Luis Sexto
Lo sentimos, no hay habitación libre, dijo el posadero a José y María. Y ya lo sabemos: el nacimiento de Jesús y las circunstancias materiales de desamparo y pobreza que rodearon su natividad son el lado opuesto de la ética utilitaria que antes como hoy orienta, en términos globales, a la humanidad. Tan extendido está ese “quid pro quo” –“esto por aquello”- que aún ciertos ricos hacen caridad para que, como recompensa, les sea devuelta en mayor riqueza.
La ética utilitaria, pues, como su afín la ética del placer por el placer, puede resumirse en un mandamiento: vive la vida. ¿Pero acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.
Vive la vida. Y en el horizonte de tan redundante máxima, prevalece cierta subrepticia intención. Recomienda algo más. Y lo que nos pretende sugerir en tono tan inapelable, equivale a un apartamiento de las consideraciones éticas, a un cerrar los ojos ante una disyuntiva moral. Sacrifica la honradez, la verdad, el amor. A eso apunta. Porque vivir la vida para esta frase tan recurrente implica la erupción del yo y la inmersión, el ahogamiento del él, del tú, del nosotros. Exaltación, apoteosis del egoísmo, en la trama un tanto desvergonzada de una filosofía vitalista cuyo objeto es el placer y el tener.
Vive la vida. Goza, despreocúpate, záfate. Y los principios, ah, los principios, conviértelos en tus “fines”. No partas de ellos, móntate sobre ellos. Y simúlalo. Sólo se vive una vez Y en ese ensalmo utilitario la prosperidad se transforma en un maratón por tener más. Lo apreciamos en la reciente cumbre de jefes de Estado y de Gobiernos que analizaron el cambio climático en Copenhague. Unos regatean; otros dudan, y aquellos menos influyentes son soslayados. Y la esencia del desacuerdo es una: los poderosos de la economía y los ejércitos, las empresas, los banqueros prefieren que el planeta se convierta en una olla de hormigón y aluminio, a perder su cuota de ganancia media. De modo que el Hombre, que no es Dios, a pesar de cuanto pudieron decir los emperadores romanos y luego Niesche, se erige en anti-dios e invierte el tiempo en “desconservar” el mundo ambiente.
Cristo con su vida y su muerte, y en particular con su nacimiento en una cueva vino a modificar el sentido de esa frase tan socorrida de vive la vida. Y nos abre, como luego de un baño profundo, otros espejos, otra dimensión. Y así, en vez de ser sinuosa, escabrosa norma de conducta, pasa a componer un desafío. Vive la vida. Esto es, sóplale sentido: convierte el beso en luz, el trabajo en cimiento, el deber en moral, la palabra en sinceridad, el acto en justicia, la relación en solidaridad.
Hemos de vivir nuestro sueño – el tuyo, el mío, el de aquel- pero integrados al sueño del otro. Como ha sido dicho por quien nos da la imagen más conmovedora de la Historia: un recién nacido sobre la paja de un pesebre, calentado en la madrugada fría por el aliento de la hermana oveja, el hermano burro. Y arriba, las hermanas estrellas anunciaban un trastorno cósmico de cuanto hasta ese momento los seres humanos habían creído.
La ética utilitaria, pues, como su afín la ética del placer por el placer, puede resumirse en un mandamiento: vive la vida. ¿Pero acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.
Vive la vida. Y en el horizonte de tan redundante máxima, prevalece cierta subrepticia intención. Recomienda algo más. Y lo que nos pretende sugerir en tono tan inapelable, equivale a un apartamiento de las consideraciones éticas, a un cerrar los ojos ante una disyuntiva moral. Sacrifica la honradez, la verdad, el amor. A eso apunta. Porque vivir la vida para esta frase tan recurrente implica la erupción del yo y la inmersión, el ahogamiento del él, del tú, del nosotros. Exaltación, apoteosis del egoísmo, en la trama un tanto desvergonzada de una filosofía vitalista cuyo objeto es el placer y el tener.
Vive la vida. Goza, despreocúpate, záfate. Y los principios, ah, los principios, conviértelos en tus “fines”. No partas de ellos, móntate sobre ellos. Y simúlalo. Sólo se vive una vez Y en ese ensalmo utilitario la prosperidad se transforma en un maratón por tener más. Lo apreciamos en la reciente cumbre de jefes de Estado y de Gobiernos que analizaron el cambio climático en Copenhague. Unos regatean; otros dudan, y aquellos menos influyentes son soslayados. Y la esencia del desacuerdo es una: los poderosos de la economía y los ejércitos, las empresas, los banqueros prefieren que el planeta se convierta en una olla de hormigón y aluminio, a perder su cuota de ganancia media. De modo que el Hombre, que no es Dios, a pesar de cuanto pudieron decir los emperadores romanos y luego Niesche, se erige en anti-dios e invierte el tiempo en “desconservar” el mundo ambiente.
Cristo con su vida y su muerte, y en particular con su nacimiento en una cueva vino a modificar el sentido de esa frase tan socorrida de vive la vida. Y nos abre, como luego de un baño profundo, otros espejos, otra dimensión. Y así, en vez de ser sinuosa, escabrosa norma de conducta, pasa a componer un desafío. Vive la vida. Esto es, sóplale sentido: convierte el beso en luz, el trabajo en cimiento, el deber en moral, la palabra en sinceridad, el acto en justicia, la relación en solidaridad.
Hemos de vivir nuestro sueño – el tuyo, el mío, el de aquel- pero integrados al sueño del otro. Como ha sido dicho por quien nos da la imagen más conmovedora de la Historia: un recién nacido sobre la paja de un pesebre, calentado en la madrugada fría por el aliento de la hermana oveja, el hermano burro. Y arriba, las hermanas estrellas anunciaban un trastorno cósmico de cuanto hasta ese momento los seres humanos habían creído.