Por Luis Sexto
El dogma, que su primitiva raíz griega remite a "camino correcto", ha venido a significar modernamente, en el lenguaje político, todo lo contrario: el no camino; el por aquí no se pasa. Sus efectos son conocidos: intransigencia irracional, anquilosamiento, recurrencia del círculo vicioso. Y por ello parece que una de las alusiones más relevantes del discurso de Raúl Castro en el congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas, el pasado 4 de abril, es la referente a la necesidad de "romper dogmas".
No ha sido común admitir oficialmente la supervivencia de una mentalidad dogmática en Cuba. Y quizás podríamos reconocer algo más en el texto que leyó el presidente cubano: estimable parte de su contenido tiende a atacar el dogmatismo. ¿O qué, si no, significa recomendar que los nuevos dirigentes de la UJC -y por extensión los del país- sean capaces de sostener diálogos con mente abierta, y rechacen la repetición de consignas y escuchen y argumenten racionalmente ante las discrepancias no antagónicas, que no han de ser asumidas como fuentes de problemas sino de soluciones?
Quien no quiera ver, tal vez siga siendo un ciego culposo, o un dogmático. Pero, según un criterio recto, el primer paso para resolver un problema es admitirlo; luego, expresar la voluntad de intentar solucionarlo. Y ambos requisitos, a mi modo de ver, los cumplió Raúl Castro en su reciente discurso. Pero esa profesión de fe antidogmática no opera necesariamente como un conjuro, una fórmula mágica que haga abrir puertas, demoler paredes y muros; o lavar oídos. Incluso, la misma cautela que volvió a definir como una norma táctica en la "actualización del modelo económico cubano", está directamente relacionada con esa mentalidad rígida, asentada sobre verdades preestablecidas, tras las cuales muchos en Cuba, ciudadanos o dirigentes, se abroquelan.
La palpable resistencia burocrática a la renovación se entronca, en efecto, con el dogma, con el culto supersticioso a ciertas "verdades" intocables. Apartemos, por hoy, la madeja de intereses orgánicos que puedan ligar a un individuo o conjunto de individuos a persistir en un camino sin salida reputado de "correcto". Y reparemos en que la tozudez de ciertas tendencias a retrancar, retrasar -a veces inconscientemente- una política de reforma, incluso de rectificación en lo económico, se junta con un enfoque doctrinario que convierte ideas y principios en una especie de código, manual tan irrevocable como la postura de un ídolo.
Ese tipo de fundamentalismo de izquierda se aprecia hasta en algunas de las cartas a Granma. El periódico suele mezclar las opiniones que publica en su ya popular sección de correspondencia de los viernes: no se inclina a ningún extremo; más bien establece un balance entre las opiniones, algunas de ellas opuestas entre sí. Las más ortodoxas azuzan el peligro del capitalismo como un lobo disfrazado de abuelita, y en la práctica sus prevenciones confunden en un mismo paquete la propiedad privada de los medios fundamentales de producción y la propiedad cooperativa o la pequeña propiedad privada artesanal o en los servicios más domésticos. Con lo cual uno se percata de que el exceso de celo más que definir una actitud de apego a la letra, encubre también el desconocimiento, en parte, de la teoría socialista y del pensamiento de los clásicos marxistas y leninistas.
Otras cartas, las más equilibradas, también defienden la pervivencia del socialismo y de la independencia política frente a los Estados Unidos. Pero no pecan de extremistas. Sugieren abrir, afrontar riesgos, porque prefieren el riesgo de andar, al de perecer dentro de un esquema socioeconómico que ya ha perdido vigencia por su inoperancia ante una circunstancia cualitativamente distinta a la que lo vio surgir.
En esa dicotomía, en ese querer lo mismo apelando a caminos no correctos para el dogma, hierve hoy la discusión en Cuba. Y dentro de esa contradicción, claramente no antagónica, se mueve la actualización, la renovación del socialismo cubano, que supone un reajuste distanciado de la herencia del llamado socialismo real. ¿Cuánta duda o inconformidad podría provocar la eliminación de los subsidios estatales, la readecuación del Estado que hasta ahora ha sido previsor y provisor único? Estas ineludibles medidas tienden a atizar suspicacias en el dogma que asignó al Estado socialista la misión de complacer, dar, premiar sin exigir correspondencia.
Desde hace varios meses, este comentarista viene confirmando su parecer sobre la realidad cubana. Me ha inquietado, como a otros compatriotas, lo que uno ha tildado de demora, de peligro de llegar tarde, que peca también de impolítico, tanto como llegar temprano. Pero he admitido, en cambio, los escollos endógenos que van más allá de una oposición interna virtual, cuya fuerza artificiosa no degrada la paz interior del país. Escollos que suponen los enfoques de cambiar empleando las viejas e ineficaces fórmulas frente a las urgencias de actualizarse buscando un camino un tanto heterodoxo hacia el socialismo, hoy básicamente solo una aspiración de vivir en bienestar, igualdad y libertad, además de en independencia. Una aspiración no acabada del socialismo, porque aún le falta concreción creadora en estructura y en conceptos renovados sobre la eficiencia, la eficacia y la efectividad, a pesar de todo lo enriquecedor que le ha aportado a la nación cubana.
Fijémonos, siendo honrados, que como escollo pretende ganar beligerancia, influencia en el interior de Cuba, el otro dogma, el que dicta hoy la encarnizada oposición que desde el extranjero echa sobre la acción de los cubanos de dentro el veneno cocido en laboratorios de servicios secretos. Somos el patito feo del planeta, según el lenguaje de la Internacional de la calumnia. Un día tras otro revisando periódicos, televisoras, declaraciones de políticos y gobernantes mediáticamente serios, nos van dejando, entre muchos trabajos, algunas verdades. Y me parece que una de las más recientes consiste en que cuantos se dedican a denigrar al gobierno cubano y con él a los principios de la revolución del 59, ofrecen un punto vulnerable: suelen recibir la flecha allí en el talón donde se les esfuma la credibilidad. Porque no parece atinado creer a quienes niegan toda virtud en el que atacan con tanta aplicación. ¿Lo que poco vale, merece tanto aire, tanta atención?
Esgrimen, desde luego, los artilugios de la geopolítica., devenida programación cibernética de una mentalidad general que pretenden globalizada. ¿No es acaso verdad que tanta furia enlatada recuerda una frase de Don Quijote? Rememoremos, o imaginemos, aquel episodio cuando el Caballero y su ayudante andaban por caminos fuera de toda aparente cordura, trazados por la voluntad cuerda de quien tachaban de loco, y al salir los perros al camino con su dogmático gruñir de por aquí no se pasa, 'dicen que Don Quijote dijo: Ladran, Sancho, señal es de que andamos. Y por lo visto y oído, los perros no quieren que Cuba ande. (Tomado de Progreso semanal)
jueves, 17 de junio de 2010
lunes, 14 de junio de 2010
OH, LA HABANA
Por Luis Sexto
Ciudad idiota llamó Miguel Ángel Limia a La Habana. Más o menos contemporáneamente, Jorge Mañach admitió que era indiscreta e ingenua como un muchacho grandullón. Un poco antes, Miguel Ángel de la Torre la tachó de ciudad pecadora y soberbia. ¿Quién entonces no tenía una queja contra la capital? Rubén Martínez Villena, que había afirmado que Limia era el cronista de aquella generación y que polemizó con Mañach sobre poesía y política desde la izquierda, también desahogó en esos días de la década de los 1920 un eructo sobre La Habana y sus ediles, al recoger en una crónica el fanguillo indeleble que, tras la lluvia, se amontonaba en las calles y salpicaba automóviles, pantalones y piernas con ronchas de sarampión negro.
Hoy pasa lo mismo. Aunque ya la crónica no es en los periódicos “la sonrisa de la primera plana” que festejó el propio Miguel Ángel de la Torre, la gente echa en el tintero de la prisa callejera sus invectivas sobre la ciudad. La irreverencia colorea la relación con La Habana. Unos la maldicen; otros la rebajan. Le gritan sucia. Caliente. Bulliciosa. Y sin embargo, ahora como antes, vivimos entre el odio y el amor. Porque, detrás del insulto, estira sus dorados crespos la melcocha, el ditirambo, el ronroneo de los felinos inferiores cuando se rascan en las canillas del amo.
Lo más impresionante de esta paradójica tradición de insolencias y querencias se halla en que lo menos habanero de La Habana son sus pobladores. Limia vino de Baracoa; De Sagua, Mañach; de Cienfuegos, De la Torre; Rubén, de Alquízar. Y miles que pasan por ser de aquí, somos de… por allá, del Juan de las Quimbambas que a veces no aparece en el mapa. Ninguno de aquellos nombres de prosa enhiesta y talento zahorí abandonó la ciudad idiota, indiscreta, ingenua, soberbia. Ni otros, con menos alcurnia, hemos abandonado después la sucia, caliente, bulliciosa ciudad. A pesar de las demandas, del pleito cotidiano con la insuficiencia o la desmesura, La Habana es única, irrepetible, insustituible, máxima, para los mismos que la denostan.
Sus inicios de villorrio fueron inconstantes. Como nuestro amor. La semilla de la ciudad futura se movió saltando tal un caballo de ajedrez. Puso sus cascos de guano y adobe en tres casillas distintas: primeramente en el sur, en un sitio que nadie podrá asegurar por el momento, con puntería histórica, si fue Batabanó o la desembocadura del Mayabeque, o un punto más adelante, quizás empeñada en calificarse dentro de la actual provincia de Pinar de Río; después al noroeste, cerca del hoy barrio de Puentes Grandes, y luego se asentó al borde de la bahía. Vino prehecha, en el sofocón de las carabelas, agitándose en los esquemas medievales de los conquistadores.
No hay que descubrirla. Pero ha sido descubierta una y mil veces, cuando algún cubano se hospeda en La Habana con la sensación de llegar a la gaveta de los misterios nacionales. Y se engendra así el primer enigma. Porque de pronto nuestra relación con La Habana comienza a desenvolverse de persona a persona; la tratamos como un ser vivo. La ciudad se introduce en el recién llegado por el olor -como una mujer con su perfume-, cuando entrando por ferrocarril, o en ómnibus, desde el oriente –incluso en tren desde occidente- lo agarrota a uno el vaho inigualable de gas y humo, monóxido y pescado de la zona de Tallapiedra, ahí, donde otro cronista de aquellos tiempos atinó a decir que se retorcían los intestinos de La Habana. Y al pasar en mayoría por la puerta del retrete, descubrimos la humanidad espacial de La Habana.
Y por qué tan humana. ¿Cuál ensalmo o conjuro amarra de modo tan pugnaz y tierno la relación entre la ciudad y sus habitantes, ese te odio y te quiero, esa lágrima por que te añoro y esta otra por que no te soporto? Oh, La Habana… Es un ser vivo, porque nació en la contradicción. Se levantó junto al agua, lejos de la que podía beber. Contaba cuatro casas de familia alrededor del Castillo de la Fuerza, y los vecinos se recreaban en 50 tabernas, y fue albergue de dos futuros santos –San Luis Beltrán y San Francisco Solano- y al par crucero marinero de putañerías y escándalos… La hicimos y nos hizo. Como nos dobla la imagen un espejo. Y después de saberlo qué queréis, pregunta mi amigo Argelio Santiesteban, experto en habanerías. ¿Qué queréis: el vuelto?
Ciudad idiota llamó Miguel Ángel Limia a La Habana. Más o menos contemporáneamente, Jorge Mañach admitió que era indiscreta e ingenua como un muchacho grandullón. Un poco antes, Miguel Ángel de la Torre la tachó de ciudad pecadora y soberbia. ¿Quién entonces no tenía una queja contra la capital? Rubén Martínez Villena, que había afirmado que Limia era el cronista de aquella generación y que polemizó con Mañach sobre poesía y política desde la izquierda, también desahogó en esos días de la década de los 1920 un eructo sobre La Habana y sus ediles, al recoger en una crónica el fanguillo indeleble que, tras la lluvia, se amontonaba en las calles y salpicaba automóviles, pantalones y piernas con ronchas de sarampión negro.
Hoy pasa lo mismo. Aunque ya la crónica no es en los periódicos “la sonrisa de la primera plana” que festejó el propio Miguel Ángel de la Torre, la gente echa en el tintero de la prisa callejera sus invectivas sobre la ciudad. La irreverencia colorea la relación con La Habana. Unos la maldicen; otros la rebajan. Le gritan sucia. Caliente. Bulliciosa. Y sin embargo, ahora como antes, vivimos entre el odio y el amor. Porque, detrás del insulto, estira sus dorados crespos la melcocha, el ditirambo, el ronroneo de los felinos inferiores cuando se rascan en las canillas del amo.
Lo más impresionante de esta paradójica tradición de insolencias y querencias se halla en que lo menos habanero de La Habana son sus pobladores. Limia vino de Baracoa; De Sagua, Mañach; de Cienfuegos, De la Torre; Rubén, de Alquízar. Y miles que pasan por ser de aquí, somos de… por allá, del Juan de las Quimbambas que a veces no aparece en el mapa. Ninguno de aquellos nombres de prosa enhiesta y talento zahorí abandonó la ciudad idiota, indiscreta, ingenua, soberbia. Ni otros, con menos alcurnia, hemos abandonado después la sucia, caliente, bulliciosa ciudad. A pesar de las demandas, del pleito cotidiano con la insuficiencia o la desmesura, La Habana es única, irrepetible, insustituible, máxima, para los mismos que la denostan.
Sus inicios de villorrio fueron inconstantes. Como nuestro amor. La semilla de la ciudad futura se movió saltando tal un caballo de ajedrez. Puso sus cascos de guano y adobe en tres casillas distintas: primeramente en el sur, en un sitio que nadie podrá asegurar por el momento, con puntería histórica, si fue Batabanó o la desembocadura del Mayabeque, o un punto más adelante, quizás empeñada en calificarse dentro de la actual provincia de Pinar de Río; después al noroeste, cerca del hoy barrio de Puentes Grandes, y luego se asentó al borde de la bahía. Vino prehecha, en el sofocón de las carabelas, agitándose en los esquemas medievales de los conquistadores.
No hay que descubrirla. Pero ha sido descubierta una y mil veces, cuando algún cubano se hospeda en La Habana con la sensación de llegar a la gaveta de los misterios nacionales. Y se engendra así el primer enigma. Porque de pronto nuestra relación con La Habana comienza a desenvolverse de persona a persona; la tratamos como un ser vivo. La ciudad se introduce en el recién llegado por el olor -como una mujer con su perfume-, cuando entrando por ferrocarril, o en ómnibus, desde el oriente –incluso en tren desde occidente- lo agarrota a uno el vaho inigualable de gas y humo, monóxido y pescado de la zona de Tallapiedra, ahí, donde otro cronista de aquellos tiempos atinó a decir que se retorcían los intestinos de La Habana. Y al pasar en mayoría por la puerta del retrete, descubrimos la humanidad espacial de La Habana.
Y por qué tan humana. ¿Cuál ensalmo o conjuro amarra de modo tan pugnaz y tierno la relación entre la ciudad y sus habitantes, ese te odio y te quiero, esa lágrima por que te añoro y esta otra por que no te soporto? Oh, La Habana… Es un ser vivo, porque nació en la contradicción. Se levantó junto al agua, lejos de la que podía beber. Contaba cuatro casas de familia alrededor del Castillo de la Fuerza, y los vecinos se recreaban en 50 tabernas, y fue albergue de dos futuros santos –San Luis Beltrán y San Francisco Solano- y al par crucero marinero de putañerías y escándalos… La hicimos y nos hizo. Como nos dobla la imagen un espejo. Y después de saberlo qué queréis, pregunta mi amigo Argelio Santiesteban, experto en habanerías. ¿Qué queréis: el vuelto?
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