Por Luis Sexto
¿Quiere usted saber cómo murió José Lezama Lima, el novelista de Paradiso, o conocer cuál fue el crimen del siglo en La Habana, o adentrarse en los pormenores del caso de la trucidada de la calle Monte y además enterarse de duelos y duelistas, y de decenas de episodios que matizaron la vida de la capital cubana en el siglo XX? Si quiere, busque Las memorias ocultas de La Habana, del periodista cubano Ciro Bianchi Ross. Le garantizo que lamentará que el libro, como toda obra o vida humana, tenga fin y que por ello sea breve.
Los temas que el volumen explaya y especifica en sus pormenores, en el espacio de 267 páginas, habrán de interesar por sí mismo. Pero, en particular, por su autor. Ciro Bianchi ha sido, en los últimos 45 años, uno de los periodistas que cotidianamente, con una aplicación y una seriedad ejemplares, ha sazonado su prestigio con las especias de lo profundo y lo ameno, lo verídico y lo imaginativo. Nacido en 1948, Bianchi ha madurado su quehacer en la escuela de los clásicos del periodismo cubano, asimilados en el acercamiento a libros, revistas y periódicos viejos, o en la relación frecuente cuando algunos de los maestros vivían aún en la primera juventud del discípulo. Por ello, no hay riesgo cuando uno asegura que en su obra están presentes, bendiciendo al autor, periodistas como Enrique de la Osa, Eladio Secades, José A. Benítez, Lino Novás Calvo, Pablo de la Torriente, Jorge Mañach… Unos con más evidencia que otros. Todos influyendo, al menos, con sus lecciones de rigor.
He dicho, en otro momento, que Bianchi por la seriedad de su oficio es un periodista labrado a la usanza antigua. Es decir, siguiendo estilos y disciplinas que honran la veracidad, la síntesis y la calidad de los enunciados del periodismo. Aunque por fuera vista ropa ligera propia de un clima caliente como el de Cuba, por dentro lleva el traje y la corbata de aquellos personajes de los periódicos en los 30 y los 40, cuando prosperó nuestro mejor periodismo, el formalmente mejor dotado, el más agudo y polémico.
Lo juzgo claramente: investigar en el pasado para estas crónicas históricas o de sucesos notorios de lo que Miguel de Unamuno llamó la “intrahistoria”, requiere de talento para no confundir verdad y rumor, y para saber sortear el patetismo de viejas gacetillas, juzgando el pasado con una irónica y amable sonrisa.
En este libro no está toda la memoria oculta de La Habana. Pero uno pulsa las letras de lo pretérito con la sensación de que todo ha sido reciente. Porque el periodista Bianchi busca en papeles, pero también en la memoria viva de viejos testigos. Si nos habla de Hemingway, acude a Gregorio Fuentes, en algún instante del longevo -aunque ya hoy difunto- patrón del yate Pilar, donde el narrador de Adiós a las Armas navegaba tras las agujas de la Corriente del Golfo.
Me falta decir que el autor de Memoria oculta de La Habana pose la varita mágica del olfato. No existe periodista sin la capacidad de intuir qué es lo interesante y dónde se encuentra. Bianchi se destaca, en particular, por su carisma de entrevistador. ¿Habrá otro como él entre nosotros? Por esa razón, entre sus libros sobre García Lorca, Hemingway, y otras figuras, sobresalen entrevistas como Voces de América Latina y Oficio de intruso, donde dejó la prueba de su vocación entrevistadora.
Cuanto he dicho, lo creo justo y necesario, como dice un texto del misal católico romano. Y después de haberlo dicho, me siento como el que ha cumplido un deber insoslayable. Los libros suelen defenderse solos después que el autor los libera, cosidos por el lomo con el sello de una editorial. Memoria oculta de La Habana tiene el de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Pero, aunque eso baste para prometer calidad, he recomendado a su autor, porque los libros habitualmente se parecen a sus padres...
domingo, 24 de agosto de 2008
sábado, 23 de agosto de 2008
EPITAFIO ORIGINAL
Por Luis Sexto
Crucé por primera vez bajo el arco de la portada del cementerio de Cristóbal Colón, empeñado en visitar a ciertos personajes que, en vida, me habrían exigido antesala o una llamada previa. Eran días vacantes. Y con 17 ó 18 años, recorría el camposanto más bien por convertir la cultura de los textos escolares en una experiencia sensitiva. Seguía quizás las carrileras de mi vocación por lo histórico, justificada hoy en la hilaza del periodismo cuya trama es el acta de nacimiento de la historia.
Una tarde me proponía localizar la tumba de Luisa Pérez de Zambrana, la elegiaca que sobrevivió a todos sus hijos. O la de Julián de Casal, el solitario poeta que entonces soportaba la doble soledad de un panteón que ni siquiera mostraba su nombre cargado de resonancias perdurables. En otro momento, enrumbaba mi búsqueda hacia Juan Gualberto Gómez -amigo y delegado de Martí antes de la guerra de independencia- o Eduardo Chibás, líder político caracterizado por su lucha contra la corrupción administrativa en la repúblcia anterior a 1959, o el sepulcro de los estudiantes fusilados en 1871, o el de los bomberos mártires del altruismo. Y a veces, espontáneamente, hallaba la tumba de aquel periodista polémico y famoso o la de este político execrable.
Aunque pudiera parecer macabro, me aficioné al cementerio. Y le fui oyendo, en su pizarra del mármol, lecciones de historia, sociología, ética. Porque es el ámbito de la igualdad sin miramientos. La democracia del silencio. Como si la necrópolis anticipara una ciudad armónica donde los enemigos de ayer convivan uno junto al otro, compartiendo la mesa infinita del tiempo. Sin estorbarse, ni envidiarse el sitio de honor. Lo único que no cambia allí es la vanidad. En el cementerio de Colón pervive en ciertas zonas la actitud de los que no renunciaron a despojarse de las ínfulas de la riqueza. La huesa de los ricos se ahoga bajo la arquitectura redundante de cámaras faraónicas, como en el pregón de piedra de una declaración de fuerza: “Yo sigo siendo el mismo: el que puede”.
En contraste, las verdaderas jerarquías -la del espíritu y del intelecto- se refugian bajo la modestia, porque la inteligencia no suele aliarse con el orgullo o lo banal; sabe que sobre el tiempo solo están el arte y la virtud. El sepulcro de Luisa Pérez de Zambrana, una de las poetisas señeras de la literatura de la lengua castellana en el siglo XIX, se confunde casi con la miseria. Y Julián del Casal, el poeta elogiado por Martí y Rubén Darío, no posee tumba propia; yace por caridad en el nicho de un amigo.
Pero la vanidad elige entre múltiples direcciones. Hacia arriba o hacia abajo. Adentro o afuera. Y en otros cementerios he topado con manifestaciones sorprendentes. En la Ermita del Potosí, en Guanabacoa -ciudad vecina de La Habana, en el lado oriental de la bahía- se aprecia un epitafio tan petulante como el rugido de un león enjaulado. El 16 de junio de 1717 murió el capitán de fragata de la Real Armada don Juan de Acosta. Presumiblemente pidió que lo enterraran en esa iglesuca, fingiendo tal vez un edificante acto de humillación. Solicitó, sobre todo, que sus despojos durmieran bajo el piso del atrio, al alcance de todas las pisadas.
Al mirar abajo, el cristiano devoto o el transeúnte ocasional notarían bajo sus pies la lápida de un gran señor, jefe que fue de la Maestranza “de este puerto” y “constructor de vaxeles”, ingeniero naval, de su Majestad. Pero don Juan de Acosta, fiel a su ringorrango, a su posición de jerifalte, personero colonial, no asumiría, sin ponerle precio, el escarnio de tanta humildad. Y sobre la losa se opaca una cuarteta que cobraba a costo de terror el placer de pararse sobre la cabeza de un señor tan opulento y condecorado. Ante esos versos el visitante ingenuo debía de haberse persignado recitando un ¡solavaya!:
Pasagero que oi me pisas,
Párate a considerar
Que has de venir a parar,
En ser como Yo, cenizas.
Crucé por primera vez bajo el arco de la portada del cementerio de Cristóbal Colón, empeñado en visitar a ciertos personajes que, en vida, me habrían exigido antesala o una llamada previa. Eran días vacantes. Y con 17 ó 18 años, recorría el camposanto más bien por convertir la cultura de los textos escolares en una experiencia sensitiva. Seguía quizás las carrileras de mi vocación por lo histórico, justificada hoy en la hilaza del periodismo cuya trama es el acta de nacimiento de la historia.
Una tarde me proponía localizar la tumba de Luisa Pérez de Zambrana, la elegiaca que sobrevivió a todos sus hijos. O la de Julián de Casal, el solitario poeta que entonces soportaba la doble soledad de un panteón que ni siquiera mostraba su nombre cargado de resonancias perdurables. En otro momento, enrumbaba mi búsqueda hacia Juan Gualberto Gómez -amigo y delegado de Martí antes de la guerra de independencia- o Eduardo Chibás, líder político caracterizado por su lucha contra la corrupción administrativa en la repúblcia anterior a 1959, o el sepulcro de los estudiantes fusilados en 1871, o el de los bomberos mártires del altruismo. Y a veces, espontáneamente, hallaba la tumba de aquel periodista polémico y famoso o la de este político execrable.
Aunque pudiera parecer macabro, me aficioné al cementerio. Y le fui oyendo, en su pizarra del mármol, lecciones de historia, sociología, ética. Porque es el ámbito de la igualdad sin miramientos. La democracia del silencio. Como si la necrópolis anticipara una ciudad armónica donde los enemigos de ayer convivan uno junto al otro, compartiendo la mesa infinita del tiempo. Sin estorbarse, ni envidiarse el sitio de honor. Lo único que no cambia allí es la vanidad. En el cementerio de Colón pervive en ciertas zonas la actitud de los que no renunciaron a despojarse de las ínfulas de la riqueza. La huesa de los ricos se ahoga bajo la arquitectura redundante de cámaras faraónicas, como en el pregón de piedra de una declaración de fuerza: “Yo sigo siendo el mismo: el que puede”.
En contraste, las verdaderas jerarquías -la del espíritu y del intelecto- se refugian bajo la modestia, porque la inteligencia no suele aliarse con el orgullo o lo banal; sabe que sobre el tiempo solo están el arte y la virtud. El sepulcro de Luisa Pérez de Zambrana, una de las poetisas señeras de la literatura de la lengua castellana en el siglo XIX, se confunde casi con la miseria. Y Julián del Casal, el poeta elogiado por Martí y Rubén Darío, no posee tumba propia; yace por caridad en el nicho de un amigo.
Pero la vanidad elige entre múltiples direcciones. Hacia arriba o hacia abajo. Adentro o afuera. Y en otros cementerios he topado con manifestaciones sorprendentes. En la Ermita del Potosí, en Guanabacoa -ciudad vecina de La Habana, en el lado oriental de la bahía- se aprecia un epitafio tan petulante como el rugido de un león enjaulado. El 16 de junio de 1717 murió el capitán de fragata de la Real Armada don Juan de Acosta. Presumiblemente pidió que lo enterraran en esa iglesuca, fingiendo tal vez un edificante acto de humillación. Solicitó, sobre todo, que sus despojos durmieran bajo el piso del atrio, al alcance de todas las pisadas.
Al mirar abajo, el cristiano devoto o el transeúnte ocasional notarían bajo sus pies la lápida de un gran señor, jefe que fue de la Maestranza “de este puerto” y “constructor de vaxeles”, ingeniero naval, de su Majestad. Pero don Juan de Acosta, fiel a su ringorrango, a su posición de jerifalte, personero colonial, no asumiría, sin ponerle precio, el escarnio de tanta humildad. Y sobre la losa se opaca una cuarteta que cobraba a costo de terror el placer de pararse sobre la cabeza de un señor tan opulento y condecorado. Ante esos versos el visitante ingenuo debía de haberse persignado recitando un ¡solavaya!:
Pasagero que oi me pisas,
Párate a considerar
Que has de venir a parar,
En ser como Yo, cenizas.
jueves, 14 de agosto de 2008
LA FRUTA QUE FUE MADURA
Por Luis Sexto
“Sinuhé el egipcio” ha reaparecido gracias a una reciente edición cubana. Y algunos de cuantos lo conocían confiesan que ahora, treinta o cuarenta años después de haberlo leído por primera vez, penetraron con más provecho en el mundo de antigüedades que construyó Mika Waltari con su novela.
Unos, incluso, tratan de interpretar la vida, o ciertas cosas, mediante la filosofía amodorrada, cansada, de Sinuhé. Conozco al menos a una persona que, cuando conversamos ambos de los males de la actualidad, la cubana o la extranjera, riposta a mi inconformidad, a mis críticas, con el sonsonete del trepanador real y agente de la inteligencia faraónica: “Así ha sido siempre y así será”. Que el poderoso abuse del débil. Que el rico se encarame sobre el pobre. Que aquel robe o este mienta. Que ese responda con la indiferencia. Que el otro use prerrogativas del cargo para regalarse privilegios... Por qué inquietarse: así ha sido siempre y así será. Derrotismo. Resignación.
Terencio, el latino, se aproximó al egipcio Sinuhé cuando estableció que nada nuevo había bajo el sol. Capsular filosofía antirrevolucionaria. Contra la utopía. Por negarse precisamente a admitir que los tiempos y las cosas eran irremovibles, circulares en su fluir, la especie humana ha alcanzado su desarrollo. Quizás lo único que no cambia es la ocurrencia de dificultades. Porque a un problema resuelto lo sustituye otro. Lo sabemos. Pero autorícenme a seguir descubriendo Mediterráneos. Y si a cada problema se le hubiera tapado con un “así ha sido siempre”, paciencia, la pila superaría al Everest en altura. Y andaríamos en chancletas y comeríamos semillas.
La última década en Cuba ilustra que la lucha, la negativa a aceptar los obstáculos como voluntad inapelable del destino, empuja, azuza, la superación de cuanto parece irreversible. Quizás en 1991, si hubiéramos aplicado la fórmula fatalista de ciertos intelectuales y políticos anteriores a 1959, el esquife de la República, según la imagen del escritor José Antonio Ramos, se habría despedazado en “los acantilados de la Florida”, de acuerdo con la frase de Jorge Mañach, otro escritor de los años 30 y que naufragó precisamente en las aguas de los Estados Unidos después de haber denunciado el daño que la influencia del Norte le ocasionaba a Cuba. Nada –decían aquellos los pesimistas- es posible contra los americanos. Todo es posible, ha demostrado hoy la Revolución.
Los gobiernos norteamericanos, sin embargo, continúan afiliados al “así ha sido siempre”de Sinuhé el egipcio. En particular con respecto a Cuba. La ven y juzgan como la vieron y juzgaron desde 1805. Primeramente, en esa época, como una isla por conquistar, por anexarla a la Unión. Después como la “fruta madura”que por ley de gravedad histórica debía caer, algún día, en las manos de los Estados Unidos. En el siglo XX, al fin, la manzana se desprendió luego de la guerra hispano-cubana-americana. Y hasta 1959 la consideraron posesión suya, como protectorado o necolonia, que ambas categorías significaron lo mismo: absorción de la riqueza, la independencia, la política cubanas mediante la condición de “factoría yanqui” con que invistieron a la isla.
Antes y después del triunfo de la revolución de Fidel Castro, la actitud de los sucesivos gobiernos estadounidenses ha sido igual. El presidente W. Bush ha asegurado recientemente que solo dialogará con el pueblo cubano, y no con el Gobierno Revolucionario, que ha hecho pública, mediante palabras de Raúl Castro, su disposición a resolver, mediante negociaciones, el diferendo entre los Estados Unidos y Cuba. Parece que W. Bush, al igual que sus predecesores, cree que el Gobierno Revolucionario carece de representatividad ante su pueblo. Un error que se repite desde hace casi medio siglo. Porque basta preguntarse por qué se ha sostenido tantos años en el Poder. Claro, en Washington responderán que mediante la represión: la mitad de los cubanos vigila a la otra mitad. Y cómo puede ser posible si cuantos manipulan las armas son los hijos de los trabajadores y profesionales que desfilan por calles y plazas. ¿Acaso puede una parte de la población vigilar a la otra?
Así ha sido siempre y así será en la política exterior de los Estados Unidos hacia Cuba. Todo cubano que se le oponga -como decía el interventor de turno sobre Juan Gualberto Gómez uno de los adalides de la independencia, contradictor de la Enmienda Platt- es un “degenerado”. Y todo gobierno de La Habana que pretenda mantener su independencia y soberanía, será dictatorial, antidemocrático, como afirman en Washington que es el Gobierno de Fidel Castro.
De la tiranía del general Gerardo Machado y la del general Fulgencio Batista-cuyas víctimas aparecían torturadas y asesinadas en las cunetas de las carreteras o colgadas en los árboles del campo-, ningún funcionario de la Casa Blanca dijo alguna vez que eran enemigos de los Estados Unidos o que violaban los derechos humanos. Entonces Cuba era “nuestras colonia”, según el decir del historiador míster Jensk.
A fines del 2006, una delegación de legisladores visitó a Cuba. Uno podía haber creído que componía un “gesto de buena voluntad” en tantas décadas de hostilidad e incomprensión. Cuando regresaron, algunos de los congresistas emitieron declaraciones. Una, sobre todas, centró mi interés. Pudo haberla suscrito cualquier miembro del grupo bipartidista; flotaba en la atmósfera: “Con los cubanos no se puede hablar de democracia y derechos humanos.” ¿Por qué ha de poderse? ¿Por qué los cubanos habrán de aceptar la agenda que los gobernantes o funcionarios de los Estados Unidos deseen? No creo que la administración de la Casa Blanca aceptara que una delegación cubana pretendiera localizar cualquier conversación en la guerra de Irak o Afganistán. Evidentemente, las diferencias entre Cuba y los Estados Unidos no tienen por qué pasar por los asuntos internos. Los cubanos, celosos de su independencia, calificarán de ingerencia el interés en aspectos políticos que solo atañen a los ciudadanos cubanos, en primer término a cuantos residen dentro de la Isla. Y puede asegurarse, analizando el proceder histórico de los revolucionarios cubanos, que las discusiones en ese sentido, mientras subsista el riesgo de la intervención norteamericana, serán aplazadas. Por lo inmediato, entre Cuba y los Estados Unidos podrá debatirse el bloqueo, que priva a Cuba de sus mercados cercanos y del comercio libre entre las naciones; habrá que discutir las emisiones radiales y televisivas con fines subversivos, a despecho de la legislación internacional. Podrá hablarse de indemnizaciones mutuas. Pero de lo demás, no será ahora como fue antaño. Y será como ha sido desde 1959.
La Casa Blanca y el Congreso de la Unión tendrán que admitir la sensibilidad nacional, el apego de los cubanos a su soberanía y a la herencia de vasallaje que los Estados Unidos dejaron en Cuba cuando se marcharon en 1961. Además, tendrán que rectificar un enfoque: el pueblo cubano no es el que habita y gobierna la ciudad de Miami. El pueblo, aglutinado aun en sus diferencias e inconformidades, radica en el Caribe, donde la fruta, que fue madura, ha vuelto a reverdecer, para que siempre sea verde para los americanos. O cualquier otro intruso.
Cuanto he dicho no significa que en Cuba también apliquemos “el así ha sido siempre” del ficticio Sinuhé, cuando dirigimos el juicio a nuestra vida interna. Al menos este comentarista, que percibe cómo piensan muchos cubanos, incluso muchos de los que gobiernan o administran el país, cree que la sociedad cubana tendrá que renovarse social y económicamente en su interior para que el daño de la hostilidad foránea sea neutralizado adentro. Porque resistir con los brazos cruzados supone que, con el tiempo, los órganos principales del trabajo se anquilosen y se fracturen a causa de su rigidez. Así, parece, ha sido siempre cuando un ser humano se resigna...
“Sinuhé el egipcio” ha reaparecido gracias a una reciente edición cubana. Y algunos de cuantos lo conocían confiesan que ahora, treinta o cuarenta años después de haberlo leído por primera vez, penetraron con más provecho en el mundo de antigüedades que construyó Mika Waltari con su novela.
Unos, incluso, tratan de interpretar la vida, o ciertas cosas, mediante la filosofía amodorrada, cansada, de Sinuhé. Conozco al menos a una persona que, cuando conversamos ambos de los males de la actualidad, la cubana o la extranjera, riposta a mi inconformidad, a mis críticas, con el sonsonete del trepanador real y agente de la inteligencia faraónica: “Así ha sido siempre y así será”. Que el poderoso abuse del débil. Que el rico se encarame sobre el pobre. Que aquel robe o este mienta. Que ese responda con la indiferencia. Que el otro use prerrogativas del cargo para regalarse privilegios... Por qué inquietarse: así ha sido siempre y así será. Derrotismo. Resignación.
Terencio, el latino, se aproximó al egipcio Sinuhé cuando estableció que nada nuevo había bajo el sol. Capsular filosofía antirrevolucionaria. Contra la utopía. Por negarse precisamente a admitir que los tiempos y las cosas eran irremovibles, circulares en su fluir, la especie humana ha alcanzado su desarrollo. Quizás lo único que no cambia es la ocurrencia de dificultades. Porque a un problema resuelto lo sustituye otro. Lo sabemos. Pero autorícenme a seguir descubriendo Mediterráneos. Y si a cada problema se le hubiera tapado con un “así ha sido siempre”, paciencia, la pila superaría al Everest en altura. Y andaríamos en chancletas y comeríamos semillas.
La última década en Cuba ilustra que la lucha, la negativa a aceptar los obstáculos como voluntad inapelable del destino, empuja, azuza, la superación de cuanto parece irreversible. Quizás en 1991, si hubiéramos aplicado la fórmula fatalista de ciertos intelectuales y políticos anteriores a 1959, el esquife de la República, según la imagen del escritor José Antonio Ramos, se habría despedazado en “los acantilados de la Florida”, de acuerdo con la frase de Jorge Mañach, otro escritor de los años 30 y que naufragó precisamente en las aguas de los Estados Unidos después de haber denunciado el daño que la influencia del Norte le ocasionaba a Cuba. Nada –decían aquellos los pesimistas- es posible contra los americanos. Todo es posible, ha demostrado hoy la Revolución.
Los gobiernos norteamericanos, sin embargo, continúan afiliados al “así ha sido siempre”de Sinuhé el egipcio. En particular con respecto a Cuba. La ven y juzgan como la vieron y juzgaron desde 1805. Primeramente, en esa época, como una isla por conquistar, por anexarla a la Unión. Después como la “fruta madura”que por ley de gravedad histórica debía caer, algún día, en las manos de los Estados Unidos. En el siglo XX, al fin, la manzana se desprendió luego de la guerra hispano-cubana-americana. Y hasta 1959 la consideraron posesión suya, como protectorado o necolonia, que ambas categorías significaron lo mismo: absorción de la riqueza, la independencia, la política cubanas mediante la condición de “factoría yanqui” con que invistieron a la isla.
Antes y después del triunfo de la revolución de Fidel Castro, la actitud de los sucesivos gobiernos estadounidenses ha sido igual. El presidente W. Bush ha asegurado recientemente que solo dialogará con el pueblo cubano, y no con el Gobierno Revolucionario, que ha hecho pública, mediante palabras de Raúl Castro, su disposición a resolver, mediante negociaciones, el diferendo entre los Estados Unidos y Cuba. Parece que W. Bush, al igual que sus predecesores, cree que el Gobierno Revolucionario carece de representatividad ante su pueblo. Un error que se repite desde hace casi medio siglo. Porque basta preguntarse por qué se ha sostenido tantos años en el Poder. Claro, en Washington responderán que mediante la represión: la mitad de los cubanos vigila a la otra mitad. Y cómo puede ser posible si cuantos manipulan las armas son los hijos de los trabajadores y profesionales que desfilan por calles y plazas. ¿Acaso puede una parte de la población vigilar a la otra?
Así ha sido siempre y así será en la política exterior de los Estados Unidos hacia Cuba. Todo cubano que se le oponga -como decía el interventor de turno sobre Juan Gualberto Gómez uno de los adalides de la independencia, contradictor de la Enmienda Platt- es un “degenerado”. Y todo gobierno de La Habana que pretenda mantener su independencia y soberanía, será dictatorial, antidemocrático, como afirman en Washington que es el Gobierno de Fidel Castro.
De la tiranía del general Gerardo Machado y la del general Fulgencio Batista-cuyas víctimas aparecían torturadas y asesinadas en las cunetas de las carreteras o colgadas en los árboles del campo-, ningún funcionario de la Casa Blanca dijo alguna vez que eran enemigos de los Estados Unidos o que violaban los derechos humanos. Entonces Cuba era “nuestras colonia”, según el decir del historiador míster Jensk.
A fines del 2006, una delegación de legisladores visitó a Cuba. Uno podía haber creído que componía un “gesto de buena voluntad” en tantas décadas de hostilidad e incomprensión. Cuando regresaron, algunos de los congresistas emitieron declaraciones. Una, sobre todas, centró mi interés. Pudo haberla suscrito cualquier miembro del grupo bipartidista; flotaba en la atmósfera: “Con los cubanos no se puede hablar de democracia y derechos humanos.” ¿Por qué ha de poderse? ¿Por qué los cubanos habrán de aceptar la agenda que los gobernantes o funcionarios de los Estados Unidos deseen? No creo que la administración de la Casa Blanca aceptara que una delegación cubana pretendiera localizar cualquier conversación en la guerra de Irak o Afganistán. Evidentemente, las diferencias entre Cuba y los Estados Unidos no tienen por qué pasar por los asuntos internos. Los cubanos, celosos de su independencia, calificarán de ingerencia el interés en aspectos políticos que solo atañen a los ciudadanos cubanos, en primer término a cuantos residen dentro de la Isla. Y puede asegurarse, analizando el proceder histórico de los revolucionarios cubanos, que las discusiones en ese sentido, mientras subsista el riesgo de la intervención norteamericana, serán aplazadas. Por lo inmediato, entre Cuba y los Estados Unidos podrá debatirse el bloqueo, que priva a Cuba de sus mercados cercanos y del comercio libre entre las naciones; habrá que discutir las emisiones radiales y televisivas con fines subversivos, a despecho de la legislación internacional. Podrá hablarse de indemnizaciones mutuas. Pero de lo demás, no será ahora como fue antaño. Y será como ha sido desde 1959.
La Casa Blanca y el Congreso de la Unión tendrán que admitir la sensibilidad nacional, el apego de los cubanos a su soberanía y a la herencia de vasallaje que los Estados Unidos dejaron en Cuba cuando se marcharon en 1961. Además, tendrán que rectificar un enfoque: el pueblo cubano no es el que habita y gobierna la ciudad de Miami. El pueblo, aglutinado aun en sus diferencias e inconformidades, radica en el Caribe, donde la fruta, que fue madura, ha vuelto a reverdecer, para que siempre sea verde para los americanos. O cualquier otro intruso.
Cuanto he dicho no significa que en Cuba también apliquemos “el así ha sido siempre” del ficticio Sinuhé, cuando dirigimos el juicio a nuestra vida interna. Al menos este comentarista, que percibe cómo piensan muchos cubanos, incluso muchos de los que gobiernan o administran el país, cree que la sociedad cubana tendrá que renovarse social y económicamente en su interior para que el daño de la hostilidad foránea sea neutralizado adentro. Porque resistir con los brazos cruzados supone que, con el tiempo, los órganos principales del trabajo se anquilosen y se fracturen a causa de su rigidez. Así, parece, ha sido siempre cuando un ser humano se resigna...
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