Por Luis Sexto
La herencia principal de Norman Mailer como escritor y periodista cabe en una línea, sin la cual su obra no podría ser explicada y muchos escritores y periodistas hubiesen quedado si una guía, un flexible patrón. Es quizás su mejor legado esa sentencia que establece la posibilidad de contar “la historia como novela y la novela como historia”. Es decir, historia con inicial mayúscula: la actualidad, la crónica en que, zigzagueantemente, las sociedad humana va dejando atrás el pasado y cifrando el futuro en los signos activos del presente.
Mailer supo aplicar a su quehacer esa máxima y por ello su obra perdurará por la imbricación de lo ficticio con lo real, del periodismo con la literatura. Aun en sus piezas de más intención artística, como Los desnudos y los muertos, se detecta el plano de la realidad contemporánea como una luz que quiebra todo artificio. Siguió en esa inclinación realista, a veces naturalista, la tradición de autores que tuvieron en Stephen Crane un punto de partida y continuadores en Sinclair Lewis o Ernest Hemingway y otros que colaboraron en lograr que la literatura norteamericana fuera una de las más sólidas del siglo XX por su registro en los sótanos de los hechos sociales y políticos de su país y a veces del planeta.
Lo dicho, desde luego, podrá ser solo una opinión. Sin embargo, tendremos que convenir en que Norman Mailer (31 de enero de 1923-10 de noviembre de 2007) fue uno de los autores universales que las letras en los Estados Unidos aportaron a la cultura mundial. Unió, en una sola vocación, los disímiles medios de la expresión moderna -periodismo, literatura, cine- con el fin de indagar en la naturaleza social del hombre y sus vínculos con las circunstancias; ese ser atrapado, de acuerdo con sus palabras, “en una maraña ajena, fría”. ¿Cómo clasificarlo si él mismo renunció a todo encasillamiento: novelista, periodista, cineasta? Más bien un testigo interesado en captar la vida.
Dedicó su escritura, su naturaleza de artista –según propia confesión-, a articular su identidad de hombre, pretendiendo decirse a sí mismo quién era para evitar asumirse como la imagen que sus libros, la crítica y los lectores delineaban sobre él. “Pasé, a los 25 años, del anonimato a la celebridad” -dijo en una entrevista- y “me convertí sin transición en uno de los más importantes autores de los Estados Unidos: cuando esto llega se sufre obligatoriamente una crisis de identidad”.
Hubo más. Esa búsqueda comprendía el esclarecimiento de su identidad como norteamericano. Su visión acerca de la sociedad estadounidense y sus conciudadanos fue cortante. No anduvo con cautelas expresivas cuando definió a Norteamérica así: El sitio donde “las personas son lindas, viven a veces en el lujo, pero creen tan solo en la droga y en el dinero”. “Tiene un comportamiento extraño. Sus cerebros están llenos de espuma. No comprenden nada más.”
Su pueblo y su país recurrieron frecuentemente en sus análisis. Por la agudeza, incluso la crudeza de sus juicios, los fundamentalistas de una América libre del pecado original, paraíso insuperado de las oportunidades y la ilusión según la “fábrica de sueños” de Hollywood, pudieron tacharlo de contestatario, de enemigo de la Unión de acuerdo con el diccionario del maccartismo. Al parecer, nadie quiere más a su madre que quien pretende conocerla con el propósito de reconocerse en ella, de modo que en más de una ocasión dijo estas cosas: “Imagínese a alguien con un ego desmesurado pero que no consigue tener éxito. Le queda el consuelo de las drogas. Estados Unidos es una especie de atleta que pesa 150 kilos y mide más de dos metros, y que está en perfecta forma física, pero que cada pocos minutos necesita olfatearse las axilas para comprobar que no despiden mal olor.” Mailer fue hechura de esa madre. Su tendencia a la violencia, incluso la doméstica que torturó sus seis matrimonios, y su vocación de “tipo duro” provienen de la sociedad norteamericana surgida y extendida en el violento trote de Atilas de sombrero y revolver, más tarde trocados por cascos y misiles. Pero cierta capacidad lo diferenció del resto de esa sociedad parteada –término de Carlos Marx- por la violencia. A Mailer lo singularizaba la capacidad de la comprensión. Comprendía que “La guerra es un estado mental, que precede a las hostilidades y continúa después de que éstas han cesado”.
Los manuales ligan a Mailer con el New Jornalism. Lo incluyeron en la lista de autores que, según Tom Wolfe, mientras esperaban convertirse en novelistas iban calentando sus motores en el reportaje. Pero ya para esos años iniciales de la portentosa década de los 60, Mailer era novelista y también un periodista que sabía emplear los recursos de la narrativa literaria para dotar a su ejercicio periodístico de la calidad y la hondura de la novela. Fue un jardinero exquisito del llamado en español periodismo literario, que posee antecedentes en Daniel Defoe, Víctor Hugo y José Martí. Tal vez el New Jornalism norteamericano –que no es el principio de ningún camino, sino su continuación- no marcó a Mailer con la desmesura técnica que caracterizó los reportajes de los autores de ese movimiento aparentemente renovador y que al fin, en un breve lapso, despertó la sospecha en los lectores. Mailer fue habitualmente más claro, más preciso en sus fines, sin llegar a saturar, asfixiar con las atmósferas cerradas, a lo Poe, de los llamados “periodistas nuevos”.
Polémico siempre; fracasado por momentos; combatido a veces; exaltado también, sus más de 30 títulos permanecerán como los signos preclaros de una sociedad donde “mucha gente –dijo- estaría feliz si pudiera encerrar a la mitad de la población en las cárceles”. Libros como Los ejércitos de la noche, Oswald: un misterio americano y El fantasma de Harlot, que denuncian el totalitarismo del poder en los estados Unidos, mantendrán viva la verdadera identidad de Norman Mailer: “Ser un testigo molesto” que intentó expresar la Historia como novela y la novela como Historia.
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