Por Luis Sexto
“Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. ¿Lo saben de verdad? ¿Tenía razón Paul Valey cuando personificó es admonición en la primera carta de su libro Política del Espíritu? Al menos no totalmente. Porque si las civilizaciones son obra de la sociedad humana, no todos los hombres saben que han edificado una estructura que podría fenecer a manos de la misma inteligencia y los mismos brazos de cuantos la construyeron.
Ahora podríamos alegar que el actual y generalizado descomprometimiendo ante la seguridad de la civilización y la perdurabilidad de la especie, es un signo o una consecuencia de la Posmodernidad, rebautizo de una época en cuya mayor extensión geográfica y social, aun no se ha llegado o rebasado la Modernidad. Pero, evidentemente, los hombres, al menos cuantos representan intereses decisorios en la Historia, han estado poco atentos, en las diversas edades que los anales registran, a la fragilidad de la sociedad humana. ¿Acaso aprendieron los romanos, ante los fragmentos de la Jerusalén destruida, que los templos y los palacios podían venir abajo solo con el uso de las antorchas, y los pueblos dispersarse mediante el filo y la punta de la espada y el paso aplastante de los ejércitos? ¿O supieron descifrar el signo de Roma, la Madre del orden y la estabilidad, chamuscada por la piromanía de un megalómano?
Preguntas, más preguntas. Qué otra cosa favorece hacer la incertidumbre que disturba hoy a las conciencias más alertas y avizoras. Incertidumbre. También desesperación. Y sobre todo desesperanza, que es la peor fórmula. Parece que la alternativa de “otro mundo mejor” aquí, sobre los cimientos del mismo que nos inquieta o perturba, se resuelve un tanto retórica o utópicamente. ¿Cómo se reedifica un mundo mejor? Me parece que todavía el consenso no acierta con la receta ante el estrépito aún audible de los paradigmas fracasados. Hemos, sin embargo, de respetar las utopías. Creo, con otros, que el término está mal aplicado: ha sido mal traducido del griego. Lo apropiado y razonable sería traducirlo como lugar aún no existente que como lugar imposible de existir. ¿Cómo será ese nuevo mundo posible? Porque el cambio revolucionario, la revolución, según considera Slavoj Zuzek, empieza a adquirir su naturaleza cuando al viejo orden lo sustituye el nuevo que ella genera. Por supuesto, me parece comprender que, para el pensador, el fracaso de las revoluciones sobreviene porque han sido incapaces de implantar un orden distinto donde regular con eficiencia y efectividad la cotidianidad de las personas. Eso, a mi modo de ver, es la esencia de todo el asunto: los problemas del yantar y el vestir, del laborar y el aspirar, del soñar y el viajar dentro de una atmósfera de libertad cuya renuncia no se exija a cambio del derecho a la cultura o la seguridad. Libertad que es esencia insustituible entre las necesidades del ser consciente de su necesidad.
Tal ha sido el problema irresoluble de cuantos han intentado organizar la sociedad como una aldea: un orden de “te doy y ‘te’ me das”. El centro del enfoque ha sido la masa. Masivamente las soluciones igualitaristas parecen infalibles, incontestables. Cuando desciendes, te introduces en la multitud y el rostro global va descomponiéndose en caras y gestos autónomos, te percatas de que lo que parecía generalmente justo comienza a resentirse de injusticia. Individuo y sociedad, una ecuación usualmente resuelta con números negativos.
Cómo, pues, ha de construirse el nuevo mundo. Hace 500 años, los soñadores de un mundo mejor se trasladaron a la recién inventada América. Las tierras nuevas prometían, a los inconformes con el viejo orbe desolado de Europa, las obviedades del paraíso terrenal. En este lado del Globo ya confirmado en su esferidad, el pecado original y su estructura de yerro y corrupción, de tendencias y turbulencias de la humanidad caída, no habían calimbado la virginidad de América. Pero Europa, presente en Indoamérica, diseminó el mismo sino del que huían aquellos que creían en la libertad, la tolerancia, la elección libre del pensar. La paradoja les cerró el paso. Y de Paraíso recobrado, América pasó a Paraíso Perdido.
El planeta, en redondo, está contagiado del “pecado original” del egoísmo, la banalidad, el orgullo racial. El capitalismo lo ha desplegado con sus estructuras perversas, más perversas aun por envolverse en cantos de sirena, en nanas infantiles que prometen el bienestar, la gloria, el jardín de las huríes. Incumplir una promesa resulta una deficiencia política. Prometer a sabiendas de que nunca se cumplirá, es una versión aparentemente incruenta de la maldad.
Los procesos sociales de redención o remisión han muerto inútilmente: los pobres han tenido que cargar la cruz y subir la cuesta de empeños nunca realizados, mientras que las burocracias alumbraban el sendero desde sillas gestatorias. Los Mesías personales, únicos, han traído más calamidad, llanto, sangre. Estos presuntos salvadores – ¿no piensa usted en Alejando Magno, Napoleón, Hitler, Franco, Mussolini, Pinochet, Bush…?- no se entregan a la autoridad para ser crucificados, sino crucifican a sus pueblos en los hierros de sus ideas y ambiciones. ¿Qué hace Bush junior ahora, qué hace este testaferro de los intereses del complejo militar industrial de los Estados Unidos? Preservar a los norteamericanos –dice- del peligro del terrorismo, del eje del mal, hipótesis que cuadra a cualquiera que no baje la cabeza ante las alas imperiales. O cuadra en cualquier cápsula propagandística cocinada en un laboratorio mediático, como las armas de exterminio masivo de Irak. Sin embargo, quienes perecen y sufren en esas guerras son los mismos ciudadanos que anuncian proteger con las guerras preventivas y las intervenciones humanitarias. Y estas víctimas armadas generan víctimas desarmadas.
Ello es evidente. Nos cansan ya las denuncias de la tragedia, el análisis machacón sobre las causas de las guerras y las entre guerras simuladas. Nos hablan de que la historia terminó, que la guerra fría sacudió su gelidez. Y en la lascivia de la hegemonía y de la cuota de ganancia media, los conflictos de ayer siguen hoy tan vigentes y activos que podrá uno preguntarse si en el mejor mundo posible, que no es el que vivimos, aunque es posiblemente el único que habitemos, la especie prevalecerá ante la sociedad. No hay, desde luego, sociedad sin especie o especie sin sociedad. Ese es nuestro carisma de pensantes animales llamados a la unión social. Pero habrá que asumir, como un principio de ética sin la cual la vida no excederá sus previsiones, que cualquier sociedad por venir tendrá que preservar la especie. Tendrá necesariamente que priorizar esa tarea, para asegurar la perdurabilidad del Hombre. Y en esa faena las disyuntivas son claras: clases antagónicas o supervivencia; desigualdad o equidad, Estado o caos; libertad o burocracia; Historia o muerte.
La Humanidad se ha desarrollando entregando a cambio, no sé a qué ídolo, la memoria histórica. ¿Digo acaso un despropósito, una inconsecuencia? Cuando Paul Valey escribió su Política del Espíritu, y difundió el trágico y demorado hallazgo de la finitud de las civilizaciones, los estruendos de una gran guerra -la primera llamada mundial- atolondraban los oídos de Europa. Ocurrió prácticamente ayer. Y cuántos conflictos sobrevinieron en las décadas sucesivas. Los países veteranos de esa guerra perdieron la memoria: una generación apenas había crecido sobre los despojos y la desolación cuando ya se gestaba la próxima matanza. Habían olvidado que las civilizaciones son mortales. Oid, mortales; no olviden su mortalidad…
No olviden que en estos días, al parecer, los yerros acumulados nos han puesto bajo la amenaza de que, dentro de una bocanada del tiempo, nadie podrá sentarse a elucubrar estas reflexiones.
Otro mundo es posible. En efecto. Las utopías se aspiran para neutralizar la neurosis de la desmemoria: ese conflicto entre los hombres y su especie. Y mientras esperamos a que el legado de los individuos más racionales nos alumbre las flores que están debajo de nuestra ventana… Mientras aguardo por un Marx adecuado a este mundo inconcluso que él no conoció, ni intentó prestablecer, un Marx en cuyo nombre no se pretenda burlar las tendencias y las necesidades humanas, planto en mi corazón la postura de la utopía. Quizás la redención y la libertad empiezan por uno mismo. Así lo creyó el Quijote. Y se tiró al campo echando al aire un grito inolvidable: Yo sé quién soy.
martes, 29 de abril de 2008
martes, 22 de abril de 2008
COLOR CUBANO
Por Luis Sexto
Lo sabemos: el problema de las razas en la historia es artificial. Aparecieron teorías sobre la supuesta inferioridad del negro cuando países, clases y grupos económicos dominantes, en expansión, necesitaron justificar la esclavitud que los haría ricos. Ya no esclavizaban prisioneros en las guerras de conquista. Y por tanto necesitaron esclavizar el color. Y de ahí surge esa biología de la esclavitud, que el sabio cubano don Fernando Ortiz tildó de engañosa, de espuria prosapia. El negro, en suma, tenía que ser, forzosamente, “un ser inferior”. Los poderosos, blancos, europeos, no podía aducir otra coartada.
Eso es historia vencida. Y por tanto parece ingenuo plantear la lucha contra los prejuicios subsistentes entre los cubanos como si fuera una puja por el equilibrio o la armonía racial. ¿Quién puede en Cuba hablar de razas? ¿Quién puede en Cuba, salvo refiriéndose al folclor, que es lo muerto, hablar de cultura negra o de historia negra? ¿O de cultura blanca o historia blanca? Es, a mi parecer, una reivindicación extemporánea, cuando no oportunista. Y sobre todo peligrosa. Porque los centros de la guerra “fría”contra Cuba en los Estados Unidos intentan azuzar el inexistente “problema racial”.
Prefiero ver el asunto desde la integración. Ya no hay cultura africana en Cuba, pues ha venido integrándose con la blanca o europea en eso que llamamos cultura cubana. Como tampoco tenemos cultura blanca ¿Dónde está la música negra? En la música cubana –el son, el mambo, el bolero, hasta en el sinfonismo-, convertida en célula musical cubana, aliada, mezclada con la blanca. ¿Dónde la música blanca? Fundida con la negra. Esa es la integración nacional –proceso aún vigente-. Y por lo cual la pigmentación de la piel ha venido derivando hacia el color cubano. Color que no es sólo matiz cromático exterior. Es, admitamos la palabra, el mestizaje interno. Yo mismo, español por mis cuatro abuelos, sin mixtura: ojos verdes y piel muy blanca, me siento, sin embargo, mestizo por dentro. Quisiera que mis inhibiciones de carácter me liberaran cuando oigo el tambor que llama. Llama. Y yo respondo con mis retorcimientos internos, o mis pies que, tímidamente, marcan el compás vertiginoso de eso que fue primigeniamente africanía sonora y hoy es –desde hace rato- sonoridad cubana.
Adónde vamos a llegar con ese ritornelo arcaico que estable aparentes diferencias raciales y reclama coexistencia entre ambos colores. No pueden existir diferencias en la fusión. Ni diferencias en la misma esencia. Probemos. Leamos a un poeta al que no le conozcamos la piel. Leamos, sí. Y adivinemos su color. Su origen étnico. ¿Negro o blanco o mulato? ¿O chino, o jabado? Eliseo Diego y Gastón Baquero no se diferencian. Ni Domingo Alfonso, ni Fernández Retamar. O Nancy Morejón y Fina García Marruz; Soleida Ríos y Carilda Oliver Labra. Solo hallamos diferencias de estilo, temas, cosmovisiones, influencias. Lo demás, lo cubano, como poetizó Nicolás Guillén, está todo mezclado. Pero sigamos. Enmascaremos a un bailarín de guaguancó. Y tras concluir la danza, descubrámoslo. Y tendremos una sorpresa. Quizás un rubio, de piel rosada, nos haya seducido con ese descoyuntamiento rítmico que creemos propio de los negros y que comparten los llamados blancos. ¿Y la religión? Nadie podrá negar que parejamente negros y blancos compartan la santería y todo lo demás que se incluye en los ritos de origen africano, en síntesis con doctrinas y cultos europeos. Es cierto -atajo la objeción- que los dioses de los lares africanos, para sobrevivir entre cadenas, se camuflaron con el Dios y los santos del amo blanco. Pero hoy ya no sobreviven enmascarados. No lo necesitan. Perduran en sincrética alianza.
Convengamos, además, en que el prejuicio racial es de doble dirección. Y subsiste en manifestaciones de ida y vuelta, porque aún el negro no ha trascendido totalmente sus tradicionales condiciones de vida. Subsisten el solar, la cuartería, promiscuas habitaciones urbanas, y la ciudadela, también expresión del hacinamiento heredado del capitalismo dependiente, Y con ellos pervive una cultura del deterioro y la precariedad. Incluso una subcultura de la inferioridad que tiende a aglomerarse y defenderse. Una anécdota me sirve para ilustrarlo. Dos estudiantes en la universidad –blanco y negro- compartían el primer lugar en el rendimiento académico. También la amistad. En un examen cometieron un único y mismo error. Y, sin embargo, las notas se diferenciaron. El profesor, negro, le dio al negro más nota que al blanco, porque “los negritos tenemos que defendernos”, explicó al alumno beneficiado y, por ende, asombrado. La veracidad del episodio no admite dudas: uno de los estudiantes es mi hijo.
Por el contrario al prejuicio subsistente, el racismo diferenciador y separatista no halla techo entre nosotros. La integración, al convertir lo diverso en uno, a pesar de los accidentes epidérmicos, lo deglutió. Como ha de deglutir también “la costra tenaz del coloniaje” que señalaba en un poema Rubén Martínez Villena, uno de los primeros comunistas en Cuba, hacia 1920; costra, herencia, que aún respira en nuestros prejuicios. El debate –y excúsenme lo normativo, pero lo político se hace norma- ha de corretear en ese cuadrilátero: unidos contra lo que divide y amengua a la nación y a las sociedad cubana. Y sobre todo, ha de incluir a José Martí. Porque uno nota que en esta disputa intelectual, presuntamente académica, a veces injusta y sin sentido, el Maestro no ha sido invitado. Quizás porque quienes defienden la igualdad desde posiciones “negristas” o “blanquistas” saben que Martí les enrostraría su equívoco, cuando no su torcida intención, con la negativa martiana a admitir que exista odio de razas, porque para el Apóstol cubano de la independencia y el antiimperialismo “no existen razas”.
Hace un siglo, Martí resolvió esa pretendida, absurda, dicotomía racial. “Cubano –definió- es más que blanco, más que mulato, más que negro.” A qué separar lo que la historia unió, y que, separado, solo beneficia a los enemigos de la nación cubana: el Norte perverso, brutal, que nos desprecia. Por blancos y por negros. Y por cubanos independientes y revolucionarios.
Lo sabemos: el problema de las razas en la historia es artificial. Aparecieron teorías sobre la supuesta inferioridad del negro cuando países, clases y grupos económicos dominantes, en expansión, necesitaron justificar la esclavitud que los haría ricos. Ya no esclavizaban prisioneros en las guerras de conquista. Y por tanto necesitaron esclavizar el color. Y de ahí surge esa biología de la esclavitud, que el sabio cubano don Fernando Ortiz tildó de engañosa, de espuria prosapia. El negro, en suma, tenía que ser, forzosamente, “un ser inferior”. Los poderosos, blancos, europeos, no podía aducir otra coartada.
Eso es historia vencida. Y por tanto parece ingenuo plantear la lucha contra los prejuicios subsistentes entre los cubanos como si fuera una puja por el equilibrio o la armonía racial. ¿Quién puede en Cuba hablar de razas? ¿Quién puede en Cuba, salvo refiriéndose al folclor, que es lo muerto, hablar de cultura negra o de historia negra? ¿O de cultura blanca o historia blanca? Es, a mi parecer, una reivindicación extemporánea, cuando no oportunista. Y sobre todo peligrosa. Porque los centros de la guerra “fría”contra Cuba en los Estados Unidos intentan azuzar el inexistente “problema racial”.
Prefiero ver el asunto desde la integración. Ya no hay cultura africana en Cuba, pues ha venido integrándose con la blanca o europea en eso que llamamos cultura cubana. Como tampoco tenemos cultura blanca ¿Dónde está la música negra? En la música cubana –el son, el mambo, el bolero, hasta en el sinfonismo-, convertida en célula musical cubana, aliada, mezclada con la blanca. ¿Dónde la música blanca? Fundida con la negra. Esa es la integración nacional –proceso aún vigente-. Y por lo cual la pigmentación de la piel ha venido derivando hacia el color cubano. Color que no es sólo matiz cromático exterior. Es, admitamos la palabra, el mestizaje interno. Yo mismo, español por mis cuatro abuelos, sin mixtura: ojos verdes y piel muy blanca, me siento, sin embargo, mestizo por dentro. Quisiera que mis inhibiciones de carácter me liberaran cuando oigo el tambor que llama. Llama. Y yo respondo con mis retorcimientos internos, o mis pies que, tímidamente, marcan el compás vertiginoso de eso que fue primigeniamente africanía sonora y hoy es –desde hace rato- sonoridad cubana.
Adónde vamos a llegar con ese ritornelo arcaico que estable aparentes diferencias raciales y reclama coexistencia entre ambos colores. No pueden existir diferencias en la fusión. Ni diferencias en la misma esencia. Probemos. Leamos a un poeta al que no le conozcamos la piel. Leamos, sí. Y adivinemos su color. Su origen étnico. ¿Negro o blanco o mulato? ¿O chino, o jabado? Eliseo Diego y Gastón Baquero no se diferencian. Ni Domingo Alfonso, ni Fernández Retamar. O Nancy Morejón y Fina García Marruz; Soleida Ríos y Carilda Oliver Labra. Solo hallamos diferencias de estilo, temas, cosmovisiones, influencias. Lo demás, lo cubano, como poetizó Nicolás Guillén, está todo mezclado. Pero sigamos. Enmascaremos a un bailarín de guaguancó. Y tras concluir la danza, descubrámoslo. Y tendremos una sorpresa. Quizás un rubio, de piel rosada, nos haya seducido con ese descoyuntamiento rítmico que creemos propio de los negros y que comparten los llamados blancos. ¿Y la religión? Nadie podrá negar que parejamente negros y blancos compartan la santería y todo lo demás que se incluye en los ritos de origen africano, en síntesis con doctrinas y cultos europeos. Es cierto -atajo la objeción- que los dioses de los lares africanos, para sobrevivir entre cadenas, se camuflaron con el Dios y los santos del amo blanco. Pero hoy ya no sobreviven enmascarados. No lo necesitan. Perduran en sincrética alianza.
Convengamos, además, en que el prejuicio racial es de doble dirección. Y subsiste en manifestaciones de ida y vuelta, porque aún el negro no ha trascendido totalmente sus tradicionales condiciones de vida. Subsisten el solar, la cuartería, promiscuas habitaciones urbanas, y la ciudadela, también expresión del hacinamiento heredado del capitalismo dependiente, Y con ellos pervive una cultura del deterioro y la precariedad. Incluso una subcultura de la inferioridad que tiende a aglomerarse y defenderse. Una anécdota me sirve para ilustrarlo. Dos estudiantes en la universidad –blanco y negro- compartían el primer lugar en el rendimiento académico. También la amistad. En un examen cometieron un único y mismo error. Y, sin embargo, las notas se diferenciaron. El profesor, negro, le dio al negro más nota que al blanco, porque “los negritos tenemos que defendernos”, explicó al alumno beneficiado y, por ende, asombrado. La veracidad del episodio no admite dudas: uno de los estudiantes es mi hijo.
Por el contrario al prejuicio subsistente, el racismo diferenciador y separatista no halla techo entre nosotros. La integración, al convertir lo diverso en uno, a pesar de los accidentes epidérmicos, lo deglutió. Como ha de deglutir también “la costra tenaz del coloniaje” que señalaba en un poema Rubén Martínez Villena, uno de los primeros comunistas en Cuba, hacia 1920; costra, herencia, que aún respira en nuestros prejuicios. El debate –y excúsenme lo normativo, pero lo político se hace norma- ha de corretear en ese cuadrilátero: unidos contra lo que divide y amengua a la nación y a las sociedad cubana. Y sobre todo, ha de incluir a José Martí. Porque uno nota que en esta disputa intelectual, presuntamente académica, a veces injusta y sin sentido, el Maestro no ha sido invitado. Quizás porque quienes defienden la igualdad desde posiciones “negristas” o “blanquistas” saben que Martí les enrostraría su equívoco, cuando no su torcida intención, con la negativa martiana a admitir que exista odio de razas, porque para el Apóstol cubano de la independencia y el antiimperialismo “no existen razas”.
Hace un siglo, Martí resolvió esa pretendida, absurda, dicotomía racial. “Cubano –definió- es más que blanco, más que mulato, más que negro.” A qué separar lo que la historia unió, y que, separado, solo beneficia a los enemigos de la nación cubana: el Norte perverso, brutal, que nos desprecia. Por blancos y por negros. Y por cubanos independientes y revolucionarios.
sábado, 19 de abril de 2008
ENTONCES BUSCABA A UNA POETISA....
Por Luis Sexto
La llevé hasta ahora como un fantasma a horcajadas sobre mi cuello, como a otras figuras llegadas a mí tras el cristal aneblinado del enigma. Paradójicamente echaba sobre mi cabeza las brumas y el frío del Norte batiendo su mano en el aire cálido y fresco del valle de Guamacaro. Se me encimó en una referencia imprecisa mientras leía un libro que en una de sus páginas mencionaba a un célebre poema escrito en el cafetal de San Patricio, Limonar, en la jurisdicción de Matanzas, por una autora de lengua inglesa conocida por el seudónimo de María del Occidente.
En 2004 publiqué en Juventud Rebelde una crónica acerca de esa mi nueva obsesión de periodista interesado en los episodios más ocultos y aparentemente menos importantes de la historia. Tras contar sucintamente mi encuentro con una poetisa sin nombre en el libro Notas sobre Cuba, del médico norteamericano John G. Wurdemann, formulé un reclamo a la usanza del Viejo Oeste norteamericano, cultura fílmica del niño que creció entre el galope y los estampidos de aquella cinematografía de vaqueros violentos fabricados según la truculenta estética de Hollywood. “Se busca una poetisa. Mil… gracias por su captura”.
Wurdemann, que visitó a Cuba tres veces entre 1841 y 1843, recorrió la zona cafetalera de Limonar. De improviso, vestido ligeramente, acariciado por un viento fresco, recuerda bajo una yagruma a su país natal donde sus compatriotas intentan protegerse del invierno. Y admite que “es quizás esta inesperada vida estival la que le da tanto interés al paisaje de Cuba, y que, combinada con el benigno clima, extiende un aire de paz sobre todo el país.” Al pasar por el cafetal de San Patricio escribe: “Junto a uno de los paseos arbolados (…) se alzaba una pequeña construcción de piedras, enyesada con cuidado, con unos peldaños delante de su entrada; pero no tenía techo y crecían arbustos en su piso y en su pórtico, mientras que las puertas y las ventanas hacía tiempo que le habían sido quitadas (…) Pero desierto y ruinoso como estaba (…) aún parecía, por los recuerdos que evocaba, un oasis en el desierto”. La edificación había sido el estudio donde María del Occidente, en 1823, empezó a componer Zophiel, “el más imaginativo de los poemas ingleses” de acuerdo con Wurdemann.
Desde entonces intenté saber quién era María del Occidente. Pregunté a profesores de literatura inglesa. Pedí ayuda a cualquier lector. Reclamé en algunas páginas de Internet; pero fueron intentos fallidos por erróneos. Más tarde, un contacto cordial con John Dew, embajador del Reino Unido en La Habana, me facilitó algunos datos y, sobre todo, me orientó hacia las teclas correctas en la web. Y supe que la poetisa norteamericana María Gowen Brooks , apodada María del Occidente por el poeta inglés Robert Southey, comenzó a escribir hacia 1823 las primera estrofas de su largo poema basado en el episodio bíblico de Sara, cuando residía en el cafetal de San Patricio, propiedad de su hermano, adonde llegó después de la muerte de su esposo, treinta años mayor y con quien la poetisa se caso tras el fallecimiento de su padre, hombre de aficiones literarias. Zophiël, “ángel de alas rápidas”, nombre que según Milton significa “espía de Dios”, recibió el punto final en 1829. El primer canto el 30 de marzo de 1825, de acuerdos con la fecha del prólogo donde la autora explica sus propósitos. He logrado traducir imperfectamente este párrafo: “Deseando hacer un esfuerzo continuo en un arte que, aunque casi en secreto, se ha adorado y asiduamente cultivado desde la más tempana infancia, era mi intención haber escogido algún incidente pagano de la historia. Pero, examinando los anales judíos, me decidí por seleccionar para mi propósito, una de sus historias más conocidas que, además de su belleza extrema, parecía abrir un camino para la imaginación que podría ser útil no solo en las verdades importantes y elevadas, sino agrandando las creencias populares.”
María Gowen Brooks, nacida en Medford, Massachussets, presumiblemente en 1794, mereció que Southey, la reconociera como “la más apasionada e imaginativa de las poetisas” y que Edgar Allan Poe la elogiara y mencionara en algunos de sus artículos literarios. Murió en 1845, víctima de “fiebres tropicales” luego de regresar a Cuba en 1843, según establece su ficha biobibliográfica. Hoy pocos la recuerdan…
Algo más de la obra de Mrs Brooks se relaciona con los años que la poetisa vivió en Cuba. Al parecer el clima y el paisaje la conmovieron e influyeron en el desarrollo de su sensibilidad, pues también escribió un Adiós a Cuba y un volumen autobiográfico titulado El valle del Yumurí, paraje típico de la geografía de la actual provincia de Matanzas.
Un crítico, compatriota de la autora, dudaba de que Zöphiel hubiera podido escribirse en una plantación cubana. Y Wurdemann, afiebrado ante lo que estimaba una injusticia, alegó en sus Notas sobre Cuba que nunca pudieron tener mejor cuna las imágenes ideadas por la poetisa. “Una hacienda cafetalera es, en verdad, un edén perfecto, superior en belleza a todo lo que el frío clima de Inglaterra puede producir.”
Y no exageraba. La naturaleza paradisíaca de Cuba conmovió primeramente a los criollos. Por el paisaje, según Cintio Vitier, lo cubano se trasvasó a la poesía en la prefiguración de la nacionalidad. Y los extranjeros tampoco se resistieron a aquilatar los valores edénicos del paisaje de la Perla de las Antilla, y nos legaron con sus impresiones una experiencia ilustrativa. Heinrich Schliemann, el arqueólogo alemán que extrajo del polvo y de la leyenda la ciudad de Troya, confirmando así el carácter histórico de la poesía de Homero, visitó a la Isla cuatro veces. En una página de su diario de viaje estampó esta observación: “En todas partes se ve una cantidad sin número de palmas-reales, (...) que dan al paisaje un aspecto de hechizo y encanto.” Y precisa: “No hay monotonía en ningún lado...”
Podríamos reproducir centenares de citas emparentadas en el tono y el contenido. Desde 1493 hasta 1949, sobre Cuba se escribieron, general o parcialmente, unos 630 libros, según la bibliografía del doctor Rodolfo Tro compilada en 1950. Se conocen por ediciones recientes, además de la obra de Wurdemann, las cartas de Abiel Abbot, las de Fredrica Bremer, y las notas de Walter Goodman, Jacinto Salas, La Condesa de Merlín…
Ya nada queda de de San Patricio. La habitación donde María Gewen Brooks escribió el primer canto de su gran poema pasó de las ruinas al polvo, como casi todos los cafetales cubanos a partir de los años 40 en el siglo XIX. Del poema permanece el nombre, Zophiël, que ahora quizás solo interese a la curiosidad de algún lector.
La llevé hasta ahora como un fantasma a horcajadas sobre mi cuello, como a otras figuras llegadas a mí tras el cristal aneblinado del enigma. Paradójicamente echaba sobre mi cabeza las brumas y el frío del Norte batiendo su mano en el aire cálido y fresco del valle de Guamacaro. Se me encimó en una referencia imprecisa mientras leía un libro que en una de sus páginas mencionaba a un célebre poema escrito en el cafetal de San Patricio, Limonar, en la jurisdicción de Matanzas, por una autora de lengua inglesa conocida por el seudónimo de María del Occidente.
En 2004 publiqué en Juventud Rebelde una crónica acerca de esa mi nueva obsesión de periodista interesado en los episodios más ocultos y aparentemente menos importantes de la historia. Tras contar sucintamente mi encuentro con una poetisa sin nombre en el libro Notas sobre Cuba, del médico norteamericano John G. Wurdemann, formulé un reclamo a la usanza del Viejo Oeste norteamericano, cultura fílmica del niño que creció entre el galope y los estampidos de aquella cinematografía de vaqueros violentos fabricados según la truculenta estética de Hollywood. “Se busca una poetisa. Mil… gracias por su captura”.
Wurdemann, que visitó a Cuba tres veces entre 1841 y 1843, recorrió la zona cafetalera de Limonar. De improviso, vestido ligeramente, acariciado por un viento fresco, recuerda bajo una yagruma a su país natal donde sus compatriotas intentan protegerse del invierno. Y admite que “es quizás esta inesperada vida estival la que le da tanto interés al paisaje de Cuba, y que, combinada con el benigno clima, extiende un aire de paz sobre todo el país.” Al pasar por el cafetal de San Patricio escribe: “Junto a uno de los paseos arbolados (…) se alzaba una pequeña construcción de piedras, enyesada con cuidado, con unos peldaños delante de su entrada; pero no tenía techo y crecían arbustos en su piso y en su pórtico, mientras que las puertas y las ventanas hacía tiempo que le habían sido quitadas (…) Pero desierto y ruinoso como estaba (…) aún parecía, por los recuerdos que evocaba, un oasis en el desierto”. La edificación había sido el estudio donde María del Occidente, en 1823, empezó a componer Zophiel, “el más imaginativo de los poemas ingleses” de acuerdo con Wurdemann.
Desde entonces intenté saber quién era María del Occidente. Pregunté a profesores de literatura inglesa. Pedí ayuda a cualquier lector. Reclamé en algunas páginas de Internet; pero fueron intentos fallidos por erróneos. Más tarde, un contacto cordial con John Dew, embajador del Reino Unido en La Habana, me facilitó algunos datos y, sobre todo, me orientó hacia las teclas correctas en la web. Y supe que la poetisa norteamericana María Gowen Brooks , apodada María del Occidente por el poeta inglés Robert Southey, comenzó a escribir hacia 1823 las primera estrofas de su largo poema basado en el episodio bíblico de Sara, cuando residía en el cafetal de San Patricio, propiedad de su hermano, adonde llegó después de la muerte de su esposo, treinta años mayor y con quien la poetisa se caso tras el fallecimiento de su padre, hombre de aficiones literarias. Zophiël, “ángel de alas rápidas”, nombre que según Milton significa “espía de Dios”, recibió el punto final en 1829. El primer canto el 30 de marzo de 1825, de acuerdos con la fecha del prólogo donde la autora explica sus propósitos. He logrado traducir imperfectamente este párrafo: “Deseando hacer un esfuerzo continuo en un arte que, aunque casi en secreto, se ha adorado y asiduamente cultivado desde la más tempana infancia, era mi intención haber escogido algún incidente pagano de la historia. Pero, examinando los anales judíos, me decidí por seleccionar para mi propósito, una de sus historias más conocidas que, además de su belleza extrema, parecía abrir un camino para la imaginación que podría ser útil no solo en las verdades importantes y elevadas, sino agrandando las creencias populares.”
María Gowen Brooks, nacida en Medford, Massachussets, presumiblemente en 1794, mereció que Southey, la reconociera como “la más apasionada e imaginativa de las poetisas” y que Edgar Allan Poe la elogiara y mencionara en algunos de sus artículos literarios. Murió en 1845, víctima de “fiebres tropicales” luego de regresar a Cuba en 1843, según establece su ficha biobibliográfica. Hoy pocos la recuerdan…
Algo más de la obra de Mrs Brooks se relaciona con los años que la poetisa vivió en Cuba. Al parecer el clima y el paisaje la conmovieron e influyeron en el desarrollo de su sensibilidad, pues también escribió un Adiós a Cuba y un volumen autobiográfico titulado El valle del Yumurí, paraje típico de la geografía de la actual provincia de Matanzas.
Un crítico, compatriota de la autora, dudaba de que Zöphiel hubiera podido escribirse en una plantación cubana. Y Wurdemann, afiebrado ante lo que estimaba una injusticia, alegó en sus Notas sobre Cuba que nunca pudieron tener mejor cuna las imágenes ideadas por la poetisa. “Una hacienda cafetalera es, en verdad, un edén perfecto, superior en belleza a todo lo que el frío clima de Inglaterra puede producir.”
Y no exageraba. La naturaleza paradisíaca de Cuba conmovió primeramente a los criollos. Por el paisaje, según Cintio Vitier, lo cubano se trasvasó a la poesía en la prefiguración de la nacionalidad. Y los extranjeros tampoco se resistieron a aquilatar los valores edénicos del paisaje de la Perla de las Antilla, y nos legaron con sus impresiones una experiencia ilustrativa. Heinrich Schliemann, el arqueólogo alemán que extrajo del polvo y de la leyenda la ciudad de Troya, confirmando así el carácter histórico de la poesía de Homero, visitó a la Isla cuatro veces. En una página de su diario de viaje estampó esta observación: “En todas partes se ve una cantidad sin número de palmas-reales, (...) que dan al paisaje un aspecto de hechizo y encanto.” Y precisa: “No hay monotonía en ningún lado...”
Podríamos reproducir centenares de citas emparentadas en el tono y el contenido. Desde 1493 hasta 1949, sobre Cuba se escribieron, general o parcialmente, unos 630 libros, según la bibliografía del doctor Rodolfo Tro compilada en 1950. Se conocen por ediciones recientes, además de la obra de Wurdemann, las cartas de Abiel Abbot, las de Fredrica Bremer, y las notas de Walter Goodman, Jacinto Salas, La Condesa de Merlín…
Ya nada queda de de San Patricio. La habitación donde María Gewen Brooks escribió el primer canto de su gran poema pasó de las ruinas al polvo, como casi todos los cafetales cubanos a partir de los años 40 en el siglo XIX. Del poema permanece el nombre, Zophiël, que ahora quizás solo interese a la curiosidad de algún lector.
jueves, 17 de abril de 2008
QUIJOTES Y QUIJOTISMO EN CUBA
Por Luis Sexto
Los Quijotes en Cuba abundan en un doble significado. Los cubanos suelen ser soñadores irreductibles de causas justas, y cabalgan abnegadamente sobre Rocinante deshaciendo entuertos. Y después, porque en el país abundan los monumentos consagrados a don Alonso Quijano, el Bueno. Allá en Puerto Padre, en el norte de la provincia de Las Tunas, una escultura del Quijote de los Molinos exhibe su virilidad erguida. En Varadero, el balneario de azul intenso, se empina otra imagen del Caballero de la triste figura… ¿Dónde más?
Hay más. Ahora me ha venido a la mente el Quijote de 23 y J, en la Habana. Lo digo de inmediato: es conmovedora, impactante, la imagen airada, furibunda, encabritada del caballero vestido de alambre. Pero cuando me le acerco echo de menos a alguien. ¿Lo adivinan? Le falta Sancho, como a otras piezas. No sabemos dónde estaba el escudero cuando el escultor Sergio Martínez tejió los hilos cobrizos de ese Caballero Andante belicoso, tan tenso como el alma de un loco.
¿Habría cruzado Sancho la avenida 23, para pedir -él tan pendiente del yantar- una ración de pescado en el restaurante Los siete mares, y por eso, en el momento de erguirse la estatua de su amo, perdió su puesto en la estampa como jinete sobre un borrico? Quizás el artista confesó a algún periodista las razones por las cuales excluyó al bonachón aldeano. Y la respuesta exigiría rebuscar en los archivos; el autor ya murió.
El Quijote, parece ley, no debe andar sin su escudero. Como al gato su cascabel, hay que insertar cerca la contrafigura que exalta la figura del alucinado Caballero. Me percato que Don Quijote brilla en la medida que se opaca y apoca su pusilánime ayudante. Tal vez esa furia descuerada, esa acometividad que le obliga a representar en 23 y J una bronca perenne, espada en mano, sea su protesta por no tener a un chasquido de su retórica de armadura y lanza al Sancho dicharachero y previsor. Lo necesita. Para ello lo convocó a esa aventura donde ambos ilustran la pareja más contradictoria y más humanamente complementaria de la historia. El escudero no solo se ocupa de los bastimentos del cuerpo y que al Caballero le importan poco cuando no es hora de comer. Sancho es también el que le advierte que los molinos son molinos cuando lo son de verdad, y que chocar con ellos implica a rodar por tierra.
Pero la ausencia de Sancho parece ser otro símbolo de la idiosincrasia nacional. No quieren los cubano que, cuando conciben la dama de sus sueños, o el ideal que justifica su vida, una voz excesivamente cauta o racional le estorbe el impulso, el ademán medio trágico y medio cómico, advirtiéndole de peligros o equívocos. Un rasgo del espíritu de Don Quijote se multiplicó entre los cubanos. Hablo de ese afán de acometer molinos de viento, salvar doncellas en peligro, de compartirse sobre la mesa de la solidaridad… Muchos entonces –los tipos de cuello rígido, abundante tanto ayer como hoy- tachaban de locura esa actitud. Y el viejo caballero respondía: “Yo sé quién soy.”
Los cubanos saben también quiénes son y de dónde les viene esa vocación cordial y solidaria que empezó a manifestarse tempranamente en signos sangrantes. La historia todavía no ha enfatizado como lo merece en aquel desprendimiento de las matronas criollas de La Habana, cuando donaron sus joyas a George Washington para que el ejército independentista pudiera cumplir su misión de expulsar a las pelucas inglesas del territorio de las 13 Colonias. Antes, esa lección de espíritu quijotesco la había impartido un personaje anterior al viejo y desgarbado caballero concebido por Miguel de Cervantes. Según mi parecer, fue Fray Bartolomé de las Casas el que dio a los cubanos la primera clase ilustrada de solidaridad. No voy a abundar. En los actos del defensor de los indios se encontraba ínsito el paradigma solidario, romántico, del Quijano que se convertiría en Quijote, a mucha honra de cuantos se le parecen y de los pueblos de solera española.
Hablar, pues, de solidaridad en Cuba es como referirse a algo cercano, entrañable, propio. Podrá existir un cubano egoísta, pero “el cubano”, esa categoría plural y sintética, da un ojo para que el ciego comience a ser tuerto, lo que ya es una mejoría que empareja al invidente con los que ven. La solidaridad puede incluso tener otros nombres. Unos la llaman caridad o amor, pero nunca podrá ser piedad. La piedad viene siendo un sentimiento de autocompasión objetivado en el semejante. ¡Pobrecito! Y hasta ese punto llega la piedad: a mantenerse distante, a sufrir lo ajeno porque algún vez puedo yo sufrirlo también. ¡Solavaya! De modo que el cubano no compone un pueblo piadoso, sino solidario: comparte y se reparte, asume la suerte del otro voluntariamente.
Y quien da, también es capaz de recibir. No le avergüenza. Ni lo deshonra. Y Los cubanos han aceptado la solidaridad ajena. Si algunos habitantes de esa ínsula se alistaron en el ejército de Washington, o en el de Bolívar y San Martín, o fueron a la defender la República Española, también aceptaron en las fuerzas independentistas del siglo XIX a soldados españoles, norteamericanos, chilenos, mexicanos… En fin, nadie es extranjero para pelear por Cuba. O ayudarla desinteresadamente. Ni antes, ni ahora.
Hay más. Ahora me ha venido a la mente el Quijote de 23 y J, en la Habana. Lo digo de inmediato: es conmovedora, impactante, la imagen airada, furibunda, encabritada del caballero vestido de alambre. Pero cuando me le acerco echo de menos a alguien. ¿Lo adivinan? Le falta Sancho, como a otras piezas. No sabemos dónde estaba el escudero cuando el escultor Sergio Martínez tejió los hilos cobrizos de ese Caballero Andante belicoso, tan tenso como el alma de un loco.
¿Habría cruzado Sancho la avenida 23, para pedir -él tan pendiente del yantar- una ración de pescado en el restaurante Los siete mares, y por eso, en el momento de erguirse la estatua de su amo, perdió su puesto en la estampa como jinete sobre un borrico? Quizás el artista confesó a algún periodista las razones por las cuales excluyó al bonachón aldeano. Y la respuesta exigiría rebuscar en los archivos; el autor ya murió.
El Quijote, parece ley, no debe andar sin su escudero. Como al gato su cascabel, hay que insertar cerca la contrafigura que exalta la figura del alucinado Caballero. Me percato que Don Quijote brilla en la medida que se opaca y apoca su pusilánime ayudante. Tal vez esa furia descuerada, esa acometividad que le obliga a representar en 23 y J una bronca perenne, espada en mano, sea su protesta por no tener a un chasquido de su retórica de armadura y lanza al Sancho dicharachero y previsor. Lo necesita. Para ello lo convocó a esa aventura donde ambos ilustran la pareja más contradictoria y más humanamente complementaria de la historia. El escudero no solo se ocupa de los bastimentos del cuerpo y que al Caballero le importan poco cuando no es hora de comer. Sancho es también el que le advierte que los molinos son molinos cuando lo son de verdad, y que chocar con ellos implica a rodar por tierra.
Pero la ausencia de Sancho parece ser otro símbolo de la idiosincrasia nacional. No quieren los cubano que, cuando conciben la dama de sus sueños, o el ideal que justifica su vida, una voz excesivamente cauta o racional le estorbe el impulso, el ademán medio trágico y medio cómico, advirtiéndole de peligros o equívocos. Un rasgo del espíritu de Don Quijote se multiplicó entre los cubanos. Hablo de ese afán de acometer molinos de viento, salvar doncellas en peligro, de compartirse sobre la mesa de la solidaridad… Muchos entonces –los tipos de cuello rígido, abundante tanto ayer como hoy- tachaban de locura esa actitud. Y el viejo caballero respondía: “Yo sé quién soy.”
Los cubanos saben también quiénes son y de dónde les viene esa vocación cordial y solidaria que empezó a manifestarse tempranamente en signos sangrantes. La historia todavía no ha enfatizado como lo merece en aquel desprendimiento de las matronas criollas de La Habana, cuando donaron sus joyas a George Washington para que el ejército independentista pudiera cumplir su misión de expulsar a las pelucas inglesas del territorio de las 13 Colonias. Antes, esa lección de espíritu quijotesco la había impartido un personaje anterior al viejo y desgarbado caballero concebido por Miguel de Cervantes. Según mi parecer, fue Fray Bartolomé de las Casas el que dio a los cubanos la primera clase ilustrada de solidaridad. No voy a abundar. En los actos del defensor de los indios se encontraba ínsito el paradigma solidario, romántico, del Quijano que se convertiría en Quijote, a mucha honra de cuantos se le parecen y de los pueblos de solera española.
Hablar, pues, de solidaridad en Cuba es como referirse a algo cercano, entrañable, propio. Podrá existir un cubano egoísta, pero “el cubano”, esa categoría plural y sintética, da un ojo para que el ciego comience a ser tuerto, lo que ya es una mejoría que empareja al invidente con los que ven. La solidaridad puede incluso tener otros nombres. Unos la llaman caridad o amor, pero nunca podrá ser piedad. La piedad viene siendo un sentimiento de autocompasión objetivado en el semejante. ¡Pobrecito! Y hasta ese punto llega la piedad: a mantenerse distante, a sufrir lo ajeno porque algún vez puedo yo sufrirlo también. ¡Solavaya! De modo que el cubano no compone un pueblo piadoso, sino solidario: comparte y se reparte, asume la suerte del otro voluntariamente.
Y quien da, también es capaz de recibir. No le avergüenza. Ni lo deshonra. Y Los cubanos han aceptado la solidaridad ajena. Si algunos habitantes de esa ínsula se alistaron en el ejército de Washington, o en el de Bolívar y San Martín, o fueron a la defender la República Española, también aceptaron en las fuerzas independentistas del siglo XIX a soldados españoles, norteamericanos, chilenos, mexicanos… En fin, nadie es extranjero para pelear por Cuba. O ayudarla desinteresadamente. Ni antes, ni ahora.
jueves, 10 de abril de 2008
LA MEMORIA AÚN CAMINA SOBRE LAS ARENAS
Por Luis Sexto
Viaja en el aire el mismo olor de ayer, de antes, de siempre; el olor dulzón y escurridizo de la leña calcinada bajo el ojo de los carboneros. Estamos en la Ciénaga de Zapata, entre Playa Girón y Playa larga, donde el mar y el humedal se tocan, se lamen ante la indiscreción del asfalto que, por un trecho, resta presencia agreste a la zona y suma seguridad al hombre.
Hace 45 años otro olor se impuso de pronto, brutalmente, al que navegaba envuelto en el humazo de los hornos, volcanes de mínimo formato que se dispersan por el pantano. Ni la nariz olímpica del novelesco Jean-Baptiste Grenouille, en El Perfume, podría rescatar el olor que predominó en este ambiente durante tres días en 1961. Demasiado tiempo. Y el viento demasiado inconstante como para retener en sus poros el rastro de un olor eventual.
Solo perdura aquí la memoria del que ha vivido. La memoria es el olfato de la experiencia: el piso de la vida. Aquí, en Playa Girón, la memoria descansa en jirones de hierros, papeles; en fotografías de héroes, estampas de mártires. Es el museo. Pero, a veces, esta memoria de artefactos y cronologías se torna incompleta. Y así topamos con la primera sorpresa. Parecería imposible que al cabo de tantos años aún permanezcan detalles sin su cuota de presente. Lo supimos mientras oíamos a muchos de cuantos vivían aquí cuando la pólvora mató temporalmente el olor salvaje de la Ciénaga, durante aquella operación que en el código de la CIA adquirió el nombre de un perro de fantasía: Pluto, y que en Cuba, traducido al lenguaje del patriotismo, se convirtió en una consigna impostergable: muerte al invasor, y en términos de la historia en una victoria inevitable: batalla de Playa Girón.
En el museo aparecen los nombres de las cinco víctimas civiles de la agresión. Siendo norteamericana en su génesis y financiamiento, la pretendida invasión se enmascaró con rostros de cubanos en uniforme de mercenarios. Dulce María Martín Angulo, Cira María García Ruz, Ramón López García, María Ortiz Suárez y Juliana Montano Gómez eran habitantes de la Ciénaga de Zapata. En 1961empezaban a conocer la vida sin aislamiento. Con justicia. Igualdad. Los mató el vómito puntiagudo de un B26 que había despegado de un aeródromo de la Nicaragua de Anastasio Somoza.
Falta el nombre de Alberto Córdova Morales, niño de seis años. ¿Por qué su nombre se ha pulverizado junto con sus huesos? Es un episodio confuso, escabroso. Y para quebrar su oscuridad pide que se le asuma con lámparas de realismo. Albertico era hijo de una familia de Playa Girón, poblado que entonces comenzaba a aglutinarse en torno de la villa turística en construcción. Los Córdova Morales, como otros vecinos y trabajadores, fueron apresados por los invasores y concentrados en las instalaciones hoteleras.
El padre, a una invitación de los mercenarios, se pasó a las filas del enemigo el 17 de abril. El 18, el caos ya fragmentaba en miedo e indecisión a la brigada 2506. Y no se ocuparon tanto de sus prisioneros. Los Córdova Morales, mujeres y niños, que se hallaban en el motel número 1, quisieron salir.
Afuera, pólvora. Chamusquina. Estruendo.
Un pedazo de metralla tocó al niño Alberto en una pierna…A las pocas horas, al atardecer, murió desangrado.
Simón Mejías Benítez, ex carbonero que al ser entrevistado trabajaba en los servicios comunales de Playa Girón, conserva una imagen de aquel momento. Ha vivido en estos parajes desde cuando “no había nada”, y los ranchos, como hitos en la geografía del desamparo, se dispersaban por la costa. Conoce a todos aquí.
Yo vi al padre del niño vestido de mercenario. Y lo oí cuando dijo: “Esto es ya de nosotros”. Yo vi también cuando su esposa vino llorando con el niño herido. Él le dijo: “Estamos en guerra y no podemos atender heridos ahora”. Nosotros estábamos en el restaurante de la villa turística. Ese hombre nos cuidaba y hasta nos amenazaba. Nos sorprendió, porque se llevaba bien con todos los vecinos y parecía revolucionario. Después del triunfo, estuvo unos días preso. Lo soltaron. Y se fue de aquí.
Esa es la historia que todos cuentan. El nombre del padre lo callamos, practicando la conducta generosa que nunca le cobró su traición. Y más: aquí apuntamos el testimonio de una de sus hermanas. Como una defensa solitaria y comprometida. De oficio.
El niño muere en el camino de Girón a Helechal. Es verdad que mi hermano se pasó a los invasores, pero cuando hirieron a su hijito, se olvidó de todo, y corrió a atenderlo…
Poco importa ya. Ese hombre ha debido afrontar un tribunal más severo, implacable: el de su conciencia. La muerte de su hijo pertenece a su tragedia individual. A la historia, a la épica, le corresponde saber que Alberto Córdova Morales es la sexta de las víctimas civiles de la batalla de Playa Girón. ¿Qué metralla lo hirió? ¿Del lado de los milicianos; del lado de los mercenarios? Las balas no tienen nombre. Los asesinos fueron los que, agazapados en la noche y con una calavera y dos tibias cruzadas en la proa de sus lanchas de desembarco, impusieron la guerra a Cuba.
NO ME PREGUNTARON A MÍ
Llegaron a comienzos de la madrugada.
La memoria de Ramón Acosta Pichs no recuerda con exactitud. Estaba de guardia junto al tanque que desde la altura de sus pilares abastece de agua a Girón. A las l2 menos cinco, hacia el mar, unas luces se apagaban y otras se encendían. Se acercó al malecón. Durante media hora las luces parpadearon. Luego cortaron el fluido eléctrico del poblado. Y luces de bengala iluminaron el paisaje.
-El tanque de agua se veía clarito, como de día.
Y los tiros empezaron a sonar.
Acosta, cienaguero que trabajaba en la fábrica de bloques para la construcción, entonces con 26 años, pudo maldecir por un instante su suerte. Hacía una semana que había regresado de la Sierra del Escambray, donde combatió, como miliciano, a gente alzada en armas contra la revolución. Tenía barba. Había aprendido a leer pocas semanas antes, guiado por el magisterio de un niño chileno de 12 años. Esperaba su relevo de guardia a las 12 de la noche. No llegó.
Cuando conversamos era carnicero de la villa turística. Y antes había sido panadero, dulcero, cocinero. Le pedimos echar hacia atrás el tiempo, y dice que nunca le ha contado esta historia a ningún periodista. Tampoco Simón Mejías, el que antes testimonió, ni otros que más abajo aparecerán en este relato.
Antes de los tiros, estoy sentado en el muro del malecón viendo aquellas luces y la bengala. Mi hermano, también de guardia, con un M 52 y 40 balas, me silba para que yo supiera que algo no andaba bien… le respondo. Nos pusimos detrás del muro, y le tiramos a un grupo, como de 20, que iba a tomar la salida de la carretera de Playa Larga, al oeste de Girón. No nos hacen mucho caso. Yo le digo a mi hermano: “Vamos”, y comenzamos a dar vueltas avisando a cuantos pudimos para que escaparan, y tratando nosotros de irnos de allí. Nos parapetamos tras el lavadero de una cabaña. Antes se nos había incorporado Argenis Burgos Palma. No estaba de guardia, pero llegó con un fusil. Entramos en combate. Pero era demasiado fuego contra nosotros. Digo: “Vamos”. Argenis, de pie, empieza a tirar como un loco, gritando patria o muerte. Una ráfaga lo trozó por el vientre. Lo enterramos en la arena, allí donde termina el malecón. Con el apuro, le dejamos los pies afuera. Yo insistía con mi hermano: “No podemos caer prisioneros”.
Hacia las seis de la mañana consiguieron entrar en el bosque. Se incorporaron más tarde a tropas milicianas. Y el 19 regresaron a Girón como vencedores.
Los recuerdos de Acosta ofrecen un detalle polémico.
-¿Está usted seguro de que el miliciano que cayó a su lado era Argenis Burgos Palma?
-Yo lo conocía; trabajábamos juntos; era de Oriente, y había venido a levantar la villa turística.
-Ciertos historiadores, sin embargo, afirman que murió de otra manera: detrás de un tanque de guerra, y no el 17 de abril.
-Pues déjeme decirle: esos investigadores nunca han venido a preguntarme.
ESA FUE MI RESPUESTA
Antonio Reytor tuvo miedo cuando la boca de una calibre 50 le apuntaba. Se hallaba a la entrada de Playa Girón, en la carretera hacia Playa Larga. Era como las seis de la mañana. Esa madrugada, en su bohío, al oír disparos, pensó que los milicianos de guardia habían rozado casualmente el gatillo. Antonio no era miliciano. Y ya siendo prisionero de la brigada 2506 lo interrogaron en un cuarto. Le preguntaron si quería unirse a ellos, y les dijo que no le gustaban las armas y los ejércitos. Le preguntaron además si le gustaba el comunismo, si le pagaban en bonos y que les enseñara el dinero.
-Yo respondía de manera limitada, no muy abierto; había que tener cuidado. ¿No?
Antonio Reytor tenía 21 años. Y trabajaba en la empresa forestal. Sentía, sí, miedo. Pero lo malo de la guerra es entrar. El cuerpo luego se va habituando a las explosiones, las armas. Le viene a uno como una resignación. Lo trasladaron al restaurante de la villa turística. Había unos 80 hombres y algunas mujeres. Desde allí vieron un avión mercenario en picada, con su humareda negra. Cayó sobre la pista del aeropuerto de Girón; estalló varias veces. Vieron además una nave cubana dejar sus bombas sobre el marco madre de la brigada 2506.
-Ahora sí nos jodimos –dijo un mercenario.
Reytor conducía, cuando hablamos, un ómnibus que todos los días viajaba a Playa Larga. Esperamos su retronó. Al mediodía. Y lo vimos en su casa –linda, confortable, adornada, como en la ciudad.
Este hombre vivió doble tragedia. Fue prisionero de los invasores y prisionero de los milicianos. La anécdota, ahora, facilita una risa larga, escandalosa. Entonces fue distinto.
El día 17 de abril por la tarde nos llevaron a El Polvorín, un barrio que surgía a un kilómetro de Girón. El 19 volví a la playa. Tres días sin bañarme, ni peinarme. Quería ir a mi casa, a ver de mis padres. Me preguntaba si estarían vivos. Vivía a unos 300 metros de la carretera a Playa Larga, y allí mismo donde me apresaron los mercenarios, me detuvieron los milicianos. Los confundí con mi facha. Bueno, me subieron a punta de metralleta a un camión. Y no me dejaron ni enseñarles mis carnés. En Playa Larga un compañero mío me reconoció. “Oye, que tú haces ahí. Iba yo solo en el camión, cercado por los guardias. El jefe averiguó. Y al final, figúrense, hemos traído por gusto a este hombre. A mí me daba roña, pero quizá yo mismo, en su situación, habría actuado igual. Al fin, el 23, después de ir a Jagüey Grande, y a Aguada, pude volver a Girón acompañado de un conocido que había sido soldado del Ejército Rebelde. Mis padres estaban vivos. Y yo entonces me hice miliciano. Esa fue mi respuesta.
TANTO COMO ENTONCES
Durante muchos meses, Ana María Hernández Bravo no soportó ni una película de guerra. Al ver los aviones, el pánico la ahuyentaba. Acudió al psiquiatra, porque soñaba con aviones, con AVIONES…
Hace 45 años otro olor se impuso de pronto, brutalmente, al que navegaba envuelto en el humazo de los hornos, volcanes de mínimo formato que se dispersan por el pantano. Ni la nariz olímpica del novelesco Jean-Baptiste Grenouille, en El Perfume, podría rescatar el olor que predominó en este ambiente durante tres días en 1961. Demasiado tiempo. Y el viento demasiado inconstante como para retener en sus poros el rastro de un olor eventual.
Solo perdura aquí la memoria del que ha vivido. La memoria es el olfato de la experiencia: el piso de la vida. Aquí, en Playa Girón, la memoria descansa en jirones de hierros, papeles; en fotografías de héroes, estampas de mártires. Es el museo. Pero, a veces, esta memoria de artefactos y cronologías se torna incompleta. Y así topamos con la primera sorpresa. Parecería imposible que al cabo de tantos años aún permanezcan detalles sin su cuota de presente. Lo supimos mientras oíamos a muchos de cuantos vivían aquí cuando la pólvora mató temporalmente el olor salvaje de la Ciénaga, durante aquella operación que en el código de la CIA adquirió el nombre de un perro de fantasía: Pluto, y que en Cuba, traducido al lenguaje del patriotismo, se convirtió en una consigna impostergable: muerte al invasor, y en términos de la historia en una victoria inevitable: batalla de Playa Girón.
En el museo aparecen los nombres de las cinco víctimas civiles de la agresión. Siendo norteamericana en su génesis y financiamiento, la pretendida invasión se enmascaró con rostros de cubanos en uniforme de mercenarios. Dulce María Martín Angulo, Cira María García Ruz, Ramón López García, María Ortiz Suárez y Juliana Montano Gómez eran habitantes de la Ciénaga de Zapata. En 1961empezaban a conocer la vida sin aislamiento. Con justicia. Igualdad. Los mató el vómito puntiagudo de un B26 que había despegado de un aeródromo de la Nicaragua de Anastasio Somoza.
Falta el nombre de Alberto Córdova Morales, niño de seis años. ¿Por qué su nombre se ha pulverizado junto con sus huesos? Es un episodio confuso, escabroso. Y para quebrar su oscuridad pide que se le asuma con lámparas de realismo. Albertico era hijo de una familia de Playa Girón, poblado que entonces comenzaba a aglutinarse en torno de la villa turística en construcción. Los Córdova Morales, como otros vecinos y trabajadores, fueron apresados por los invasores y concentrados en las instalaciones hoteleras.
El padre, a una invitación de los mercenarios, se pasó a las filas del enemigo el 17 de abril. El 18, el caos ya fragmentaba en miedo e indecisión a la brigada 2506. Y no se ocuparon tanto de sus prisioneros. Los Córdova Morales, mujeres y niños, que se hallaban en el motel número 1, quisieron salir.
Afuera, pólvora. Chamusquina. Estruendo.
Un pedazo de metralla tocó al niño Alberto en una pierna…A las pocas horas, al atardecer, murió desangrado.
Simón Mejías Benítez, ex carbonero que al ser entrevistado trabajaba en los servicios comunales de Playa Girón, conserva una imagen de aquel momento. Ha vivido en estos parajes desde cuando “no había nada”, y los ranchos, como hitos en la geografía del desamparo, se dispersaban por la costa. Conoce a todos aquí.
Yo vi al padre del niño vestido de mercenario. Y lo oí cuando dijo: “Esto es ya de nosotros”. Yo vi también cuando su esposa vino llorando con el niño herido. Él le dijo: “Estamos en guerra y no podemos atender heridos ahora”. Nosotros estábamos en el restaurante de la villa turística. Ese hombre nos cuidaba y hasta nos amenazaba. Nos sorprendió, porque se llevaba bien con todos los vecinos y parecía revolucionario. Después del triunfo, estuvo unos días preso. Lo soltaron. Y se fue de aquí.
Esa es la historia que todos cuentan. El nombre del padre lo callamos, practicando la conducta generosa que nunca le cobró su traición. Y más: aquí apuntamos el testimonio de una de sus hermanas. Como una defensa solitaria y comprometida. De oficio.
El niño muere en el camino de Girón a Helechal. Es verdad que mi hermano se pasó a los invasores, pero cuando hirieron a su hijito, se olvidó de todo, y corrió a atenderlo…
Poco importa ya. Ese hombre ha debido afrontar un tribunal más severo, implacable: el de su conciencia. La muerte de su hijo pertenece a su tragedia individual. A la historia, a la épica, le corresponde saber que Alberto Córdova Morales es la sexta de las víctimas civiles de la batalla de Playa Girón. ¿Qué metralla lo hirió? ¿Del lado de los milicianos; del lado de los mercenarios? Las balas no tienen nombre. Los asesinos fueron los que, agazapados en la noche y con una calavera y dos tibias cruzadas en la proa de sus lanchas de desembarco, impusieron la guerra a Cuba.
NO ME PREGUNTARON A MÍ
Llegaron a comienzos de la madrugada.
La memoria de Ramón Acosta Pichs no recuerda con exactitud. Estaba de guardia junto al tanque que desde la altura de sus pilares abastece de agua a Girón. A las l2 menos cinco, hacia el mar, unas luces se apagaban y otras se encendían. Se acercó al malecón. Durante media hora las luces parpadearon. Luego cortaron el fluido eléctrico del poblado. Y luces de bengala iluminaron el paisaje.
-El tanque de agua se veía clarito, como de día.
Y los tiros empezaron a sonar.
Acosta, cienaguero que trabajaba en la fábrica de bloques para la construcción, entonces con 26 años, pudo maldecir por un instante su suerte. Hacía una semana que había regresado de la Sierra del Escambray, donde combatió, como miliciano, a gente alzada en armas contra la revolución. Tenía barba. Había aprendido a leer pocas semanas antes, guiado por el magisterio de un niño chileno de 12 años. Esperaba su relevo de guardia a las 12 de la noche. No llegó.
Cuando conversamos era carnicero de la villa turística. Y antes había sido panadero, dulcero, cocinero. Le pedimos echar hacia atrás el tiempo, y dice que nunca le ha contado esta historia a ningún periodista. Tampoco Simón Mejías, el que antes testimonió, ni otros que más abajo aparecerán en este relato.
Antes de los tiros, estoy sentado en el muro del malecón viendo aquellas luces y la bengala. Mi hermano, también de guardia, con un M 52 y 40 balas, me silba para que yo supiera que algo no andaba bien… le respondo. Nos pusimos detrás del muro, y le tiramos a un grupo, como de 20, que iba a tomar la salida de la carretera de Playa Larga, al oeste de Girón. No nos hacen mucho caso. Yo le digo a mi hermano: “Vamos”, y comenzamos a dar vueltas avisando a cuantos pudimos para que escaparan, y tratando nosotros de irnos de allí. Nos parapetamos tras el lavadero de una cabaña. Antes se nos había incorporado Argenis Burgos Palma. No estaba de guardia, pero llegó con un fusil. Entramos en combate. Pero era demasiado fuego contra nosotros. Digo: “Vamos”. Argenis, de pie, empieza a tirar como un loco, gritando patria o muerte. Una ráfaga lo trozó por el vientre. Lo enterramos en la arena, allí donde termina el malecón. Con el apuro, le dejamos los pies afuera. Yo insistía con mi hermano: “No podemos caer prisioneros”.
Hacia las seis de la mañana consiguieron entrar en el bosque. Se incorporaron más tarde a tropas milicianas. Y el 19 regresaron a Girón como vencedores.
Los recuerdos de Acosta ofrecen un detalle polémico.
-¿Está usted seguro de que el miliciano que cayó a su lado era Argenis Burgos Palma?
-Yo lo conocía; trabajábamos juntos; era de Oriente, y había venido a levantar la villa turística.
-Ciertos historiadores, sin embargo, afirman que murió de otra manera: detrás de un tanque de guerra, y no el 17 de abril.
-Pues déjeme decirle: esos investigadores nunca han venido a preguntarme.
ESA FUE MI RESPUESTA
Antonio Reytor tuvo miedo cuando la boca de una calibre 50 le apuntaba. Se hallaba a la entrada de Playa Girón, en la carretera hacia Playa Larga. Era como las seis de la mañana. Esa madrugada, en su bohío, al oír disparos, pensó que los milicianos de guardia habían rozado casualmente el gatillo. Antonio no era miliciano. Y ya siendo prisionero de la brigada 2506 lo interrogaron en un cuarto. Le preguntaron si quería unirse a ellos, y les dijo que no le gustaban las armas y los ejércitos. Le preguntaron además si le gustaba el comunismo, si le pagaban en bonos y que les enseñara el dinero.
-Yo respondía de manera limitada, no muy abierto; había que tener cuidado. ¿No?
Antonio Reytor tenía 21 años. Y trabajaba en la empresa forestal. Sentía, sí, miedo. Pero lo malo de la guerra es entrar. El cuerpo luego se va habituando a las explosiones, las armas. Le viene a uno como una resignación. Lo trasladaron al restaurante de la villa turística. Había unos 80 hombres y algunas mujeres. Desde allí vieron un avión mercenario en picada, con su humareda negra. Cayó sobre la pista del aeropuerto de Girón; estalló varias veces. Vieron además una nave cubana dejar sus bombas sobre el marco madre de la brigada 2506.
-Ahora sí nos jodimos –dijo un mercenario.
Reytor conducía, cuando hablamos, un ómnibus que todos los días viajaba a Playa Larga. Esperamos su retronó. Al mediodía. Y lo vimos en su casa –linda, confortable, adornada, como en la ciudad.
Este hombre vivió doble tragedia. Fue prisionero de los invasores y prisionero de los milicianos. La anécdota, ahora, facilita una risa larga, escandalosa. Entonces fue distinto.
El día 17 de abril por la tarde nos llevaron a El Polvorín, un barrio que surgía a un kilómetro de Girón. El 19 volví a la playa. Tres días sin bañarme, ni peinarme. Quería ir a mi casa, a ver de mis padres. Me preguntaba si estarían vivos. Vivía a unos 300 metros de la carretera a Playa Larga, y allí mismo donde me apresaron los mercenarios, me detuvieron los milicianos. Los confundí con mi facha. Bueno, me subieron a punta de metralleta a un camión. Y no me dejaron ni enseñarles mis carnés. En Playa Larga un compañero mío me reconoció. “Oye, que tú haces ahí. Iba yo solo en el camión, cercado por los guardias. El jefe averiguó. Y al final, figúrense, hemos traído por gusto a este hombre. A mí me daba roña, pero quizá yo mismo, en su situación, habría actuado igual. Al fin, el 23, después de ir a Jagüey Grande, y a Aguada, pude volver a Girón acompañado de un conocido que había sido soldado del Ejército Rebelde. Mis padres estaban vivos. Y yo entonces me hice miliciano. Esa fue mi respuesta.
TANTO COMO ENTONCES
Durante muchos meses, Ana María Hernández Bravo no soportó ni una película de guerra. Al ver los aviones, el pánico la ahuyentaba. Acudió al psiquiatra, porque soñaba con aviones, con AVIONES…
Ya pasó, claro, pero fue duro.
La encontré en Jagüey Grande donde residía y acreció su prestigio de profesora de historia y filosofía marxista. Estaba jubilada, pero aún trabajaba. En 1961, ejercía de coordinadora de la Campaña de Alfabetización en Cayo Ramona y Playa Girón. Desde estudiante normalista se había familiarizado con la Ciénaga de Zapata donde la gente había permanecido abandona de la suerte y la solidaridad.
Estos son sus recuerdos.
UNA VALORACIÓN
Allí nunca había habido escuelas. La población era casi toda analfabeta. Las condiciones de trabajo eran muy difíciles. Un par de botas no duraba 15 días.
LOS HECHOS
El 16 de abril, Fidel terminó de hablar cobre las siete de la noche en el entierro de las víctimas de los bombardeos del 15. Estábamos trabajando en el censo educacional. Sobre las 12 y media sentimos un tiroteo. Nos asomamos a la ventana y vimos bolas de candela en el cielo. Un miliciano nos dijo: “Es un desembarco”.Los mercenarios entraron. Dijeron: “¡Una escuelita!” Nos ordenaron salir con los brazos en alto. El 17, por la mañana, nos llevaron a una casa que le decían el “Club de Girón”. Un tal Andréu nos entrevisto. Éramos cinco. Y nos preguntaron si queríamos un equipo militar como el de ellos. Dijimos no. Y volvieron a preguntar, esta vez el porqué Fidel nos había enviado allí. Respondimos: “Fidel no nos mandó; vinimos porque quisimos.” Después nos pasaron a un motel situado en el lado Este de Girón. La aviación castigaba. Los cristales saltaban. Humo negro. Los colchones nos protegían.
UNA ANÉCDOTA
Tuvimos muchas discusiones. El “Chino” Kim hasta nos palanqueó el fusil. Se indignó cuando le hablamos de la reforma Agraria. Nos preguntó: “¿Ustedes han visto los títulos de propiedad?” “Sí, los hemos visto.” Todos dicen que tuvimos suerte; ese hombre era un asesino, entonces debía deudas de sangre a la justicia de la Revolución.
NUEVOS HECHOS
El 18 nos trasladaron hacia el lado occidental, y pusieron un tanque frente a la cabaña. Huyéndole a un avión, me golpee un ojo. Mi compañera patria Silva me llevó al médico. Y en el trayecto vimos morir a un mercenario. Los médicos me dijeron que ese golpe se curaba con agua fría.
El 19 por la mañana nos condujeron al rompeolas, dentro del agua. Permanecimos allí unas 10 horas, guareciéndonos de los bombardeos. Al atardecer, Girón parecía una alfombra de balas. Llevábamos tres días sin comer, pero no sentíamos hambre. Todo terminó poco después. Los milicianos me llevaron a Jagüey Grande. Cuando cedió la tensión estuve una semana sin poder caminar. Pasado ese trance, regresé a la Ciénaga y terminé la Campaña de Alfabetización.
EL MOMENTO MÁS TRISTE
Oí por una emisora contrarrevolucionaria el himno nacional de Cuba y a un locutor exhortando a la rendición. Lloré, porque oía a mi himno en circunstancias para las cuales no había sido escrito.
VALORACIÓN FINAL
Recuerdo aquel momento de la batalla como una prueba que fortaleció mi conciencia. Comprendí allí que podía morir, pero no daría un paso hacia atrás. Y así me mantengo.
Habíamos hallado la memoria. Viva. Firme. De regreso, en el aire seguía el olor de la Ciénaga; el olor dulzón y escurridizo de la leña calcinada. Aquí ese es el olor de la vida. Nadie lo ha olvidado.
La encontré en Jagüey Grande donde residía y acreció su prestigio de profesora de historia y filosofía marxista. Estaba jubilada, pero aún trabajaba. En 1961, ejercía de coordinadora de la Campaña de Alfabetización en Cayo Ramona y Playa Girón. Desde estudiante normalista se había familiarizado con la Ciénaga de Zapata donde la gente había permanecido abandona de la suerte y la solidaridad.
Estos son sus recuerdos.
UNA VALORACIÓN
Allí nunca había habido escuelas. La población era casi toda analfabeta. Las condiciones de trabajo eran muy difíciles. Un par de botas no duraba 15 días.
LOS HECHOS
El 16 de abril, Fidel terminó de hablar cobre las siete de la noche en el entierro de las víctimas de los bombardeos del 15. Estábamos trabajando en el censo educacional. Sobre las 12 y media sentimos un tiroteo. Nos asomamos a la ventana y vimos bolas de candela en el cielo. Un miliciano nos dijo: “Es un desembarco”.Los mercenarios entraron. Dijeron: “¡Una escuelita!” Nos ordenaron salir con los brazos en alto. El 17, por la mañana, nos llevaron a una casa que le decían el “Club de Girón”. Un tal Andréu nos entrevisto. Éramos cinco. Y nos preguntaron si queríamos un equipo militar como el de ellos. Dijimos no. Y volvieron a preguntar, esta vez el porqué Fidel nos había enviado allí. Respondimos: “Fidel no nos mandó; vinimos porque quisimos.” Después nos pasaron a un motel situado en el lado Este de Girón. La aviación castigaba. Los cristales saltaban. Humo negro. Los colchones nos protegían.
UNA ANÉCDOTA
Tuvimos muchas discusiones. El “Chino” Kim hasta nos palanqueó el fusil. Se indignó cuando le hablamos de la reforma Agraria. Nos preguntó: “¿Ustedes han visto los títulos de propiedad?” “Sí, los hemos visto.” Todos dicen que tuvimos suerte; ese hombre era un asesino, entonces debía deudas de sangre a la justicia de la Revolución.
NUEVOS HECHOS
El 18 nos trasladaron hacia el lado occidental, y pusieron un tanque frente a la cabaña. Huyéndole a un avión, me golpee un ojo. Mi compañera patria Silva me llevó al médico. Y en el trayecto vimos morir a un mercenario. Los médicos me dijeron que ese golpe se curaba con agua fría.
El 19 por la mañana nos condujeron al rompeolas, dentro del agua. Permanecimos allí unas 10 horas, guareciéndonos de los bombardeos. Al atardecer, Girón parecía una alfombra de balas. Llevábamos tres días sin comer, pero no sentíamos hambre. Todo terminó poco después. Los milicianos me llevaron a Jagüey Grande. Cuando cedió la tensión estuve una semana sin poder caminar. Pasado ese trance, regresé a la Ciénaga y terminé la Campaña de Alfabetización.
EL MOMENTO MÁS TRISTE
Oí por una emisora contrarrevolucionaria el himno nacional de Cuba y a un locutor exhortando a la rendición. Lloré, porque oía a mi himno en circunstancias para las cuales no había sido escrito.
VALORACIÓN FINAL
Recuerdo aquel momento de la batalla como una prueba que fortaleció mi conciencia. Comprendí allí que podía morir, pero no daría un paso hacia atrás. Y así me mantengo.
Habíamos hallado la memoria. Viva. Firme. De regreso, en el aire seguía el olor de la Ciénaga; el olor dulzón y escurridizo de la leña calcinada. Aquí ese es el olor de la vida. Nadie lo ha olvidado.
martes, 8 de abril de 2008
“É o último monstro sagrado vivo” de una generación
Por Jorge Garrido
La noticia llegó como un golpe seco, desprevenido, a través de un breve y urgente email, enviado en portugués, por una amiga: “el nuestro grande periodista Sergio de Souza se murió esta semana...”
Y Vanessa, joven aprendiz de periodismo, respiraba conmovida ante un gigante que acababa de perderse para siempre. Aún atónita, agregaba: “La importancia de Serjão” para el periodismo brasileño es la de una “figura e incomensurável como seu tamaño”.
Me tomó de sorpresa. La primera imagen que me vino a la mente después de leer la “má noticia” que enviaba Vanessa a toda prisa es la de su rostro traslúcido, cristalino, y a la vez grave y profundo.
Los periodistas brasileños lo calificaron como “el último monstruo sagrado vivo” de la generación que se nucleó alrededor de la revista "Realidade", y más adelante fundaba la revista quincenal de contracultura O Bondinho. También trabajó en el programa "90 Minutos", de la TV Bandeirantes, entre otros medios.
Finalmente, hace 11 años, fundó junto a otros notables periodistas la revista Caros Amigos (http://www.carosamigos.com.br/), acaso la mejor publicación intelectual de izquierda de Brasil, crítica, vigilante, exenta de fanatismo, siempre marcada por el rigor profesional y la posición responsable hacia los acontecimientos sociales.
Allí escriben otros grandes del periodismo brasileño, Emiliano José, Mylton Severiano, Chico Alencar, Marcelo Salles, Juca Kfouri.
De Souza tenía 73 años al morir y la última vez que lo vi, en Sao Paulo, lucía palpitante, vital, siempre con su rostro severo y afable a la vez. No sé cómo se las arreglaba para doblar esa sensación raramente juntas.
“O Brasil perde um grande homem e otimo profissional. Lastimo muito”, me enviaba un mensaje consternada mi amiga Sônia Maria Haas, una profesora universitaria desde el lejano Salvador de Bahía. Seguramente que todo Brasil despide hoy al querido Sergio, un admirable hombre, entregado al periodismo a tiempo completo.
Leía en internet otros apuntes sobre la factura humana y el talento de Sergio: tenía una “palavra seca, cortante, exata” y estaba hecho de “um caráter íntegro e de um senso jornalístico próprio dos gênios”. Dedicó 50 años a la profesión en la cual fue avanzando en diversos medios desde un simple reporter, hasta redactor, subeditor, jefe de arte, en el departamento comercial, jefe de redacción, hasta director.
Sin embargo, una de las notas sobre este hombre me llamó la atención: Sergio no dejó “muitas pistas” sobre su vida particular, no se conocía dónde estudió, sus preferencias personales “e outras trivialidades” para armar una nota necrológica. Dicen, también, que era tímido. Raro hombre, discreto, pero siempre trabajador, lleno de invenciones, creativo. Quizás una de sus mejores piezas era su cordialidad y humanismo. No por gusto tanta conmoción a su alrededor a la hora de su muerte.
De Souza era un paulista (Sao Paulo, la ciudad más grande de Brasil) de pura cepa. Nació en 1934 en Bom Retiro, un barrio tradicional en el centro de la ciudad. Allí está enclavada la revista Caros Amigos. Dirigía además la editorial Casa Amarella que publicaba libros de literatura, política, y editó a un cubano, Luis Sexto, hace 4 años, por mi sugerencia, en su magnífica pieza, lamentablemente poco conocida, El Cabo de las mil visiones (O cabo das mil visoes)
Ahora rememoro las veces que lo vi. Me lo presentó Chico Vasconcelos, uno de los organizadores de la editorial Casa Amarella. La visión fugaz que tuve de él, con su sonrisa amable, de pie ante su escritorio, aquel hombre tan alto y delgado inspiraba la seriedad más grande. Nos fuimos a almorzar a una vieja quinta paulista atravesando el corazón de Sao Paulo para devorar una comida tradicional. Sergio apenas habló durante la larga travesía de una hora. Parecía que meditaba profundamente, dejaba que aquel auto repleto de redactores vibrara velozmente en diálogos por sí solo. El se entregaba a un silencio que todos toleraban acostumbrados a su postura.
Otra vez lo vi en La Habana, quejoso, perturbado, por tropezar a la puerta del hotel Copacabana, mientras me esperaba, con una bella muchacha que le propuso trocar sexo por dinero. Sergio estaba indignado, frenético, no podía entender “que eso pasara en Cuba”. Tuvimos una larga charla, la vida es más compleja que las consignas, los manuales y los discursos.
No salía de su asombro, no pensaba encontrar en Cuba “infortunios como estos”, y mientras cenábamos, junto a varios brasileños, entre ellos el compositor y cantante Ivan Lins, se entregó nuevamente al silencio, casi soliloquio, sin abandonar su mirada cordial y grave a la vez, con la que eventualmente recorría los rostros de la mesa, mientras todos, amantes incondicionales de Cuba, relataban “sus peripecias” en la Isla. Lins lucía espléndido, flotaba de satisfacción, sonreía y contaba las delicias de la noche anterior en un largo concierto que había dado en el Teatro Nacional.
Sin embargo, la última vez que vi a Sergio de Souza, fue en diciembre del 2003. Lo visité en su despacho montado en una nave en la ciudad de Sao Paulo en la cual desplegaba su trabajo la revista Caros Amigos y la editorial Casa Amarella. Era un hervidero de periodistas corriendo de un lado para otro. Sergio, impertérrito, grave, frente a su escritorio repleto de papeles disgregados. Su pequeño caos creativo.
No le llevaba buenas noticias a Sergio de Souza: mi libro “Los Picassos negros cubanos” no podía publicarse. Una desgracia había caído sobre la obra. Por intromisiones ajenas, la pieza debía quedar inédita en una gaveta o algo peor y más recomendable: mandarla al basurero para siempre. Sergio estaba rabioso, me habló siempre de pie, mas trataba de ocultar su tormento. Me mostró la portada diseñada por un gran artista brasileño, las pruebas de galera del libro traducido al portugués, la campaña de publicidad a punto de dispararse para respaldar su lanzamiento. Sin embargo, el libro no podría publicarse, aunque un popular programa de O Globo decidiera transmitir una entrevista que me hiciera en Cuba la reportera brasileña Cristina Serra acerca de la obra que ya no saldría nunca a la luz. La historia de los Picassos negros cubanos se enturbiaba cada vez más y aumentaba su misterio.
Me acompañó hasta la puerta amable pero rectamente. Me tendió la mano como si fuera a ser la última vez, y realmente fue la última vez. Los dos sufríamos por la tragedia. Casa Amarella había perdido sus recursos en tratar de publicar la pieza y yo había perdido mi tiempo y todas mis ilusiones de publicar el libro. Salí aquella tarde a una avenida de Sao Paulo con las manos vacías y una gran pesadumbre. Había viajado desde La Habana a publicar la historia de los Picassos negros cubanos y regresaría sin la obra impresa. No había nada que hacer, pero de Souza me había transmitido esa lección de severidad y aplomo que siempre inspiraba en los peores momentos. El tiempo, me dijo, se encargará de poner las cosas en su lugar.
Después, durante los últimos cuatro años intercambiamos algunas llamadas. Me pidió que ayudara a algunos amigos que viajaban y necesitaban apoyo cubano en su trabajo reporteril en la Isla, entre ellos, Sergio Kalili, unos reporteros de O Globo, el infatigable Mylton Severiano, o Vanessa y Silvia, dos estudiantes de periodismo. Hace un par de semanas nos cruzamos email por última vez.
Mi último recuerdo fugaz: “el último monstruo” que acaba de fallecer me dijo al oído aquella noche de 1998, mientras cenábamos en La Habana: “quiero escribir un buen reportaje de Cuba, un largo reportaje, insistió, pero quiero siempre decir la verdad, y lo que más me preocupa en nuestra profesión es no perder nunca mi capacidad de asombrarme. Si me pasa alguna vez es que debo estar muerto ya”.
Sergio de Souza debió haber muerto el pasado 25 de marzo sin perder esa actitud, quizás una actitud lacerante que debemos tener los periodistas, o quizás, probablemente, murió batallando épicamente, enfrentado a los demonios que se le acercaban, porque la rutina se le abalanzaba, a última hora, y dejaría de sentirse vivo.
Una frase mortuoria de sus compañeros de trabajo ilustra mejor el suceso: Los que trabajamos en Caros Amigos, tenemos la desmedida tarea de homenajear su memoria “fazendo das vísceras coragem e coração para tocar o barco em frente”.
Ojalá que Caros Amigos no desaparezca con la muerte de Sergio de Souza. Sería la última revista brasileña de su estatura y perfil y el peor homenaje a este gran hombre.
(*El autor es el director de Cubanow.)
La noticia llegó como un golpe seco, desprevenido, a través de un breve y urgente email, enviado en portugués, por una amiga: “el nuestro grande periodista Sergio de Souza se murió esta semana...”
Y Vanessa, joven aprendiz de periodismo, respiraba conmovida ante un gigante que acababa de perderse para siempre. Aún atónita, agregaba: “La importancia de Serjão” para el periodismo brasileño es la de una “figura e incomensurável como seu tamaño”.
Me tomó de sorpresa. La primera imagen que me vino a la mente después de leer la “má noticia” que enviaba Vanessa a toda prisa es la de su rostro traslúcido, cristalino, y a la vez grave y profundo.
Los periodistas brasileños lo calificaron como “el último monstruo sagrado vivo” de la generación que se nucleó alrededor de la revista "Realidade", y más adelante fundaba la revista quincenal de contracultura O Bondinho. También trabajó en el programa "90 Minutos", de la TV Bandeirantes, entre otros medios.
Finalmente, hace 11 años, fundó junto a otros notables periodistas la revista Caros Amigos (http://www.carosamigos.com.br/), acaso la mejor publicación intelectual de izquierda de Brasil, crítica, vigilante, exenta de fanatismo, siempre marcada por el rigor profesional y la posición responsable hacia los acontecimientos sociales.
Allí escriben otros grandes del periodismo brasileño, Emiliano José, Mylton Severiano, Chico Alencar, Marcelo Salles, Juca Kfouri.
De Souza tenía 73 años al morir y la última vez que lo vi, en Sao Paulo, lucía palpitante, vital, siempre con su rostro severo y afable a la vez. No sé cómo se las arreglaba para doblar esa sensación raramente juntas.
“O Brasil perde um grande homem e otimo profissional. Lastimo muito”, me enviaba un mensaje consternada mi amiga Sônia Maria Haas, una profesora universitaria desde el lejano Salvador de Bahía. Seguramente que todo Brasil despide hoy al querido Sergio, un admirable hombre, entregado al periodismo a tiempo completo.
Leía en internet otros apuntes sobre la factura humana y el talento de Sergio: tenía una “palavra seca, cortante, exata” y estaba hecho de “um caráter íntegro e de um senso jornalístico próprio dos gênios”. Dedicó 50 años a la profesión en la cual fue avanzando en diversos medios desde un simple reporter, hasta redactor, subeditor, jefe de arte, en el departamento comercial, jefe de redacción, hasta director.
Sin embargo, una de las notas sobre este hombre me llamó la atención: Sergio no dejó “muitas pistas” sobre su vida particular, no se conocía dónde estudió, sus preferencias personales “e outras trivialidades” para armar una nota necrológica. Dicen, también, que era tímido. Raro hombre, discreto, pero siempre trabajador, lleno de invenciones, creativo. Quizás una de sus mejores piezas era su cordialidad y humanismo. No por gusto tanta conmoción a su alrededor a la hora de su muerte.
De Souza era un paulista (Sao Paulo, la ciudad más grande de Brasil) de pura cepa. Nació en 1934 en Bom Retiro, un barrio tradicional en el centro de la ciudad. Allí está enclavada la revista Caros Amigos. Dirigía además la editorial Casa Amarella que publicaba libros de literatura, política, y editó a un cubano, Luis Sexto, hace 4 años, por mi sugerencia, en su magnífica pieza, lamentablemente poco conocida, El Cabo de las mil visiones (O cabo das mil visoes)
Ahora rememoro las veces que lo vi. Me lo presentó Chico Vasconcelos, uno de los organizadores de la editorial Casa Amarella. La visión fugaz que tuve de él, con su sonrisa amable, de pie ante su escritorio, aquel hombre tan alto y delgado inspiraba la seriedad más grande. Nos fuimos a almorzar a una vieja quinta paulista atravesando el corazón de Sao Paulo para devorar una comida tradicional. Sergio apenas habló durante la larga travesía de una hora. Parecía que meditaba profundamente, dejaba que aquel auto repleto de redactores vibrara velozmente en diálogos por sí solo. El se entregaba a un silencio que todos toleraban acostumbrados a su postura.
Otra vez lo vi en La Habana, quejoso, perturbado, por tropezar a la puerta del hotel Copacabana, mientras me esperaba, con una bella muchacha que le propuso trocar sexo por dinero. Sergio estaba indignado, frenético, no podía entender “que eso pasara en Cuba”. Tuvimos una larga charla, la vida es más compleja que las consignas, los manuales y los discursos.
No salía de su asombro, no pensaba encontrar en Cuba “infortunios como estos”, y mientras cenábamos, junto a varios brasileños, entre ellos el compositor y cantante Ivan Lins, se entregó nuevamente al silencio, casi soliloquio, sin abandonar su mirada cordial y grave a la vez, con la que eventualmente recorría los rostros de la mesa, mientras todos, amantes incondicionales de Cuba, relataban “sus peripecias” en la Isla. Lins lucía espléndido, flotaba de satisfacción, sonreía y contaba las delicias de la noche anterior en un largo concierto que había dado en el Teatro Nacional.
Sin embargo, la última vez que vi a Sergio de Souza, fue en diciembre del 2003. Lo visité en su despacho montado en una nave en la ciudad de Sao Paulo en la cual desplegaba su trabajo la revista Caros Amigos y la editorial Casa Amarella. Era un hervidero de periodistas corriendo de un lado para otro. Sergio, impertérrito, grave, frente a su escritorio repleto de papeles disgregados. Su pequeño caos creativo.
No le llevaba buenas noticias a Sergio de Souza: mi libro “Los Picassos negros cubanos” no podía publicarse. Una desgracia había caído sobre la obra. Por intromisiones ajenas, la pieza debía quedar inédita en una gaveta o algo peor y más recomendable: mandarla al basurero para siempre. Sergio estaba rabioso, me habló siempre de pie, mas trataba de ocultar su tormento. Me mostró la portada diseñada por un gran artista brasileño, las pruebas de galera del libro traducido al portugués, la campaña de publicidad a punto de dispararse para respaldar su lanzamiento. Sin embargo, el libro no podría publicarse, aunque un popular programa de O Globo decidiera transmitir una entrevista que me hiciera en Cuba la reportera brasileña Cristina Serra acerca de la obra que ya no saldría nunca a la luz. La historia de los Picassos negros cubanos se enturbiaba cada vez más y aumentaba su misterio.
Me acompañó hasta la puerta amable pero rectamente. Me tendió la mano como si fuera a ser la última vez, y realmente fue la última vez. Los dos sufríamos por la tragedia. Casa Amarella había perdido sus recursos en tratar de publicar la pieza y yo había perdido mi tiempo y todas mis ilusiones de publicar el libro. Salí aquella tarde a una avenida de Sao Paulo con las manos vacías y una gran pesadumbre. Había viajado desde La Habana a publicar la historia de los Picassos negros cubanos y regresaría sin la obra impresa. No había nada que hacer, pero de Souza me había transmitido esa lección de severidad y aplomo que siempre inspiraba en los peores momentos. El tiempo, me dijo, se encargará de poner las cosas en su lugar.
Después, durante los últimos cuatro años intercambiamos algunas llamadas. Me pidió que ayudara a algunos amigos que viajaban y necesitaban apoyo cubano en su trabajo reporteril en la Isla, entre ellos, Sergio Kalili, unos reporteros de O Globo, el infatigable Mylton Severiano, o Vanessa y Silvia, dos estudiantes de periodismo. Hace un par de semanas nos cruzamos email por última vez.
Mi último recuerdo fugaz: “el último monstruo” que acaba de fallecer me dijo al oído aquella noche de 1998, mientras cenábamos en La Habana: “quiero escribir un buen reportaje de Cuba, un largo reportaje, insistió, pero quiero siempre decir la verdad, y lo que más me preocupa en nuestra profesión es no perder nunca mi capacidad de asombrarme. Si me pasa alguna vez es que debo estar muerto ya”.
Sergio de Souza debió haber muerto el pasado 25 de marzo sin perder esa actitud, quizás una actitud lacerante que debemos tener los periodistas, o quizás, probablemente, murió batallando épicamente, enfrentado a los demonios que se le acercaban, porque la rutina se le abalanzaba, a última hora, y dejaría de sentirse vivo.
Una frase mortuoria de sus compañeros de trabajo ilustra mejor el suceso: Los que trabajamos en Caros Amigos, tenemos la desmedida tarea de homenajear su memoria “fazendo das vísceras coragem e coração para tocar o barco em frente”.
Ojalá que Caros Amigos no desaparezca con la muerte de Sergio de Souza. Sería la última revista brasileña de su estatura y perfil y el peor homenaje a este gran hombre.
(*El autor es el director de Cubanow.)
lunes, 7 de abril de 2008
“¿TODOS SEMOS GÜENOS?”
Por Luis Sexto
Lo he repetido con alguna frecuencia: la cultura no se define solo por la acumulación de conocimientos. Requiere también capacidad para convivir y capacidad para asociar hechos y palabras. Y entre las cosas que estimo imprescindible comprender, en lo inmediato, es la necesidad de cultivar la cultura del trabajo.
Sí, no lo dude. El trabajo necesita de la cultura. De una especificidad cultural que empieza por la aptitud –el dominio del oficio o la profesión-, pasa por la actitud ante la inevitable relación social, y termina en la ética. Y la ética quiere decir, hemos de trabajar, porque en nuestra sociedad, el trabajo tiene que ser el medio básico de conseguir el bienestar.
Hay que comprender que nadie puede aspirar a vivir mejor si no trabaja o trabaja mal. Pongamos nuestra cultura a evaluar los acontecimientos más actuales. De acuerdo con las más recientes palabras de Fidel -uno de estos jueves-, Cuba no ha renunciado a mantener vigente el principio socialista de distribución. ¡Miren que lo hemos oído veces! De cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo. Esta fórmula distributiva quiere decir que dentro de nuestra concepción de la igualdad, el trabajo no se remunera igualitaristamente.
Fíjese en el matiz semántico. Una cosa es distribuir igualitariamente, esto es, bajo el principio de la igualdad, y otra hacerlo mediante desviaciones del igualitarismo. Este último tiende a borrar las evidentes diferencias entre el que trabaja mal y el que trabaja bien. Y si no se tuviera en cuenta esa distinción entre más y mejor trabajo, la igualdad defendida así se entroncaría con la desigualdad. ¿Sabe usted cuán injusto es emparejar a un buen trabajador con uno que es inferior en habilidad, resultado o disciplina?
Parece necesario, pues, que el trabajo empiece a revalorarse mediante la diferenciación del mejor y el menos bueno. No hablo de teorías extrañas a la vida, de cosas abstractas, inverosímiles. El haber practicado el principio socialista de distribución con paternalismo, ha generado -y no soslayo la influencia de los efectos del período especial, como la depreciación de los salarios- una desvaloración del trabajo y sus exigencias. Habitualmente, la gente se queja de la chapucería ambiental. Si encarga, por ejemplo, un trabajo doméstico, sus ojos no pueden apartarse del plomero, el albañil, el artesano que se comprometió a ejecutar la faena. En cualquier descuido, engañan: dan cobre por plata.
Nuestra crítica desde hace rato alude a las deficiencias e insuficiencias de algunos servicios. O de las construcciones. ¿Qué hemos de añadir ante esa edificación recién pintada que se despinta a los pocos días, o, recién construida, el techo se le convierte en un guayo? Estas verdades, claras como el día, han de recordarse a menudo. Nuestra cultura del trabajo ha de ser, formalmente antigualitarista, aunque sea esencialmente igualitaria. Porque si la desigualdad, como concepto de distribución injusta polariza, enfrenta, a los diversos sectores sociales, el igualitarismo paraliza la sociedad. Donde “to el mundo cobra como pudieran cobrar los güenos”, sin ser buenos, el avance es más lento. Quizá, nulo.
Lo he repetido con alguna frecuencia: la cultura no se define solo por la acumulación de conocimientos. Requiere también capacidad para convivir y capacidad para asociar hechos y palabras. Y entre las cosas que estimo imprescindible comprender, en lo inmediato, es la necesidad de cultivar la cultura del trabajo.
Sí, no lo dude. El trabajo necesita de la cultura. De una especificidad cultural que empieza por la aptitud –el dominio del oficio o la profesión-, pasa por la actitud ante la inevitable relación social, y termina en la ética. Y la ética quiere decir, hemos de trabajar, porque en nuestra sociedad, el trabajo tiene que ser el medio básico de conseguir el bienestar.
Hay que comprender que nadie puede aspirar a vivir mejor si no trabaja o trabaja mal. Pongamos nuestra cultura a evaluar los acontecimientos más actuales. De acuerdo con las más recientes palabras de Fidel -uno de estos jueves-, Cuba no ha renunciado a mantener vigente el principio socialista de distribución. ¡Miren que lo hemos oído veces! De cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo. Esta fórmula distributiva quiere decir que dentro de nuestra concepción de la igualdad, el trabajo no se remunera igualitaristamente.
Fíjese en el matiz semántico. Una cosa es distribuir igualitariamente, esto es, bajo el principio de la igualdad, y otra hacerlo mediante desviaciones del igualitarismo. Este último tiende a borrar las evidentes diferencias entre el que trabaja mal y el que trabaja bien. Y si no se tuviera en cuenta esa distinción entre más y mejor trabajo, la igualdad defendida así se entroncaría con la desigualdad. ¿Sabe usted cuán injusto es emparejar a un buen trabajador con uno que es inferior en habilidad, resultado o disciplina?
Parece necesario, pues, que el trabajo empiece a revalorarse mediante la diferenciación del mejor y el menos bueno. No hablo de teorías extrañas a la vida, de cosas abstractas, inverosímiles. El haber practicado el principio socialista de distribución con paternalismo, ha generado -y no soslayo la influencia de los efectos del período especial, como la depreciación de los salarios- una desvaloración del trabajo y sus exigencias. Habitualmente, la gente se queja de la chapucería ambiental. Si encarga, por ejemplo, un trabajo doméstico, sus ojos no pueden apartarse del plomero, el albañil, el artesano que se comprometió a ejecutar la faena. En cualquier descuido, engañan: dan cobre por plata.
Nuestra crítica desde hace rato alude a las deficiencias e insuficiencias de algunos servicios. O de las construcciones. ¿Qué hemos de añadir ante esa edificación recién pintada que se despinta a los pocos días, o, recién construida, el techo se le convierte en un guayo? Estas verdades, claras como el día, han de recordarse a menudo. Nuestra cultura del trabajo ha de ser, formalmente antigualitarista, aunque sea esencialmente igualitaria. Porque si la desigualdad, como concepto de distribución injusta polariza, enfrenta, a los diversos sectores sociales, el igualitarismo paraliza la sociedad. Donde “to el mundo cobra como pudieran cobrar los güenos”, sin ser buenos, el avance es más lento. Quizá, nulo.
sábado, 5 de abril de 2008
TODOS MEZCLADOS
Por Luis Sexto
Dos preguntas servirán de pie de amigo para este análisis somero cuanto inevitable: ¿Existe discriminación racial en Cuba? ¿Cómo juzgar y combatir nuestros prejuicios raciales? Y ambas preguntas, más que facilitadoras de mis razones, resultan pertinentes guías del pensamiento. Porque en la actualidad cierta especie de reivindicación racial mantiene aquí una no siempre mesurada o equilibrada beligerancia en algún medio intelectual y académico. Por lo leído y oído, el análisis del ¿problema? ha partido desde la admisión de la existencia de ideas, sentimientos y practicas racistas en nuestro país, y por lo tanto las conclusiones demandan “respeto a las diferencias”. De pronto, así, los cubanos nos damos de cara con que Cuba es un país “multiétnico” donde cada grupo o raza necesita su espacio propio y la aceptación de su cultura y su historia propias. Porque hasta hoy tanto cultura como historia han sido “blancas”. Historiografía, rectifico, no historia
Tengo mis dudas. Parece que esta óptica, en esta época, tiene inconscientemente –no hay porqué apresurar otros modos- algunos visos de cierto racismo al revés. Uno sabe que sobreviven prejuicios de índole racial en Cuba. Se enmascaran, incluso en el folclor, en la “chistología” hiriente, rebajadora del otro, que matiza el humor a nivel de conciencia cotidiana. Y es verdad también cierta renuencia de algún director de TV a utilizar actores negros. Verdad que a veces un agente del orden se excede en las sospechas y el cacheo cuando se trata de ciudadanos negros. Y verdad que hay revolucionarios, comunistas, cuya capacidad dialéctica se tuerce cuando la hija se enamora de un negro. Es decir, el prejuicio racial persevera como restos del pasado colonial y seudo republicano. Sobra aquí echar mano de la socorrida ley dialéctica del retraso de la conciencia social con respecto del ser social.
Pero el racismo – el odio de razas- no existe en Cuba como política, ni como sentimiento, ni práctica popular. Tampoco la discriminación racial. La Revolución, con su política y sus leyes igualitarias, imprimió un acelerón al proceso de integración nacional que venía operándose en nuestra sociedad desde mediado el siglo XIX. La misma guerra de los 10 años contra la metrópoli española sirvió como caldero donde el embrión de la nacionalidad comenzó a mezclarse, a convertirse en mixtura patria. ¿Habrá que recordar que los blancos se subordinaban a jefes negros o mulatos, y que estos, en ciertos casos, se erigían en líderes más que en comandantes. Es el caso de los Maceo, de Guillermón Moncada, Flor Crombet, Masó. No niego la vigencia entonces de convenciones discriminatorias. Hay que recordar que algunos de esos mismos jefes –casi dioses para sus hombres- no admitían que, siendo mulatos, se les llamara negros. Pero el proceso de integración de la identidad y la cultura nacionales estaba evidenciándose en que los jefes negros o mestizos no ocupaban sus jefaturas como resultado de una “política’ de equilibrio –composición étnica diríamos absurdamente hoy-, sino como el predominio del mérito y el talento en un plano de igualdad.
Después de que ese proceso comenzó en las filas del Ejército Libertador, ya será más fácil la unidad política para la guerra de independencia. Todavía, sin embargo, durante la llamada Tregua Fecunda –el espacio entre las guerras de 1868 y 1895- los ideólogos revolucionarios tuvieron que batallar para anular los conceptos racistas que regían en la sociedad colonial cubana. Hasta 1886, el negro fue esclavo, salvo el que alcanzó su emancipación en la guerra, y muchos de nuestros patricios, nuestros intelectuales y nuestras instituciones pagaron tributo al racismo predominante. ¿Qué otra cosa podían hacer José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco, Anselmo Suárez y Romero si poseían o alguna vez poseyeron esclavos? Claramente, la suya fue una posición de clase, aunque moralmente condenaban la esclavitud y el racismo. Por esas limitaciones clasistas no fueron más allá en su evolución hacia la conciencia cubana. Y, a pesar de todo eso, su papel no es despreciable en nuestra historia. Saco escribió las palabras más bellas que contra el anexionismo se han escrito en Cuba. Del colegio de Luz y Caballero surgieron cuadros para la Revolución de 1868. Y Suárez y Romero escribió la más conmovedora de las novelas antiesclavistas de aquel tiempo: Francisco.
Tampoco puede reputarse de inferior o rebajadora la influencia del Seminario de San Carlos y San Ambrosio en la consolidación de la cultura y la identidad cubanas, por que en su reglamento proscribió la matrícula de negros. En esas aulas -racialmente discriminadoras por imperativos de las circunstancias coloniales-, estudió y ejerció como profesor el Padre Félix Varela, hoy Siervo de Dios de la Iglesia Católica Romana, pionero de la abolición de la esclavitud en Cuba al presentar en las Cortes de Madrid un proyecto abolicionista, y fue también un enemigo de la anexión de la isla a los Estados Unidos.
Juan Gualberto Gómez, el representante de José Martí en la isla, intentó demostrar que el negro no era inferior al blanco. Él mismo –afilado talento, educación exquisita a la europea- fue una pieza que se erguía negando con su persona los conceptos racistas que provenían del Marqués de Gobineau. Su vida, su condición de intelectual y patricio negro ilustraban que el negro, en las mismas condiciones, en ninguna capacidad humana o intelectual cedía ante el blanco. Pero Juan Gualberto no estaba peleando por el “respeto a las diferencias raciales”. Juan Gualberto afincaba los méritos del negro, pero bajo un criterio: la igualdad. O la integración nacional. Por ello, don Juan se negó a la segregación cuando el interventor norteamericano Leonardo Wood, luego del fin de la guerra hispano-cubano-americana, le propuso separar a los niños negros en las aulas, con el pretexto de emparejarlos al nivel escolar de los blancos.
Todos sabemos que el problema racial en la historia es artificial. Aparecieron teorías sobre la supuesta inferioridad del negro cuando países, clases y grupos económicos dominantes, en expansión, necesitaron justificar la esclavitud que los haría ricos. Ya no esclavizaban prisioneros en las guerras de conquista. Y por tanto necesitaron esclavizar el color. Y de ahí surge esa biología de la esclavitud, que el sabio cubano don Fernando Ortiz tildó de engañosa, de espuria prosapia. El negro, en suma, tenía que ser, forzosamente, “un ser inferior”. Los poderosos, blancos, europeos, no podía aducir otra coartada.
Eso es historia vencida. Y por tanto parece ingenuo plantear la lucha contra los prejuicios subsistentes entre los cubanos como si fuera una puja por el equilibrio o la armonía racial. ¿Quién puede en Cuba hablar de razas? ¿Quién puede en Cuba, salvo refiriéndose al folclor, que es lo muerto, hablar de cultura negra o de historia negra? ¿O de cultura blanca o historia blanca? Es, a mi parecer, una reivindicación extemporánea, cuando no oportunista. Y sobre todo peligrosa. Porque los centros de la guerra “fría”contra Cuba en los Estados Unidos intentan azuzar el inexistente “problema racial”.
Prefiero ver el asunto desde la integración. Ya no hay cultura africana en Cuba, pues ha venido integrándose con la blanca o europea en eso que llamamos cultura cubana. Como tampoco tenemos cultura blanca ¿Dónde está la música negra? En la música cubana –el son, el mambo, el bolero, hasta en el sinfonismo-, convertida en célula musical cubana, aliada, mezclada con la blanca. ¿Dónde la música blanca? Fundida con la negra. Esa es la integración nacional –proceso aún vigente-. Y por lo cual la pigmentación de la piel ha venido derivando hacia el color cubano. Color que no es sólo matiz cromático exterior. Es, admitamos la palabra, el mestizaje interno. Yo mismo, español por mis cuatro abuelos, sin mixtura: ojos verdes y piel muy blanca, me siento, sin embargo, mestizo por dentro. Quisiera que mis inhibiciones de carácter me liberaran cuando oigo el tambor que llama. Llama. Y yo respondo con mis retorcimientos internos, o mis pies que, tímidamente, marcan el compás vertiginoso de eso que fue primigeniamente africanía sonora y hoy es –desde hace rato- sonoridad cubana.
Adónde vamos a llegar con ese ritornelo arcaico que estable aparentes diferencias raciales y reclama coexistencia entre ambos colores. No pueden existir diferencias en la fusión. Ni diferencias en la misma esencia. Probemos. Leamos a un poeta al que no le conozcamos la piel. Leamos, sí. Y adivinemos su color. Su origen étnico. ¿Negro o blanco o mulato? ¿O chino, o jabado? Eliseo Diego y Gastón Baquero no se diferencian. Ni Domingo Alfonso, ni Fernández Retamar. O Nancy Morejón y Fina García Marruz; Soleida Ríos y Carilda Oliver Labra. Solo hallamos diferencias de estilo, temas, cosmovisiones, influencias. Lo demás, lo cubano, como poetizó Nicolás Guillén, está todo mezclado. Pero sigamos. Enmascaremos a un bailarín de guaguancó. Y tras concluir la danza, descubrámoslo. Y tendremos una sorpresa. Quizás un rubio, de piel rosada, nos haya seducido con ese descoyuntamiento rítmico que creemos propio de los negros y que comparten los llamados blancos. ¿Y la religión? Nadie podrá negar que parejamente negros y blancos compartan la santería y todo lo demás que se incluye en los ritos de origen africano, en síntesis con doctrinas y cultos europeos. Es cierto -atajo la objeción- que los dioses de los lares africanos, para sobrevivir entre cadenas, se camuflaron con el Dios y los santos del amo blanco. Pero hoy ya no sobreviven enmascarados. No lo necesitan. Perduran en sincrética alianza.
Convengamos, además, en que el prejuicio racial es de doble dirección. Y subsiste en manifestaciones de ida y vuelta, porque aún el negro no ha trascendido totalmente sus tradicionales condiciones de vida. Subsisten el solar, la cuartería, promiscuas habitaciones urbanas, y la ciudadela, también expresión del hacinamiento heredado del capitalismo dependiente, Y con ellos pervive una cultura del deterioro y la precariedad. Incluso una subcultura de la inferioridad que tiende a aglomerarse y defenderse. Una anécdota me sirve para ilustrarlo. Dos estudiantes en la universidad –blanco y negro- compartían el primer lugar en el rendimiento académico. También la amistad. En un examen cometieron un único y mismo error. Y, sin embargo, las notas se diferenciaron. El profesor, negro, le dio al negro más nota que al blanco, porque “los negritos tenemos que defendernos”, explicó al alumno beneficiado y, por ende, asombrado. La veracidad del episodio no admite dudas: uno de los estudiantes es mi hijo.
Por el contrario al prejuicio subsistente, el racismo diferenciador y separatista no halla techo entre nosotros. La integración, al convertir lo diverso en uno, a pesar de los accidentes epidérmicos, lo deglutió. Como ha de deglutir también “la costra tenaz del coloniaje” que señalaba en un poema Rubén Martínez Villena, uno de los primeros comunistas en Cuba, hacia 1920; costra, herencia, que aún respira en nuestros prejuicios. El debate –y excúsenme lo normativo, pero lo político se hace norma- ha de corretear en ese cuadrilátero: unidos contra lo que divide y amengua a la nación y a las sociedad cubana. Y sobre todo, ha de incluir a José Martí. Porque uno nota que en esta disputa intelectual, presuntamente académica, a veces injusta y sin sentido, el Maestro no ha sido invitado. Quizás porque quienes defienden la igualdad desde posiciones “negristas” o “blanquistas” saben que Martí les enrostraría su equívoco, cuando no su torcida intención, con la negativa martiana a admitir que exista odio de razas, porque para el Apóstol cubano de la independencia y el antiimperialismo “no existen razas”.
Hace un siglo, Martí resolvió esa pretendida, absurda, dicotomía racial. “Cubano –definió- es más que blanco, más que mulato, más que negro.” A qué separar lo que la historia unió, y que, separado, solo beneficia a los enemigos de la nación cubana: el Norte perverso, brutal, que nos desprecia. Por blancos y por negros. Y por cubanos independientes y revolucionarios. (Publicado en Insurgente en 2006)
11/03/2006 17:41
Dos preguntas servirán de pie de amigo para este análisis somero cuanto inevitable: ¿Existe discriminación racial en Cuba? ¿Cómo juzgar y combatir nuestros prejuicios raciales? Y ambas preguntas, más que facilitadoras de mis razones, resultan pertinentes guías del pensamiento. Porque en la actualidad cierta especie de reivindicación racial mantiene aquí una no siempre mesurada o equilibrada beligerancia en algún medio intelectual y académico. Por lo leído y oído, el análisis del ¿problema? ha partido desde la admisión de la existencia de ideas, sentimientos y practicas racistas en nuestro país, y por lo tanto las conclusiones demandan “respeto a las diferencias”. De pronto, así, los cubanos nos damos de cara con que Cuba es un país “multiétnico” donde cada grupo o raza necesita su espacio propio y la aceptación de su cultura y su historia propias. Porque hasta hoy tanto cultura como historia han sido “blancas”. Historiografía, rectifico, no historia
Tengo mis dudas. Parece que esta óptica, en esta época, tiene inconscientemente –no hay porqué apresurar otros modos- algunos visos de cierto racismo al revés. Uno sabe que sobreviven prejuicios de índole racial en Cuba. Se enmascaran, incluso en el folclor, en la “chistología” hiriente, rebajadora del otro, que matiza el humor a nivel de conciencia cotidiana. Y es verdad también cierta renuencia de algún director de TV a utilizar actores negros. Verdad que a veces un agente del orden se excede en las sospechas y el cacheo cuando se trata de ciudadanos negros. Y verdad que hay revolucionarios, comunistas, cuya capacidad dialéctica se tuerce cuando la hija se enamora de un negro. Es decir, el prejuicio racial persevera como restos del pasado colonial y seudo republicano. Sobra aquí echar mano de la socorrida ley dialéctica del retraso de la conciencia social con respecto del ser social.
Pero el racismo – el odio de razas- no existe en Cuba como política, ni como sentimiento, ni práctica popular. Tampoco la discriminación racial. La Revolución, con su política y sus leyes igualitarias, imprimió un acelerón al proceso de integración nacional que venía operándose en nuestra sociedad desde mediado el siglo XIX. La misma guerra de los 10 años contra la metrópoli española sirvió como caldero donde el embrión de la nacionalidad comenzó a mezclarse, a convertirse en mixtura patria. ¿Habrá que recordar que los blancos se subordinaban a jefes negros o mulatos, y que estos, en ciertos casos, se erigían en líderes más que en comandantes. Es el caso de los Maceo, de Guillermón Moncada, Flor Crombet, Masó. No niego la vigencia entonces de convenciones discriminatorias. Hay que recordar que algunos de esos mismos jefes –casi dioses para sus hombres- no admitían que, siendo mulatos, se les llamara negros. Pero el proceso de integración de la identidad y la cultura nacionales estaba evidenciándose en que los jefes negros o mestizos no ocupaban sus jefaturas como resultado de una “política’ de equilibrio –composición étnica diríamos absurdamente hoy-, sino como el predominio del mérito y el talento en un plano de igualdad.
Después de que ese proceso comenzó en las filas del Ejército Libertador, ya será más fácil la unidad política para la guerra de independencia. Todavía, sin embargo, durante la llamada Tregua Fecunda –el espacio entre las guerras de 1868 y 1895- los ideólogos revolucionarios tuvieron que batallar para anular los conceptos racistas que regían en la sociedad colonial cubana. Hasta 1886, el negro fue esclavo, salvo el que alcanzó su emancipación en la guerra, y muchos de nuestros patricios, nuestros intelectuales y nuestras instituciones pagaron tributo al racismo predominante. ¿Qué otra cosa podían hacer José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco, Anselmo Suárez y Romero si poseían o alguna vez poseyeron esclavos? Claramente, la suya fue una posición de clase, aunque moralmente condenaban la esclavitud y el racismo. Por esas limitaciones clasistas no fueron más allá en su evolución hacia la conciencia cubana. Y, a pesar de todo eso, su papel no es despreciable en nuestra historia. Saco escribió las palabras más bellas que contra el anexionismo se han escrito en Cuba. Del colegio de Luz y Caballero surgieron cuadros para la Revolución de 1868. Y Suárez y Romero escribió la más conmovedora de las novelas antiesclavistas de aquel tiempo: Francisco.
Tampoco puede reputarse de inferior o rebajadora la influencia del Seminario de San Carlos y San Ambrosio en la consolidación de la cultura y la identidad cubanas, por que en su reglamento proscribió la matrícula de negros. En esas aulas -racialmente discriminadoras por imperativos de las circunstancias coloniales-, estudió y ejerció como profesor el Padre Félix Varela, hoy Siervo de Dios de la Iglesia Católica Romana, pionero de la abolición de la esclavitud en Cuba al presentar en las Cortes de Madrid un proyecto abolicionista, y fue también un enemigo de la anexión de la isla a los Estados Unidos.
Juan Gualberto Gómez, el representante de José Martí en la isla, intentó demostrar que el negro no era inferior al blanco. Él mismo –afilado talento, educación exquisita a la europea- fue una pieza que se erguía negando con su persona los conceptos racistas que provenían del Marqués de Gobineau. Su vida, su condición de intelectual y patricio negro ilustraban que el negro, en las mismas condiciones, en ninguna capacidad humana o intelectual cedía ante el blanco. Pero Juan Gualberto no estaba peleando por el “respeto a las diferencias raciales”. Juan Gualberto afincaba los méritos del negro, pero bajo un criterio: la igualdad. O la integración nacional. Por ello, don Juan se negó a la segregación cuando el interventor norteamericano Leonardo Wood, luego del fin de la guerra hispano-cubano-americana, le propuso separar a los niños negros en las aulas, con el pretexto de emparejarlos al nivel escolar de los blancos.
Todos sabemos que el problema racial en la historia es artificial. Aparecieron teorías sobre la supuesta inferioridad del negro cuando países, clases y grupos económicos dominantes, en expansión, necesitaron justificar la esclavitud que los haría ricos. Ya no esclavizaban prisioneros en las guerras de conquista. Y por tanto necesitaron esclavizar el color. Y de ahí surge esa biología de la esclavitud, que el sabio cubano don Fernando Ortiz tildó de engañosa, de espuria prosapia. El negro, en suma, tenía que ser, forzosamente, “un ser inferior”. Los poderosos, blancos, europeos, no podía aducir otra coartada.
Eso es historia vencida. Y por tanto parece ingenuo plantear la lucha contra los prejuicios subsistentes entre los cubanos como si fuera una puja por el equilibrio o la armonía racial. ¿Quién puede en Cuba hablar de razas? ¿Quién puede en Cuba, salvo refiriéndose al folclor, que es lo muerto, hablar de cultura negra o de historia negra? ¿O de cultura blanca o historia blanca? Es, a mi parecer, una reivindicación extemporánea, cuando no oportunista. Y sobre todo peligrosa. Porque los centros de la guerra “fría”contra Cuba en los Estados Unidos intentan azuzar el inexistente “problema racial”.
Prefiero ver el asunto desde la integración. Ya no hay cultura africana en Cuba, pues ha venido integrándose con la blanca o europea en eso que llamamos cultura cubana. Como tampoco tenemos cultura blanca ¿Dónde está la música negra? En la música cubana –el son, el mambo, el bolero, hasta en el sinfonismo-, convertida en célula musical cubana, aliada, mezclada con la blanca. ¿Dónde la música blanca? Fundida con la negra. Esa es la integración nacional –proceso aún vigente-. Y por lo cual la pigmentación de la piel ha venido derivando hacia el color cubano. Color que no es sólo matiz cromático exterior. Es, admitamos la palabra, el mestizaje interno. Yo mismo, español por mis cuatro abuelos, sin mixtura: ojos verdes y piel muy blanca, me siento, sin embargo, mestizo por dentro. Quisiera que mis inhibiciones de carácter me liberaran cuando oigo el tambor que llama. Llama. Y yo respondo con mis retorcimientos internos, o mis pies que, tímidamente, marcan el compás vertiginoso de eso que fue primigeniamente africanía sonora y hoy es –desde hace rato- sonoridad cubana.
Adónde vamos a llegar con ese ritornelo arcaico que estable aparentes diferencias raciales y reclama coexistencia entre ambos colores. No pueden existir diferencias en la fusión. Ni diferencias en la misma esencia. Probemos. Leamos a un poeta al que no le conozcamos la piel. Leamos, sí. Y adivinemos su color. Su origen étnico. ¿Negro o blanco o mulato? ¿O chino, o jabado? Eliseo Diego y Gastón Baquero no se diferencian. Ni Domingo Alfonso, ni Fernández Retamar. O Nancy Morejón y Fina García Marruz; Soleida Ríos y Carilda Oliver Labra. Solo hallamos diferencias de estilo, temas, cosmovisiones, influencias. Lo demás, lo cubano, como poetizó Nicolás Guillén, está todo mezclado. Pero sigamos. Enmascaremos a un bailarín de guaguancó. Y tras concluir la danza, descubrámoslo. Y tendremos una sorpresa. Quizás un rubio, de piel rosada, nos haya seducido con ese descoyuntamiento rítmico que creemos propio de los negros y que comparten los llamados blancos. ¿Y la religión? Nadie podrá negar que parejamente negros y blancos compartan la santería y todo lo demás que se incluye en los ritos de origen africano, en síntesis con doctrinas y cultos europeos. Es cierto -atajo la objeción- que los dioses de los lares africanos, para sobrevivir entre cadenas, se camuflaron con el Dios y los santos del amo blanco. Pero hoy ya no sobreviven enmascarados. No lo necesitan. Perduran en sincrética alianza.
Convengamos, además, en que el prejuicio racial es de doble dirección. Y subsiste en manifestaciones de ida y vuelta, porque aún el negro no ha trascendido totalmente sus tradicionales condiciones de vida. Subsisten el solar, la cuartería, promiscuas habitaciones urbanas, y la ciudadela, también expresión del hacinamiento heredado del capitalismo dependiente, Y con ellos pervive una cultura del deterioro y la precariedad. Incluso una subcultura de la inferioridad que tiende a aglomerarse y defenderse. Una anécdota me sirve para ilustrarlo. Dos estudiantes en la universidad –blanco y negro- compartían el primer lugar en el rendimiento académico. También la amistad. En un examen cometieron un único y mismo error. Y, sin embargo, las notas se diferenciaron. El profesor, negro, le dio al negro más nota que al blanco, porque “los negritos tenemos que defendernos”, explicó al alumno beneficiado y, por ende, asombrado. La veracidad del episodio no admite dudas: uno de los estudiantes es mi hijo.
Por el contrario al prejuicio subsistente, el racismo diferenciador y separatista no halla techo entre nosotros. La integración, al convertir lo diverso en uno, a pesar de los accidentes epidérmicos, lo deglutió. Como ha de deglutir también “la costra tenaz del coloniaje” que señalaba en un poema Rubén Martínez Villena, uno de los primeros comunistas en Cuba, hacia 1920; costra, herencia, que aún respira en nuestros prejuicios. El debate –y excúsenme lo normativo, pero lo político se hace norma- ha de corretear en ese cuadrilátero: unidos contra lo que divide y amengua a la nación y a las sociedad cubana. Y sobre todo, ha de incluir a José Martí. Porque uno nota que en esta disputa intelectual, presuntamente académica, a veces injusta y sin sentido, el Maestro no ha sido invitado. Quizás porque quienes defienden la igualdad desde posiciones “negristas” o “blanquistas” saben que Martí les enrostraría su equívoco, cuando no su torcida intención, con la negativa martiana a admitir que exista odio de razas, porque para el Apóstol cubano de la independencia y el antiimperialismo “no existen razas”.
Hace un siglo, Martí resolvió esa pretendida, absurda, dicotomía racial. “Cubano –definió- es más que blanco, más que mulato, más que negro.” A qué separar lo que la historia unió, y que, separado, solo beneficia a los enemigos de la nación cubana: el Norte perverso, brutal, que nos desprecia. Por blancos y por negros. Y por cubanos independientes y revolucionarios. (Publicado en Insurgente en 2006)
11/03/2006 17:41
viernes, 4 de abril de 2008
LA (IN) CULTURA DEL DEBATE
Por Luis Sexto
La intolerancia está de moda. Aun los intolerados de ayer responden intolerantemente a cuantos una vez los intoleraron o estimaron ellos que los intoleraban, que en este asunto se va siendo también difícil discernir quién intolera para defenderse o quien provoca la intolerancia para asumir el crédito del mártir o víctima. De cualquier modo, la palabra y la acción que condensa son condenables. Y su origen uno no sabe dónde hallarlo porque la Historia se jalona con las intolerancias de diverso tipo: personal, política, racial, religiosa, de clase, cultura…
Más bien el lenguaje actual la remite a la falta de convivencia entre lo disímil y a las libertades con que asumir el pensar, opinar, vestir, elegir en contraste con los patrones dominantes en un esquema social determinado.
Cerrando el orbe del análisis me gustaría ocuparme de una de las formas más comunes de la intolerancia: la incapacidad para debatir
El ensayista cubano Jorge Mañach –fallecido en 1961 en Puerto Rico- aseveró que la tendencia a reír ante lo que se desconoce o no se alcanza a comprender se relaciona periféricamente con la ignorancia y la falta de cultura o de educación, y más en lo hondo con un complejo de inferioridad que, según el autor de Indagación del choteo, tiende a compensarse, emparejarse con el que “está más alto”, mediante la risa mordaz. Ese comportamiento promedio, a veces minoritario, a veces más generalizado, dependiendo de las épocas, se empalma con la del juicio de Don Quijote que establece que es propia de mentecatos la risa que de poca causa proviene.
No es mi propósito insistir repitiendo las aproximaciones del clásico ensayo de Mañach. Lo he tomado como pretexto para lamentar –al menos hasta dónde he leído su obra- que él, que tan duraderamente registró en el “almario” nacional de Cuba, no nos hubiese entregado el ensayo sobre nuestra “cultura del debate”, o, mejor, sobre la incultura polémica que nos inhabilita para debatir razonable y respetuosamente. El propio Mañach, polemista inclaudicable, sufrió en su momento los golpes de esa deficiente altura, aunque tuvo rivales condignos: Rubén Martínez Villena, Raúl Roa, Juan Marinello, José Lezama Lima. Pero, salvo esos contendientes de parejo tamaño conceptual y estilístico, el resto de los litigios que afrontó, con más o menor grado se deslizan desde la otra esquina por el declive del insulto y, sobre todo, la anulación de los probables valores del contrincante.
Una polémica intelectual, como un juego de béisbol, no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana. Es decir, ha de campear la pasión, la rudeza. Pero, en el medio, regulando con el índice de la ética, el juego limpio. La decencia, palabra que, al parecer, se ha arrinconado en el glosario menos frecuente, tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo. De lo contrario ocurre, como habitualmente, que resolvemos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, dureza con irrespeto. Y el mayor argumento que alzamos, como una maza, se liga con estos tópicos: no tienes la razón, porque la tengo yo, o tus opiniones no son válidas porque antes opinabas distinto. Una anécdota reciente me clarifica. Tras el campeonato de béisbol de la temporada de 2006-2007 –horno y termómetro anual de nuestra insuficiencia polémica-, un periodista de la TV en Guantánamo le adujo a un colega de la TV nacional –estaban encadenados en un diálogo- que desde la capital daban más calor al segundo lugar de Industriales que el primero del equipo de Santiago. Seamos cuerdos, quiso decir. Y el comentarista, acomodado en la banqueta de los estudios en La Habana, ripostó diciendo que le parecía raro que él dijera eso, porque cuando vivías aquí, en la capital, ibas al estadio del Cerro no precisamente a aplaudir a los orientales. A algunos les pudo resultar ingeniosa la respuesta; para las inteligencias equilibradas, en cambio, el habanero descendió unos peldaños en su profesionalidad y en sus valores humanos y éticos, al utilizar en el debate referencias personales; trapos aparentemente sucios. Tal vez esa conducta la muevan los mismos resortes que a la risa ante aquello que no se conoce o no se entiende: destripar con el ridículo a quien nos coloca en aprietos.
Y a qué causas remitir el origen de tanta extendida incapacidad para respetarnos los unos a los otros. ¿A la herencia del carácter español? ¿A los tantos años de opresión esclavista, extorsión colonial y neocolonial, de analfabetismo, peculado, corrupción política en la república de 1902?
Confieso mi insuficiencia para acometer ese buceo en lo más oscuro del carácter nacional. En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas. El sabio Fernando Ortiz, en uno de sus trabajos juveniles, que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica. Reaccionamos, ante cualquier opinión que evidencia nuestros errores o actitudes, de modo histérico. Femeninamente, creo que escribió don Fernando en sus Ensayos de psicología tropical, por lo cual me disculpo ante las damas por la cita. Entonces discurrían los primeros años del siglo XX. Cien años después, continuamos padeciendo de alergia a la crítica. Los que están incluso en las posiciones de gobierno y también cuantos se detienen en una esquina a mirar los celajes o se sientan en los pasillos de las instituciones culturales a mirar el mundo pasar, asumen la posición del que anuncia en un cartel, como en un libreto cómico: Que nadie me toque; yo solo puedo tocar.
Observando bien el fenómeno lo más recomendable es una actitud de apacible filosofía que asuma evangélicamente esas manifestaciones como generadas por una impericia innata, una incapacidad casi irreversible para un hecho primordial: la convivencia. La cultura y el conocimiento influyen muy poco en la corrección de ese nuestro común vivir desvivido, desocializado. Seguimos pensando que la cultura es saber muchas lenguas extranjeras, mucha historia, mucha estética. Y permanecemos vacíos de la otra cultura, a la que aludía Chésterton cuando evaluó de muy cultos a los analfabetos campesinos españoles de su tiempo. Eran cordiales, respetuosos. Poseían la letra del corazón y les bastaba para comportarse, con notas sobresalientes, en la ciencia del convivir.
La generalidad de nuestros cultos son, por lo común enemigos de la intolerancia. Cuando se sienten intolerados son afanosos zapadores que tienden, en muy justa operación, a resquebrajar la armazón de lo sectario y divisor. Pero, resuelto el problema, nadie más intolerante que el intolerado de ayer. Pasa la cuenta con la misma carpintería. Se erige en nuevo victimario. Y así todo ello se mezcla, se confunde en la batidora de las imperfecciones colectivas y personales. Falta, desde luego, humildad. Sobra soberbia. Y no existe el apego a la verdad. ¿Buscar la verdad en el debate? No, qué va. Ese que ahora dice lo que yo no pude decir cuando quise, y que entonces decía lo contrario, no está apto para decirlo. Carece de credibilidad. Ha de tener su biografía manchada…. Si yo no lo digo, él tampoco.
Y así la evolución de las ideas, el acercamiento de una posición a otra luego de la práctica, que a tantos depura, y del paso del tiempo, que tanto modifica, es anulado por la tabla rasa de un simple decreto tan dogmático como el dogma que dice condenar.
La intolerancia está de moda. Aun los intolerados de ayer responden intolerantemente a cuantos una vez los intoleraron o estimaron ellos que los intoleraban, que en este asunto se va siendo también difícil discernir quién intolera para defenderse o quien provoca la intolerancia para asumir el crédito del mártir o víctima. De cualquier modo, la palabra y la acción que condensa son condenables. Y su origen uno no sabe dónde hallarlo porque la Historia se jalona con las intolerancias de diverso tipo: personal, política, racial, religiosa, de clase, cultura…
Más bien el lenguaje actual la remite a la falta de convivencia entre lo disímil y a las libertades con que asumir el pensar, opinar, vestir, elegir en contraste con los patrones dominantes en un esquema social determinado.
Cerrando el orbe del análisis me gustaría ocuparme de una de las formas más comunes de la intolerancia: la incapacidad para debatir
El ensayista cubano Jorge Mañach –fallecido en 1961 en Puerto Rico- aseveró que la tendencia a reír ante lo que se desconoce o no se alcanza a comprender se relaciona periféricamente con la ignorancia y la falta de cultura o de educación, y más en lo hondo con un complejo de inferioridad que, según el autor de Indagación del choteo, tiende a compensarse, emparejarse con el que “está más alto”, mediante la risa mordaz. Ese comportamiento promedio, a veces minoritario, a veces más generalizado, dependiendo de las épocas, se empalma con la del juicio de Don Quijote que establece que es propia de mentecatos la risa que de poca causa proviene.
No es mi propósito insistir repitiendo las aproximaciones del clásico ensayo de Mañach. Lo he tomado como pretexto para lamentar –al menos hasta dónde he leído su obra- que él, que tan duraderamente registró en el “almario” nacional de Cuba, no nos hubiese entregado el ensayo sobre nuestra “cultura del debate”, o, mejor, sobre la incultura polémica que nos inhabilita para debatir razonable y respetuosamente. El propio Mañach, polemista inclaudicable, sufrió en su momento los golpes de esa deficiente altura, aunque tuvo rivales condignos: Rubén Martínez Villena, Raúl Roa, Juan Marinello, José Lezama Lima. Pero, salvo esos contendientes de parejo tamaño conceptual y estilístico, el resto de los litigios que afrontó, con más o menor grado se deslizan desde la otra esquina por el declive del insulto y, sobre todo, la anulación de los probables valores del contrincante.
Una polémica intelectual, como un juego de béisbol, no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana. Es decir, ha de campear la pasión, la rudeza. Pero, en el medio, regulando con el índice de la ética, el juego limpio. La decencia, palabra que, al parecer, se ha arrinconado en el glosario menos frecuente, tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo. De lo contrario ocurre, como habitualmente, que resolvemos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, dureza con irrespeto. Y el mayor argumento que alzamos, como una maza, se liga con estos tópicos: no tienes la razón, porque la tengo yo, o tus opiniones no son válidas porque antes opinabas distinto. Una anécdota reciente me clarifica. Tras el campeonato de béisbol de la temporada de 2006-2007 –horno y termómetro anual de nuestra insuficiencia polémica-, un periodista de la TV en Guantánamo le adujo a un colega de la TV nacional –estaban encadenados en un diálogo- que desde la capital daban más calor al segundo lugar de Industriales que el primero del equipo de Santiago. Seamos cuerdos, quiso decir. Y el comentarista, acomodado en la banqueta de los estudios en La Habana, ripostó diciendo que le parecía raro que él dijera eso, porque cuando vivías aquí, en la capital, ibas al estadio del Cerro no precisamente a aplaudir a los orientales. A algunos les pudo resultar ingeniosa la respuesta; para las inteligencias equilibradas, en cambio, el habanero descendió unos peldaños en su profesionalidad y en sus valores humanos y éticos, al utilizar en el debate referencias personales; trapos aparentemente sucios. Tal vez esa conducta la muevan los mismos resortes que a la risa ante aquello que no se conoce o no se entiende: destripar con el ridículo a quien nos coloca en aprietos.
Y a qué causas remitir el origen de tanta extendida incapacidad para respetarnos los unos a los otros. ¿A la herencia del carácter español? ¿A los tantos años de opresión esclavista, extorsión colonial y neocolonial, de analfabetismo, peculado, corrupción política en la república de 1902?
Confieso mi insuficiencia para acometer ese buceo en lo más oscuro del carácter nacional. En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas. El sabio Fernando Ortiz, en uno de sus trabajos juveniles, que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica. Reaccionamos, ante cualquier opinión que evidencia nuestros errores o actitudes, de modo histérico. Femeninamente, creo que escribió don Fernando en sus Ensayos de psicología tropical, por lo cual me disculpo ante las damas por la cita. Entonces discurrían los primeros años del siglo XX. Cien años después, continuamos padeciendo de alergia a la crítica. Los que están incluso en las posiciones de gobierno y también cuantos se detienen en una esquina a mirar los celajes o se sientan en los pasillos de las instituciones culturales a mirar el mundo pasar, asumen la posición del que anuncia en un cartel, como en un libreto cómico: Que nadie me toque; yo solo puedo tocar.
Observando bien el fenómeno lo más recomendable es una actitud de apacible filosofía que asuma evangélicamente esas manifestaciones como generadas por una impericia innata, una incapacidad casi irreversible para un hecho primordial: la convivencia. La cultura y el conocimiento influyen muy poco en la corrección de ese nuestro común vivir desvivido, desocializado. Seguimos pensando que la cultura es saber muchas lenguas extranjeras, mucha historia, mucha estética. Y permanecemos vacíos de la otra cultura, a la que aludía Chésterton cuando evaluó de muy cultos a los analfabetos campesinos españoles de su tiempo. Eran cordiales, respetuosos. Poseían la letra del corazón y les bastaba para comportarse, con notas sobresalientes, en la ciencia del convivir.
La generalidad de nuestros cultos son, por lo común enemigos de la intolerancia. Cuando se sienten intolerados son afanosos zapadores que tienden, en muy justa operación, a resquebrajar la armazón de lo sectario y divisor. Pero, resuelto el problema, nadie más intolerante que el intolerado de ayer. Pasa la cuenta con la misma carpintería. Se erige en nuevo victimario. Y así todo ello se mezcla, se confunde en la batidora de las imperfecciones colectivas y personales. Falta, desde luego, humildad. Sobra soberbia. Y no existe el apego a la verdad. ¿Buscar la verdad en el debate? No, qué va. Ese que ahora dice lo que yo no pude decir cuando quise, y que entonces decía lo contrario, no está apto para decirlo. Carece de credibilidad. Ha de tener su biografía manchada…. Si yo no lo digo, él tampoco.
Y así la evolución de las ideas, el acercamiento de una posición a otra luego de la práctica, que a tantos depura, y del paso del tiempo, que tanto modifica, es anulado por la tabla rasa de un simple decreto tan dogmático como el dogma que dice condenar.
miércoles, 2 de abril de 2008
VIDA O… VIDA, ESA ES LA OPCIÓN
Por Luis Sexto
La vida no cabe en un manual. Imprevisible y cambiadiza, quien pretenda esquematizarla en un recetario ha de estar dispuesto a modificar reglas, inventar variantes. Los manuales decían que el socialismo real estaba exento de crisis. Y una crisis, paradójicamente tan solapada como clara, lo hizo desparecer en su aparente más compacto bastión.
Otros manuales –los de la derecha- aseguraron que Cuba, por imperativo del reflejo, debe cumplir el mismo destino que la extinta Unión Soviética, en un tiempo el aliado, el amigo más fuerte y generoso de la Isla del Caribe. También se equivocaron. Desde hace 17 años, Cuba resiste las secuelas de la catástrofe del modelo de socialismo predominante en el mundo hasta 1990. Y se mantiene erguida porque su pueblo, con preclara intuición política, se niega a ser reneocolonizado, a dejar de ser nuevamente nación en la servidumbre criolla del traspatio norteamericano.
Ese es el ingrediente esencial de la perdurabilidad: el querer ser, el desear seguir siendo. Pero no basta con la intención, el propósito. La lucha por permanecer, prevalecer –eso es, lucha- necesita de una sabia y dúctil táctica que se despliegue o repliegue según recomienden las circunstancias. La política, al decir de José Martí, es la verdad. Y la verdad no es solo el principio que oriente la política, sino, además, la voz del momento. Por lo cual hay que estar atentos al suceder real; averiguar cuál es la tendencia principal, la contradicción básica de modo que podamos discernir el curso que facilite adecuarnos a las demandas de hoy, de ahora, para así dominarlas y perdurar.
¿Complicado? ¿Tendré yo alguna cepa del virus socialdarwinista sin saberlo? A mí modo de ver, lo que me impulsa a afirmar cuanto antes dije es mi recelo hacia el voluntarismo, esa deformación ideológica que soslaya tácticas y estrategias, que aplaza la reflexión, proscribe la inteligencia y prefiere elevar la improvisación a rango principal de la política. Aceptar ese procedimiento posiblemente equivaldría a sufrir los retortijones irracionalistas de un Schopenhauer.
La resistencia en Cuba, si en verdad nuestro pueblo y cuantos lo representan en el Gobierno han de decidido resistir, tiene que adoptar decisiones y realizar modificaciones en la estructura económica que excluyan la vocación numantina como alternativa. La inmolación de un pueblo solo conduce a la destrucción de todo ese pueblo. ¿Y es justo, útil? Quizás la mística oriental advierta cierto provecho social en el holocausto de un individuo; tal vez la historia de Occidente vea con aplauso la ruina de una ciudad para salvar el resto del país, como el paciente acepta la amputación de un miembro para proteger el cuerpo. Pero extirpar el cuerpo, implica la muerte de “todo” el paciente. En términos sociales, el heroísmo y el martirio solo se justifican si de ellos se deriva un beneficio para la causa común.
Usemos la conocida alegoría: No llega más lejos quien arremete contra el obstáculo del camino; el golpe puede invalidar al caminante. Llegará más lejos el que se detiene y reflexiona sobre la forma de burlar el inconveniente, aunque tenga que rodearlo y con la vuelta hacia un lado o hacia atrás se retrase. El asunto no es llegar más lejos o más rápido; es llegar al punto propuesto, a veces con patas de liebre; otras, con paso de tortuga o de cangrejo.
Hay que afrontar la verdad. Las consignas, que suelen ser un producto propagandístico del voluntarismo, a veces impiden ver la realidad en sus perfiles y riesgos. La sociedad cubana, vista integralmente, no solo desde ciertas estadísticas, sino desde la rutina diaria de los ciudadanos –lo micro como eco de lo macro-, presenta un equilibrio inestable de lo que no cae y parece que va a caer. Probablemente, de seguir la situación embarrancada en el inmovilismo, las definiciones las dicte el tope de la vara que mide la acumulación de los fenómenos. Me parece que esa es la percepción más objetiva. Algunos podrán escandalizarse con estos juicios. Pero decirlo no supone que uno lo acepte como algo inevitable. ¿Quién aceptaría que Cuba, con todo cuanto significa en lo social y lo político para su pueblo y América Latina, se desmorone?
Por ello, para impedir que el bloqueo de los Estados Unidos logre agotar al país, se precisa una readecuación de las estructuras económicas. En ese estrategia parece haber consenso entre ciudadanos, comentadores profesionales de la realidad y figuras claves del Gobierno y el Partido Comunista, aunque por lo lento del proceso uno deduzca que la mentalidad burocrática –esa que se resiste a ceder parte de su poder centralizador- estorbe la fluidez de la reflexión nacional que ahora se escucha en centros de trabajo y bases políticas, y estorbe, sobre todo, el rigor y la aplicación de medidas de readecuación que propicien que la pobreza y la carencia dejen de ser inherentes a nuestro socialismo. No creo que la sociedad cubana –país de economía abierta- viva de sí misma, pero sí puede lograr que sus vínculos solidarios con Venezuela o la República Popular China impulsen el desarrollo de las fuerzas productivas internas, luego de que sean liberadas con audacia y visión de largo plazo. Porque convengamos en un riesgo: el problema fundamental de Cuba no es el de la falta de recursos. Si lo creyéramos –y sé de cierto que algunos reducen la realidad cubana a ese aspecto- con los aportes de Venezuela, en particular, podríamos sucumbir al violín dulzón de que los recursos materiales sean el ‘sesamo ábrete de la abundancia. Si mantenemos lo establecido –un exceso de centralismo y la intervención estatal aun para lo más nimio, como ingerir un helado o beber un refresco, entre otras normas inoperantes por rígidas- podría garantizar a lo sumo la resistencia a corto plazo. Y es preciso, como dije antes, proyectar a largo plazo. Lo contrario, es decir, lo inmediato, quizás nos mantenga en el precario equilibrio de hoy. La mirada que coloca el objetivo estratégico en el futuro, puede prevenir los errores. El criterio que solo observa lo inmediato tendrá que corregir los yerros después de cometidos.
Estamos los cubanos aún a tiempo. La discusión que convocó el pasado año el Partido Comunista, sin cautelas ni “callamientos” burocráticos, a ras de pueblo, manifestó en su viveza que la ciudadanía cree en la Revolución y el socialismo. Importa saber ahora que Cuba está abocada, llamada a ciertas transformaciones, a la adopción de medidas económicas, incluso políticas, que varíen las fórmulas que en otros tiempos rigieron el devenir del país, sin que alguien suponga que se trata de derogar el socialismo cuando es lo opuesto: hacerlo perdurar. Y si el esquema vigente no satisface las necesidades de los seres humanos y demuestra en la práctica su incapacidad para producir riquezas, parece evidente que va en contra de la vida y del realismo con que ha de asumirse los obstáculos de la historia. Un acto impolítico sería desoír esos reclamos que critican todo cuanto de voluntarista, y por tanto de irracional, subsiste en la sociedad cubana, permeada todavía, lamentablemente, por los rasgos menos capaces del socialismo soviético, que fracasó.
Quizás escribo demasiado didascálicamente. Y trasmita, a mi pesar, el equívoco de intentar yo, que empecé hablando de lo inservible de los manuales, concebir un nuevo manual. Simplemente, levanto la bandera que echó al aire la revolución cubana para conquistar el poder y ofrecérselos a los humildes: la audacia creadora, con el realismo atemperando el ideal. Ahora, cuando las circunstancias exigen preservar el poder, hace falta la misma visión estratégica: buscar la solución fuera de los manuales. Consultar con las necesidades y, sobre todo, con el pueblo que las sufre. Y apostar por la vida.
Vida o… vida., no hay otra opción.
La vida no cabe en un manual. Imprevisible y cambiadiza, quien pretenda esquematizarla en un recetario ha de estar dispuesto a modificar reglas, inventar variantes. Los manuales decían que el socialismo real estaba exento de crisis. Y una crisis, paradójicamente tan solapada como clara, lo hizo desparecer en su aparente más compacto bastión.
Otros manuales –los de la derecha- aseguraron que Cuba, por imperativo del reflejo, debe cumplir el mismo destino que la extinta Unión Soviética, en un tiempo el aliado, el amigo más fuerte y generoso de la Isla del Caribe. También se equivocaron. Desde hace 17 años, Cuba resiste las secuelas de la catástrofe del modelo de socialismo predominante en el mundo hasta 1990. Y se mantiene erguida porque su pueblo, con preclara intuición política, se niega a ser reneocolonizado, a dejar de ser nuevamente nación en la servidumbre criolla del traspatio norteamericano.
Ese es el ingrediente esencial de la perdurabilidad: el querer ser, el desear seguir siendo. Pero no basta con la intención, el propósito. La lucha por permanecer, prevalecer –eso es, lucha- necesita de una sabia y dúctil táctica que se despliegue o repliegue según recomienden las circunstancias. La política, al decir de José Martí, es la verdad. Y la verdad no es solo el principio que oriente la política, sino, además, la voz del momento. Por lo cual hay que estar atentos al suceder real; averiguar cuál es la tendencia principal, la contradicción básica de modo que podamos discernir el curso que facilite adecuarnos a las demandas de hoy, de ahora, para así dominarlas y perdurar.
¿Complicado? ¿Tendré yo alguna cepa del virus socialdarwinista sin saberlo? A mí modo de ver, lo que me impulsa a afirmar cuanto antes dije es mi recelo hacia el voluntarismo, esa deformación ideológica que soslaya tácticas y estrategias, que aplaza la reflexión, proscribe la inteligencia y prefiere elevar la improvisación a rango principal de la política. Aceptar ese procedimiento posiblemente equivaldría a sufrir los retortijones irracionalistas de un Schopenhauer.
La resistencia en Cuba, si en verdad nuestro pueblo y cuantos lo representan en el Gobierno han de decidido resistir, tiene que adoptar decisiones y realizar modificaciones en la estructura económica que excluyan la vocación numantina como alternativa. La inmolación de un pueblo solo conduce a la destrucción de todo ese pueblo. ¿Y es justo, útil? Quizás la mística oriental advierta cierto provecho social en el holocausto de un individuo; tal vez la historia de Occidente vea con aplauso la ruina de una ciudad para salvar el resto del país, como el paciente acepta la amputación de un miembro para proteger el cuerpo. Pero extirpar el cuerpo, implica la muerte de “todo” el paciente. En términos sociales, el heroísmo y el martirio solo se justifican si de ellos se deriva un beneficio para la causa común.
Usemos la conocida alegoría: No llega más lejos quien arremete contra el obstáculo del camino; el golpe puede invalidar al caminante. Llegará más lejos el que se detiene y reflexiona sobre la forma de burlar el inconveniente, aunque tenga que rodearlo y con la vuelta hacia un lado o hacia atrás se retrase. El asunto no es llegar más lejos o más rápido; es llegar al punto propuesto, a veces con patas de liebre; otras, con paso de tortuga o de cangrejo.
Hay que afrontar la verdad. Las consignas, que suelen ser un producto propagandístico del voluntarismo, a veces impiden ver la realidad en sus perfiles y riesgos. La sociedad cubana, vista integralmente, no solo desde ciertas estadísticas, sino desde la rutina diaria de los ciudadanos –lo micro como eco de lo macro-, presenta un equilibrio inestable de lo que no cae y parece que va a caer. Probablemente, de seguir la situación embarrancada en el inmovilismo, las definiciones las dicte el tope de la vara que mide la acumulación de los fenómenos. Me parece que esa es la percepción más objetiva. Algunos podrán escandalizarse con estos juicios. Pero decirlo no supone que uno lo acepte como algo inevitable. ¿Quién aceptaría que Cuba, con todo cuanto significa en lo social y lo político para su pueblo y América Latina, se desmorone?
Por ello, para impedir que el bloqueo de los Estados Unidos logre agotar al país, se precisa una readecuación de las estructuras económicas. En ese estrategia parece haber consenso entre ciudadanos, comentadores profesionales de la realidad y figuras claves del Gobierno y el Partido Comunista, aunque por lo lento del proceso uno deduzca que la mentalidad burocrática –esa que se resiste a ceder parte de su poder centralizador- estorbe la fluidez de la reflexión nacional que ahora se escucha en centros de trabajo y bases políticas, y estorbe, sobre todo, el rigor y la aplicación de medidas de readecuación que propicien que la pobreza y la carencia dejen de ser inherentes a nuestro socialismo. No creo que la sociedad cubana –país de economía abierta- viva de sí misma, pero sí puede lograr que sus vínculos solidarios con Venezuela o la República Popular China impulsen el desarrollo de las fuerzas productivas internas, luego de que sean liberadas con audacia y visión de largo plazo. Porque convengamos en un riesgo: el problema fundamental de Cuba no es el de la falta de recursos. Si lo creyéramos –y sé de cierto que algunos reducen la realidad cubana a ese aspecto- con los aportes de Venezuela, en particular, podríamos sucumbir al violín dulzón de que los recursos materiales sean el ‘sesamo ábrete de la abundancia. Si mantenemos lo establecido –un exceso de centralismo y la intervención estatal aun para lo más nimio, como ingerir un helado o beber un refresco, entre otras normas inoperantes por rígidas- podría garantizar a lo sumo la resistencia a corto plazo. Y es preciso, como dije antes, proyectar a largo plazo. Lo contrario, es decir, lo inmediato, quizás nos mantenga en el precario equilibrio de hoy. La mirada que coloca el objetivo estratégico en el futuro, puede prevenir los errores. El criterio que solo observa lo inmediato tendrá que corregir los yerros después de cometidos.
Estamos los cubanos aún a tiempo. La discusión que convocó el pasado año el Partido Comunista, sin cautelas ni “callamientos” burocráticos, a ras de pueblo, manifestó en su viveza que la ciudadanía cree en la Revolución y el socialismo. Importa saber ahora que Cuba está abocada, llamada a ciertas transformaciones, a la adopción de medidas económicas, incluso políticas, que varíen las fórmulas que en otros tiempos rigieron el devenir del país, sin que alguien suponga que se trata de derogar el socialismo cuando es lo opuesto: hacerlo perdurar. Y si el esquema vigente no satisface las necesidades de los seres humanos y demuestra en la práctica su incapacidad para producir riquezas, parece evidente que va en contra de la vida y del realismo con que ha de asumirse los obstáculos de la historia. Un acto impolítico sería desoír esos reclamos que critican todo cuanto de voluntarista, y por tanto de irracional, subsiste en la sociedad cubana, permeada todavía, lamentablemente, por los rasgos menos capaces del socialismo soviético, que fracasó.
Quizás escribo demasiado didascálicamente. Y trasmita, a mi pesar, el equívoco de intentar yo, que empecé hablando de lo inservible de los manuales, concebir un nuevo manual. Simplemente, levanto la bandera que echó al aire la revolución cubana para conquistar el poder y ofrecérselos a los humildes: la audacia creadora, con el realismo atemperando el ideal. Ahora, cuando las circunstancias exigen preservar el poder, hace falta la misma visión estratégica: buscar la solución fuera de los manuales. Consultar con las necesidades y, sobre todo, con el pueblo que las sufre. Y apostar por la vida.
Vida o… vida., no hay otra opción.
Etiquetas:
burocracia,
Cuba,
socialismo,
transformaciones
Suscribirse a:
Entradas (Atom)