Por Luis Sexto
El discurso oficial cubano ha encontrado el término más apropiado para nombrar el proceso renovador que, entre dudas mayoritarias, anda lentamente por las estructuras socio económicas del archipiélago. Sé que al escribirlo, mi artículo tendrá que asumir el riesgo de parecer un atolondrado manipulador del diccionario, o que se le acuse de escamotear de la realidad. Sin embargo, no vaciló en creer que el presidente Raúl Castro usa hoy la palabra que podría generar en Cuba más adhesión que otros vocablos hasta hace poco recurrentes como cambios, modificaciones, reformas. En su discurso del 20 de diciembre de 2009, utilizó el sustantivo actualización para referirse al proceso de transformaciones aun en etapa de estudio y reflexión, aunque con ciertas fórmulas ya en práctica.
A juicio de este comentarista, actualización -acción y efecto de actualizar, como establece el diccionario- es un término que tiene la virtud de tranquilizar los resquemores de cierto sector de la burocracia, resistente pasivo a cualquier cambio que pueda amenguar su capital como usufructuario político de la plusvalía social. Con este término ya podrán reducirse las polémicas acerca de que si los “cambios”implican un retorno al capitalismo. Y resulta comprensible la suspicacia ante el término cambio, pues parece estar un tanto desacreditado ante la óptica de la izquierda desde que los “cambios”en la Europa socialista y la Unión Soviética condujeron a virajes hacia la derecha con todas sus secuelas económicas y sociales aparentemente irreversibles. En verdad, podemos juzgar la reticencia como un detalle baladí, sin importancia, más bien una minucia léxico semántica. Pero en Cuba, cualquier opinión que intente acercarse al fondo tendrá que tenerlo en cuenta.
Actualizar, pues, viene a sugerir lo que en realidad significa. De modo, pues, que el asunto se reduciría a su aspecto fonético, como palabra de más simpático, menos hostil sonido: actualizar, sí, es decir, poner al día lo que ya envejeció, readecuarse a los tiempos, a las urgencias de impedir el estancamiento; promover el antídoto del óxido que carcome los hierros de la producción material y esclerosa los servicios hasta el punto de que entre ambos incrementan la decadencia de la productividad. Actualizar, esto es, remotorizar la técnica y los circuitos de la propiedad estatal con bujías, carburadores y poleas y un código de tránsito que faculten a los trabajadores experimentar, en carne y espíritu, el hasta ahora no concretado principio de ser “propietarios de los medios de producción”.
El mes pasado, en Progreso Semanal, me refería la inquietud por las vueltas del reloj: el persistente agotamiento de la cuenta regresiva con respecto al punto crítico -la oportunidad para trascender la fiebre o ser su víctima- de la sociedad cubana. Uno ve, decía, que algo se está haciendo, pero no afloran las soluciones. Al menos, todas las soluciones. Hoy no habré de volver al tema. Ya sabemos que la actualización es una lucha contra el tiempo en el tiempo, en un tiempo complicado, sobre todo en lo externo, por la crisis triple que ha sorprendido al planeta, o a una parte de este, por actuar como los antiguos romanos: comer y beber hasta la explosión y luego vomitar para seguir comiendo. Pues bien, la crisis, a mi juicio, es económica, ecológica y moral. Y Cuba, con su testarudo proyecto de sociedad nueva en mundo viejo, también se queja con más o menos intensidad de esta crisis tripartida, que la restringe e inquieta al añadir limitantes materiales y financieras a las limitaciones de diversa índole del modelo económico cubano.
En honrada objetividad, uno se siente dispuesto a admitir que la herencia de la revolución de 1959 ha sobrevivido en los últimos veinte años como acción portentosa de la voluntad colectiva. Las interpretaciones foráneas –particularmente en Miami- suelen abroquelarse en la retórica de la tiranía, la opresión, hasta el definir la supervivencia del gobierno revolucionario como el efecto de seis millones de policías vigilando y aterrorizando a seis millones de personas, la otra mitad de la población. Quizás ello explique que habitualmente ese “exilio sacrificado y glorioso”, simple fábula, jamás hayan acertado a tocar la flauta. Ni por casualidad, aunque se me figura que el agosto de esas guerritas prospera según sus operaciones se frustran.
Aquí, dentro del archipiélago, unos estiman que las soluciones válidas son las que por lo general se aplicaron ante cada episodio de nuestras crisis más o menos presente en medio siglo. Hace poco, un lector me escribió a Juventud Rebelde proponiendo que para resolver las deficiencias de la agricultura lo más apropiado consistiría en cerrar las fábricas y enviar a sus trabajadores al campo. Le respondí con varias preguntas: ¿Qué hicimos en los primeros años de los 1990? ¿Acaso usted y yo no nos vimos en las áreas agrícolas de la provincia de La Habana? ¿Y que sucedió? ¿Comimos más? ¿Resolvimos las insuficiencias alimentarias? ¿Incremento la agricultura su eficiencia y su efectividad?
En fin, le dije, las cosas empezaron a mejorar cuando una resolución del Buró Político del Partido Comunista decidió cooperativizar las ineficientes tierras explotadas por el Estado. Fue una respuesta de fondo; un querer actualizar la propiedad agropecuaria. Si no resultó como podía preverse fue, a mi criterio, por la intromisión de los burócratas, que constriñeron la autonomía de las unidades básicas de producción cooperativa. En un aparente espacio de autogestión, los trabajadores asumían las deudas y la quiebra, y las empresas –que habían quedado como entidades metodológicas- continuaron determinando qué hacer y cuándo y cómo hacer. En 1994, este comentarista escribió un artículo en Bohemia, fundamentado en una indagación personal en varias provincias. El tema, la realidad shakespereana: ser o ser… autónomas, esa es la cuestión.
Desde luego, la actualización no habrá de discurrir por las fórmulas fracasadas. ¿De esa forma no se actualizaría el estancamiento? Porque si la mentalidad conservadora que ha estropeado iniciativas muy progresistas en Cuba, intentara imponer propuestas ya repetidamente fallidas, estaríamos los cubanos jugando al perro que se muerde la cola, trazando un círculo vicioso. Desde mi punto de vista, cuantos conciben y analizan y sobre todo deciden las soluciones tendrán que evaluar y controlar, en términos políticos, esa mentalidad inmovilista -salpimentada por cierto oportunismo- que como el marabú se resiste a ser erradicada. He oído decir: Hace falta mucho tiempo y mucha paciencia para romperla mediante la persuasión y el reacomodo actualizador de la economía.
Parece, pues, que la ecuación correcta es la interdependencia de la tradición y la novedad. Es decir, lo salvable del esquema desautorizado por las circunstancias, más lo nuevo que debe potenciarlo y a la vez sustituir lo caduco. Pero el método, según se aprecia, es la cautela, que se justifica, entre otras, por esta razón: qué sociedad socialista del siglo XX, con las excepciones de Viet Nam y China, ha sobrevivido a su estrategia de renovación. (Tomado de Progreso Semanal)
domingo, 30 de mayo de 2010
domingo, 23 de mayo de 2010
AVISOS DE OCASIÓN
Por Luis Sexto
No hay periodismo falto de imaginación, sino periodistas escasos de imaginación. Y si una colección de enunciados periodísticos soportan un libro, habrá, pues, que concluir, en palabras un tanto vagas, pero inteligibles, que es buen periodismo. O algo mejor. El propio autor del libro que comento ahora ha dicho que hemos tenido que aceptar que las memorias, los reportajes, hasta la propaganda son categorías de arte. Desde cuándo habremos tenido que aceptarlo. Quizás Lisandro Otero (La Habana, 1932-2008) se haya referido a la actualidad, tiempos de literatura kleenex, esto, combustible, desechable, aunque me parece que el propio autor tuvo en cuenta que desde hace mucho se ventila una polémica bizantina entre literatura y periodismo, en la que esa que los tratadistas llaman formación estilística de arte o de creación le niega la sal y el agua a la formación estilística de trabajo informativo. Lisandro, sin embargo, ha renunciado a las cucharadas del orgullo que atiza este debate y ha sabido tomar el partido más justo: el de combinar lo literario y lo periodístico.
Conozco a pocos escritores que hayan sabido guardar lealtad a la literatura y al periodismo. Desde muy joven, Lisandro halló en el periodismo un modo precario de ganarse la vida –y eso no lo demerita sino define a la época en que cuajó su vocación literaria. Pero se dedicó sobre todo al periodismo para –según un término de Tomás Eloy Martínez- “ganar la vida”. Y ganó, además, un campo de aprendizaje, un medio donde mezclarse con la realidad ejerciendo un acto de servicio público. Más tarde, el autor de reportajes, se convirtió en novelista. Podríamos decir con Tom Wolfe, que Lisandro calentó sus motores en ese molde periodístico –el reportaje-, que asumido creadoramente se convierte en antesala del cuento o de la novela. “La Situación”, “Pasión de Urbino”, “Temporada de Ángeles”, “El árbol de la vida”, novelas conocidas que presentan y representan a Lisandro Otero. Pero, paralelamente, puedo recordar a “Trazado”, “Razón y fuerza de Chile”, “En busca de Viet Nam”, “ZDA”, libros de periodismo que igualmente recomiendan a su autor y que todavía mantienen vigencia.
Y mantienen vigencia porque, aunque su contenido haya sido superado por la acumulación sucesiva de años y hechos, a los lectores les queda la opción de degustar la forma y la profundidad del análisis y los datos. Lisandro Otero confirma lo que demostraron José Martí, Víctor Hugo, Pablo de la Torriente Brau, Onelio Jorge Cardoso, Roberto Arlt Gabriel García Márquez, Miguel Bonazzo o el recién fallecido Rysiard Kaspuschinski: que el periodismo, por fuerza de sus urgencias, de sus inmediatas funciones informativas, no tiene que ser superficial, banal, o basto. El periodismo –iba a decir el periodismo más apto, más zahorí- cuando se percata de que los instrumentos tradicionales no bastan para componer un documento que ahonde hasta los instestinos en un tema actual, acude a los préstamos de la literatura. Y de esa dialéctica cooperación, proviene el periodismo literario, tan actual como antiguo.
En fin, Lisandro Otero es también un periodista que emplea su aptitud y su saber literario. Podría él suscribir, con Octavio Paz, que no lo desacredita escribir cuartillas para periódicos, porque ha aspirado a escribir prosa de creación con “la ligereza, el magnetismo y el poder de convicción de un buen artículo de periódico” y ha escrito artículos de periódico “con la espontaneidad, la concisión y la transparencia de un poema”. El libro que hoy presentamos, pues, ha sido escrito al fluir de los días, respondiendo a las demandas noticiosas del mundo de la cultura, la literatura y el arte. Al leerlo, el lector no enterado de lo sucedido en los últimos años o el que ya olvidó un título sepultado entre rimeros de periódicos y revistas, encontrará una información que, trascendiendo el olor a cosa envejecida, como son los periódicos incluso acabados de salir, ofrece una actualidad fresca sobre acontecimientos y personajes.
Para concluir esta presentación, que me honra como periodista, lector y amigo de Lisandro, debo referirme al género a que se ajustaron las prosas de estos “Avisos de ocasión”. Avisos, sí, porque el periodista es avizor. Y también yo he de avisar. He de avisar que lo más arduo al evaluar enunciados periodísticos resulta precisarles el género. Como sabemos, los géneros responden a intenciones. Y las intenciones son libres –muy libres- y por lo tanto se mezclan, se revuelven. En este libro encontrará el lector crónica: habrá siempre un detalle subjetivo, lírico que, a pesar de la objetividad con que Lisandro escribe, se inserta en la crónica, ese esquema que no se sujeta a esquemas, y que por ello Lisandro lo trasciende.
Como trasciende también la reseña. Desde luego, las dificultades para determinar los géneros, propician que los teóricos y los manualistas gocen de su zafra. Y apreciamos que hoy surgen nombres desde cualquier lado de nuestro ejercicio: periodismo investigativo, interpretativo, de precisión, etcétera, siendo todos, en definitiva, resultado de un periodismo creador. A Lisandro le corresponde, a mi parecer, también uno de estos nuevos nombres: el de periodismo ensayístico. Porque, además de las calidades estilísticas clásicas del periodismo –claridad, concisión e interés-, Lisandro se acerca a la realidad noticiosa desde el mirador de las ideas y con la libertad de quien juzga los datos fundamentales del tema sin pretender ser un especialista. Y, según creo, esa es la actitud del ensayista, a quien no le está vedado el periodismo, ni ha de avergonzarse por escribir unas prosas urgentes y urgidas que, al cabo, tienen más de una vida cuando se entregan con oficio y alma.
Este, por tanto, es un libro para subrayar. Claro, intento no hacer el ridículo de recomendar un libro de Lisandro Otero. Pero es inevitable decir claramente que “Avisos de ocasión” tiene la virtud de un sistema de correo apegado a la tradicional sacralidad del servicio: puede guardar por años un mensaje y entregarlo sin achaques al destinatario cuando este lo reclame. Aviso, pues, que estos “Avisos de ocasión” nos depararán más de una sorpresa y mucho más que una ocasión de unos minutos de placer.
lunes, 10 de mayo de 2010
EL COLOR DEL CRISTAL
Por Luis Sexto
A veces me sorprende la duda, aunque no me asusto. Los latinos –también algún filósofo escolático- repetían una máxima que confirmaban el papel constructivo de la duda: “In dubium, veritas”. Esto es, en la duda está la verdad. Por tanto me escudo tras el latinazo para no levantar alguna suspicacia.
Dudo, pues, de que todos estemos convencidos de que no solo con apelaciones políticas y éticas podamos superar las circunstancias precarias en que se desarrolla nuestra sociedad. Dudo, incluso, de que todos estemos convencidos de que, en efecto, afrontamos una existencia material empobrecida, limitada y limitadora. La experiencia nos remite a otra antigua máxima, esta vez en español: De la feria hablamos según nos va en ella. O, mejor, todo es del color del cristal con que se mira. Y a colores suaves, refrescantes, optimistas les tengo pavor: pueden estar enmascarando una realidad que no admite ser soslayada o adulterada.
Pertenezco al conglomerado de los que creen en la ética, incluso en lo que hemos llamado trabajo político, que a veces evidentemente cuesta demasiado “trabajo”, porque uno le echa de menos o lo percibe ineficaz, pero, eso, por hoy, es otro asunto. Reconozco el papel de la ética, de su acción guiadora y modificadora de la conducta humana. Mas la ética no es código de general atribución. Influye en unos –esos que podrían componer “la vanguardia”- a contrapelo de las situaciones adversas. Pero para ejercer algún papel masivo hace falta una base, un seguro lecho material para que se pueda asumir la ética como una norma, salvo que se imponga por la violencia física o estructural.
Vengamos a la realidad: ¿Podríamos pedir a todos los trabajadores que sean eficientes, disciplinados, productivos a pesar de que objetivamente sus salarios poco se relacionan con el costo de la vida y con su destino general? Claro, podríamos convocar a la perfección sin estímulos. Ahora bien, habría que ver cuáles serían los resultados. ¿Estamos seguros de que todos responderían afirmativamente? A lo mejor. Pero esa preclara verdad nunca discutida: el hombre piensa como vive, vuelve a plantarme el insecto de la duda en mi oído.
He visto en la TV reportajes que cuentan cómo en algún sitio se desbroza el marabú. ¿Y después qué? La producción crece, pero disminuye la comercialización, tal vez concebida sobre soluciones que en un momento poco resolvieron. Eso no lo veo en la pantalla. ¿Qué mentalidad cuerda está dispuesta a aceptar que su trabajo resultaría efectivo sobre las mismas reglas de una agricultura centralizada, incluso burocratizada, lenta en sus iniciativas, mal pagada? Hacer producir nuestras tierras racionalmente significa, para mí, dar de comer sin restricciones ni cuotas al pueblo y beneficiar a los agricultores con la justicia que trabajo tan fatigoso, constante y estratégico merece.
No intento desafiar la cordura. Tampoco se trata de auto engañarnos viendo brillo donde hay opacidad; éxito donde insuficiencia; risa donde mueca… Lo subjetivo tiene su papel, pero hoy por hoy la respuesta subjetiva demanda una readecuación de la realidad objetiva. ¿Hasta donde lo organizativo y lo estructural son aspectos de la subjetividad? Por supuesto, los hombres adoptan una u otra organización. Y luego, a mi entender de hombre práctico, el esquema organizativo empieza a ejercer una especie de dictadura objetiva.
Habrá, pues, que reordenar, sin miedo a los presuntos conflictos entre sueños y realidades. Los mejores sueños son los que se pueden conquistar. Los otros, los que entran en deuda con la vida, derivan en pesadillas. La pobreza no resulta un sueño grato. Ni el temor un buen compañero de las ideas y la acción. Joel James, ese santiaguero polémico, clarividente, revolucionario –cuya muerte reciente aún nos punza- escribió en un libro, El ser y la Historia, recién salido a las librerías, una idea contundente: “El miedo paraliza las iniciativas”.
El empeño de mejorar nuestra vida tiene muchos aliados: la política y la ética, y también la acción y la duda razonable que, conducidas por la inteligencia y la audacia, actúan y transforman con certeza.
A veces me sorprende la duda, aunque no me asusto. Los latinos –también algún filósofo escolático- repetían una máxima que confirmaban el papel constructivo de la duda: “In dubium, veritas”. Esto es, en la duda está la verdad. Por tanto me escudo tras el latinazo para no levantar alguna suspicacia.
Dudo, pues, de que todos estemos convencidos de que no solo con apelaciones políticas y éticas podamos superar las circunstancias precarias en que se desarrolla nuestra sociedad. Dudo, incluso, de que todos estemos convencidos de que, en efecto, afrontamos una existencia material empobrecida, limitada y limitadora. La experiencia nos remite a otra antigua máxima, esta vez en español: De la feria hablamos según nos va en ella. O, mejor, todo es del color del cristal con que se mira. Y a colores suaves, refrescantes, optimistas les tengo pavor: pueden estar enmascarando una realidad que no admite ser soslayada o adulterada.
Pertenezco al conglomerado de los que creen en la ética, incluso en lo que hemos llamado trabajo político, que a veces evidentemente cuesta demasiado “trabajo”, porque uno le echa de menos o lo percibe ineficaz, pero, eso, por hoy, es otro asunto. Reconozco el papel de la ética, de su acción guiadora y modificadora de la conducta humana. Mas la ética no es código de general atribución. Influye en unos –esos que podrían componer “la vanguardia”- a contrapelo de las situaciones adversas. Pero para ejercer algún papel masivo hace falta una base, un seguro lecho material para que se pueda asumir la ética como una norma, salvo que se imponga por la violencia física o estructural.
Vengamos a la realidad: ¿Podríamos pedir a todos los trabajadores que sean eficientes, disciplinados, productivos a pesar de que objetivamente sus salarios poco se relacionan con el costo de la vida y con su destino general? Claro, podríamos convocar a la perfección sin estímulos. Ahora bien, habría que ver cuáles serían los resultados. ¿Estamos seguros de que todos responderían afirmativamente? A lo mejor. Pero esa preclara verdad nunca discutida: el hombre piensa como vive, vuelve a plantarme el insecto de la duda en mi oído.
He visto en la TV reportajes que cuentan cómo en algún sitio se desbroza el marabú. ¿Y después qué? La producción crece, pero disminuye la comercialización, tal vez concebida sobre soluciones que en un momento poco resolvieron. Eso no lo veo en la pantalla. ¿Qué mentalidad cuerda está dispuesta a aceptar que su trabajo resultaría efectivo sobre las mismas reglas de una agricultura centralizada, incluso burocratizada, lenta en sus iniciativas, mal pagada? Hacer producir nuestras tierras racionalmente significa, para mí, dar de comer sin restricciones ni cuotas al pueblo y beneficiar a los agricultores con la justicia que trabajo tan fatigoso, constante y estratégico merece.
No intento desafiar la cordura. Tampoco se trata de auto engañarnos viendo brillo donde hay opacidad; éxito donde insuficiencia; risa donde mueca… Lo subjetivo tiene su papel, pero hoy por hoy la respuesta subjetiva demanda una readecuación de la realidad objetiva. ¿Hasta donde lo organizativo y lo estructural son aspectos de la subjetividad? Por supuesto, los hombres adoptan una u otra organización. Y luego, a mi entender de hombre práctico, el esquema organizativo empieza a ejercer una especie de dictadura objetiva.
Habrá, pues, que reordenar, sin miedo a los presuntos conflictos entre sueños y realidades. Los mejores sueños son los que se pueden conquistar. Los otros, los que entran en deuda con la vida, derivan en pesadillas. La pobreza no resulta un sueño grato. Ni el temor un buen compañero de las ideas y la acción. Joel James, ese santiaguero polémico, clarividente, revolucionario –cuya muerte reciente aún nos punza- escribió en un libro, El ser y la Historia, recién salido a las librerías, una idea contundente: “El miedo paraliza las iniciativas”.
El empeño de mejorar nuestra vida tiene muchos aliados: la política y la ética, y también la acción y la duda razonable que, conducidas por la inteligencia y la audacia, actúan y transforman con certeza.
lunes, 3 de mayo de 2010
UN PUESTO EN LA HISTORIA
Por Luis Sexto
El húngaro Paul Tabori escribió un libro que uno ha de leer más de una vez: Historia de la estupidez humana. La edición que conservo cuenta con más de 600 páginas. Gruesa historia, ¿eh? Pero nunca tan gruesa como para decir que está completa. El propio autor dice, después de poner el FIN, que la estupidez no termina: se repite y acumula nuevos folios.
De primera intención resulta un libro curioso. A quién no le gusta conocer las estupideces ajena. Porque desde luego, ninguno de esos episodios que Tabori cuenta va conmigo. Así solemos pensar. Si fumo, el cáncer consumirá a otros; si soy promiscuo sexualmente, el SIDA no tiene por qué alquilar una habitación en mi organismo y empezar a debilitarme. Para eso, para contraer males mediante hábitos negativos, están los demás… Yo seré siempre un elegido de la fortuna. Y ya vemos cómo, con esas actitudes, ingresamos en esa historia de la cual queremos excluirnos. ¿Yo estúpido?
Hay diversas maneras de serlo. Por ejemplo, dice Tabori que el papeleo es la estupidez más costosa de la historia. Señala otras manifestaciones. Pero no recuerdo si cita a la mentira como una de las formas más tontas de la estupidez. Debe haberla tenido en cuenta. Pero si no la tuvo presente, se la sugiero. Y la expongo como a Tabori le gusta, mediante una breve anécdota -¿debo aclarar que verídica? Un director llamó a uno de sus administradores preguntándole por tal tarea (ponga usted los nombres de personas, cosas y lugares). El subordinado le respondió diciéndole que usted, director, nunca me ha asignado recursos para acometerla. El jefe cambió el tema, y cuando ser marchó, el otro comentó con alguien que estaba al lado: Sabes por qué me pregunta: porque ya la reportó a la provincia como terminada…
Nadie se asombre. Esto que digo no es nuevo. Raúl Casatro habló de ello hace unos meses. Yo mismo he retomado el tema. Me acuerdo de aquel artículo de Bohemia, en los 90, titulado “Esa vieja dama indigna”. Poco cambian las cosas. La mentira sigue usurpando la dignidad de los métodos de trabajo. Y el que la usa –digo con respeto- se adscribe al casillero de las estupideces. No decimos acaso que más pronto se agarra a un cojo que a un mentiroso y que para decir mentiras y comer pescado hay que andar con mucho cuidado…
Ahora bien, cuáles son las causas de la falsedad en ciertos informes y partes, evaluaciones y pronósticos. El periódico no me cede espacio para abrir un hueco en el piso y pasar al subsuelo. Solo puedo insinuar, en términos generales, que la ética se nos ha escurrido por el camino de las conveniencias, la doble moral y el papeleo burocrático. Pero, además, si aún algunos prosiguen usando la mentira como técnica de rendir cuentas, es porque detectan un agujero negro en instancias que deben exigir la verdad y solo la verdad y que, en cambio, se contentan con cualquier número o dato y soslayan confirmar la realidad que les llega en papeles y frases cuadradas. Entre los revolucionarios -pensará alguien- no debemos andar con esa bobería de estar desconfiando. Y quizás otro se recomiende a sí mismo: Suave, suave, que la exigencia es un bumerang…
Así, pues, quien no confirma y fiscaliza, tácitamente admite que le tomen el pelo, o deja campear libremente esa forma de estupidez por nuestra economía y nuestra sociedad.
Claro, también estar demasiado seguro de que nadie me puede engañar, a mí, el bárbaro, es un modo de ganar un sitio en la Historia…
El húngaro Paul Tabori escribió un libro que uno ha de leer más de una vez: Historia de la estupidez humana. La edición que conservo cuenta con más de 600 páginas. Gruesa historia, ¿eh? Pero nunca tan gruesa como para decir que está completa. El propio autor dice, después de poner el FIN, que la estupidez no termina: se repite y acumula nuevos folios.
De primera intención resulta un libro curioso. A quién no le gusta conocer las estupideces ajena. Porque desde luego, ninguno de esos episodios que Tabori cuenta va conmigo. Así solemos pensar. Si fumo, el cáncer consumirá a otros; si soy promiscuo sexualmente, el SIDA no tiene por qué alquilar una habitación en mi organismo y empezar a debilitarme. Para eso, para contraer males mediante hábitos negativos, están los demás… Yo seré siempre un elegido de la fortuna. Y ya vemos cómo, con esas actitudes, ingresamos en esa historia de la cual queremos excluirnos. ¿Yo estúpido?
Hay diversas maneras de serlo. Por ejemplo, dice Tabori que el papeleo es la estupidez más costosa de la historia. Señala otras manifestaciones. Pero no recuerdo si cita a la mentira como una de las formas más tontas de la estupidez. Debe haberla tenido en cuenta. Pero si no la tuvo presente, se la sugiero. Y la expongo como a Tabori le gusta, mediante una breve anécdota -¿debo aclarar que verídica? Un director llamó a uno de sus administradores preguntándole por tal tarea (ponga usted los nombres de personas, cosas y lugares). El subordinado le respondió diciéndole que usted, director, nunca me ha asignado recursos para acometerla. El jefe cambió el tema, y cuando ser marchó, el otro comentó con alguien que estaba al lado: Sabes por qué me pregunta: porque ya la reportó a la provincia como terminada…
Nadie se asombre. Esto que digo no es nuevo. Raúl Casatro habló de ello hace unos meses. Yo mismo he retomado el tema. Me acuerdo de aquel artículo de Bohemia, en los 90, titulado “Esa vieja dama indigna”. Poco cambian las cosas. La mentira sigue usurpando la dignidad de los métodos de trabajo. Y el que la usa –digo con respeto- se adscribe al casillero de las estupideces. No decimos acaso que más pronto se agarra a un cojo que a un mentiroso y que para decir mentiras y comer pescado hay que andar con mucho cuidado…
Ahora bien, cuáles son las causas de la falsedad en ciertos informes y partes, evaluaciones y pronósticos. El periódico no me cede espacio para abrir un hueco en el piso y pasar al subsuelo. Solo puedo insinuar, en términos generales, que la ética se nos ha escurrido por el camino de las conveniencias, la doble moral y el papeleo burocrático. Pero, además, si aún algunos prosiguen usando la mentira como técnica de rendir cuentas, es porque detectan un agujero negro en instancias que deben exigir la verdad y solo la verdad y que, en cambio, se contentan con cualquier número o dato y soslayan confirmar la realidad que les llega en papeles y frases cuadradas. Entre los revolucionarios -pensará alguien- no debemos andar con esa bobería de estar desconfiando. Y quizás otro se recomiende a sí mismo: Suave, suave, que la exigencia es un bumerang…
Así, pues, quien no confirma y fiscaliza, tácitamente admite que le tomen el pelo, o deja campear libremente esa forma de estupidez por nuestra economía y nuestra sociedad.
Claro, también estar demasiado seguro de que nadie me puede engañar, a mí, el bárbaro, es un modo de ganar un sitio en la Historia…
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