidental de Cuba: a develar cómo aquellos hombres y mujeres afrontaron la explotación, el aislamiento, la soledad, el odio, la incultura. La imaginación humana es el mejor instrumento del vivir. La fantasía sostiene la vida con eso que alguien ha llamado la materia de los sueños.
Un periodista joven y muy agudo, Ronald Suárez –homónimo de su padre, también periodista- advirtió que para cualquier escritor resultaría complicado acercarse a personajes en cuyos testimonios se mezclan los hechos reales con la fantasía y me preguntó: ¿Cómo resuelve este conflicto?
Yo sabía que cuanto evocaran mis testimoniantes nunca sería una verdad objetiva, científica, pero sí su verdad, su interpretación del medio y de los fenómenos sociales y naturales. Recogí esa verdad fantástica, poética, y yo, como autor, me encargué de explicar, en términos narrativos, las condiciones sociales y materiales que propiciaron el origen de toda esa mitología que, fuera de allí, parece inverosímil o increíble, y que, sin embargo, es parte de la riqueza espiritual de El Cabo.
Disfruté mucho mientras lo escribía, a pesar de que lo hice junto al lecho de mi hijo menor mortalmente enfermo. Pudo asegurar que esos personajes y sus peripecias me asistieron en mi inevitable e innombrable agonía. En el universo del Cabo el dolor fue también una presencia en cualquier sendero, playa o encrucijada y, en particular, en el mínimo cementerio donde enterraban casi únicamente a los niños. En la creación de este libro, de tan mala suerte como obra publicable, aprendí que la literatura, el oficio de escribir, es algo más que una profesión, o una pose, un medio de vida. Es a veces un drama. Ahora bien, no sé si cuantos deciden sobre un libro en las editoriales, lo han aprendido.

sábado, 7 de febrero de 2009

UN LIBRO CON MALA FORTUNA

Por María Luisa García
Hoy voy a hablarles, amigos, de un libro poco afortunado. A pesar de poseer valiosísimos ingredientes que hacen de él una excelente propuesta para los lectores, El cabo de las mil visiones, del sobresaliente periodista y escritor Luis Sexto, no ha tenido suerte en el mundo editorial cubano y, si existe como libro, se debe al modesto esfuerzo de la editorial Pablo de la Torriente que, en una escasa tirada, en la rizo, publicó unos pocos ejemplares.
¿Por qué? Pues habría que analizar algunos de nuestros mecanismos editoriales que, en ocasiones, privan al lector de excelentes textos, como este, e imponen otros ni tan nuestros ni tan excelentes. Y les aseguro que no ha sido por desinterés de nuestras casas editoriales…
Sin embargo, El cabo de las mil visiones, desde su poético nombre, vale la pena y el reclamo. Pocas veces, y lo digo como editora, me cae en las manos un libro tan bien escrito. Reúne las historias y leyendas de uno de los puntos más especiales de la geografía del país: el cabo de San Antonio, refugio de piratas y bandoleros, sitio donde la pobreza y las necesidades, el abandono y la ignorancia dieron lugar a la creación de un pequeño mundo de misterios y leyendas. Y más allá de toda esa mitología, aparece y trasciende el ser humano con sus grandezas y sus miserias.
La búsqueda de lo excepcional, herencia del avezado periodista, pone su sello en este libro. Testimonio y relato se entremezclan con habilidad para dar a conocer la riqueza de esa historia legendaria e íntima de los pobladores del cabo, la cual refleja nuestra naturaleza insular.
Luis Sexto compartió con los habitantes de esta región y supo escuchar sus conflictos sociales y personales, sus historias y leyendas, sus verdades y fantasías, sus tristezas e infortunios. Con infinita paciencia exploró su memoria y supo de traiciones y hazañas, de miedos y coraje. Lo mitológico marca la atmósfera del libro.
Su excelente manejo del lenguaje, que bien podría figurar entre lo mejor del panorama literario cubano, oscila, según las necesidades del relato, entre lo elegante y lo genuinamente popular y se caracteriza siempre por el dinamismo peculiar que le confiere a la obra.
Un escenario de extraordinaria belleza, sumido durante siglos en el más triste abandono generó una atmósfera misteriosa, donde la naturaleza deviene también protagonista. El cabo de San Antonio, límite occidental de Cuba, era sitio de paso para carabelas y galoneones que transitaban entre el golfo de México y Europa, muchas de las cuales zozobraron en su cercanía. También corsarios y piratas bordearon sus costas y se integran, aún hoy, al imaginario popular.
Esta obra fue publicada en Brasil. Sin embargo, en Cuba, apenas contamos con la escasa pero oportuna tirada de la Pablo, que vino a salvar la honrilla nacional. ¿Cuántos buenos libros, como este, no logran llegar al lector cubano? Quizás valga la pena reflexionar al respecto…
El cabo de las mil visiones, de Luis Sexto y publicado por la editorial Pablo de la Torriente es un excelente libro.

lunes, 2 de febrero de 2009

EL LENGUAJE DE LAS ESTATUAS

Por Luis Sexto
Ante la estatua de Cristóbal Colón, que se mantiene con un pie hacia delante y uno de sus brazos en alto con el índice erecto, cierto amigo en San Juan de Puerto Rico me prometió un viaje al lomerío de Aibonito, y al preguntarle cuándo me respondió:
-Cuando el Almirante baje el dedo.
Luego supe que los puertorriqueños habían convertido la imagen del marino genovés en figura indirecta para prometer lo que nunca cumplirán. Esto es, mejoraron la tradicional y pedestre fórmula de cuando la rana críe pelos o las gallinas meen que los adultos le repiten a los niños.
Este recuerdo de uno de mis viajes de encomiendas periodísticas, me ha inspirado comentar cómo el pueblo folcloriza la estatuaria que habita en calles y parques. Advierto que ese capricho de justificar los gestos inanimados de la historia, también sirvió de motivo a Alfonso Reyes, lo cual confirma que no existen temas nimios, ni rebajadores de la dignidad de los autores. Alfonso Reyes, pues, con todo el crédito de su ensayística Visión del Anáhuac, o su teatral Efigenia Cruel, o sus textos sobre la filosofía helenística, nos recuerda en una crónica de su libro Norte y Sur que en el parque Central de La Habana, la estatua de Martí, levantando el brazo, parece dictarle a la del ingeniero Francisco de Albear, casi en frente, lo que el proyectista del acueducto habanero anota en un libro.
La leyenda que la imaginería popular trazó entre ambos monumentos, y que Reyes recogió y ahora reproduzco, está exenta de irrespetuosidad. Es pura mirada amable del transeúnte, simple afán de lectura en el bronce o el mármol para echar a la vida unos granos del humor que suaviza, alivia, la excesiva rigidez. Y con intención de aportar una curiosidad, añado esto que, creo, acabo de inventar. Cuanto Albear copia dictado por Martí, a dos o tres cuadras de distancia lo intenta oír Miguel de Cervantes que, sentado en el parque de San Juan de Dios, más adentro de La Habana Vieja, ladea su cabeza hacia la izquierda, como arrimando su oreja. El también tiene una pluma en la mano.
Hace unos días conversé estas notas con el periodista Fernando Dávalos y empezamos ambos a enumerar estatuas y analogías. Y en la Plaza de Armas de La Habana, el rey Fernando VII aparenta, de perfil, el gesto del que va a satisfacer necesidades mingitorias. Y allá, en el remate de la Lonja del Comercio, el dios Mercurio, además de ser el protector de los comerciantes y los ladrones, podría amparar también angustias deficitarias de ciertos acomplejados, porque antes de treparlo tan alto, en 1908, hubo que serrucharle el órgano masculino: cierta gente se quejó de que el escultor había exagerado. Y el dios permanece en bancarrota, mocho, de acuerdo con remembranzas de viejos habaneros.
El Quijote de los Molinos, en Puerto Padre, goza también de un cuño sexual que parece hiperbólico, porque el artista lo concibió en actitud belicosa, en prolongación guerrera. No me he enterado de que hayan querido echarle el trapo de la pudibundez. Sucedió, sin embargo, que cuando entregué el fotorreportaje que adelantaba la inauguración del complejo monumentario, me rechazaron, en la revista Bohemia, las fotografías donde estallaba con todo su vigor el sexo del Caballero Andante.
Visto la sumaria mención de gestos petrificados o metalizados en nuestros parques y calles, a los cubanos nos sobran referencias para superar el dicho puertorriqueño a propósito de la estatua de Colón. Podríamos decir que pagaré o cumpliré cuando Fernando VII acabe de expulsar sus aguas, o cuando le rebrote su estatura genética a Mercurio, o se le aplaquen los signos ardientes a Don Quijote. O tal vez, señalando hacia un señor de bronce, sentado en el parque de 17 y 6 en El Vedado, podríamos asegurar el incumplimiento de cualquier promesa con una nueva condición:
-Cuando Lennon se levante...