sábado, 8 de noviembre de 2008

AL PRINCIPIO FUE LA POESÍA


Por Luis Sexto
Ciertos investigadores estiman que la cultura cubana parte literariamente de las observaciones del Almirante Cristóbal Colón, cuando anotó en su Diario las impresiones iniciales que le produjo la naturaleza prodigiosa de la Isla. Aquellas “aves muchas y pajaritos que cantaban dulcemente”, “aquellas verduras y arboledas”. Y en particular aquella reacción sacramental de “nunca tan hermosa cosa vido”.
No nos empeñaríamos ahora en determinar si histórica o teóricamente es justo atribuir un carácter fundacional a las palabras que el marino genovés escribió en aguas del Caribe o en las costas cubanas. De cualquier forma, podemos coincidir en que es un respetable punto de partida.
Poco perduró de la cultura aborigen desde 1492. Más bien, por su estado de desarrollo –la más avanzada transitaba por el neolítico- lo que legaron como ingredientes a la formación de la cultura cubana fueron palabras, básicamente las que denominaban ejemplares de la flora y la fauna, como cuyá (almendro) o jutía (roedor), topónimos, como Yaguaramas, Guanabacoa, Guanabo, Jiguaní, y platos típicos, como el casabe, confeccionado principalmente a base de yuca, tubérculo que los taínos llamaban yacuba y cuyas seis variedades entonces conocidas nombraban ipatex, diaconan, nubaga, tabaga, coro y tabucan.
La cultura cubana resulta, pues, una mezcla de lo hispánico y lo africano primordialmente. Estos dos elementos fueron amalgamándose en el transcurso de cuatro siglos hasta componer una fórmula única y distinta con respecto de los ingredientes matrices.
Cuba, sin embargo, debe al inmigrante de las Islas Canarias más de lo que la simbiosis española y africana suele dar a entender cuando define la nación como una síntesis de cultura y etnias, atribuyendo al cubano la enriquecedora propiedad de pueblo mestizo. Quizás la modesta condición del canario, tal vez su tendencia a lo recoleto, o la campaña despectiva, minimizadora, casi racista, sostenida en Cuba por los elementos conservadores y recalcitrantes de la Península, le impidieron durante centurias recibir el reconocimiento, la gratitud por los ingredientes que echó en la olla común donde tomó sabor y color la cultura y la nacionalidad cubanas.
El isleño como especificidad de lo hispánico está presente desde el clarear de la economía colonial. Y sentó su presencia en la cultura en los tiempos liminares cuando la Isla quería poner, trabajosamente, sobre el cuero exportable de la res, en el trapiche, o en la vega, el señorío de la sensibilidad. No habrá tiempo ahora de bosquejar la influencia canaria en la cultura material y espiritual del campesino cubano. Mas no habrá que esperar para decir que las siete islas Afortunadas, aquel suelo volcánico, antesala de la travesía entre el Viejo y el Nuevo Mundo, aportó el autor del primer poema de larga cuerda escrito en Cuba.
La correspondió a Silvestre de Balboa Troya y de Quesada, oriundo de Gran Canaria, anunciar dentro de estrofas clásicas, los tanteos iniciales de la criolleidad poética, los lances formadores de lo cubano en la literatura. Espejo de Paciencia –compuesto en 1608 y estructurado en dos cantos y 145 octavas reales- no es un poema trascendente por su intrínseca propiedad estética. Expresa la incipiente asimilación, la lenta interiorización de la naturaleza y la vida criollas en la conciencia social de la Isla. Y vale, perdura, como acta del alumbramiento cultural del diccionario autóctono de la flora y la fauna de Cuba. Porque en su lenguaje, donde prevalece el transoceánico sonido de las palabras y las imágenes leales a lo español, aparecen voces netamente cubanas como macagua, nombre de un árbol, y biajaca, de un pez de agua dulce, y maruga, de un sonajero, y siguapa, de un ave nocturna.
En el contenido, lo criollo planta su señorío en Espejo de Paciencia. Nutre su epicidad con un asunto verídico, ocurrido en la Isla: el secuestro del obispo Cabezas y Altamirano, entonces de visita pastoral en Yara, localidad cercana al puerto de Manzanillo, en la región suroriental. Y sobre todo lo criollo se empina, porque Balboa, en la intuición del proceso nacional integrador que ya se gestaba en sus preliminares, elogia, exalta, al esclavo que, con lanza y machete, venció al pirata francés Gilberto Girón, secuestrador del mitrado.
Dice el poema:
Andaba entre los nuestros diligente/ Un etiope digno de alabanza,/ Llamado Salvador, negro valiente,/ De los que tiene Yara en su labranza.
En un fragmento de otra octava enfatiza:
¡Oh Salvador criollo, negro honrado!/ Vuele tu fama, y nunca se consuma;/ Que en alabanza de tan buen soldado/ Es bien que no se cansen lengua y pluma.
En esta apología Balboa trata de emparejar, en el tumulto que partió a rescatar al obispo, al negro y al blanco, al libre y al esclavo. Y lo intenta exaltando a Salvador, a pesar del riesgo de ser hostilizado por los prejuicios de condición social y de raza que dividían a los pobladores de Cuba. Y lo intenta, además, cuando ubica “entre los nuestros”al esclavo, y con el adjetivo criollo que acompaña al vocativo en el segundo fragmento antes citado. Todo es aún confuso, velado, pero ya empieza a reconocerse la unidad nacional que requerirá 200 años más para emerger como un cuerpo y una conciencia limpiamente diferenciados.
Balboa se encarga también de reforzar la pluma canaria en el poema. El poeta, que testifica el parto de lo criollo –etapa prenacional-, quiere al parecer apartar de toda duda o del olvido que lo canario es un componente de la nueva criatura cultural. Y en una estrofa emplea un símil, que toma de sus recuerdos nativos, y con él evidencia la filiación geográfica de la figura retórica y de su autor:
O, cual en la Canaria en apañadas/ Acechan cabras ágiles cabreros,/ Que en los riscos están y en las aguadas/ Despuntando la grama en sus oteros;/ Y estando así paciendo descuidadas/ Dan de repente en ellas los monteros,/ y con el sobresalto que allí influyen,/ Unas quedan paradas y otras huyen.
Hace 400 años, pues, la poesía cubana, y por extensión la literatura como noción de la cultura espiritual, surgió en este poema épico escrito según el clásico modo. Pero sustanciada y circunstanciada con los ingredientes de la incipiente sociedad criolla, como un anticipo de lo cubano por fuera y por dentro de las cosas y las personas.