jueves, 30 de diciembre de 2010

LA BEBIDA AJENA



Por Luis Sexto

Volví a beber sidra. El líquido burbujeaba unos segundos antes de las 12 de la noche del 31 de diciembre. Y cuando el grito familiar redondeó la hora esperada, y los presentes levantaron las copas para que los deseos de paz y amor rociaran el nuevo año, quedé rezagado, meditabundo, pensando en aquel incidente. Mis parientes creyeron, sin embargo, que me habían acometido de golpe la pena y la nostalgia por las presencias perdidas.
-Es lógico, viejo, que te pongas triste. Todo pasa, como dicen...
-¿Triste? No, hijo.
-¿Por qué entonces esa cara?
Precaución ante la sidra. Nada más. Y les expliqué las razones.
Porque, en efecto, todo pasa. Cabelleras que se volatizan, bellezas que se deshilachan, talentos que se fragmentan, sueños que se endurecen. En una novela francesa escrita por un español leí que todo es eterno, menos tú, hombre, mujer, confluencia de una noche sin rostro ni estatura, en cuya contingencia –ser o no ser- solo está emplantillado el fin, la caía de la curva en la disolvencia fatal de la muerte. Y uno debe, a pesar de lo efímero de la existencia, lograr que el recuerdo de los errores perduren, vacunados contra el remordimiento, como una lucecita de advertencia. La memoria no ha de utilizarse solo para aprobar exámenes de fechas históricas, participar en concursos de la Televisión, conservar deudas o rencores, o como pretexto de la añoranza. La memoria es el testigo de uno mismo; el policía de tránsito. Pare. Cuidado. Curva peligrosa.
En mi adolescencia también me enseñaron que la felicidad no se define como un artefacto electrodoméstico comprado a plazos: mañana será mío. Por el contrario, es tuya hoy; está aquí. Debajo de tu ventana. Como una flor nacida entre las piedras del patio. Por eso, mira la comida en tu plato, no en la del ajeno. Y confieso que así obré por mucho tiempo hasta el momento de aquel incidente. Recuerdo que cuando, muy joven, corté caña voluntariamente, mis compañeros de estudios corrían hacia la carreta que traía el almuerzo, tragaban en remolino, y en un vértigo pedían turno para reenganchar, repetir, el arroz sobrante. Yo, en cambio, tomaba mi bandeja metálica, buscaba la sombra de algún árbol, me recostaba al tronco y parsimoniosamente almorzaba. Algunos se reían de mi “finura”. Y yo les respondía en un tono refranesco que ahora me parece insoportable: “El que come mal y apurado: no come. El que mal y despacio, al menos come media vez.”
Eso expliqué a mi familia el 31 de diciembre de un año reciente, cuando, al brindar, mi copa quedó unos instantes abajo, a la altura del pecho, mientras mis ojos la calibraban. Luego, ya a destiempo, la alcé y expresé mi voto por la paz, en particular por la paz interior de cada uno, y bebí, primeramente en un sorbo que permitió a mis labios comprobar la naturaleza del espumoso líquido.
-Pero, cuál es tu problema con la sidra, viejo.
En fin, un viernes, cuando visitábamos los fines de semana la casa de mis suegros, me adentré –como usualmente hacía al llegar- en la arboleda buscando una toronja, o un mamey. Al regreso, sobre la mesa del cobertizo trasero, vi una botella de sidra. Ah, se jodieron mis cuñados, me dije goloso. Eché hasta la mitad de un vaso: la observé amarilla, insinuante, acariciándome el gusto con la miríada de sus burbujas. Y bebí un trago hondo, tan hondo que me quemó la garganta.
Grité. Corrí. Y consumí casi un cubo de agua. Aquello no era sidra. Entre las jabas y paquetes que yo mismo cargué, mi esposa le había traído la botella a su mamá... para limpiar el inodoro.
Era salfumán.

(Tomado del libro El día en que me mataron y otras crónicas en primera persona, ed. Pablo de la Torriente, La Habanan, 2006)

lunes, 6 de diciembre de 2010

BANÍ Y MONTE CRISTI


Notas de viaje
Por Luis Sexto
Habíamos salido temprano de Moca, la activa ciudad del Cibao, en el valle de la Vega Real, al que Colón le regaló el nombre seducido ante su hondo esplendor de tierra fértil y verde enlazada por las montañas. Pasamos a Santiago de los Caballeros y enrumbamos hacia el oeste por la carretera nombrada La Línea. Lo confieso: me gusta Quisqueya. Su naturaleza es como la cubana: apta para ambientar el Paraíso. Entre los detalles del relieve histórico de la carretera, me señalaron Laguna Verde, pueblito donde nació y tiró sus primeras pelotas Juan Marichal, el lanzador de las Grandes Ligas. El Monstruo de Laguna Verde, así lo llaman, dijo el Padre Teófilo Castillo; Tofo para cuantos lo quieren en confianza.
Paramos en un restaurante rústico, y Luis, el conductor -hijo de “Bolívar”, próspero y vital productor de huevos en Moca- convino con la dueña que nos guardara carne de chivo para la vuelta, un tiempo más allá de la habitual hora de almuerzo. El chivo abunda por estas tierras. Como el algodón y el arroz, cultivos de regadío. Después, Monte Cristi, ciudad parecida a muchas ciudades cubanas: entre lo moderno y lo antiguo, con atmósfera rural y marina. Y ahora, aquí, en la casa de Máximo Gómez, en la calle Ramón Matías Mella, 29. Antes, José Núñez de Cáceres, con el mismo número.
Diez años antes, tres días después de haber llegado a la ciudad de Barahona, visité a Baní, origen de mi peregrinar por lugares de la República Dominicana anudados especialmente a la historia de Cuba. Transcurría entonces 1996. Me habían invitado el entonces obispo de la diócesis, Monseñor Fabio Mamerto Rivas, y su vicario, Padre Teófilo Castillo, mis maestros dominicanos en La Habana 36 años atrás y desde entonces y para siempre mis amigos. Ambos me facilitaron techo, pan y vehículo durante un mes, para ejecutar varios reportajes encargados por Bohemia.
Situada en el sur, entre el mar y las montañas, en la misma región donde el cacique Enriquillo resistió la conquista española, Barahona me favorecía también con la posibilidad de precisar, en calles y casas, la presencia de Martí. Pero decidí ir primeramente a Baní ppr que en aquel año se redondeaba el aniversario 160 del nacimiento de Máximo Gómez.
Qué permanecerá del Generalísimo en Baní, me preguntaba mientras calentaba la presunción de hallar información nueva, quizás sorprendente, sobre el Jefe del Ejército Libertador. Materialmente, aparte de otros objetos sepultados en el museo local, quedaba un horcón de la casa a la que pasó a residir desde niño, porque Gómez nació en Paya, caserío distante a cinco kilómetros de Baní por la misma carretera que, partiendo de la capital, bordea el sur de la República hasta Barahona, situada a 200 kilómetros de Santo Domingo. El horcón, que se yergue como un tótem familiar, preside un parque enrejado, y sombreado por flamboyanes y robles americanos, y con flores que crecen en el espacio vacío de la casa y el patio de los Gómez. Un busto y una bandera recuerdan que aquel es el pequeño lar del más grande de los banilejos.
Baní ha sido tierra dilecta de la fama. Primeramente por sus mangos; luego por sus dulces caseros a base de leche –ya hoy crecidos en industria- que prohijaron el prestigio de la aldea desde su fundación en 1764. Y ha sido famosa finalmente y, sobre todo, por su crédito histórico, político, cultural. En Baní, o en áreas aledañas, nacieron o vivieron –además de Gómez- cinco presidentes de la República –entre ellos Mota, Victoria, Billini; y nació un fervoroso, decisivo promotor de la cultura dominicana, el periodista Joaquín Sergio Incháustegui.
Allí, ante los restos de la antigua casa, incliné mi cabeza bajo aquel palo doméstico transido de humedad. Después, un problema me detuvo en medio del pueblo, que ya había trascendido su placidez de aldea y era la cabecera de la provincia de Peravia. Afrontaba el dilema del viajero que, más que por pasear, deambulaba intentando descubrir los datos más remotos de sus raíces. ¿A dónde dirigirme, a quién buscar? Así inquirí en el Ayuntamiento, edificio macizo, moderno, de cinco o seis pisos. Y oí: Muerto Buenaventura Báez Gómez, la farmacia veterinaria de Luis Manuel Peguero es la más segura para averiguar sobre cosas ligadas a Cuba.
Lloviznaba. Nubes negras. Esa mañana las calles remedaban espejos donde la poca luz incidía como en un cristal empeñado. El doctor Luis Manuel Peguero, sentado a la mesa donde la caja contadora registraba la crónica monetaria de su negocio, oyó mi presentación. Y él, a su vez, se presentó como uno de los dirigentes del Subcomité de Amigos de Cuba. Luego, dirigiéndose a los cuatro o cinco clientes que esperaban turno, dijo: “Este compañero cubano desea ver algún familiar de Máximo Gómez.”
Hubo un silencio. No creí que todo resultara tan fácil. Y de pronto sí resultó fácil. Alguien respondió. “Yo; yo soy pariente del General.” Creí entonces que en Baní todos podrían ser familiares de El Viejo. Y Santos Isidoro Gómez, agricultor que había ido a la farmacia angustiado por una vaca enferma, rectificó mi percepción: “No se equivoque: somos la familia más corta de Baní. Tan solo unos 60 emparentados con el Generalísimo.” Fue suerte. Coincidencia. Y aprovechándola visité a un biznieto del General.
Ahora, en los primeres días de enero, gracias también a mis antiguos amigos y maestros, viajé a San Fernando de Monte Cristi, capital de la provincia del mismo nombre, ubicada en el noroeste, cerca de la frontera haitiana. La primera referencia del pueblo apareció en los anales de la Española en 1506, cuando Nicolás de Ovando le dio vida en papeles y en algunas chozas. Geográficamente, la ciudad se distingue por una altura llamada El Morro, pegada al océano Atlántico, a la que un poeta evocó como “reloj de piedras sin esferas/ que marca los siglos de mi tierra.” Desde la perspectiva urbana, resalta la torre que ya se erguía, como un símbolo de la ciudad, en 1895. Fue el primer lugar que visité. El parque estaba cerrado: una cerca lo protegía. Y desde afuera mi devoción concibió un pensamiento para aquella torre metálica cuyo reloj había medido algunas horas de la vida del Apóstol y junto al cual Martí había dicho que “muy pronto marcará la hora de la libertad de Cuba”. Tantas veces lo había visto en fotografías que, como suele ocurrir, observarlo desde tan cerca parecía un acto irreal, fantasioso.
Después, pedí a mis amigos me condujeran a la casa de Gómez…
Quedo en silencio. Nada he de escribir que parezca verosímil, lógico, sin afectación. Estaba emocionado. Me ahogó la conciencia de mi privilegio. Haber visto esta casita desde la infancia en las ilustraciones de los textos de Historia. Y recorrer ahora, 50 años más tarde, el mínimo y humilde espacio que amparó a dos de nuestros libertadores primordiales, tiene que significar algo en el corazón de un cubano. Caminé. Vi. Toqué. Nos guiaba Ramón Amado Gutiérrez García, el conservador del museo, que se confiesa bisnieto del General Calixto García Iñiguez
Un pasillo central, que separa las habitaciones a la derecha y a la izquierda, permite la entrada alargándose hasta el comedor, amplio, extendido horizontalmente, de un extremo al otro, de la vivienda cuya propiedad Gómez adquirió en 1888. Paredes de madera; techo de dos aguas, aún con el cinc alemán original, y pintada de azul grisáceo con ventanas y puertas –de estas, tres en la fachada- con marcos de blanco. Al recorrerla uno nota la presencia de Cuba en su bandera, puesta en sitio relevante, en los retratos de sus próceres y en libros de autores y editoriales cubanos. En una escueta habitación, del lado derecho según se viene de la calle, encajada entre uno de los cuartos y el comedor –hoy biblioteca- Martí escribió el Manifiesto de Monte Cristi.
No hay mucho más que contar. En el patio, un árbol de mamoncillo, superviviente de aquella época. Tomamos unas fotos. Podría describir sensaciones que, quizás, suenen vaciadas en retórica. Ciertos sentimientos han de quedar ocultos en la sinceridad de lo recoleto, pequeño, humilde. Como esta casa.