Por Luis Sexto
En la historia larga y gruesa por preservar en Cuba la integridad de la justicia y la libertad, el isleño tiene un papel fundador. Desde fechas inaugurales, el pequeño agricultor canario peleó contra las mandíbulas del latifundio ganadero o azucarero que pretendían desalojarlo para explayarse o arrebatarle el patrimonio del tabaco.
Ese insumiso apego a la tierra lo mantuvo protagonizando en casi todo el período colonial lo que don Fernando Ortiz denominó contrapunteo del tabaco y del azúcar. Peleó el isleño además contra la ley real, contra el monopolio peninsular que dañaba, recortaba, el empeño económico del reducto tabacalero. Y sangre veguera y cuellos vegueros jalonaron desde el siglo XVI el martirologio de la rebeldía. Las crónicas relatan minuciosamente el litigio de 1720 a 1723. En este último año, los vegueros del sur de La Habana acometieron uno de los primeros actos insurgentes contra el poder de la metrópoli. Doce fueron ahorcados en el camino de Jesús del Monte, poblado canario por fundación. El terror impulsó a muchos a migrar hacia otros sitios. Y las vegas tabacaleras comenzaron a proliferar en la Vuelta Abajo.
José Martí, que tantas síntesis de hombres y de cosas de Cuba elaboró, condecora el espíritu rebelde, justiciero, del canario con esta caracterización:
"No hay valla al valor del isleño, ni a su fidelidad, ni a su constancia, cuando siente en su misma persona, o en los que ama, maltratada la justicia (...)".
Líneas más abajo, el Apóstol puntualiza, ubica el espacio épico: "¿Quién que peleó en Cuba, dondequiera que pelease, no recuerda a un héroe isleño?"
Se refería Martí al concurso de los inmigrantes de las Islas Canarias en la Guerra de los Diez Años. Porque, junto con el criollo — negro y blanco —, el africano, el español comprometido con la libertad, el chino y combatientes de otras nacionalidades, el canario obedeció a voces y clarines del Ejército Mambí, en la revolución fraguada en el ingenio Demajagua. Carlos Manuel de Céspedes da un testimonio parcial, pero insuperable de la militancia canaria en la manigua. Escribió en su Diario los días 25 y 27 de agosto de 1872:
"... Encontramos a la familia del teniente coronel (Pancho) Vega y hubo una escena: la reunión de todos sus miembros sanos y salvos al cabo de 4 años de guerra y en presencia de su gobierno".
Dos jornadas más tarde, precisa:
"La familia de estos Vega es toda de Canarias que vinieron aquí a buscar fortuna y han abrazado nuestra causa".
Y el isleño repite su presencia en la contienda que, preparada por Martí desde Estados Unidos, se manifestó el 24 de febrero de 1895 y terminó con la oportunista y conquistadora intervención del ejército norteamericano en 1898. Los canarios volvieron a vestir los harapos y comieron de la mesa enclenque y ocasional del mambí. Y de todos los españoles caídos sirviendo a Cuba en las filas insurrectas, el 43,2 por ciento era de origen canario. Cifra que sugiere a simple vista cierta preponderancia de los isleños sobre los oriundos de otras regiones españolas. Y sugiere cuánto de hidalguía, de arrojo, de abnegación impulsaba al isleño en la manigua. La muerte no lo detenía en el empuje o la carga mambisa frente a los cuadros peninsulares de donde partía el plomo repetido de los máuseres o asomaban los cuchillos calados de los fusiles.
Tanto coraje llamó a las estrellas. Y entre los 27 mambises que en la contienda del 95 mandaron con el grado de mayor general había un canario: Manuel Suárez Delgado, nacido en Santa Cruz de Tenerife en 1840 (afirman también que en 1844) y fallecido en Camagüey 77 años más tarde.
La biografía del General Suárez yace sepultada. Su nombre se menciona en memorias o diarios de campaña. Pero aún no se han sistematizado y aclarado, que yo sepa, la vida y los hechos del General. El investigador José Quintas, de Ciego de Ávila, presentó los primeros hallazgos de su indagatoria y con ellos mereció el primer premio del coloquio historiográfico canario celebrado en 1984 con los auspicios de la Asociación Canaria Leonor Pérez.
Los apuntes de Quintas favorecen hilvanar una relación sumaria del General Suárez. De joven eligió la carrera militar. Sirvió un año en Marruecos. Durante la década de los 60, lo radicaron en Cuba. Aquí abandonó el uniforme. Y se ligó a los jóvenes contestatarios de la Acera del Louvre, sitio céntrico de La Habana donde confluían las aspiraciones e inconformidades políticas y sociales de la juventud radical y beligerante. Luego del 10 de octubre de 1868, Suárez emigró a Estados Unidos. Desde allí le resultará más accesible incorporarse a los seguidores de Céspedes. Y en 1869 regresó en la expedición del Perrit, al mando de Francisco Javier Cisneros y Tomás Jordán. Era El 11 de mayo. En el estero de Canalito, bahía de Nipe, costa norte oriental, los expedicionarios desembarcaron 2 340 fusiles Springfield y municiones. De acuerdo con los historiadores fue el mayor alijo insurrecto durante la Guerra de los Diez Años.
Suárez mandaba la compañía llamada Rifleros de la libertad. Establecido en la manigua integró las fuerzas del Mayor General Ignacio Agramonte. Entre otras, y con otros jefes, peleó en las batallas de La Sacra, Palo Seco, Las Guásimas, acciones que bastan para consagrar cualquier expediente patriótico.
Tras el Pacto pacificador de El Zanjón. El General Suárez puso hogar en Santa Clara. Participó en los secretos conspirativos de 1879, vinculado al abogado José Martí, entonces en pos de su historia. Fracaso. Nueva espera. Y el 16 de junio de 1895, de la ciudad se trasladó al campo de la guerra. Entre febrero y junio de 1896 fue jefe del Tercer Cuerpo del Ejército Libertador, en Camagüey. En ese cargo Suárez se aplanó en la pasividad.
"Ni dio combates ni realizó nada digno de mención", apuntó el General Loynaz del Castillo en sus memorias.
¿Por qué? Las causas siguen al parecer en la incógnita. Tal vez alguna injusticia contra sus méritos, una preterición, en fin, debilidades humanas que lo desilusionaron.
El Generalísimo Máximo Gómez lo destituyó en presencia del Ejército, luego de dirigirle violentos cargos que Suárez recibió con silenciosa resignación. Pero si no terminó brillantemente su faena militar, supo conservar la dignidad del patriota en medio de la adversidad y el bochorno. El propio Loynaz acotó:
"No por eso abandonó el campo de la Revolución, cuya suerte quiso hasta lo último compartir".
Otras estrellas distinguieron camisas canarias. General de división fue Matías Vega Alemán, nacido en Las Palmas en 1861 y fallecido en Santiago de Cuba en 1905. Y General de brigada, Julián Santana Santana. Nacido en Tenerife en 1830, murió en Las Tunas en 1931. Combatientes desde 1868, de ambos los datos son escasísimos.
Jacinto Hernández portó también las estrellas de brigadier. Fue uno de los generales veteranos de la guerra del 95 que más tiempo vivió en la República. En 1950 tenía 80 años. Entonces quedaban solo seis generales de los 140 que formaron el cuerpo de mando superior en la insurrección.
La biografía de Hernández es más conocida por causa de su longevidad. Además, fue un ciudadano destacado antes y después de la contienda. A los 12 años vino a Cuba. Precedía de Gran Canaria. Había nacido en 1863. Su padre lo aguardaba aquí. Se estableció en San Antonio de las Vegas, en el sur de La Habana. Cuando los jefes supremos del Ejército Libertador, Máximo Gómez y Antonio Maceo, invadieron esa comarca, el Generalísimo se entrevistó con Hernández, a la sazón alcalde del pueblo. Ambos acordaron que el canario se alzaría en armas. Cumplió. El 10 de febrero de 1896 se presentó en la manigua capitaneando a 400 hombres. Gómez lo promovió a comandante. Y al concluir la campaña lo ascendió a general de brigada. Don Jacinto operó en La Habana. En la paz fue el primer alcalde revolucionario de la villa de Güines. Concluido su mandato en los primeros años de la república intervenida, frustrada, por Estados Unidos, se retiró a su finca para cultivar caña de azúcar.
En mis indagaciones hallé también el nombre de José Fernández Mayato, coronel. Antes de alistarse en las filas mambisas, en Matanzas, participó en la extinción del incendio de la ferretería de Isasi, sita entonces en la esquina de Lamparilla y Mercaderes. El hecho se conserva con colores de luto en la memoria de La Habana. El fuego, que ennegreció el 17 de mayo de 1890, prendió dinamita almacenada en el establecimiento. Veintiocho bomberos perecieron. Y hoy se les venera, al igual que ayer, como mártires del altruismo, porque eran voluntarios vinculados a aquel suceso por sentimientos de generosidad y servicio público.
En 1920, el Coronel Fernández Mayato ocupó la jefatura del Cuerpo de Bomberos de la capital.
Ganó el prestigio de trabajador honrado y eficiente.
Extraviados en los anales bélicos, o sin ser recogidos por estos, pueden rutilar en la opacidad del desconocimiento otras estrellas isleñas. La historia las despejará. Queden estas menciones como un acercamiento incompleto, como un acto de gratitud a los canarios que ante el apego a la madre patria injusta, prefirieron servir a la justicia en la patria de adopción.
En la historia larga y gruesa por preservar en Cuba la integridad de la justicia y la libertad, el isleño tiene un papel fundador. Desde fechas inaugurales, el pequeño agricultor canario peleó contra las mandíbulas del latifundio ganadero o azucarero que pretendían desalojarlo para explayarse o arrebatarle el patrimonio del tabaco.
Ese insumiso apego a la tierra lo mantuvo protagonizando en casi todo el período colonial lo que don Fernando Ortiz denominó contrapunteo del tabaco y del azúcar. Peleó el isleño además contra la ley real, contra el monopolio peninsular que dañaba, recortaba, el empeño económico del reducto tabacalero. Y sangre veguera y cuellos vegueros jalonaron desde el siglo XVI el martirologio de la rebeldía. Las crónicas relatan minuciosamente el litigio de 1720 a 1723. En este último año, los vegueros del sur de La Habana acometieron uno de los primeros actos insurgentes contra el poder de la metrópoli. Doce fueron ahorcados en el camino de Jesús del Monte, poblado canario por fundación. El terror impulsó a muchos a migrar hacia otros sitios. Y las vegas tabacaleras comenzaron a proliferar en la Vuelta Abajo.
José Martí, que tantas síntesis de hombres y de cosas de Cuba elaboró, condecora el espíritu rebelde, justiciero, del canario con esta caracterización:
"No hay valla al valor del isleño, ni a su fidelidad, ni a su constancia, cuando siente en su misma persona, o en los que ama, maltratada la justicia (...)".
Líneas más abajo, el Apóstol puntualiza, ubica el espacio épico: "¿Quién que peleó en Cuba, dondequiera que pelease, no recuerda a un héroe isleño?"
Se refería Martí al concurso de los inmigrantes de las Islas Canarias en la Guerra de los Diez Años. Porque, junto con el criollo — negro y blanco —, el africano, el español comprometido con la libertad, el chino y combatientes de otras nacionalidades, el canario obedeció a voces y clarines del Ejército Mambí, en la revolución fraguada en el ingenio Demajagua. Carlos Manuel de Céspedes da un testimonio parcial, pero insuperable de la militancia canaria en la manigua. Escribió en su Diario los días 25 y 27 de agosto de 1872:
"... Encontramos a la familia del teniente coronel (Pancho) Vega y hubo una escena: la reunión de todos sus miembros sanos y salvos al cabo de 4 años de guerra y en presencia de su gobierno".
Dos jornadas más tarde, precisa:
"La familia de estos Vega es toda de Canarias que vinieron aquí a buscar fortuna y han abrazado nuestra causa".
Y el isleño repite su presencia en la contienda que, preparada por Martí desde Estados Unidos, se manifestó el 24 de febrero de 1895 y terminó con la oportunista y conquistadora intervención del ejército norteamericano en 1898. Los canarios volvieron a vestir los harapos y comieron de la mesa enclenque y ocasional del mambí. Y de todos los españoles caídos sirviendo a Cuba en las filas insurrectas, el 43,2 por ciento era de origen canario. Cifra que sugiere a simple vista cierta preponderancia de los isleños sobre los oriundos de otras regiones españolas. Y sugiere cuánto de hidalguía, de arrojo, de abnegación impulsaba al isleño en la manigua. La muerte no lo detenía en el empuje o la carga mambisa frente a los cuadros peninsulares de donde partía el plomo repetido de los máuseres o asomaban los cuchillos calados de los fusiles.
Tanto coraje llamó a las estrellas. Y entre los 27 mambises que en la contienda del 95 mandaron con el grado de mayor general había un canario: Manuel Suárez Delgado, nacido en Santa Cruz de Tenerife en 1840 (afirman también que en 1844) y fallecido en Camagüey 77 años más tarde.
La biografía del General Suárez yace sepultada. Su nombre se menciona en memorias o diarios de campaña. Pero aún no se han sistematizado y aclarado, que yo sepa, la vida y los hechos del General. El investigador José Quintas, de Ciego de Ávila, presentó los primeros hallazgos de su indagatoria y con ellos mereció el primer premio del coloquio historiográfico canario celebrado en 1984 con los auspicios de la Asociación Canaria Leonor Pérez.
Los apuntes de Quintas favorecen hilvanar una relación sumaria del General Suárez. De joven eligió la carrera militar. Sirvió un año en Marruecos. Durante la década de los 60, lo radicaron en Cuba. Aquí abandonó el uniforme. Y se ligó a los jóvenes contestatarios de la Acera del Louvre, sitio céntrico de La Habana donde confluían las aspiraciones e inconformidades políticas y sociales de la juventud radical y beligerante. Luego del 10 de octubre de 1868, Suárez emigró a Estados Unidos. Desde allí le resultará más accesible incorporarse a los seguidores de Céspedes. Y en 1869 regresó en la expedición del Perrit, al mando de Francisco Javier Cisneros y Tomás Jordán. Era El 11 de mayo. En el estero de Canalito, bahía de Nipe, costa norte oriental, los expedicionarios desembarcaron 2 340 fusiles Springfield y municiones. De acuerdo con los historiadores fue el mayor alijo insurrecto durante la Guerra de los Diez Años.
Suárez mandaba la compañía llamada Rifleros de la libertad. Establecido en la manigua integró las fuerzas del Mayor General Ignacio Agramonte. Entre otras, y con otros jefes, peleó en las batallas de La Sacra, Palo Seco, Las Guásimas, acciones que bastan para consagrar cualquier expediente patriótico.
Tras el Pacto pacificador de El Zanjón. El General Suárez puso hogar en Santa Clara. Participó en los secretos conspirativos de 1879, vinculado al abogado José Martí, entonces en pos de su historia. Fracaso. Nueva espera. Y el 16 de junio de 1895, de la ciudad se trasladó al campo de la guerra. Entre febrero y junio de 1896 fue jefe del Tercer Cuerpo del Ejército Libertador, en Camagüey. En ese cargo Suárez se aplanó en la pasividad.
"Ni dio combates ni realizó nada digno de mención", apuntó el General Loynaz del Castillo en sus memorias.
¿Por qué? Las causas siguen al parecer en la incógnita. Tal vez alguna injusticia contra sus méritos, una preterición, en fin, debilidades humanas que lo desilusionaron.
El Generalísimo Máximo Gómez lo destituyó en presencia del Ejército, luego de dirigirle violentos cargos que Suárez recibió con silenciosa resignación. Pero si no terminó brillantemente su faena militar, supo conservar la dignidad del patriota en medio de la adversidad y el bochorno. El propio Loynaz acotó:
"No por eso abandonó el campo de la Revolución, cuya suerte quiso hasta lo último compartir".
Otras estrellas distinguieron camisas canarias. General de división fue Matías Vega Alemán, nacido en Las Palmas en 1861 y fallecido en Santiago de Cuba en 1905. Y General de brigada, Julián Santana Santana. Nacido en Tenerife en 1830, murió en Las Tunas en 1931. Combatientes desde 1868, de ambos los datos son escasísimos.
Jacinto Hernández portó también las estrellas de brigadier. Fue uno de los generales veteranos de la guerra del 95 que más tiempo vivió en la República. En 1950 tenía 80 años. Entonces quedaban solo seis generales de los 140 que formaron el cuerpo de mando superior en la insurrección.
La biografía de Hernández es más conocida por causa de su longevidad. Además, fue un ciudadano destacado antes y después de la contienda. A los 12 años vino a Cuba. Precedía de Gran Canaria. Había nacido en 1863. Su padre lo aguardaba aquí. Se estableció en San Antonio de las Vegas, en el sur de La Habana. Cuando los jefes supremos del Ejército Libertador, Máximo Gómez y Antonio Maceo, invadieron esa comarca, el Generalísimo se entrevistó con Hernández, a la sazón alcalde del pueblo. Ambos acordaron que el canario se alzaría en armas. Cumplió. El 10 de febrero de 1896 se presentó en la manigua capitaneando a 400 hombres. Gómez lo promovió a comandante. Y al concluir la campaña lo ascendió a general de brigada. Don Jacinto operó en La Habana. En la paz fue el primer alcalde revolucionario de la villa de Güines. Concluido su mandato en los primeros años de la república intervenida, frustrada, por Estados Unidos, se retiró a su finca para cultivar caña de azúcar.
En mis indagaciones hallé también el nombre de José Fernández Mayato, coronel. Antes de alistarse en las filas mambisas, en Matanzas, participó en la extinción del incendio de la ferretería de Isasi, sita entonces en la esquina de Lamparilla y Mercaderes. El hecho se conserva con colores de luto en la memoria de La Habana. El fuego, que ennegreció el 17 de mayo de 1890, prendió dinamita almacenada en el establecimiento. Veintiocho bomberos perecieron. Y hoy se les venera, al igual que ayer, como mártires del altruismo, porque eran voluntarios vinculados a aquel suceso por sentimientos de generosidad y servicio público.
En 1920, el Coronel Fernández Mayato ocupó la jefatura del Cuerpo de Bomberos de la capital.
Ganó el prestigio de trabajador honrado y eficiente.
Extraviados en los anales bélicos, o sin ser recogidos por estos, pueden rutilar en la opacidad del desconocimiento otras estrellas isleñas. La historia las despejará. Queden estas menciones como un acercamiento incompleto, como un acto de gratitud a los canarios que ante el apego a la madre patria injusta, prefirieron servir a la justicia en la patria de adopción.
1 comentario:
Este es mi primer comentario. No voy a comentar nada para ver si me lo aprueban. Sino me lo aprueban significa que mi participacion no es bienvenida, y no participare mas.
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