Por Luis Sexto
Me asusta escribir sobre la mujer, porque temo escribir tonterías. Voy, no obstante, a liar algunos apuntes. Parto reconociendo que lo mejor de la pareja humana es su región femenina. Tiene ella lo que a veces falta a los varones: la sabiduría de comprender, la abnegación de tolerar y desdoblarse, y la ternura de mojar con sangre de uno de sus dedos la arcilla de la maternidad.
Lo digo, y sé que todavía el machismo cuenta con aire entre nosotros. A veces creemos que la mujer solo está llamada a ser madre y a cuidar la casa, tal como escribió el polaco Kapuschinski sobre la mujer africana: la mitad de su vida la dedica a parir y llevar los hijos sobre las espaldas y la otra mitad a rayar la yuca para la mandioca. Algunos, incluso, le asignamos un papel maligno en las relaciones amorosas. ¡Cuánto bolero melódico, cordial, intenso, compuesto por hombres, nos la describen como un ser perverso!
Afortunadamente, todo ese andamiaje costumbrista va poco a poco desapareciendo o transformándose en una relación poética más pulida, más serena. La mujer ha sabido realizar la revolución, primeramente dentro de sí, echando a un lado prejuicios de siglos. Y ha demostrado que, sin su concurso, el país y la familia andarían más lentamente, cojeando y, sobre todo, sin cumplir parte de la justicia. Lo demás, el poema o el guiño, el juramento o el desdén, corresponden a la prosa personal de lo cotidiano. Quizás al folclor de Eros.
El Día de los Enamorados o el Día de la Mujer y cualquier otra fecha componen, en síntesis, el espacio que nosotros debemos aprovechar para lavarnos las mil inconsecuencias de nuestra conducta de esposo o novio, amigo o contrapartida masculina de la mujer, y prometernos un porvenir más sensato. No veo las fechas en que recordamos a las damas de otra manera. Sé que existe una deuda de gratitud y reconocimiento que aún continúa mostrando sus cifras sin cancelar. Y urgimos, por ello, releer hoy a uno de los autores más agraciados en sus páginas sobre la mujer. Recuerdo una frase de José Martí que ha llegado a ser como la síntesis de la doctrina revolucionaria acerca de la participación de la mujer en la sociedad. Sin su concurso, afirmó el Apóstol, las campañas de los pueblos son débiles. Porque, desde luego, les faltaría el complemento que fortalece y tonifica.
Martí fue un enamorado. Pero no un enamorado feliz. Pudo quejarse justamente de carecer del pecho femenino que le sirviera de sostén, al menos en su matrimonio, y sin embargo, calló. Porque –decía- “de mujer puede ser/ que mueras de su mordida, / pero no manches tu vida/ diciendo mal de mujer.” Ahondando en la intimidad martiana, no he hallado, entre tantas de tantos, carta de amor más intensa en su brevedad, más viril en su percusión, ni más respetuosa y comedida en su apasionada expresión que aquella dirigida por el joven Martí a la mexicana Rosario de la Peña, y cuyo resumen puede hacerse en una frase: Tengo frío y estoy pensando en usted.
Ahora, termino. Me doy cuenta de que, después de Martí, el riesgo de decir boberías se multiplica.
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