domingo, 29 de agosto de 2010
PEDRO LUIS LAZO, EL RASCACIELOS DE CUBA
Por Luis Sexto
Presentación del libro del mismo nombre, en el Parque Central de La Habana, el 27 de agosto de 2010
En cuarenta años ejerciendo el periodismo, he escrito hasta de jockey sobre césped; nunca de béisbol. Sin embargo, mucho he gritado en el estadio Latinoamercano del Cerro, en La Habana, ante el milagro de mis ídolos, que han podido ser también los mismos dioses venerados por los centenares de aficionados aquí presentes. Cuántas veces adiviné el jonrón por el crujido del bate al golpear la esférica. Y antes de sobrepasar el batazo la tercera base, ya yo estaba en pie, como por obra de un chuchazo, celebrando la nueva decoración de la pizarra. Es decir, nunca he escrito de pelota, pero he sentido la pelota hasta llorar, hasta incluso quebrar mi promesa juvenil de nunca escribir de pelota, porque, amigos míos, de pelota sabemos todos en Cuba. Y hacer el ridículo es como una raya más para quien aspira a tigre y solo se queda en gato doméstico.
Pero el periodista ha de estar siempre dispuesto a morir, es decir, preparado para asumir el riesgo aunque en ello le vaya el crédito. Y cumplo hoy, ante tantas personas ilustradas en los saberes del béisbol, la petición del autor del libro que voy a presentarles, hombre este, en su condición humana, tan redondo como la Batos o la Mizuno; tan recio como un bate, y tan audaz como el guante que aparece de súbito, inexplicablemente, más allá de la media luna deteniendo un seguro jit. Ese hombre, Juan Antonio Martínez de Osaba y Goenaga, nombre con distancia de jonrón, es mi amigo en la simplicidad de la vida guajira y en la dedicación al oficio de escribir, oficio que suele ofrecer la incertidumbre y la inconformidad como secuela.
Nunca escribí de pelota, pero sé que en este libro titulado Pedro Luis Lazo, el rascacielos de Cuba, publicado por la editorial Hermanos Loynaz, está desarrollado el conflicto esencial del béisbol. Como es sabido, ese conflicto es la guerra entre un lanzador que se propone anular al bateador y un bateador que elucubra el modo de quitarle, al menos, una base, una modesta base, al lanzador. El ex pelotero Osaba, como bateador tiene más libros que veces al bate; y Lazo, ah, Lazo, el pítcher derecho estelar del equipo Cuba, le ha dado algún pelotazo a más de un número o a una letra. Es este libro, en fin, un desafío dominical. Sí, uno de esos juegos que, luego de su final, deben dejar espacio para la discusión.
Tajantemente he de decir, ante todo, que este libro titulado Pedro Luis Lazo, el rascacielos de Cuba, no es una biografía. ¿Y qué quiere ser este libro? A mi modesto parecer, este libro quiere ser un monumento, la exaltación de un jugador excepcional al salón de la fama que la mayoría de los cubanos llevamos dentro, porque sentimos el béisbol como la gran parábola de nuestra historia, historia nuestra que constantemente ha estado remontando pizarras adversas a batazo limpio o mediante el cambio de velocidad o la bola escondida.
Amigos:
Imaginemos que soy un narrador portentoso y por tanto voy a decir, antes de que ustedes lo lean, el porqué Osaba incrementará con abundancia sus numeritos individuales al terminar este juego. Lo primero que nos cautivará es que Osaba, previamente vive lo que habrá de escribir. Hay en este libro una vocación por ir al sitio donde el héroe nació, a meterse entre las personas que alguna vez significaron algo para el héroe. Es como el mejor periodismo, ese que se moja los pies, investigando en el terreno y luego trasladándonos al terreno, de modo que lo veamos y lo toquemos. En lenguaje de medios, puedo decir que este libro emplea mayoritariamente la transmisión televisiva, aunque de vez en cuando acude a la radio.
Este libro es, en suma, un reportaje coral, a muchas voces; un vívido, vivido coloquial documento periodístico. Y en verdad, el tino con que Osaba escribe no le podría dictar otra técnica que no fuese presentar a Lazo en plenitud de noticia, en logro aún actuante, en ser humano haciendo rebosar de gloria sus 37 o 38 años de edad. Esta es la mejor virtud de Pedro Luis Lazo, el rascacielos de Cuba: pintar al ya mítico Lazo de cuerpo y vida enteros, como sol en su cenit, león en su pradera, cañón en batalla. Y es así, porque no estamos evaluando, ni evocando la cola de un cometa que pasó, sino el astro que todavía dispone de muchos años de luz.
La tradición judeocristiana nos recomienda que se elogie a los seres humanos después de fallecidos. Lauda post mortem, dice el latín bíblico. Y esta cultura tan antigua está teniendo en cuenta a ciertas figuras que, luego de ser elogiadas, empiezan a “creerse cosas”, y se desparraman en medio del mareo de la fama. Pero en ese sentido, Lazo gana este juego que lo enaltece, que lo encumbra poniéndolo para siempre en un libro que nunca habremos de quemar o descontaminar. El talento de Lazo, la efectividad de Lazo, la ética de Lazo, la simpatía humana de Lazo como pelotero, nunca correrán el peligro de echar hacia atrás hasta el punto de contradecir o negar todos los hechos y las opiniones que el autor, Martínez de Osaba, recoge en las páginas de este libro. Y la certeza se apoya en la confianza de que Pedro Luis Lazo quedará en la historia del béisbol cubano como Osaba demuestra con devota capacidad gráfica: como un rascacielos del coraje, la habilidad, el carácter de quien, mejorándose cada día, honra a sus semejantes y en particular a la patria que lo recibió y le dio el nombre y la tradición.
Amigos:
No podemos hablar de un libro enfatizando solo en su contenido, o en su tema. Tengo ineludiblemente que juzgar las palabras y con las palabras medir la eficacia con que el escritor las junta. Y lo digo con placer: Osaba es un escritor, que además de saber qué dice, sabe también cómo lo dice. No dudo que cuando cualquiera de nosotros escriba, un editor o un corrector vengan luego y nos tachen este o aquel gazapos. Pero lo que lamentablemente no pueden dar un editor o un corrector, a pesar de la utilidad que los editores y correctores tienen, y a pesar de cuanto hemos de agradecerles; no pueden dar, ni añadir, digo, la disposición esencial de ser claro, de poner una palabra junto a la otra de modo que en vez de arrastrarse, caminen como sobre el aire. Y de acuerdo con mi experiencia en este oficio de escribir, la prosa de Osaba nos arrastra como una conversación. Esto es, no tiene el lector que halarla, porque a fin de cuentas se desliza hasta llegar a jon…
Luego detengámonos en la estructura. Este libro es sobre Lazo. Pero Lazo no es Lazo en abstracto. Lazo es, fundamentalmente, el producto de una tradición, de una cultura, además de un sistema. Y de pronto el escritor detiene el libro, como si se fuera a primera, tras de haber ganado la base por bolas. Y sobre la almohadilla, pasa revista a la historia del pitcheo en Cuba en sus figuras básicas. Y nos va presentando, como en una emisión de radio –sin ver, pero oyendo- los horcones sobre los que descansan el brazo, la técnica y la sabiduría de Pedro Luis Lazo. El lector lo agradece: el poco ducho en el béisbol, lo agradece porque aumenta su caudal histórico, y el que conoce la crónica numerosa de la pelota, lo agradece porque le recuerdan y precisan lo sabido. Así, así vamos avanzado hacia el final de este juego escrito, y al final Osaba le da voz y espacio en el terreno a los que no aparecen comúnmente: a los aficionados, a los espectadores. Leyendo estos juicios uno se percata de que, sin que las distintas personas que hablan –escritores, poetas, abogados, periodistas, historiadores- se hayan puesto de acuerdo, todas coinciden, sin dudar, en que el béisbol es un manifestación de cultura y que Pedro Luis Lazo agrega una dosis de arte a la técnica y los movimientos del lanzador.
Después, en las últimas páginas, después de terminado el desafío, salen del “dogaut” los compañeros de Lazo, directores y jugadores que confirman cuanto vale Pedro Luis. El libro, como es natural, se remata con las estadísticas. Un pelotero es él y sus estadísticas. Pero sobre todo es su valor y su honra. Y del valor y de la honra de Pedro Luis Lazo, de su erguirse ante las dificultades y los errores, está lleno este rascacielos que el mismo Lazo es y ha permitido que le construyan con la sencillez de la verdad.
miércoles, 25 de agosto de 2010
CAMBIO DE NOMBRE
Por Luis Sexto
Miguel de Unamuno intentó sistematizar una fórmula complaciente, más bien una paradoja compensadora del sentimiento universal de culpa por la medianía o la frustración, cuando acometió la idea de que el individuo no se salva -al menos para la inmortalidad- por lo que fue, sino por lo que quiso ser. Lo juzgarán por su soterrado y a veces inconsciente empeño de desdoblarse en otro que resultará mejor que la persona vieja.
Ante esa propuesta del arisco y agónico vasco uno pregunta si habremos penetrado en los resortes que liberan la invención de un seudónimo. Y acordemos ahora, quizás provisionalmente, que cuando sustituimos nuestro nombre legal con un seudónimo, es porque nos empuja el deseo de oponer el “Yo” que uno desea ser a la primera persona que realmente es.
No lo olvido: dentro del alma humana he de andar a tientas, con el sigilo de un ladrón nocturno que teme, no solo despertar peligrosamente a cuantos duermen, sino afrontar un riesgo estéril al entrar en la habitación equivocada. ¿Dónde está la lámpara de láseres que nos facilite recorrer los pasadizos interiores sin introducir los dedos en algún enchufe que nos electrocute con el ridículo? Freud lo intentó. Y a veces rozó el desacierto con la presunción de convertir a la psique sensitiva y complicada del Hombre en un amasijo de determinismos oníricos o postraumáticos.
¿Qué mueve a una persona a adoptar un seudónimo? Quizás lo que he dicho: el propósito de ser distinto al que se es, de definirse en la otredad para la percepción pública y también la íntima. O también influyen los acertijos artísticos que suponen que un nombre ficticio, sugerido por asesores de propaganda, o aprobado por ellos, porta más gracia, más atractivo, que el que se obtuvo en la declaración paterna ante el encargado del Registro Civil. Gardel por Gardes; Marilyn Monroe por Norma Jean Becker; Moliere por Juan Bautista Poquelin; Fray Candil por Emilio Bobadilla; Almafuerte por Pedro Bonifacio Palacios, Gabriela Mistral por Lucila Godoy. Tal vez un irreducible complejo de inferioridad, o un conflicto de timidez insuperable perviven en el lecho movedizo de un seudónimo de escritor, poeta, dramaturgo, actor o actriz, cuyo nuevo nombre lo representa en la nueva vida de la fama. Puede ser solo eso, o posiblemente sea más: ¿el miedo escénico, o las conveniencias sociales o políticas? Y por un pelo, que casi me falta, no suscribo que mayoritariamente una valoración muy aguda de los beneficios publicitarios sugiere el cambio de identidad, al menos en las relaciones públicas.
En ese aspecto puedo aducir que el reconocido pintor cubano Víctor Manuel fue uno de esos ejemplos en que el interés de impactar tanto con sus cuadros como con el apelativo, lo asedió con insistencia. Sus amigos, incluso, especializados en las relaciones entre público y artista, le aconsejaban un nuevo bautismo en las aguas de un seudónimo que limpiara el pálido e inexpresivo nombre original de Manolo García. ¿Quién respetaría a un pintor con esa firma? En París regeneró su nombre. Y se lo informó por correo a su compatriota y colega Domingo Ravenet, que lo cuenta en sus apuntes autobiográficos: Ahora me llamo Víctor Manuel.
En Gabriela Mistral, cito también como referencia, no lo veo de ese modo tan práctico. En su poema “La otra” creo hallar una razón valedera. En esos versos deja filtrar el interés de renacer de la natal envoltura como otra: “Una en mí maté: yo la amaba (…) yo la maté. Vosotros también matadla.” Los amigos y críticos de Gabriela coinciden en afirmar que el tejido de su psique estaba tramado con los estremecimientos aciclonados del genio. Esa naturaleza no cabía en la identidad común de Lucila Godoy, de modo que la maestra rural asume el nombre irrepetible que la identificará en la sobrevida de la poesía, orbe donde únicamente cabía la superabundancia de su espíritu. Lucila Godoy, la muchachita frustrada, zurcidora de recuerdos, no alcanzaba para tanta gloria. Era tan ancho su corazón que solo podía habitar en el nombre de un ángel acompañado por el viento.
Parece que ciertos seres humanos -al menos en los que el espíritu rige también como una razón contra la mediocridad- viven sometidos a un litigio interno en que la visión externa del interior de sí mismos, no concuerda con la visión desde el interior de lo que está fuera. Es decir, quisiera exiliar al que soy, para empezar a ser el que quiero y el espejo de mi subjetividad no refleja. O el sonido de mi nombre y mis apellidos no concuerda con la eufonía que me gustaría sentir como consonancia entre lo sentido, o creído, dentro y lo que resuena afuera de uno mismo. Hay, pues, más que un asesinato, un suicidio, un suicidio espiritual, indentitario cuya sangre no rueda más allá del escueto sacrificio de habituarse a responder al seudónimo ya adoptado como nombre verdadero.
Cosa complicada resulta esclarecer las causas de los seudónimos. Y quizás, como ya he dicho, tal vez muchas pretensiones de profundidad nos desvíen y soslayemos una causa mucho más humana y definitiva, como esta: me da la gana de asumir un nombre supuesto; el propio me cae mal. Con lo cual podríamos explicar, al menos en varios casos, el porqué en la literatura cubana, desde la aparición del primer autor en el siglo XVII, la historia registra más de tres mil seudónimos, según el ensayista Elías Entralgo.
En el periódico El Mundo, de La Habana, hacia los años de 1960, firmaba una autora con el nombre claramente aparente de Clara del Claro Valle. Sonaba como a fiesta, a jocosa impertinencia de la imaginación. Y yo, joven adicto a la página de opinión de ese diario hasta cuando ese El Mundo se acabó en 1968, me empeñé en descubrir quién se amparaba detrás de hombre tan soleado. Una mañana en un pie de foto de la página cultural se decía que el escritor José de la Luz León leía un panegírico ante la tumba de un tal famoso personaje. Y en la correspondiente a los artículos aparecía el texto bajo la firma desafiante de Clara del Claro Valle. Bastó asociar los datos. Ahora la curiosidad persiste en otra dirección. Y me pregunto porqué el autor de Amiel o la incapacidad de amar necesitó protegerse bajo un seudónimo para firmar aquellas crónicas ágiles, habitualmente interesantes por el estilo y por cuanto acarreaban en las referencias culturales e históricas. No llegué a conocer a De la Luz León, de quien también leí un ensayo biográfico sobre Benjamín Constant. Perdí tal vez la oportunidad al no insistir con José María Chacón y Calvo, pues ambos se llamaban frecuentemente por teléfono, y yo visitaba cada sábado al autor de Hermanito menor.
No obstante, especulemos: ¿Habría pensado José de la Luz León que la crónica casi diaria en El Mundo lastimaba su crédito de autor rotundo, consagrado a las honduras ensayísticas, o le pareció que, figura de una época recién clausurada por la Revolución, su nombre no debía aparecer en un periódico revolucionario, aunque el periódico que dirigía Gómez- Wangüermert estaba sabiamente concebido, según parecía demostrarlo cada día, para conceder espacios a temas y firmas menos comprometidos con la política dominante en Cuba? Si responder valiera el esfuerzo, si en verdad algo básico se consiguiera, tendríamos que inmiscuirnos en la papelería de José de la Luz León para quizás ensartar una frase, un testimonio, un juicio esclarecedores de móviles tan personales y particularmente sicológicos.
Estamos, pues, al final como al principio: inquietándonos por saber secretos de otros. Miro dentro de mí para hallar un eco de sentires ajenos, y nunca me ha preocupado, en conciencia, renunciar a mi identidad nominal, salvo aquel momento de mis 17 años cuando creí que con mi nombre no llegaría muy lejos en las letras. Fue verdadera la premonición. Ahora bien, lo que me parece evidente es que si me juzgaran, habrán de atenerse los jueces a lo que afirma Unamuno, y emitir el fallo absolutorio teniendo en cuenta el que quise ser y no el que soy con el mismo y modesto nombre.
Miguel de Unamuno intentó sistematizar una fórmula complaciente, más bien una paradoja compensadora del sentimiento universal de culpa por la medianía o la frustración, cuando acometió la idea de que el individuo no se salva -al menos para la inmortalidad- por lo que fue, sino por lo que quiso ser. Lo juzgarán por su soterrado y a veces inconsciente empeño de desdoblarse en otro que resultará mejor que la persona vieja.
Ante esa propuesta del arisco y agónico vasco uno pregunta si habremos penetrado en los resortes que liberan la invención de un seudónimo. Y acordemos ahora, quizás provisionalmente, que cuando sustituimos nuestro nombre legal con un seudónimo, es porque nos empuja el deseo de oponer el “Yo” que uno desea ser a la primera persona que realmente es.
No lo olvido: dentro del alma humana he de andar a tientas, con el sigilo de un ladrón nocturno que teme, no solo despertar peligrosamente a cuantos duermen, sino afrontar un riesgo estéril al entrar en la habitación equivocada. ¿Dónde está la lámpara de láseres que nos facilite recorrer los pasadizos interiores sin introducir los dedos en algún enchufe que nos electrocute con el ridículo? Freud lo intentó. Y a veces rozó el desacierto con la presunción de convertir a la psique sensitiva y complicada del Hombre en un amasijo de determinismos oníricos o postraumáticos.
¿Qué mueve a una persona a adoptar un seudónimo? Quizás lo que he dicho: el propósito de ser distinto al que se es, de definirse en la otredad para la percepción pública y también la íntima. O también influyen los acertijos artísticos que suponen que un nombre ficticio, sugerido por asesores de propaganda, o aprobado por ellos, porta más gracia, más atractivo, que el que se obtuvo en la declaración paterna ante el encargado del Registro Civil. Gardel por Gardes; Marilyn Monroe por Norma Jean Becker; Moliere por Juan Bautista Poquelin; Fray Candil por Emilio Bobadilla; Almafuerte por Pedro Bonifacio Palacios, Gabriela Mistral por Lucila Godoy. Tal vez un irreducible complejo de inferioridad, o un conflicto de timidez insuperable perviven en el lecho movedizo de un seudónimo de escritor, poeta, dramaturgo, actor o actriz, cuyo nuevo nombre lo representa en la nueva vida de la fama. Puede ser solo eso, o posiblemente sea más: ¿el miedo escénico, o las conveniencias sociales o políticas? Y por un pelo, que casi me falta, no suscribo que mayoritariamente una valoración muy aguda de los beneficios publicitarios sugiere el cambio de identidad, al menos en las relaciones públicas.
En ese aspecto puedo aducir que el reconocido pintor cubano Víctor Manuel fue uno de esos ejemplos en que el interés de impactar tanto con sus cuadros como con el apelativo, lo asedió con insistencia. Sus amigos, incluso, especializados en las relaciones entre público y artista, le aconsejaban un nuevo bautismo en las aguas de un seudónimo que limpiara el pálido e inexpresivo nombre original de Manolo García. ¿Quién respetaría a un pintor con esa firma? En París regeneró su nombre. Y se lo informó por correo a su compatriota y colega Domingo Ravenet, que lo cuenta en sus apuntes autobiográficos: Ahora me llamo Víctor Manuel.
En Gabriela Mistral, cito también como referencia, no lo veo de ese modo tan práctico. En su poema “La otra” creo hallar una razón valedera. En esos versos deja filtrar el interés de renacer de la natal envoltura como otra: “Una en mí maté: yo la amaba (…) yo la maté. Vosotros también matadla.” Los amigos y críticos de Gabriela coinciden en afirmar que el tejido de su psique estaba tramado con los estremecimientos aciclonados del genio. Esa naturaleza no cabía en la identidad común de Lucila Godoy, de modo que la maestra rural asume el nombre irrepetible que la identificará en la sobrevida de la poesía, orbe donde únicamente cabía la superabundancia de su espíritu. Lucila Godoy, la muchachita frustrada, zurcidora de recuerdos, no alcanzaba para tanta gloria. Era tan ancho su corazón que solo podía habitar en el nombre de un ángel acompañado por el viento.
Parece que ciertos seres humanos -al menos en los que el espíritu rige también como una razón contra la mediocridad- viven sometidos a un litigio interno en que la visión externa del interior de sí mismos, no concuerda con la visión desde el interior de lo que está fuera. Es decir, quisiera exiliar al que soy, para empezar a ser el que quiero y el espejo de mi subjetividad no refleja. O el sonido de mi nombre y mis apellidos no concuerda con la eufonía que me gustaría sentir como consonancia entre lo sentido, o creído, dentro y lo que resuena afuera de uno mismo. Hay, pues, más que un asesinato, un suicidio, un suicidio espiritual, indentitario cuya sangre no rueda más allá del escueto sacrificio de habituarse a responder al seudónimo ya adoptado como nombre verdadero.
Cosa complicada resulta esclarecer las causas de los seudónimos. Y quizás, como ya he dicho, tal vez muchas pretensiones de profundidad nos desvíen y soslayemos una causa mucho más humana y definitiva, como esta: me da la gana de asumir un nombre supuesto; el propio me cae mal. Con lo cual podríamos explicar, al menos en varios casos, el porqué en la literatura cubana, desde la aparición del primer autor en el siglo XVII, la historia registra más de tres mil seudónimos, según el ensayista Elías Entralgo.
En el periódico El Mundo, de La Habana, hacia los años de 1960, firmaba una autora con el nombre claramente aparente de Clara del Claro Valle. Sonaba como a fiesta, a jocosa impertinencia de la imaginación. Y yo, joven adicto a la página de opinión de ese diario hasta cuando ese El Mundo se acabó en 1968, me empeñé en descubrir quién se amparaba detrás de hombre tan soleado. Una mañana en un pie de foto de la página cultural se decía que el escritor José de la Luz León leía un panegírico ante la tumba de un tal famoso personaje. Y en la correspondiente a los artículos aparecía el texto bajo la firma desafiante de Clara del Claro Valle. Bastó asociar los datos. Ahora la curiosidad persiste en otra dirección. Y me pregunto porqué el autor de Amiel o la incapacidad de amar necesitó protegerse bajo un seudónimo para firmar aquellas crónicas ágiles, habitualmente interesantes por el estilo y por cuanto acarreaban en las referencias culturales e históricas. No llegué a conocer a De la Luz León, de quien también leí un ensayo biográfico sobre Benjamín Constant. Perdí tal vez la oportunidad al no insistir con José María Chacón y Calvo, pues ambos se llamaban frecuentemente por teléfono, y yo visitaba cada sábado al autor de Hermanito menor.
No obstante, especulemos: ¿Habría pensado José de la Luz León que la crónica casi diaria en El Mundo lastimaba su crédito de autor rotundo, consagrado a las honduras ensayísticas, o le pareció que, figura de una época recién clausurada por la Revolución, su nombre no debía aparecer en un periódico revolucionario, aunque el periódico que dirigía Gómez- Wangüermert estaba sabiamente concebido, según parecía demostrarlo cada día, para conceder espacios a temas y firmas menos comprometidos con la política dominante en Cuba? Si responder valiera el esfuerzo, si en verdad algo básico se consiguiera, tendríamos que inmiscuirnos en la papelería de José de la Luz León para quizás ensartar una frase, un testimonio, un juicio esclarecedores de móviles tan personales y particularmente sicológicos.
Estamos, pues, al final como al principio: inquietándonos por saber secretos de otros. Miro dentro de mí para hallar un eco de sentires ajenos, y nunca me ha preocupado, en conciencia, renunciar a mi identidad nominal, salvo aquel momento de mis 17 años cuando creí que con mi nombre no llegaría muy lejos en las letras. Fue verdadera la premonición. Ahora bien, lo que me parece evidente es que si me juzgaran, habrán de atenerse los jueces a lo que afirma Unamuno, y emitir el fallo absolutorio teniendo en cuenta el que quise ser y no el que soy con el mismo y modesto nombre.
domingo, 1 de agosto de 2010
LA PRESENTE AUSENCIA
Por Luis Sexto
La estatuaria vivencial del escultor José Villa Soberón puso a Ernest Hemingway como antes: acodado sobre la barra del Floridita, en su rincón predilecto, en pose de echarse hacia delante y oír cordial y socarronamente, a la cubana, a cualquier parroquiano que le haga compañía.
El gran trágico de la contemporaneidad prefería beber su daiquiri en el Floridita y su mojito en la Bodeguita del Medio. Admitía así que se había suscrito a ambos tragos de la alquimia alcohólica cubana y a esos dos restaurantes entonces y todavía célebres en La Habana. Puede parecer que el escritor, que había asegurado en Adios a las armas que no existía nada más placentero que un trago de güisqui, estuviera haciendo algo más que una elección gustativa al preferir las bebidas criollas.
Digámoslo de un golpe: estaba confesando una inclinación, un afecto, por esta isla a la cual mencionó por primera vez en 1933, en un artículo publicado en Esquire y que se tituló “Marlin Off the Morro: A Cuban Setter”. No asombra que la Isla, verde y frutal, y su mar candente aparecieran en una colaboración periodística por la cual Hemingway ganó 250 dólares. Admira, sobre todo –como ha afirmado Mary Cruz, una de las estudiosas de la obra del autor de Verano sangriento-, que el paisaje, los detalles típicos de La Habana como el Morro, el caserío portuario de Casablanca, trasciendan su naturaleza de “postal turística”, usual en cualquier visión extranjera, y sean descritos con la emotividad del que no solo ve las cosas sino que está dentro de ellas.
Son varias las obras de Hemingway donde aparecen Cuba y su gente. Aparte de los reportajes, en Tener o no tener, El viejo y el mar e Islas en el Golfo hay una imbricación cubana que reconoce que Cuba fue algo más que un escenario para un escritor cuya estética primordial, desde su aprendizaje en el Kansas City Star, le exigía encarar y reflejar la vida con una autenticidad sin fisuras. Es decir, con pasión totalizadora. Comprometida. Compacta. En El gran río azul, Hemingway confiesa algunas de las razones por las cuales radica en Cuba. Al leerlas, uno sabe que subyace algo más profundo que la simple sensación del confort y el paisaje. Pero lo calla: “Muchos le preguntan a uno por qué vive en Cuba; les contesta simplemente que le agrada vivir allí. Es difícil explicar la fresca brisa matinal que sopla incluso en los días más calurosos de estío sobre las colinas que rodean a La Habana. No es necesario explicar la posibilidad que se nos ofrece de criar gallos de pelea, adiestrarlos y participar en competiciones dondequiera que se organicen, por tratarse de un asunto lícito. Es una de las razones de vivir en aquella isla.(...) Pero hay muchas más cosas que uno no dice; (...) entonces uno les explica que la principal razón de vivir en Cuba es el Gran Río Azul, de tres cuartos a una milla de profundidad y de sesenta a ochenta millas de ancho; desde la finca y a través de un hermoso paisaje, se tardan cuarenta y cinco minutos en llegar a él, donde hay la mejor y más abundante pesca que uno ha visto en su vida.”
Cuentan crónicas noticiosas que en uno de sus regresos a Cuba, meses antes de su muerte, Hemingway besó la bandera cubana al desembarcar en el aeropuerto José Martí. Un fotógrafo quiso que repitiera el gesto para poder congelarlo en la emulsión de su película, y Papa se negó. Su acto había sido sincero y no admitía la escenificación publicitaria o periodística. Sin embargo, uno de los reportajes de la entonces naciente televisión cubana lo conserva respondiendo preguntas, luego de haber merecido el premio Nobel. Entre otras aspectos, Papa Hemingway, el que bebe su daiquirí en el Floridita y su mojito en La Bodeguita, el que reside en una colina casi al sur de la bahía de La Habana, asevera, como en una definición hecha para siempre: “Soy un cubano sato.”
¿Qué es ser un cubano sato? Debe uno adentrarse en el espíritu de la lengua, en los laberintos expresivos del pueblo, para averiguar un sentido cuya profundidad no recogen los diccionarios. Sato es una raza de perros, pequeños, de pelo fino y cuyas hembras son muy lascivas, extremosas, abiertas con el sexo opuesto. Y por extensión cubano sato es ser eso: abierto, democrático, mezclado. Esto es, la más certera definición del carácter del cubano medio.
Quiso el escritor ser asumido -según puede colegirse- como un compatriota por los cubanos. Al menos en esa época los medios culturales lo estimaban como un escritor cercano. Y la revista Bohemia dedicó un número a reproducir la traducción de El viejo y el mar, vertida al español por Lino Novás Calvo, autor de una novela ejemplar entre las novelas cubanas: Pedro Blanco el negrero.
El binomio Hemingway-Cuba se somete ahora a la discusión. He vuelto a pensar en ello. Y no creo que los cubanos sientan como un valor permanente y propio al autor de Por quién doblan las campanas. Es cierto que su casa de Finca Vigía la remozaron recientemente para agregarle más resistencia ante los agravios del mar cercano, y que su habitación en el hotel Ambos Mundos y su rincón predilecto en la ensenada de Cojímar, se mantienen como si Papa estuviera a punto de llegar para una de sus estancias definitivas. En la conservación de la presencia petrificada de Hemingway persiste el respeto, la unción, la convicción, que la libran de la profana apropiación turística, aunque los tours la ofrezcan como una insoslayable opción. Pero todo ese caudal se compone de valores tangibles, objetos materiales que cada año van decolorándose, difuminándose en la memoria y la atención general. Parece inevitable admitir que pocos de los cubanos de hoy sienten al autor de El viejo y el mar como un patrimonio espiritual, o como una herencia literaria.
Comparativamente, cuarenta y cinco años después de su deceso, el haber favorece a Hemingway: su obra literaria preserva las amorosas impresiones acumuladas por el escritor durante veinte años de residencia en la isla más fascinante del Golfo. Pero, desde dentro, eso es ya “cosa vieja”, “glorias pasadas” en las que solo algunos aún meditan. Porque la mayoría de los que podrían asistir en peregrinación a la barra del Floridita, allí donde un Papa de bronce bebe un daiquiri interminable, son también sombras, incluso algo menos. Y no eran muchos. Amigos tuvo pocos en Cuba: algún compañero de juergas habaneras como el periodista Fernando G. Campoamor, insuperable en estilo y precisión, y entretenido acompañante en una cantina. Parece una evidencia común que la fisonomía inconfundible del amigo de toreros y actores de cine desconoció en Cuba la ruta de los círculos literarios y artísticos.
Tal vez mi afirmación presuma de muy polémica o heterodoxa. A mi juicio, Hemingway fue solo un accidente, un destacado accidente, para la generalidad de los cubanos. Aquí convivir con extranjeros relevantes ha sido una gracia cotidiana. Yo mismo puedo contar que en el edificio en que vivo, residió hacia la década de 1940, el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco. Y fui vecino – a unos 200 metros- del poeta salvadoreño Roque Dalton Estudie cerca de Santiago de las Vegas donde nació Italo Calvino. Y trabajé en la revista Bohemia donde ganaron el sustento del exiliado escritores tan significativos como el dominicano Juan Bosch o el guatemalteco Manuel Galich. He de decirlo, aunque duela o mortifique: ni la medalla del Nobel, que el escritor, creyéndose en deuda con Cuba, depositó en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, pudo anudar una sentimentalidad perdurable con los cubanos: se pierde entre centenares de ofrendas parecidas, si no en el brillo, en la intención. Y si ese acto pudo significar un gesto de fraternidad en el imaginario religioso del cubano, ya es solo un dato bajo otros datos. O una curiosidad.
La cultura y la historia, a pesar de todos los vínculos, nos separan. Hemingway está muerto. Y estatuariamente vivo en Cuba. Hemos de admitirlo. Pero qué frío es el bronce…
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