viernes, 14 de agosto de 2009

¿DÓNDE ESTÁ SANCHO?

Por Luis Sexto
Los Quijotes en Cuba abundan en un doble significado: uno parte de la ética; el otro de la piedra o del bronce. Por un lado, los cubanos suelen ser soñadores irreductibles de causas justas, y cabalgan abnegadamente sobre Rocinante deshaciendo entuertos. Y por otro, en el país abundan los monumentos consagrados a don Alonso Quijano, el Bueno. Allá en Puerto Padre, en el norte de la provincia de Las Tunas, una escultura del Quijote de los Molinos exhibe su virilidad erguida (aunque hace poco descubrí que se la habían cercenado; ¿quizás algún tímido o impotente?). En Varadero, el balneario de azul intenso, se empina otra imagen del Caballero de la triste figura… ¿Dónde más?
Ah, el Quijote de 23 y J, en la Habana. Lo digo de inmediato: es conmovedora, impactante, la imagen airada, furibunda, encabritada del caballero vestido de alambre. Pero cuando me le acerco echo de menos a alguien. ¿Lo adivinan? Le falta Sancho, como a otras piezas. No sabemos dónde estaba el escudero cuando el escultor Sergio Martínez tejió los hilos cobrizos de ese Caballero Andante belicoso, tan tenso como el alma de un loco.
¿Habría cruzado Sancho la avenida 23, para pedir -él tan pendiente del yantar- una ración de pescado en el restaurante Los siete mares, y por eso, en el momento de erguirse la estatua de su amo, perdió su puesto en la estampa como jinete sobre un borrico? Quizás el artista confesó a algún periodista las razones por las cuales excluyó al bonachón aldeano. Y la respuesta exigiría rebuscar en los archivos; el autor ya murió.
El Quijote, parece ley, no debe andar sin su escudero. Como al gato su cascabel, hay que insertar cerca la contrafigura que exalta la figura del alucinado Caballero. Me percato que Don Quijote brilla en la medida que se opaca y apoca su pusilánime ayudante. Tal vez esa furia descuerada, esa acometividad que le obliga a representar en 23 y J una bronca perenne, espada en mano, sea su protesta por no tener a un chasquido de su retórica de armadura y lanza al Sancho dicharachero y previsor. Lo necesita. Para ello lo convocó a esa aventura donde ambos ilustran la pareja más contradictoria y más humanamente complementaria de la historia. El escudero no solo se ocupa de los bastimentos del cuerpo y que al Caballero le importan poco cuando no es hora de comer. Sancho es también el que le advierte que los molinos son molinos cuando lo son de verdad, y que chocar con ellos implica a rodar por tierra.
Pero la ausencia de Sancho parece ser otro símbolo de la idiosincrasia nacional. No quieren los cubano que, cuando conciben la dama de sus sueños, o el ideal que justifica su vida, una voz excesivamente cauta o racional le estorbe el impulso, el ademán medio trágico y medio cómico, advirtiéndole de peligros o equívocos. Un rasgo del espíritu de Don Quijote se multiplicó entre los cubanos. Hablo de ese afán de acometer molinos de viento, salvar doncellas en peligro, de compartirse sobre la mesa de la solidaridad… Muchos entonces –los tipos de cuello rígido, abundante tanto ayer como hoy- tachaban de locura esa actitud. Y el viejo caballero respondía: “Yo sé quién soy.”
¿Cuando llegó Don Quijote a Cuba? A nuestra isla no lo sabemos. Pero casi al mismo tiempo en que echó a andar sobre Rocinante por el Campo de Montiel en su primera aventura, llegó a América, trayendo un mensaje de rebeldía entre sus aparentemente inofensivos episodios. Meses o semanas después de que en España empezara a circular la primera edición de la historia del generoso y demente don Alonso Quijano, en 1605, un número de ejemplares se embarcaron en el puerto de Cádiz con destino a las costas americanas.
Aún, al parecer, se desconoce la cantidad de libros amontonados en las bodegas de dos flotas que zarparon hacia el Nuevo Mundo en ese mismo año, pero ciertos historiadores- entre ellos el norteamericano Irving A. Leonard- afirman que es probable que la mayor parte de la edición príncipe de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha haya sido remitida a colonias españolas de América.
Si llegaron todos los ejemplares embarcados o se perdieron muchos en la insegura travesía de entonces, no hay certeza. Se sabe que en San Juan de Ulúa, México, Alonso de Dassa –notario procedente de la Península- declaró al ser requisado que traían consigo, para su propio entretenimiento, la primera parte de “Don Quijote de la Mancha” y “Flores y Blanca Flor”.
El propio capitán del buque donde viajó Dassa –La Encarnación- confesó a los aduaneros o inquisidores que él también poseían un tomo de “El Quijote”y otro de “el libro de horas” que, de acuerdo con su leal saber y entender, no eran obras prohibidas”.
Varios pasajeros de la misma nao, y de otras, manifestaron haber leído durante el trayecto por el Atlántico –y “con gran contentamiento”- la entonces recién publicada novela de Miguel de Cervantes, recaudador de impuestos de la corte y sin más linaje que su trabajo y la inutilidad de uno de sus brazos, ganada en Lepanto al servicio del rey.
También, por la vía de San Juan de Ulúa, el galeón llamado Espírtu Santo trajo 262 ejemplares para don Clemente de Valdés, en México. Más o menos en esos días de 1605, Don Quijote se bajó en suelo de América más al sur. Fue en Portobelo, Panamá, adonde arribaron destinados a Lima ejemplares del “Ingenioso Hidalgo”que, tras fatigosas búsquedas en los Archivos de Indias, pudieron ser totalizados parcialmente en setenta y dos. Los remitió el 26 de marzo de 1605 Juan de Sarría, emprendedor librero de Alcalá de Henares.
Datos dispersos y generalmente incompletos impiden determinar a quién correspondió lo que con los siglos sería el mérito histórico de haber introducido, en tierras americanas, el primer ejemplar de “El Quijote”. Pero si ese detalle puede mantener insatisfechos a historiadores poco ocupados, a la generalidad basta saber que El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha fue en Hispanoamérica, una especie de “best seller”. Y ese hecho compone una paradoja. La censura religiosa y política de España otorgó franquicia a la obra de Cervantes sin percatarse que no era lo que aparentaba ser ni lo que de ella decía su autor. “El Quijote”no fue un libro de caballería, ni tampoco una crítica a esa literatura que durante muchos años embotó a los lectores. Fue –y es- un texto en el que se expresa una nueva dimensión del hombre, capaz, según intenta demostrarlo el genial loco, de establecer la justicia en el planeta.
No sabemos aún cuándo el Caballero entró en Cuba. Sabemos, sin embargo, que España –y ahí está lo paradójico de esta historia- junto con la opresión colonial trajo a América la vocación de libertad de sus mejores hombres y de los Sanchos que los siguieron, aunque echemos de menos al escudero en el parque de 23 y J.

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