viernes, 25 de enero de 2008

MAGNA COSA


Nadie habla ya de la magnanimidad. La palabra ha sido confinada a los fondos del vocabulario habitual, como un bote naufragado en una charca de indiferencia. ¿Qué sabe usted de ella? También –me arriesgo a decir- pocos la ejercitan.

La magnanimidad no es solo virtud de poderosos. Una de sus raíces, el magnus latino, insinúa un eco propio de emperadores, conquistadores, señores feudales. El señor es magnánimo porque “solo él es grande”, y nadie más puede perdonar un crimen, condonar una deuda, conceder una gracia. Así dicen algunos.

Escribo de algo tan raro como la magnanimidad por una razón personal. Encomendé a cada uno de mis alumnos en la Facultad de Comunicación, que redactaran una nota de 40 líneas sobre esa virtud, y me impongo una tarea similar, para emular, o para –en actitud auto provocadora- realizar como aprendiz cuanto pido como profesor.

A mi parecer, la magnanimidad compone una manifestación del amor, de la solidaridad. Resulta, por norma, un sentimiento, un proceder individual que suele manifestarse en momentos extremos; ella misma resulta una decisión, un acto, extremo. Se relaciona con el perdón. Pero perdonar, más que un gesto magnánimo, es efecto de la generosidad. Todo esto, como apreciamos, se mezcla. Pero, si la generosidad dona, entrega, regala, lo que uno posee e incluso lo que no tiene, la magnanimidad trasciende la ofrenda de algo que damos sin que por ello dañemos el propio valor. ¿Soy claro? Veamos. Puedo quedarme desnudo, porque cedí mi ropa a quien la necesitaba más. Sin embargo, mi integridad, mi interior, permanece incólume. La magnanimidad –un compuesto de magna y ánima; alma grande, en español- suele ser, en cambio, un despojamiento, una cesión de lo más nuestro.

Es famosa la anécdota de Isaac Barrow. Era, en su tiempo, un matemático sobresaliente; quizás el más abarcador. Y un día presentó la renuncia de su cátedra en una universidad famosa. El rector le preguntó la causa, pensando que quería mayor sueldo. Y Barrow le respondió que renunciaba con una condición. ¿Cuál? Que mi alumno Isaac Newton me sustituya. He descubierto que sabe más matemática que yo.

Y nosotros qué. ¿Tendremos que ser grandes para ser magnánimos? Tampoco es virtud exclusiva de la aristocracia espiritual. Todos, cada día, nos ponemos en posición de administrar la magnanimidad. Por ejemplo, esa persona investida de autoridad que impone una multa indebidamente, porque el presunto infractor le demostró que estaba equivocado, y por lo cual no debe permitir que el principio de autoridad se resquebraje. O el profesor que reduce injustamente la nota para ajustar las cuentas con el desplante de un estudiante. O el que condiciona un favor a una dama, a cambio de otro favorcito. O el que recusa o aplaza la promoción, porque “este tipo” es superior a mí, y yo no sirvo de escalón a nadie...

Pequeñas cosas usuales, en cuya diminuta dimensión, si uno opta por el desprendimiento magnánimo, renuncia a lo peor de sí para resurgir dotado con el ímpetu de un ala.

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