lunes, 28 de enero de 2008

EXTRANJERO EN CASA

He venido acostumbrándome a ser una víctima del litigio entre las apariencias y las esencias, en cuyos anales habré de entrar por obligaciones que me han impuesto mis semejantes. A veces me parezco al que no soy, y otras no soy el que parezco. Y desde niño –pelo como el sol, piel de tomate maduro y ojos de esperanza—, me apodaron el galleguito. En la adolescencia me otorgaron el pasaporte de americano, y de joven me incluyeron entre los rusos.

Esta última nacionalidad la conquisté en Artemisa cuando –ya lo he dicho- trabajaba de agrimensor en los centrales Eduardo García Lavandero y Abraham Lincoln. Entonces, aunque mi cabellera no había empezado aún a padecer su prematura sequía, la protegía del sol con una gorra que un tío materno, becario en la URSS, me regaló al regresar, y con la cual merecí, además de por la aparente fisonomía nórdica, el concepto de técnico extranjero ante los que me veían de lejos.

Pero otros estimaron que de alguna manera tendría yo que ser algo más que cubano, porque un apenas perceptible ceceo en la dicción hacía creer a ciertas damas y caballeros refinados que hablaban con un peninsular. Al final de la charla tenía que responder la consabida pregunta: ¿Es usted español? No; mi abuelo sí –añadía para no defraudarlos.

Y mientras esa faena de ser doble de mí mismo osciló en lo relativo al origen nacional, no había ninguna desventaja. Mi presencia imponía un parecer sin que yo tuviera que fingir o mentir. Pero más tarde, según evolucionaba en edad y reflejos, empecé a aparentar –sin pretenderlo, claro está- dignidades o profesiones. Una vez, tan atrás como los inicios de los 60, me presentaron a un señor que resultó ser obispo de la iglesia liberal católica, una confesión menos usual que otras. Hablamos de mil divinidades. Al despedirme, aquel hombre, que había observado con fijeza mi cabeza y que incluso trajo él mismo el café para poder observarla desde arriba mientras yo seguía sentado, me preguntó de sopetón: ¿Es usted cura Y sonriendo, le respondí: ¿Qué, echa de menos la tonsura?

Y ese tomarme por lo que no soy, ya implicaba sus riesgos, porque si lo hubiera creído sin consultarme, y mi ética o mi pergeño no hubiesen encajado en el modelo de hábito y conducta, el gremio habría resultado con daños y perjuicios. O los pacientes. Porque el instructor que me enseño a conducir equivocó la profesión que en ese tiempo me permitía emplear un automóvil. Tras los primeros días de práctica, y de haber sudado bajo un recital de insultos estimulantes, me pidió que le recetara algún medicamento para una dolencia en el lado derecho del abdomen. Vaya al médico –le recomendé. Pero doctor, usted no se habrá disgustado conmigo... Mire, ese es nuestro estilo de enseñar.

En fin, padezco de una especie de sino incurable, una fatalidad congénita. Crónica. Hace poco, un respetable ciudadano me pidió le regalara un ejemplar de Los que se fueron. Le cedí el mío. Abrió la primera página en blanco y me pidió que se lo dedicara, pues la firma del autor aseguraba la eternidad del volumen en su casa. Ah, perdone, yo no soy Luis Báez, aunque habría sido un periodista dichoso si hubiera escrito ese libro-dije alegrándome de que el lector no cocinara algo maligno contra el otro Luis.

La última ocurrencia refuerza la perdurabilidad de los enredos en mi vida. Ya he desechado la cuenta de los licenciados de la picardía que se ofrecen para guiarme por La Habana Vieja. Me ven como presa urgida de información turística. Y una tarde, con apetito de alguna emoción rara, autoricé que me sedujeran mediante un españolizado sí, hombre. Y aquel cicerone sin mangas me llevó por el Malecón. Sobre el muro recitó una frase copiada quizás de Lezama Lima o Alejo Carpentier. Las gotas de una de las recientes marejadas le encristalaban la piel; de lejos hubiese parecido que sudaba el centavo que proyectaba quitarme. Este muro -decía- es la quintaesencia de las ensoñaciones habaneras. Eso pasaba como justo y bueno. Pero todavía me pregunto qué tipo de español se habría figurado él que soy, porque frente a la farola del Morro me informó que en ese castillo había peleado contra los ingleses el General... Elpidio Valdés*. Párate ahí -le dije. Yo seré gallego, pero no bruto, ¿eh?

*Elpidio Valdés, personaje de los comics cubanos.

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