martes, 22 de julio de 2008

EL ATEÍSMO COMO RELIGIÓN

Por Luis Sexto
Montano, hereje del siglo II después de Cristo, aportó al cristianismo cierto gusto por el martirio; la iglesia Católica Romana, en particular, suele sentir gozo bajo el statu de “iglesia perseguida”. Paralelamente, los socialismos utópicos o primitivos de los siglos XVIII y XIX condicionaron cierto complejo de “verdugo” en sus afiliados. Y, así, existen pocos cristianos que en momentos difíciles no se regocijen por la oportunidad de evocar carnalmente las épocas del circo romano, ni izquierdista militante que no se sienta llamado a ejercer de “león”, al menos ideológica y discriminatoriamente, sobre la conciencia de los creyentes.
Viendo el cuadro, uno se percata que la resabida ley dialéctica del retraso relativo de la conciencia social con respeto a la Historia se apega a las verdades del hombre y la sociedad. Los términos predominantes en este litigio, en lo que a las fuerzas revolucionarias atañe, parecen estar detenidos en estaciones de dos, tres o más siglos antes. El análisis y juicio de la religión se concentra en dos o tres aparentes verdades: Todas las religiones conspiran contra el Hombre; todos los creyentes son ingenuos o tontos y todos los sacerdotes e iglesias son farsantes e hipócritas. Por supuesto, habré de decir que esos enfoques poca o ninguna relación mantienen con el marxismo o el leninismo; ni ciertos “marxistas” o ciertos “leninistas” lo son legítimamente si les gustara fundar una internacional contra la religión y los religiosos. Me parece, incluso, que la doxa racional del ciudadano común repugnaría actitud tan drástica.
La experiencia de los últimos 100 años nos revela que lo menos marxista de Marx resulta posiblemente alguna porción de sus adeptos, que le estrujan sus páginas con aplicaciones e interpretaciones encartonadas, tan dogmáticas como los principios de ciertas iglesias. Alguien ha dicho que el peor marxismo olvidó que el hombre es también materia. Pienso, paralelamente, que el marxismo menos humano y menos preciso fue el que olvidó que el Homo Sapiens coexiste con el Homo Demens, es decir, el hombre de la subjetividad, de la fantasía, de la soledad, la angustia, del que siente y experimenta, según Spinosa, que “es eterno” porque si no la vida significaría solo una toma de oxígeno sin sentido. ¿Por qué somos, de donde venimos, hacia dónde vamos? Se preguntan el filósofo y el poeta, y también, a su modo casi inconsciente, entre neblinas, se interroga el hombre común. Pero cuando lleguemos a la sociedad perfecta y pasemos “del reino de la necesidad al de la libertad’ –sueño de los revolucionarios-, ¿habremos con ello eliminado las pasiones, las frustraciones, la angustia, la fragilidad de cada individuo? ¿Encontrará la persona humana el consuelo en sí misma; dejará de punzarlo la inexorabilidad de la muerte y por ende no necesitará “la fantasía” de Dios?
Vivir en Cuba me ha dado múltiples privilegios, entre ellos de ver o sufrir el error y después alegrarme por su corrección. A principios de los 60 del sigo XX, el episcopado católico, casi todo de origen español y de resonancias políticas vinculadas a la Falange y al régimen de Franco, se enfrentó a la recién triunfante revolución de Fidel Castro. Y como secuela de esa pugna, se extendió por la conciencia revolucionaria del país el rechazo y la desconfianza hacia todo cuanto mostrara signos de religiosidad. Del combate político contra manifestaciones contrarrevolucionarias dentro de las iglesias, se derivó a la lucha ideológica. El cristiano, en particular católico, se trocó automáticamente, mediante una falsa conciencia, en sinónimo de enemigo de la revolución. Pocos pudieron combinar su apoyo a la causa del pueblo y su fe religiosa. Hubo –sea dicho honradamente- una conducta injusta desde el lado revolucionario. Las creencias religiosas invalidaban para ciertas carreras universitarias, ciertos trabajos, incluso para militar en el Partido Comunista. Muchas de esas limitaciones no aparecían en leyes ni documentos: las condicionaban actitudes individuales que contaban con anuencia social y política.
El primer congreso del Partido Comunista de Cuba resolvió y teórica y políticamente la dicotomía. La resolución sobre la religión, la iglesia y los creyentes determinó, de acuerdo con Lenin, que la batalla por la conciencia científica de los trabajadores, es decir la lucha contra la religión, estaba supeditada a la construcción del socialismo y había que sumar también a los creyentes. Tres años antes, en 1972, Fidel Castro había afirmado, en una reunión con sacerdotes y laicos, en Chile, que los cristianos eran aliados estratégicos de la revolución. Sin embargo, las políticas y declaraciones pluralistas y unitarias no pudieron impedir que el ingreso en el Partido Comunista continuara prohibido a los creyentes.
En 1990, Fidel terminó con ese, quizás único, vestigio oficial de discriminación en Cuba. Desde el cuarto congreso del Partido, en 1991, los creyentes que sean ciudadanos ejemplares pueden aspirar a la militancia política junto con los más destacados trabajadores del país. No sé cuántos creyentes quieren militar o ya militan. Tampoco cuántos comunistas ateos desean de verdad compartir los fines y la disciplina del Partido con sus compatriotas religiosos. Pero la justicia ha ganado el diferendo: el derecho eliminó los exclusivismos. Al año siguiente, la referencia a la concepción científica del mundo, como norma ideológica en la Constitución Socialista, renunció a su espacio para que la condición laica rigiera la vida nacional con mayor espíritu de pluralidad. Porque, está claro, la unidad política, el apoyo a un programa político, no entraña obligatoriamente unidad filosófica. “Qué seríamos, míseros humanos –dijo Proudhon- si los creyentes no valieran más que las creencias.”
No parece sensato practicar un ateísmo excluyente, tan excluyente y acérrimo como cualquier doctrina fanatizada, cuando hoy mundialmente el movimiento de la teología del pluralismo religioso intenta quebrar exclusivismos y milenarismos, y el reconocimiento, aunque entre negaciones, de las “semillas del Verbo” – es decir, la cuota de verdad de cada religión- adoptado por el Concilio Vaticano segundo, todavía continúa desbrozando intolerancias. ¿En suma, qué separa al ateo del cristiano o del musulmán o del budista? La fe o su ausencia. ¿Y es inteligente dividir a los hombres y mujeres del mundo en creyentes y ateos? Si es repudiable discriminar a los negros o a los asiáticos por sus características étnicas en oposición al blanco europoide, y a la mujer por su sexo, llamado débil, con respecto al del varón, es condenable, de igual forma, echar a un lado de la raya al creyente y hacia el otro al ateo. De esa operación discriminadora se obtiene un resultado: la división artificial de las fuerzas del progreso.
¿Y qué ventaja posee el ateo por sobre el creyentes? Ah, ¿acaso el desvirtuado apotegma de Marx de que la religión es el opio del pueblo? El jurista y filósofo cubano Julio Fernández Bulté en un artículo titulado genéricamente Socialismo y Religión, fechado en el 2000, demuestra cómo se ha asumido, con crédito de programa y una definición “ex catedra”, la frase de autor de “El capital”, sin tener en cuenta su contextualización epocal y geográfica. Marx no se refirió, según el doctor Fernández Bulté, a la religión en general, sino que “es a esa versión concreta de aquella religión supuestamente criticada por Hegel a la que califica de opio del pueblo”. Este trabajo pueden confrontarlo en “Futuro del socialismo y religión cristiana en Cuba”, libro de varios autores y que publicó la editorial Nueva Utopía, en Madrid.
Mal opio podría ser, pongo de ejemplo, una religión, como la cristiana católica, que en América Latina ha inspirado a laicos, sacerdotes y obispos a luchar o morir por la liberación de los pobres: Romero, Torres, Sardiñas, Ellacuría, Espinal, Helder Cámara. El cristianismo fue una religión que, en sus inicios, hace 20 siglos, empezó a erradicar y cambiar los conceptos sociales fundamentados en la opresión. Me enviaste un esclavo y te devuelvo un hombre, algo así dice san Pablo a uno de sus discípulos. El cristianismo fue una revolución en las ideas y comenzó por liberar espiritualmente a los seres humanos, con lo cual confirmó que la libertad surge en el interior del hombre, porque primeramente necesita personalizarse: para ser libre se precisa querer serlo. Voluntad de ser libre. Impulso de la subjetividad. ¿Podemos dudar de que todo cuanto advino después en el plano ideológico de Occidente está humedecido por el cristianismo, a pesar de torceduras y agravios institucionales?
Malos socialistas, y mal socialismo por tanto, a su vez, podrían ser cuantos conciben un proyecto de sociedad que no reconoce, ni respeta las tendencias y las pasiones humanas. O que se funda intentando unificar, globalizar la conciencia individual e impone una cosmovisión que, a la larga, por su encarnizado fanatismo se convierte en una confesión. Raúl Valdés Vivó, director de la escuela de cuadros del Partido Comunista de Cuba, escribió un libro precioso, publicado a fines de la década de 1980, con título de “El bonzo de Kioto”. Todas sus páginas se resuelven en el diálogo culto, tenso, profundo, entre un enviado de Cuba que procura convencer a un monje budista, de general crédito entre sus correligionarios, a que condene la agresión de los Estados Unidos a Viet Nam. Valdés Vivó plantea, en síntesis, la posible alianza entre revolucionarios y creyentes. Y afirma una verdad clave: todo cuanto se pueda discutir sobre la existencia o no existencia de Dios se sabrá exactamente, o no se sabrá nunca, después de la muerte. Y nadie volverá para legitimar la verdad o rechazarla. No admite la revelación, pero, bien juzgada, su posición es muy práctica: elimina la contraposición e incluye respetar la fe del otro.
De qué, pues, estamos hablando. ¿De perder el tiempo? ¿De restar en lugar de sumar? Nos dedicamos a criticar, ofender, insultar las creencias y a los sacerdotes y jerarcas de unos hombres y mujeres que deben de ser nuestros aliados, mientras el yanqui desguaza a Irak, y prepara la otra guerra en Irán, y el orbe se desmenuza con el maltrato contaminante de modo que nadie puede discernir hacia dónde enrumbará la nave humana. Habrá que percatarse también de que, políticamente, lo esencial para lo correcto o lo incorrecto es la afiliación a uno de los dos bandos que, según José Martí, se dividen los hombres: el de los que aman y fundan y el de cuantos odian y destruyen. En ambos grupos se mezclan ateos y creyentes. Si fuera necesario fragmentarnos habría que hacerlo poniendo a los que aman la paz y la libertad de esta parte de la barricada y a los que la odian y persiguen de la otra. Solo así estaríamos actuando acompañados de la escurridiza deidad de la razón. Si los abanderados de la generosidad –diría Bertolt Brecht- no somos generosos de qué servirán nuestras banderas.