viernes, 11 de septiembre de 2009

UNA VISITA A MONTE CRISTI


Por Luis Sexto
En 1996 realicé mi primer viaje a República Dominicana. Entonces integraba la Redacción de la revista Bohemia, y además de saludar a dominicanos entrañables como Monseñor Fabio Mamerto Rivas, obispo de Barahona, y su vicario el Padre Teófilo Castillo -salesianos que educaron mi adolescencia- me proponía recorrer las estaciones de nuestra independencia. República Dominicana es la prolongación histórica de Cuba. En su suelo vivieron patriotas en un exilio insurgente y se escribieron o firmaron documentos sustantivos de la guerra de 1895. No es difícil, para cualquier cubano, considerarla como una especie de “tierra santa”.
Ese mes me alcanzó para visitar Baní, el pueblo natal de Máximo Gómez, general en Jefe de Ejército Libertador, y Santiago de los Caballeros, el Santo Cerro y Barahona, además de Santo Domingo, sitios que conservan el paso apostólico de José Martí.
Diez años más tarde, en enero del 2006, pude completar aquella gira. Y gracias a mis antiguos amigos y maestros llegué a Monte Cristi, en el norte de la República, donde residió Máximo Gómez y donde Martí confluyó con el Viejo para juntos partir hacia Cuba luego de redactar y firmar el Manifiesto que sustentaba ideológica y políticamente la guerra comenzada el 24 de febrero de 1895.
San Fernando de Monte Cristi se ubica en el noroeste, cerca de la frontera con Haití. Capital de la provincia del mismo nombre, apareció en los anales de la Española en 1506 cuando Nicolás de Ovando le dio vida en papeles y algunas casas. Geográficamente la ciudad se distingue una altura llamada El Morro, pegada al océano Atlántico, a la que un poeta evocó como “reloj de piedras sin esferas/ que marca los siglos de mi tierra.” Desde la perspectiva urbana, resalta la torre que ya se erguía, como un símbolo de la ciudad, en 1895. Fue el primer lugar adonde llegué. El parque estaba cerrado: una cerca lo protegía. Y desde afuera mi devoción concibió un pensamiento para aquella torre metálica cuyo reloj había medido algunas horas de la vida del Apóstol y junto al cual Martí había dicho que “muy pronto marcará la hora de la libertad de Cuba”. Tantas veces lo había visto en fotografías que, como suele ocurrir, observarlo desde tan cerca parecía un acto irreal, fantasioso.
Después, pedí a mis amigos me condujeran a la casa de Gómez…
Esa mañana habíamos salido temprano de Moca, la activa ciudad del Cibao, en el valle de la Vega Real, al que Colón le regaló el nombre seducido ante su honda belleza de tierra fértil y verde enlazada por las montañas. Pasamos a Santiago de los caballeros y enrumbamos hacia el oeste por la carretera nombrada La Línea. Lo confieso: me gusta Quisqueya. Su naturaleza es como la cubana: apta para ambientar el Paraíso. Entre los detalles del viaje recuerdo a Laguna Verde, pueblito donde nació y tiró sus primeras pelotas Juan Marichal, el afamado lanzador de las Grandes ligas norteamericanas. El Monstruo de Laguna Verde, así lo llamaban, me dijo el Padre Teófilo Castillo, Tofo para cuantos lo quieren en confianza, que son multitudes.
Paramos en un restaurante rústico, y Luis, el conductor -hijo de “Bolívar”, un alegre y vital productor de huevos en Moca- convino con la dueña que nos guardara carne de chivo para la vuelta, un tiempo más allá de la habitual hora de almuerzo. El chivo abunda por estas tierras. Como el algodón y el arroz, cultivos de regadío. Después, Monte Cristi, ciudad parecida a muchas ciudades cubanas: todas entre lo moderno y lo antiguo, con atmósfera rural. Y ahora, aquí, en la casa de Máximo Gómez, sita en la calle Ramón Matías Mella, 29. Antes, José Núñez de Cáceres, con el mismo número.
Quedo en silencio. Qué he de escribir que parezca verosímil, lógico, sin afectación. Estaba emocionado. Soy un privilegiado. Haber conocido esta casita desde la infancia en las ilustraciones de los textos de Historia. Y recorrer ahora, 50 años más tarde, el mínimo y humilde espacio que amparó a dos de nuestros libertadores primordiales, tiene que significar algo en el corazón de un cubano. Caminé. Vi. Toqué. Nos guiaba Ramón Amado Gutiérrez García, el conservador del museo, que se confiesa bisnieto del General Calixto García Iñiguez
En la casa se entra por un pasillo central que divide las habitaciones y termina en el comedor, amplio, extendido horizontalmente de un extremo al otro de la vivienda, cuya propiedad Gómez adquirió en 1888. Paredes de madera; techo de dos aguas, aún con el cinc alemán original, y pintada de azul grisáceo con ventanas y puertas –tres en la parte delantera- con marcos de blanco. Al recorrerla uno nota la presencia de Cuba en la bandera de Narciso López, en retratos de próceres y en libros de autores y editoriales cubanos. En una escueta habitación, del lado izquierdo, entre uno de los cuartos y el comedor -que hoy es biblioteca- Martí escribió el Manifiesto de Monte Cristi.
No hay mucho más que contar. En el patio, un árbol de mamoncillo, superviviente de aquella época. Miro desde fuera. Tomamos unas fotos. Podría describir sensaciones que, quizás, suenen vaciadas en retórica. Ciertos sentimientos han de quedar ocultos en la sinceridad de lo recoleto, pequeño, humilde. Como esta casa.

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