sábado, 14 de noviembre de 2009

CRÓNICA TRANSEÚNTE



Por Luis Sexto

En el aniversario 490 de La Habana

El agua se despedazaba contra los arrecifes destellando puntos de estaño frío. Llegué a pie bordeando el muro del Malecón hasta el muelle de Caballería donde ya no atraca la lancha que nos pasaba al otro lado del canal de la bahía; ahora finaliza su travesía cuatro o cinco cuadras más al sur, en el de Luz. Miré al norte. Contemplé el Cristo que desde la colina de Casa Blanca asume el gesto impertérrito de la bondad de una mano que se alzaba para bendecir. Luego aspiré el aire salitroso que mece, como un santo y seña de la hora, el aroma del café. Olor genital de La Habana Vieja, destilado de mañanita al vapor de diversos y variados establecimientos para turistas. Más allá de la superficie del aire inmediato, detecté el olor único e indestructible, mezcla de mariscos, pescado, gas, basura descompuesta, que se adelanta a los ojos de quienes arriban a la ciudad por ferrocarril.
La Habana penetra, sorprende primeramente por la nariz, en la atomizada bienvenida de sus efluvios más profundos provenientes de los intestinos de la bahía y el barrio industrial de Luyanó. Reinstalado en el olor predominante en derredor, tuve deseos de probar aquella infusión que seducía con un gusto original, irrepetible en las cafeteras domésticas. Me recomendaron el restaurante situado junto a la Catedral. Bebí el expreso. Fuerte. Oscuro. Rizado con el oro de la espuma. Y luego entré en el templo. Oré sin recitar. Mi oración fue una mirada fija, quejumbrosa, hacia el altar atestado de dorados barroquismos.
Mientras caminaba hacia la restablecida plaza del convento de San Francisco de Asís, reflexionaba en la mezcla de contradicciones de La Habana. En las celdas de este peñón pío y humilladero de la calle de Oficios, quizás el más antiguo de la villa, habitó durante un tiempo San Francisco Solano. La Habana era entonces más proclive a los aspavientos religiosos que a la íntima sinceridad de la fe, según hacían notar los libros que ciertos viajeros publicaron después de haberla recorrido desde el puerto –crucero de todas las ambiciones y maldades de las Américas- hasta los barrios periféricos donde crepitaban la opulencia y el vicio.
La Habana se originó en la contradicción. Ni aun el elogio de cuantos la visitaron en el siglo XIX, época de esplendor, esquivó ese destino que unce la ciudad a lo paradójico Y entre adjetivos de bella, plástica, incomparable, animada, bulliciosa, o títulos de émula de París y Londres, paño de lágrimas, las impresiones extranjeras anotaron que La Habana era festival de la muerte, asamblea de malos olores, puerto carísimo para comer e incómodo para dormir, donde se encontraba mucho de sorprendente y poco de admirable.
El viajero entonces desembarcaba en una villa donde la abundancia del dinero y del lujo le impactaba, y luego topaba con la fiebre amarilla o el cólera anidados en basureros y charcos; o en medio de la exquisita confusión de casas y edificios pintados de amarillo, verde, azul, contrastando con las luces y la sombras, tenía que “saber maromas” para andar por las escuetas aceras de intramuros; o seguro de que había llegado a un puerto de los de más alta civilización, debía pernoctar en el buque, pues no conseguía albergue en tierra, y en otros momentos no hallaba hotel montado a la europea para estar en compañía del confort. O no había agua. Porque ubicada tentativamente en dos sitios previos, en el sur y en el norte, se asentó la tercera vez junto a una bahía de bolsa, con un angosto canal de acceso, refugio providencial contra huracanes y propicia a las opciones defensivas de la ciudad, pero sin fuentes de abasto.
Quizás en ese revoltijo de contradicciones radica el hechizo de La Habana. En esa presencia impresentable, en ese abigarrado desorden, depositó su dechado de seducción. O se cobijó en sus habitantes, contradictorios también, indisciplinados desde los días liminares de la villa. Eran, según las quejas de los gobernadores, opuestos a cuanto se les mandaba y tan modelados a su arbitrio que todo costaba no poca dificultad. Gente por lo demás amorosa y hospitalaria, capaz de partirse en reverencias de cumplimientos, pero irrespetuosa hasta humedecer con sus escupitajos cualquier conversación y virar al revés el estómago de su interlocutor. Gente denodada para defender su ciudad del pirata o del corsario, y a la vez remolona para cumplir la vigilancia miliciana en las costas.
La Habana no se ciñó a nacer y progresar entre la paradoja. Trasmitió esa circunstancia a las sucesivas imágenes que de sí misma fueron forjándose en el hilo de los siglos. Haciéndose distinta continuó igual; se guardó fidelidad como en un matrimonio de un solo miembro. Y por ello para entenderla y explicarla, uno precisa leer en ruta inversa: del hoy al ayer. Sus problemas básicos no cuentan 30, ni 50, ni 100 años. El solar, la ciudadela, la periferia de cinc y cartón, el hacinamiento se multiplicaron por el imán infinito de la tradición cuando, luego de desaparecer la esclavitud, los recién entrenados proletarios negros asumieron a La Habana como la regenadora de las injusticias y angustias vitales que los habían bestializado. Y La Habana, que nunca construyó para la masividad, ni creó abasto propio, continuó recibiendo como a través de un viaducto promisorio, el éxodo provinciano en una república rutilante en su cabeza y opaca en el resto del cuerpo. Porque para el cubano, la capital no ha sido la urbe de las paradojas, sino la ciudad de las esperanzas...
En los últimos años del siglo XX, retomó su pervertido oficio de escandalizar. Ruido y provocaciones cortan el paso del transeúnte. Con apetito de alguna emoción rara, autoricé que me sedujeran mediante un españolizado sí, hombre. Y aquel cicerone sin mangas me llevó por el Malecón. Sobre el muro recitó una frase copiada quizás de Alejo Carpentier. Las gotas de una de las recientes marejadas le encristalaban la piel; de lejos hubiese parecido que sudaba el centavo que proyectaba quitarme. Este muro -decía- es la quintaesencia de las ensoñaciones habaneras. Eso pasaba como justo y bueno. Pero todavía me pregunto qué tipo de español se habría figurado él que soy, porque frente a la farola del Morro me informó que en ese castillo había peleado contra los ingleses el General... Elpidio Valdés*.

*Héroe de una célebre historieta infantil cubana de Juan Padrón

jueves, 12 de noviembre de 2009

LA APARICIÓN DEL ABSURDO


Por Luis Sexto

Historia vieja, pero conocida


El Cabildo de San Cristóbal de La Habana fue convocado para haber de legislar en este día sobre asunto de grave monta. No sabían también ahora –cosa común entre esta gente y la que le sucederá en los siglos por llegar- cómo proceder ante la insólita plaga que no respetaba ni la intimidad doméstica de los vecinos contaminándoles los alimentos conservados, del yantar del medio día, para el atardecer, o picándoles una nalga, a pesar del recato guardado bajo sábanas y pena de pecado grave, en momentos de matrimonial carnalidad.
Nadie ha recordado que en otro momento de la breve historia de la villa, las hormigas hayan invadido el pueblo. Ni en el primer asiento, en el sur –diz que por la desembocadura del Mayabeque-, ni en el segundo punto previo al definitivo, a orillas del Casiguaguas, en los rápidos y saltos nombrados de La Chorrera, en el después poblado de Puentes Grandes, se registró un hecho tan hostil en una ísola de naturaleza tan pacífica. Ni por allá, por el río Hondo, muy introducida en el occidente, cerca de la ensenada de Dayaniguas donde también parece haberse alzado San Cristóbal en uno de sus variados intentos de asentarse por 1514 y donde aproximadamente permaneció hasta cinco años más tarde, en que se mudó para la ranchería de Carenas, en el Norte de La Habana, pagando su mudanza a sitio más ventajoso con el nombre que será la primera parte del de la nueva villa, a resultas de la unión de la gente que estaba y la que se apareció en 1519. El sur, poco hábil para fundar puertos, no prometía nada tras la hombrada de Antón de Alamitos, al volver a la Península por el canal de Bahamas, ruta asaz peligrosa pero navegable, que empezaba a resaltar la importancia de la bahía de La Habana para las operaciones de atender, mediante comerciales bastimentos y bisuterías, a cuanto esquife, carabela, galeón pasara hacia la Península.
Alguno de los prohombres que discutían con cierta desesperación los asuntos de gobierno de la villa, tal vez quisiera someter a la mano alzada la iniciativa de un tercero o cuarto traslado, en poco más de cuarenta años. Pero a dónde, su merced, le preguntarían sus colegas del Cabildo antes de aducir otras tamañas dificultades cuya solución, de no tenerse en cuenta el oro y el comercio, obraría contra los intereses de la villa.
-Tengan cordura vuestras señorías- dijo el de mayor rango golpeando la mesa a palma abierta.
Llamadas a la atención, las cabezas circundantes previeron las enojosas evidencias de un traslado. Sería por ende una decisión exagerada, y muy pesada, frente el ataque de una plaga de minúsculos animalitos que podían caer por miles bajo la bota de cualquier transeúnte borracho de vuelta de una taberna, el establecimiento comercial más abundante en San Cristóbal de La Habana en estos tiempos fundacionales de 1569, y que de acuerdo con don Argelio Santiesteban, perito en noticias especiosas, un padrón elemental las reputaba en una cifra mayor de ochenta casas donde el aguardiente se despachaba en botijuelas o vasos de barro cocido..
Hoy, en suma, el cabildo acordó la solución. Por lo que se oía en los rumores previos, no parece que se afanarían en inventar la fórmula de un insecticida letal, ni siquiera un conjuro que paralizara al diminuto enemigo que dañaba los sembrados, fatigaba a las bestias y agobiaba a las amas y residentes de casa. La burocracia, ya desde entonces, cuando no podía prohibir, improvisaba soluciones de papeleo o de importaciones de remedios de más allá, por arriba o por debajo, de las costas cubanas. Y ansí resultó que para sanear el suelo hubo que mirar al cielo. De modo que el Cabildo echó suerte entre los Doce Apóstoles para que un soplo del Espíritu Santo, piadosamente invocado sombrero en mano por cada concurrente, determinara cuál de los primeros seguidores de Cristo será el encargado de proteger a La Habana de las hormigas.
Hecho el escrutinio, la tarea correspondió a San Simón. (Del libro en preparación Historias de bolsillo)

martes, 10 de noviembre de 2009

PALABRAS MÁGICAS


Por Luis Sexto

No es primera vez que intento ver las cosas desde otro punto de vista. Y sigue asombrándome que entre las palabras más usadas en nuestro lenguaje socio político, tengan todavía particular incidencia los términos control y sanción. Es decir, suele inquietarme que tan solo tengamos en cuenta que la indisciplina puede corregirse únicamente mediante la relación falta-castigo.
Los hechos, hasta ahora, están mostrando que si bien el control y la exigencia en el ámbito laboral son acciones imprescindibles, de lógica razón contractual, no bastan por sí mismos. Ninguna ley o regla rige en abstracto, sino en un ámbito material y espiritual. Claro, al hablar así casi resulto elemental. Pero, cuando uno observa el comportamiento de la realidad, estas cosas ya no parecen tan elementales, porque uno cree verlas aplicadas maquinalmente, sin el análisis integrador consecuente.
Les contaré una breve historia. Hace muchos años conocí a un oficial de las FAR, jefe de una unidad, que cuando le presentaba a algún soldado que había dormitado durante algunos segundos en la guardia, antes de emitir su opinión o la sanción procedente, preguntaba: ¿Cuántas horas hace que no duerme? Y así actuaba habitualmente. Esa persona ha llegado a ocupar responsabilidades políticas porque, en efecto, es un político. Cuando se trata con seres humanos, los juicios no pueden responder a maquinales aplicaciones de la “ley y el orden”.
El control no lo resuelve todo. En términos laborales, junto con la natural exigencia de la disciplina, habrá que preguntarse si verdaderamente el trabajo es capaz de estimular hasta el punto que el trabajador sea capaz de adoptar la ética que lo anuda a su labor y al espacio jurídico laboral. ¿Es suficiente el salario; dispone de todos los medios que faciliten su labor; goza de higiene y protección; es adecuada la comida; se le trata como genuino dueño socialista de los medios de producción; mejora su vida si él consigue mejorar la calidad de su trabajo…?
No estoy justificando la indisciplina, ni convirtiéndome en abogado del diablo. Simplemente hago mi trabajo, que me gusta, ayuda a sentirme socialmente útil, y quienes lo controlan saben facilitarme la tranquilidad básica para que yo escriba con honradez mis ideas.
El control, pues, para que resulte efectivo ha de derivar en autocontrol. Che Guevara habló de la disciplina consciente. Y considerando las especificaciones de la naturaleza humana, el hombre o la mujer no logran el autocontrol –la conciencia de la necesidad del control- solo con medidas coercitivas. Es preferible hablar y actuar en positivo: hablar de estímulos y no de castigos. Si no trabajas bien, no te sancionaré, sino tú mismo te castigarás, porque “vivirás peor” que el que trabaja mejor, pues la organización laboral y salarial tendrá en cuenta las diferencias.
Ese enfoque quizás sea racionalmente superior a la relación entre la indisciplina y la sanción, justa en apariencias, pero antidialéctica cuando se aplica a la solución de problemas sociales o económicos. Porque el control como manifestación coercitiva solo sirve para mantener “lo que está”, nunca para superarlo y superándolo mejorar también a las personas.
El control también requiere del llamado trabajo político; no de la retórica que adormece u obliga a bostezar. El trabajo político se ejerce, a mi juicio, cuando los trabajadores, en vez de ver a sus superiores como entidades etéreas, intocables, con privilegios abusivos, los sienten cercanos, en plano de igualdad. Trabajo político es lograr que los trabajadores sepan, en la práctica, que quien los controla no juzga los actos humanos sin tener en cuenta las circunstancias.
Las consignas, por supuesto, no pueden convertirse en la fórmula movilizadora de todos los días. El tiempo humano es una magnitud finita. Se gasta y no se recupera. Y el trabajo es una tarea que si colma apetencias de cristalización espiritual, también y fundamentalmente es el molde del bienestar de cada individuo y su familia. Tiene que tener básicamente ese sentido. ¿O a qué nos referimos cuando hablamos de hombre, mujer, familia? ¿Tienen todos que sentirse bien aunque el lugar no sea el sitio donde “tan bien se está”?
Tal vez, las palabras más urgentes de hoy, por encima de control y sanción, sean esas que confirmen que nuestra sociedad reflexiona en cómo organizar el trabajo de modo que sea la única fuente humanizada de riquezas.

jueves, 5 de noviembre de 2009

CUBA: FILOSOFÍA DE LOS OLORES

Por Luis Sexto

Lo político pudiera ser un detalle vinculado al olfato si reconociéramos que a Cuba se le puede percibir en diversos olores. Los emigrantes que se paran sobre el punto que marca las noventa millas entre Cuba y los Estados Unidos en Cayo Hueso, al olisquear el aire creen sentir el olor de la nostalgia. Y si fuera solo la morriña gallega, la añoranza por el país de origen, los amigos, la lengua, no fuera peligrosa; quizás anticipara un estado poético. Pero muchos de cuantos se recuestan del lado de los recuerdos, añoran la Cuba sin revolución. Y ese sentimiento de vacío se convierte en violenta potencialidad, en peligroso deseo de revancha.

Parejamente, en La Habana, muchos de cuantos se suben en el muro del Malecón a pasar las horas frescas de la noche, y tantean con la nariz el norte, reciben el olor de la desconfianza o de la esperanza, dependiendo el primero de la actitud política favorable a la revolución y el segundo, en un apreciable grado, de las aspiraciones económicas. Tal vez esos tres -nostalgia, desconfianza y esperanza- sean los olores básicos que el aire del mar ofrece a los cubanos del lado de allá del estrecho de la Florida y del lado de acá, desde donde escribo.

Al llegar a tal conclusión, uno lamenta la azarosa providencia geográfica que puso a la Isla de Cuba a emerger en esta posición tan crucial, fiel de América que dijera Martí, crucero entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Es fácil reconocerlo: ha sido un incómodo destino existir tan solo a cuatro brazadas del país que alcanzaría tanta influencia y poder como para que los cubanos lo viéramos, unos, como la "tierra prometida" y, otros, como el sitio de donde dimanan toda amenaza y todo riesgo.

Parece claro: la fase violenta, vengativa de la nostalgia en Miami, influye directamente en el olor de la desconfianza que muchos cubanos huelen, ayer y hoy, en el lenguaje agresivo de los medios del llamado exilio y, por supuesto, de las instituciones de Washington. Con cincuenta años de argumentos, está justificada la sospecha acerca de qué se puede esperar de esa ciudadela de la contrarrevolución en que se convirtió Miami desde 1959. Y así, mientras el conflicto ideo político esté planteado en términos hostiles, a los cubanos que respiran en la isla les resultará fácil defenderse: reconocen al enemigo; coliman el blanco, y hallan en la posibilidad de la agresión las justificaciones para la resistencia numantina.

No resulta tan simple, en cambio, anular o disminuir la intensidad del efluvio de "esperanza” que otros cubanos creen sentir cuando abren las ventanas de su olfato con un ademán también nostálgico, pero de una nostalgia distinta: la que añora lo que no conoce y estima como el sésamo ábrete que decretará la prosperidad personal. La emigración, legal o ilegal, pues, se erige en fórmula básica para que los que aspiran a vivir presumiblemente mejor, toquen su "sueño americano".

¿Cómo habrá de impedir la Cuba socialista los olores que, envueltos en blanco de nubes, llegan tentando a muchos, en particular a jóvenes, en cifras inquietantes? En esta faceta de las hostilidades entre ambas orillas, los cañones no resuelven. No soy el primero que lo afirma. Y me parece que, a pesar de cualquier aparente duda de los habitantes del archipiélago cubano que no hayan tenido oportunidad de asumir otra posición que no sea la del "espectador crítico", las ideas más lúcidas en Cuba tienden a percatarse de que para reducir el trasiego clandestino de personas y los efectos de la ley de ajuste migratorio que lo estimula, lo primordial será cuanto se haga dentro del país, para que nadie tenga que buscar en el extranjero lo que podría tener, aun más modestamente, en el interior. Y sin esperar a que la racionalidad germine entre los asesores y ejecutivos del poder político en Washington.

Hasta ahora, en los últimos 20 años, Cuba ha resistido siguiendo una estrategia que ha apostado mayormente al tiempo, al tiempo que depare un golpe de suerte, toque mágico que haga brotar el subsuelo la riqueza que pueda financiar necesidades e incluso ineficiencias. Pero el tiempo suele también no traer lo que esperamos. Y con notoria ansiedad ante las posibilidades de desarrollo interno, percibimos un nuevo olor: el de modificar, ahora, estructuras económicas que promuevan una respuesta creadora a las urgencias presentes. En Cuba, como dije una vez, las cosas a veces se conciben, maduran y pasan soterradamente. No olvidemos que la desconfianza en los actos procedentes de los Estados Unidos y sus adeptos condiciona cualquier movimiento interior. Aparte de las trabas y distorsiones burocráticas, que son otro tipo de enemigo, las cautelas rodean las decisiones que a veces creemos demasiado lentas. ¡Cuidado!, dice un combatiente suspicaz: el enemigo está al tanto de cualquier grieta. Pero la sociedad cubana, por muchos años rigidizada, sacude el almidón que la inmovilizaba en su lealtad a un paradigma socialista ya descalificado por la historia. Y aclaro: No es que el socialismo haya fracasado, sino que el modo de implantarlo fue el que se frustró en Europa por su incapacidad de autorregularse.

Cuba, en efecto, sigue moviéndose, aunque lentamente, dentro de la lógica de su olfato político: cambiar lo caduco sin comprometer la solidez del poder de la Revolución. El reciente de decreto ley 268 sobre la multiplicad de empleo, es, a juicio de este articulista, una medida de fondo, junto con el decreto sobre la entrega y usufructo de tierra. A partir de ahora, si la burocracia no nos entretiene, el individuo tendrá mayor espacio para decidir y definir su situación doméstica. Ya no habrá que esperar la mano dadivosa del Estado para un aumento de suelto o de pensión, que por momentos hay que aplazar. Si usted lo necesita o si quiere vivir más holgadamente podrá trabajar más. Por primera vez el principio de que el trabajo sea la verdadera fuente de riqueza y bienestar, empieza a formalizarse en un cuerpo social y jurídico, sin más limitaciones que las que tiendan a preservar la legalidad escoltada por la razón.

Tal vez exagero, o quizás soy, por esta vez, demasiado optimista, pero un olor de esperanza renovada hace sus espirales en el aire un tanto espeso de Cuba; no la esperanza que ciertos ánimos inconformes buscan fuera, en el oropel de una promesa muy costosa, sino la que empieza a gestarse como premisa para trascender la insuficiencia y solidificar el olor de justicia que trajo la Revolución. Mi olfato cree que el desencanto equivaldría a la ruina. (Publicado en Progreso semanal)

miércoles, 4 de noviembre de 2009

HIJOS DEL SOL


Por Luis Sexto
Me he detenido en mi viaje. Toco la nieve. Miro en torno… Y cuando el viajero se encuentra entre picachos nevados en Los Andes o atraviesa el altiplano observando la llanura interminable, apenas sin vegetación y salpicada aisladamente por una choza de adobe o un rebaño de llamas o alpacas, puede intuir que está en el sitio donde comenzó el mundo. Siente recónditamente un olor a antigüedad y percibe la atmósfera de la primigenia desolación.
El viajero está también más cerca del sol. Porque hablamos de alturas de 3 000 ó 5 000 metros. Quizás por haber habitado un medio geográfico montañoso, los incas creyeron proceder de la luz. Inca, nombre dado a su jefe o emperador, significa hijo del sol. Viracocha, el dios creador, luego de destruir con un diluvio en un gesto de ira a sus primeras gigantescas criaturas, permitió que una pareja sobreviviera. De ellas partió la nueva raza, amasada con barro al igual que los animales. Antes creó la luz. Pero el astro del día brillaba menos que esa señora que alumbra las noches, y Viracocha, al percatarse de los celos del sol, arrojó una poco de ceniza a la luna. Ese es el Génesis del incario.
La leyenda justifica al parecer el concepto que los incas, que hablaban una lengua no escrita llamada quechua, tenían de su destino como pueblo. Presumían de ser superiores, hombres escogidos para conquistar y gobernar a sus vecinos. Y hacia 1450 los incas o capaccuna, como ellos se nombraban en el principio, sometieron totalmente a los chochapoyas, los chimú y otras tribus andinas, reputadas de “salvajes” y por tanto merecedoras de vivir bajo la égida civilizadora de los hijos de la luz. Trescientos años después de que Manco Cápac y su hermana Mama Ocllo edificaron el Cuzco por mandato del dios Sol, que les ordenó ir hacia “la tierra prometida” y levantar en ella una nación, el imperio se extendía desde el sur de Colombia hasta el río Maule, en Chile, y comprendía también a Ecuador, Perú y Bolivia. Geográficamente lo integraban las mayores alturas de los Andes, más una zona selvática, lluviosa, llamada “yungas”, y el desierto de la costa del Pacífico, en una franja que sumaba más de 3 000 kilómetros de norte a sur, y más de 800 de este a oeste.
Más de cinco millones de aborígenes se inscribían en el sistema imperial del incanato. Desde el Cuzco, la capital, partían cuatro caminos hacia los distintos suyos, nombre de las cuatro regiones o partes que componían el imperio. Cinco mil kilómetros de vías empedradas y un sistema de chasquis -mensajeros que cada dos kilómetros se relevaban en postas de correo- mantenían al orbe incaico en comunicación.
Los incas no fundaron la única cultura sobresaliente en Los Andes. Durante 3 200 años los tihuanacotas vieron en áreas de la actual Bolivia. Emergieron 2 000 años antes de Cristo y se extinguieron durante su etapa de expansión, 12 siglos después de nuestra era. Su desaparición es todavía inexplicable. Cómo, por qué, preguntan los historiadores. Y el escritor Antonio Paredes, mientras vendía sus libros en el Prado de la capital boliviana, unos meses antes de su muerte reciente, aseguró a este periodista que ese “es un misterio que nunca podrá ser esclarecido”. Solo dejaron, aparte de objetos de alfarería o tallados en arenisca o basalto y algunas momias, el centro ceremonial de una ciudad, Tihuanacu, a 70 kilómetros de La Paz, cerca del lago Titicaca.
El viajero, en medio del altiplano, batido por un viento frío, a 3 845 metros de altitud se estremece con la expresiva soledad de estos muros. Dentro, monolitos de rostros cuadrados, sin relieve, o estatuas de solemnes semblantes custodian los secretos de aquella civilización perdida. Y se asombra también el viajero ante la Puerta del Sol, con un calendario grabado sobre el dintel, como prueba de que los tihuanacotas dominaban el movimiento del tiempo, que un día, tal vez por obra de un cataclismo climático, se acabó para ellos.
Los pueblos andinos poseían cada uno su idioma y sus costumbres. Los emperadores incas, sin embargo, impusieron su lengua y su ley: “Ama sua, ama llulla, ama chekila”. Tres preceptos que favorecían el orden: No robes, no mientas, no seas perezoso. Solo el cultivar las mismas plantas o tubérculos y comer la misma carne unía a las tribus de la región. La papa y el maíz, que conservaban como “chuño” o alimento disecado; el ají, el tomate, la papaya, y el “charqui”, tiras secas de la carne de la llama, uno de los camélidos que sirven de bestias de carga en las alturas.
El trabajo favoreció la expansión imperial de los incas. Guerreaban con valentía e ingenio, sus cabezas cubiertas de cascos emplumados. Pero trabajaban y gobernaban mejor. Comunitariamente. Alegremente. Como si afrontaran una batalla. Los cantos de labor les alentaba el ánimo mediante la confianza en el triunfo: “¡Victoria Victoria!/ Aquí torciendo la cuerda,/ Aquí la cabuya,/ Aquí el sudor,/ Aquí el afán.” Y de otro sitio, un coro respondía: “¡Trabajad, hombres, trabajad.” Al escasear las áreas agrícolas construían terrazas, muros de piedra llenos de tierra, y si el agua faltaba, porque el dios del Trueno no la propiciaba, la hacían bajar de las cumbres conducida por acueductos.
El Cuzco resplandecía bajo el sol difundiendo reflejos dorados. Las paredes de sus palacios, de un piso o dos, se levantaron con piedra finamente labradas, unidas con un tacto que hacía invisible la costura de los albañiles. El techo se cubría de paja, y entre la paja hilos de oro. Las casas de los ciudadanos comunes se fabricaban de piedras, con junturas de barro, y con barro se repellaban y luego se pintaban. El agua potable venía a la ciudad a través de tuberías también de barro. El pueblo disponía de baños y retretes.
Eran maestros en la arquitectura. Las ruinas de Macchu Picchu, una especie de ciudad fortaleza aledaña al Cuzco, perduran aún para ilustrar porqué la vida y la obra de los incas componen una de las principales civilizaciones humanas, sobre la herencia remotísima de los hombres que, procedentes de Asia, llegaron a América por el Estrecho de Bering, en el norte, hace más de 40 000 años.
La sociedad incaica y las tribus sometidas vivían uniformemente, en un régimen colectivo, soldado por el parentesco. El imperio todo lo preveía: el tiempo de inclinarse sobre la tierra para plantar o para cosechar; el momento en que la madre debía llorar y el hijo debía casarse. El gobierno incluso obligaba al matrimonio y si alguien no hallaba su pareja, oficialmente se le asignaba una mujer, cuyo instantes ocio, después de otras labores, se invertía desde niña en hilar y tejer la lana.
Después de haber creado al inca, Viracocha vino a la tierra para confirmar que sus hijos lo obedecían. Pero no lo reconocieron en la figura de aquel anciano que caminaba apoyándose en un bastón. En un lugar lo apedrearon por creerlo extranjero. Y el dios creador cedió a la furia; echó fuego sobre las rocas. La gente, temiendo morir, suplicó perdón. Viracocha rectificó benignamente. En el Cuzco le erigieron un templo. El dios partió hacia el norte donde se despidió de su pueblo. Y se adentró en el océano Pacífico caminando sobre las aguas.
Más tarde, en 1525, apareció el hombre blanco, alineado entre las huestes de Pizarro. Y por los caminos del imperio corrió en los pies de los chasquis una noticia terrible:
-Viracocha ha vuelto.
Empezaba el fin.