lunes, 31 de agosto de 2009

LA AUSENCIA PRESENTE


Por Luis Sexto

La estatuaria vivencial del escultor José Villa puso a Ernest Hemingway como antes: acodado sobre la barra del Floridita, en su rincón predilecto, en pose de echarse hacia delante y oír cordial y socarronamente a la cubana a cualquier parroquiano que le haga compañía.
El gran trágico de la contemporaneidad prefería beber su daiquiri en el Floridita y su mojito en la Bodeguita del Medio. Admitía así que se había suscrito a ambos tragos de la alquimia alcohólica cubana y a esos dos restaurantes entonces y todavía célebres en La Habana. Puede parecer que el escritor, que había asegurado en Adios a las armas que no existía nada más placentero que un trago de güisqui, estuviera haciendo algo más que una elección gustativa al preferir las bebidas criollas.
Digámoslo de un golpe: estaba confesando una inclinación, un afecto, por esta isla a la cual mencionó por primera vez en 1933, en un artículo publicado en Esquire y que se tituló “Marlin Off the Morro: A Cuban Setter”. No asombra que la Isla, verde y frutal, y su mar candente aparecieran en una colaboración periodística por la cual Hemingway ganó 250 dólares. Admira, sobre todo –como ha afirmado Mary Cruz, una de las estudiosas de la obra del autor de Verano sangriento-, que el paisaje, los detalles típicos de La Habana como el Morro, el caserío portuario de Casablanca, trasciendan su naturaleza de “postal turística”, usual en cualquier visión extranjera, y sean descritos con la emotividad del que no solo ve las cosas sino que está dentro de ellas.
Son varias las obras de Hemingway donde aparecen Cuba y su gente. Aparte de los reportajes, en Tener o no tener, El viejo y el mar e Islas en el Golfo hay una imbricación cubana que reconoce que Cuba fue algo más que un escenario para un escritor cuya estética primordial, desde su aprendizaje en el Kansas City Star, le exigía encarar y reflejar la vida con una autenticidad sin fisuras. Es decir, con pasión totalizadora. Comprometida. Compacta. En El gran río azul, Hemingway confiesa algunas de las razones por las cuales radica en Cuba. Al leerlas, uno sabe que subyace algo más profundo que la simple sensación del confort y el paisaje. Pero lo calla: “Muchos le preguntan a uno por qué vive en Cuba; les contesta simplemente que le agrada vivir allí. Es difícil explicar la fresca brisa matinal que sopla incluso en los días más calurosos de estío sobre las colinas que rodean a La Habana. No es necesario explicar la posibilidad que se nos ofrece de criar gallos de pelea, adiestrarlos y participar en competiciones dondequiera que se organicen, por tratarse de un asunto lícito. Es una de las razones de vivir en aquella isla.(...) Pero hay muchas más cosas que uno no dice; (...) entonces uno les explica que la principal razón de vivir en Cuba es el Gran Río Azul, de tres cuartos a una milla de profundidad y de sesenta a ochenta millas de ancho; desde la finca y a través de un hermoso paisaje, se tardan cuarenta y cinco minutos en llegar a él, donde hay la mejor y más abundante pesca que uno ha visto en su vida.”
Cuentan crónicas noticiosas que en uno de sus regresos a Cuba, meses antes de su muerte, Hemingway besó la bandera cubana al desembarcar en el aeropuerto José Martí. Un fotógrafo quiso que repitiera el gesto para poder congelarlo en la emulsión de su película, y Papa se negó. Su acto había sido sincero y no admitía la escenificación publicitaria o periodística. Sin embargo, uno de los reportajes de la entonces naciente televisión cubana lo conserva respondiendo preguntas, luego de haber merecido el premio Nobel. Entre otras aspectos, Papa Hemingway, el que bebe su daiquirí en el Floridita y su mojito en La Bodeguita, el que reside en una colina casi al sur de la bahía de La Habana, asevera, como en una definición hecha para siempre: “Soy un cubano sato.”
¿Qué es ser un cubano sato? Debe uno adentrarse en el espíritu de la lengua, en los laberintos expresivos del pueblo, para averiguar un sentido cuya profundidad no recogen los diccionarios. Sato es una raza de perros, pequeños, de pelo fino y cuyas hembras son muy lascivas, extremosas, abiertas con el sexo opuesto. Y por extensión cubano sato es ser eso: abierto, democrático, mezclado. Esto es, la más certera definición del carácter del cubano medio.
Quiso el escritor ser asumido -según puede colegirse- como un compatriota por los cubanos. Al menos en esa época los medios culturales lo estimaban como un escritor cercano. Y la revista Bohemia dedicó un número a reproducir la traducción de El viejo y el mar, vertida al español por Lino Novás Calvo, autor de una novela ejemplar entre las novelas cubanas: Pedro Blanco el negrero.
El binomio Hemingway-Cuba se somete ahora a la discusión. He vuelto a pensar en ello. Y no creo que los cubanos sientan como un valor permanente y propio al autor de Por quién doblan las campanas. Es cierto que su casa de Finca Vigía la remozaron recientemente para agregarle más resistencia ante los agravios del mar cercano, y que su habitación en el hotel Ambos Mundos y su rincón predilecto en la ensenada de Cojímar, se mantienen como si Papa estuviera a punto de llegar para una de sus estancias definitivas. En la conservación de la presencia petrificada de Hemingway persiste el respeto, la unción, la convicción, que la libran de la profana apropiación turística, aunque los tours la ofrezcan como una insoslayable opción. Pero todo ese caudal se compone de valores tangibles, objetos materiales que cada año van decolorándose, difuminándose en la memoria y la atención general. Parece inevitable admitir que pocos de los cubanos de hoy sienten al autor de El viejo y el mar como un patrimonio espiritual, o como una herencia literaria.
Comparativamente, cuarenta y cinco años después de su deceso, el haber favorece a Hemingway: su obra literaria preserva las amorosas impresiones acumuladas por el escritor durante veinte años de residencia en la isla más fascinante del Golfo. Pero, desde dentro, eso es ya “cosa vieja”, “glorias pasadas” en las que solo algunos aún meditan. Porque la mayoría de los que podrían asistir en peregrinación a la barra del Floridita, allí donde un Papa de bronce bebe un daiquiri interminable, son también sombras, incluso algo menos. Y no eran muchos. Amigos tuvo pocos en Cuba: algún compañero de juergas habaneras como el periodista Fernando G. Campoamor, insuperable en estilo y precisión, y entretenido acompañante en una cantina. Parece una evidencia común que la fisonomía inconfundible del amigo de toreros y actores de cine desconoció en Cuba la ruta de los círculos literarios y artísticos.
Tal vez mi afirmación presuma de muy polémica o heterodoxa. A mi juicio, Hemingway fue solo un accidente, un destacado accidente, para la generalidad de los cubanos. Aquí convivir con extranjeros relevantes ha sido una gracia cotidiana. Yo mismo puedo contar que en el edificio en que vivo, residió hacia la década de 1940, el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco. Y fui vecino – a unos 200 metros- del poeta salvadoreño Roque Dalton Estudie cerca de Santiago de las Vegas donde nació Italo Calvino. Y trabajé en la revista Bohemia donde ganaron el sustento del exiliado escritores tan significativos como el dominicano Juan Bosch o el guatemalteco Manuel Galich. He de decirlo, aunque duela o mortifique: ni la medalla del Nobel, que el escritor, creyéndose en deuda con Cuba, depositó en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, pudo anudar una sentimentalidad perdurable con los cubanos: se pierde entre centenares de ofrendas parecidas, si no en el brillo, en la intención. Y si ese acto pudo significar un gesto de fraternidad en el imaginario religioso del cubano, ya es solo un dato bajo otros datos. O una curiosidad.
La cultura y la historia, a pesar de todos los vínculos, nos separan. Hemingway está muerto. Y estatuariamente vivo en Cuba. Hemos de admitirlo. Pero qué frío es el bronce…

1 comentario:

Francis Alberto dijo...

Bueno, fui yo el iluso que escribió el post donde se invitaba a participar en los comentarios a noticias del JR. Al parecer o fue un error técnico o se ha ido completando una lista de indeseables y al parecer, me inscribieron en ella.

Los comentarios de ayer fueron, primero para Armando Hart (quien al parecer no le gustan las críticas) donde le señalaba la necesidad de re-interpretar a Martí, ya que el Martí del gobierno cubano – a mi entender – no es el mismo Martí un poco más democrático y definitivamente más humano, además de comentarle que, en el caso de querer unificar a los cubanos bajo el alero de un apóstol, el nombre de este apóstol debiera ser José Martí y no un Fidel Castro, si hubiera que dedicarle un año educativo a alguien, ese alguien debiera ser quizás Varela, Martí o Mendive pero nunca un Castro.

El segundo post, era una pregunta simple a la opinión de Luis Luque Álvarez “El paraguas de la señora Merkel”, la pregunta era, ¿Qué asociaciones, negociaciones o preocupaciones tendría la señora Merkel en el caso hipotético que Alemania estuviera gobernada por un partido único y ella fuera la secretaria general de este partido como sucede en Cuba?

Bueno, pongo estos post aquí, únicamente para indicar que, para mí, al parecer por un tiempo queda prohibido comentar en el JR, lo cual, para ser castigo lo encuentro simpático, pero como país lo encuentro aberrante. Así no hay revolución que avance, ni humanidad que pueda, ni economía que crezca, ni educación que valga.