Por Luis Sexto
La noticia, difundida primeramente por la agencia Zenit, es vieja. Un cubano nacido, formado y fallecido en Cuba, subirá en noviembre próximo el penúltimo peldaño del canon de los santos: será proclamado beato de acuerdo con los documentos firmados por Benedicto XVI. Se trata de fray José Olayo Valdés, religioso de la orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios.
Nació en La Habana en 1820 y murió en Camagüey en 1889. Y ello, hoy aparentemente sin importancia, poseía entonces un profundo y a veces inconsciente sentido nacional. Porque cuando aún brotes y rebrotes del regionalismo entorpecían el desarrollo de la conciencia cubana -incluso frustró la conquista de la independencia en la primera guerra durante el período de l868 a 1878-, Olayo se trasladó hacia Puerto Príncipe y allí murió, como único representante de su orden en Cuba y América. Alguno pensará que politizo o patriotizo también la santidad. Pero ¿por qué no? ¿No transita también el Padre Félix Varela por la ruta crítica del proceso canónico que juzga la heroicidad de sus virtudes cristianas habiendo sido también un cura político y un patriota, hasta anticipar incluso en América Latina a los Arnulfo Romero, los Espinal los Ellacuría? El problema no reside si se es o no político, sino cómo la política y sus afanes de este mundo se vinculan con la fe y la caridad evangélica en los cristianos y en particular en los sacerdotes y religiosos.
Evidentemente, Olayo fue a Camagüey porque cumplía el doble mandato de su voto de obediencia y su vocación hacia la caridad. Pero su acto, cuando todavía el país no se reconocía en toda su extensión y cuando aún existían camagüeyanos que visitaban a Nueva York, sin haber visitado a La Habana, el hermano Olayo, en su gesto nunca amenguado de amor a sus semejantes y también a sus compatriotas, dictó un ejemplo de integridad de índole patriótica. ¿Por qué hemos de separar la ética evangélica de la ética patriótica? Sirvió al prójimo, pero ese próximo, ese hermano enfermo y pobre a quien curaba, bañaba y le lavaba las ropas pútridas de lepra o manchadas de desechos malolientes, era también cubano. ¿O no?
Me siento sumamente feliz por saber que la Iglesia Católica beatificará a un cubano nacido, criado y muerto en la isla. Y de apellido Valdés. Porque fue aquel país colonial, donde no brillaba el “sol del mundo moral”, la justicia, donde todavía se diseminaban las secuelas de la esclavitud, el lugar en que el hermano Olayo sirvió a sus semejantes hasta hacerse santo, es decir, héroe de la virtud. ¿Quién ha dicho que a este pueblo le falta hondura, capacidad de entrega o de abnegación? ¿Quién ha podido decir que entre los cubanos la virtud no prospera? Desde hace más de un siglo, los camagüeyanos, los habitantes de la ciudad de los dos ríos, esa comarca de pastores, según Nicolás Guillén, veneran la memoria de José Olayo. Padre Olayo, como lo llamaban, aunque no aceptó las órdenes sagradas que el arzobispo de Santiago de Cuba le propuso; no aceptó por humildad, por vocación de pobreza en él, servidor de los más pobres; en él, niño depositado en el torno de la Beneficencia. Sin embargo, el pueblo lo llamaba Padre, lo cual confirma que padre es una categoría que se merece con las obras, que no es un título, que es algo más: la entrega y el desprendimiento renuentes a honores y vanidades. La entrega incondicional a quien necesita la mano que alivia y levanta.
El nuevo beato se erige hoy en un ejemplo de virtud para los cubanos de todos los tiempos, seamos creyentes, descreídos, indiferentes o ateos. Hay en su vida un gesto que lo enaltece y nos conmueve en particular por su naturaleza civil sin agravio de la acción cristiana: el hermano Olayo recogió el cadáver del Mayor Ignacio Agramonte, aquel hombre con “alma de beso”, echado como un bulto en la plaza. El pobre hermano hospitalario dio al libertador muerto su único capital: limpió aquel rostro juvenil ya circuido por la santidad de la patria. No sé si el venerable religioso simpatizaba con los insurrectos o rehuía el inmiscuirse en la política militante. Lo cierto es que aquel acto en plenitud de caridad lo ejecutó ante la ira impotente de las tropas españolas, que vengaron su rencor, su intolerancia vencida por el amor cristiano del religioso, quemando el cuerpo del mambí y dispersando sus cenizas en el viento.
El hermano Olayo nos muestra que la fe religiosa sin caridad es práctica seca. Como estéril resulta la militancia política compuesta solo de palabras bonitas sin que los principios otorguen la generosidad suficiente para no solo predicarla sino practicarla.
Admitamos que Cuba está hecha también de hombres como el beato José Olayo Valdés y enriquecida con gestos como los que justificaron su vida para la memoria eterna. Esa vida humilde, callada, abnegada, rica de pobreza -solo con lo mínimo para nutrir su empeño cotidiano de servicio- se empalma con los versos de aquel poeta comunista que cien años más tarde dijo: “Servir es más precioso que brillar”.
Cuba, hermanos, es una sola, aunque plural y diversa.
El beato José Olayo, por bueno, por pobre que dio lo único que poseía: su amor a la gente; por cubano, por solidario sin condiciones, nos pertenece a todos.
La noticia, difundida primeramente por la agencia Zenit, es vieja. Un cubano nacido, formado y fallecido en Cuba, subirá en noviembre próximo el penúltimo peldaño del canon de los santos: será proclamado beato de acuerdo con los documentos firmados por Benedicto XVI. Se trata de fray José Olayo Valdés, religioso de la orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios.
Nació en La Habana en 1820 y murió en Camagüey en 1889. Y ello, hoy aparentemente sin importancia, poseía entonces un profundo y a veces inconsciente sentido nacional. Porque cuando aún brotes y rebrotes del regionalismo entorpecían el desarrollo de la conciencia cubana -incluso frustró la conquista de la independencia en la primera guerra durante el período de l868 a 1878-, Olayo se trasladó hacia Puerto Príncipe y allí murió, como único representante de su orden en Cuba y América. Alguno pensará que politizo o patriotizo también la santidad. Pero ¿por qué no? ¿No transita también el Padre Félix Varela por la ruta crítica del proceso canónico que juzga la heroicidad de sus virtudes cristianas habiendo sido también un cura político y un patriota, hasta anticipar incluso en América Latina a los Arnulfo Romero, los Espinal los Ellacuría? El problema no reside si se es o no político, sino cómo la política y sus afanes de este mundo se vinculan con la fe y la caridad evangélica en los cristianos y en particular en los sacerdotes y religiosos.
Evidentemente, Olayo fue a Camagüey porque cumplía el doble mandato de su voto de obediencia y su vocación hacia la caridad. Pero su acto, cuando todavía el país no se reconocía en toda su extensión y cuando aún existían camagüeyanos que visitaban a Nueva York, sin haber visitado a La Habana, el hermano Olayo, en su gesto nunca amenguado de amor a sus semejantes y también a sus compatriotas, dictó un ejemplo de integridad de índole patriótica. ¿Por qué hemos de separar la ética evangélica de la ética patriótica? Sirvió al prójimo, pero ese próximo, ese hermano enfermo y pobre a quien curaba, bañaba y le lavaba las ropas pútridas de lepra o manchadas de desechos malolientes, era también cubano. ¿O no?
Me siento sumamente feliz por saber que la Iglesia Católica beatificará a un cubano nacido, criado y muerto en la isla. Y de apellido Valdés. Porque fue aquel país colonial, donde no brillaba el “sol del mundo moral”, la justicia, donde todavía se diseminaban las secuelas de la esclavitud, el lugar en que el hermano Olayo sirvió a sus semejantes hasta hacerse santo, es decir, héroe de la virtud. ¿Quién ha dicho que a este pueblo le falta hondura, capacidad de entrega o de abnegación? ¿Quién ha podido decir que entre los cubanos la virtud no prospera? Desde hace más de un siglo, los camagüeyanos, los habitantes de la ciudad de los dos ríos, esa comarca de pastores, según Nicolás Guillén, veneran la memoria de José Olayo. Padre Olayo, como lo llamaban, aunque no aceptó las órdenes sagradas que el arzobispo de Santiago de Cuba le propuso; no aceptó por humildad, por vocación de pobreza en él, servidor de los más pobres; en él, niño depositado en el torno de la Beneficencia. Sin embargo, el pueblo lo llamaba Padre, lo cual confirma que padre es una categoría que se merece con las obras, que no es un título, que es algo más: la entrega y el desprendimiento renuentes a honores y vanidades. La entrega incondicional a quien necesita la mano que alivia y levanta.
El nuevo beato se erige hoy en un ejemplo de virtud para los cubanos de todos los tiempos, seamos creyentes, descreídos, indiferentes o ateos. Hay en su vida un gesto que lo enaltece y nos conmueve en particular por su naturaleza civil sin agravio de la acción cristiana: el hermano Olayo recogió el cadáver del Mayor Ignacio Agramonte, aquel hombre con “alma de beso”, echado como un bulto en la plaza. El pobre hermano hospitalario dio al libertador muerto su único capital: limpió aquel rostro juvenil ya circuido por la santidad de la patria. No sé si el venerable religioso simpatizaba con los insurrectos o rehuía el inmiscuirse en la política militante. Lo cierto es que aquel acto en plenitud de caridad lo ejecutó ante la ira impotente de las tropas españolas, que vengaron su rencor, su intolerancia vencida por el amor cristiano del religioso, quemando el cuerpo del mambí y dispersando sus cenizas en el viento.
El hermano Olayo nos muestra que la fe religiosa sin caridad es práctica seca. Como estéril resulta la militancia política compuesta solo de palabras bonitas sin que los principios otorguen la generosidad suficiente para no solo predicarla sino practicarla.
Admitamos que Cuba está hecha también de hombres como el beato José Olayo Valdés y enriquecida con gestos como los que justificaron su vida para la memoria eterna. Esa vida humilde, callada, abnegada, rica de pobreza -solo con lo mínimo para nutrir su empeño cotidiano de servicio- se empalma con los versos de aquel poeta comunista que cien años más tarde dijo: “Servir es más precioso que brillar”.
Cuba, hermanos, es una sola, aunque plural y diversa.
El beato José Olayo, por bueno, por pobre que dio lo único que poseía: su amor a la gente; por cubano, por solidario sin condiciones, nos pertenece a todos.
2 comentarios:
Gracias por el articulo, muy interesante.
Recuerdo haber oido hace mucho tiempo q en el Hospital de San Juan de Dios guardaban un trozo de madera q usaba como almohada y tambien acerca del aura blanca enel mismo lugar, no se cuanto sera realidad y cuanto leyenda. Quizas alguien pueda aportar algo sobre esto.
Luis
hola mi nombre es Luis OLAYO M. de méxico.
Me gustaria saber mas sobre el origen de mi apeido(OLAYO)
El articulo es muy bueno y me llena de orgullo ser un OLAYO
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