miércoles, 15 de octubre de 2008

LAS VIEJAS MAÑAS DE LA CODICIA

Por Luis Sexto

Invito a la sensatez. Al equilibrio. La realidad cubana no podrá ser juzgada sin el componente externo. La dependencia de las coyunturas exteriores ha sido una espada contumaz sobre la historia de Cuba. Valdría el esfuerzo investigar cuántos proyectos, cuántos propósitos de mejoramiento se frustraron por la presión de circunstancias foráneas en diversos momentos del discurrir nacional durante las cadenas de la colonia y luego en la república de bagazo.
Tampoco podremos negar -si equilibrada y sensatamente razonamos- que la obra de la Revolución fue condicionada, en eficacia y cuantía, por el bloqueo que los Estados Unidos levantó en torno de Cuba casi desde el comienzo mismo de 1959. Hasta los errores de los revolucionarios –reales e influyentes- proceden en algún modo de la hostilidad constante del norte y de la cautela impuesta por el riesgo, a veces inminente, concreto, de ver diluirse, frustrarse, la sangre y la pasión de varias generaciones en alguna de las trampas urdidas por los enemigos de la independencia y los ideales de justicia social.
¿Quién lo niega? La Revolución nació defendiéndose. Los Estados Unidos y sus aliados criollos y extranjeros no la querían. Ni la quieren. Sintieron desde el principio el pálpito suspicaz de que lo gestado en el Cuartel Moncada y conquistado en las serranías por trabajadores y campesinos sin derechos, había irrumpido en la historia del país como la reencarnación del proyecto trunco de la república cordial, justa, decorosa, de José Martí. Las águilas de la codicia se percataron tempranamente de que el cambio de hombres en enero de 1959, era también cambio de esencias y de clases. Y comenzó entonces la guerra sucia. Y como acápite de esta, el bloqueo económico.
Es cierto, pensando también sensatamente, que en varios períodos de los últimos 50 años el bloqueo pareció a algunos como la broma del pastor travieso que asustaba a sus colegas de pastizales con el grito falso de “ahí viene el lobo”. O envejeció adquiriendo las sábanas de un fantasma. Apenas era visible. Las relaciones comerciales con el que fue campo socialista atenuaron las insuficiencias materiales producidas por las prohibiciones norteamericanas. Pero, al obligar a la reconversión tecnológica, cerrar las ventanillas de los créditos, y prohibir el comercio bilateral entre Cuba y su mercado más cercano, el bloqueo facilitó el anudamiento de una nueva de dependencia.
El bloqueo, ha sido una receta de añoso origen en la política externa de los Estados Unidos. Lo ha ejercido más de una vez, al menos contra nosotros, como fórmula más convenientes a sus intereses. Leyendo un libro viejo –ah, cuánto enseñan los libros viejos- supe que los Estados Unidos pretendió imponerle a la zafra de 1918 un precio que se conciliara con los cálculos de Wall Street. Y ante cierta especuladora negativa de los hacendados cubanos, Washington decidió el bloqueo –embargo decían suavizando el término, al igual que hoy- de los alimentos que La Habana había comprado a empresas del norte. Era un modo de persuadir a la Isla que, entre otras dependencias, dependía alimentariamente del mercado estadounidense. El episodio terminó con el triunfo de míster Wilson, el presidente, y míster González, el embajador, aunque el apellido sonara a latinidad de prosapia popular. Liberales y conservadores, generales y doctores, sacarócratas y mayorales se dejaron persuadir. Y los baúles azucareros de los Estados Unidos se rellenaron con 600 millones de dólares más a costa de “nuestra colonia de Cuba”, como decía Harold H. Jenks, en un libro cuyo título, descarada y posesivamente, describía una situación tan posesiva y descarada.
Concepto tan antiguo como la guerra, el bloqueo y sus sinónimos de asedio, cerco, sitio, implican la estrategia de rendir al enemigo mediante el asilamiento, el hambre, la sed. A ras de bronca domestica, entre vecinos, se habla de negar la sal y el agua al otro como medio irresistible de agraviarlo y dominarlo. Las crónicas del mundo cuentan del asedio a Troya, Jerusalén, Numancia, Leningrado... Y citarán el bloqueo a Cuba recordándolo tal vez como el más prolongado, y harán notar que se diferencia de los conocidos en que no acordona una fortaleza o ciudad con aparatos bélicos. Se vale, en cambio, de leyes extraterritoriales, circulares, cartas, advertencias, amenazas... Y se ejerce en época de paz contra un país entero sin discriminar víctimas ni objetivos, empleando los bienes económicos, financieros y comerciales como males.
Ante este hecho, trasmutado en proceso de agresión, Suárez, Vitoria, Vives –fundadores del derecho internacional- escribirían, espantados, nuevos textos que quizás los poderosos –Estados Unidos y sus aliados- no sabrían leer.

lunes, 6 de octubre de 2008

CUANDO UN AMIGO SE VA

Por Luis Sexto
Ha muerto Helio Orovio. Y sé que no ha muerto, para mí, solo el poeta, el musicólogo, esa figura que recogerán los obituarios como una pérdida de la cultura nacional; el autor del Diccionario de la música cubana, antecedente de otros proyectos, tal vez más voluminosos y precisos, pero que transitan la huella dejada por Orovio.
La noche del 6 de octubre, el noticiario de la Tv me aplastó contra mi sillón al oír la noticia. ¿Cómo es posible si hacía unos instantes, mientras revisaba el original que estoy acabando de escribir sobre Pedro Junco y toda la mitología de su bolero “Nosotros”, me dije: Debo llamar a Helio para consultarle este o aquel juicio; consultar su procedencia, su exactitud histórica o técnica.
Cuando pensé en él, no pude creer que podía ser una señal telepática, como un aviso de su muerte. Tantas veces lo recordaba en el día; lo veía tan escasamente viviendo él tan lejos –ahora tan lejos- en Santiago de las Vegas, ese pueblito donde nació en 1938 siendo “nieto de Ramón el lector”, camino de Santiago por donde se le iba la nostalgia en sus poemas rumberos y rumbeantes, versos percutientes de músico popular estudioso, licenciado en derecho diplomático y fino poeta conversacional, irónico y maldito como José Z. Tallet, a quien le consagró la antología cimera soñada a sus 30 años.
Lo conocí en 1966. Todavía Helio no había cumplido 30 años. Y a mi me faltaban siete para hacerlo. Fui a verlo una tarde a El caimán Barbudo, en la redacción de Juventud Rebelde. Yo quería ser poeta y varios de sus poemas, publicados en el polémica mensuario juvenil, en aquella época fundacional, me habían conmovido por la sencillez, por ese lenguaje de casi todas las calles. Supuse que me comprendería. Me le acerqué y le dejé varios de mis versos aprendices. Se había comprometido a leer mis torpezas. Y una semana después dejó su criterio con Silvia Freire, la secretaria de Redacción. En papel gaceta, manuscrita a lápiz, la carta trasuntaba magnanimidad, cercanía.
¿Debo reproducirla? Si lo hago es para su honra póstuma. Le agradecí siempre su estímulo. Y una vez la publiqué en Juventud Rebelde, en una crónica que no hablaba de su futura muerte, sino de su fecunda existencia. “Hay momentos en los poemas que casi tocan la poesía, pero las caídas son muy visibles luego. (...) El poeta tiene que ser creador. No puede escribir por la voz de nadie, aunque ese nadie se llame César Vallejo. (...) Ahora bien creo que tienes sensibilidad, amor a la poesía y fuerza vital. Debes aprender a utilizarlas mejor.”
Cómo fue posible que Helio, ya entre las voces prominentes de aquella generación insurgente que en el Caimán Barbudo entonces lideraba, desde un extremo, Jesús Díaz, luego tan veleidoso, pudo expresar una crítica severa sin negarme la posibilidad de algún día llegar a escribir un poema decente. Helio Orovio había salvado de la dispersión y la inseguridad mi vocación literaria. Amarillenta, conservo esta carta entre mis papeles más queridos.
Helio Orovio era, sobre todo, una buena persona. Su mejor epitafio

domingo, 5 de octubre de 2008

LA HIGUERA DE NUESTRO CORAZÓN




Por Luis Sexto

La Higuera cabe en un monosílabo. La geografía cede sus derechos para que el nombre, el apelativo de una persona, ocupe la identidad del espacio físico y represente sus valores. La Higuera es un caserío donde apenas diez familias se distribuyen el oxígeno escaso de las montañas que la encajonan.
Hace 35 años, ni los mapas se detenían ante su irrelevancia de estribación andina. Un 8 de octubre comenzó a ser la Higuera del Che. Desde entonces abandonó la nimiedad de un destino incapaz de mejorarse. Y es hoy la más pequeña capital del mundo. El punto primordial donde se cruzan los caminos y convergen las esperanzas.
Estuve allí, después de dejar a Pucará como una estampa medieval con su techumbre de tejas en torno a la torre de una iglesia, y subir 17 kilómetros sobre el lomo de una camioneta que a veces pretendía volar y solo cojeaba. Latía en mi ánimo, y también en el de mis compañeros –Guillermo Cabrera, Herminia Rodríguez, Roger Ricardo, Tommy y Félix Arencibia-, la unción del peregrino. Íbamos a cumplir el mandato de un acto de fe. Qué cubano que visite a Bolivia, renunciará a visitar a La Higuera.
Predomina la soledad. La soledad de lo remoto, de las distancias. Pero el casi apagado caserío persiste en mostrar su naturaleza de sitio único, elegido por el azar como el punto donde un hombre único murió su vida y continúa viviendo su muerte. Nadie se extrañe. La historia es contradicción. Porque quienes lo asesinaron a sangre fría, paradójicamente en el salón de una precaria escuela, pretendieron echar sobre su nombre toda la soledad y el olvido de aquel sitio olvidado. Y se equivocaron.
Ahora, aunque con menos pobladores, hay más vida, más pasos. Centenares de peregrinos llegan allí, ponen una flor ante un busto enorme que el ejército ya se cansó de destruir, porque al otro día se yergue de entre sus fragmentos, y escriben en las paredes escasas que el Che vive, vive, vive...
No hay mucho más que ver. Ya la escuelita de La Higuera no existe. Sobre su planta, la Fundación Félix Varela de Cuba edificó un consultorio médico que, cada 15 días, recibe la visita de un doctor. Pero la disposición es la misma. Y allí, junto a la puerta, una ráfaga insensible y temerosa despojó al Che de la vida común para sembrarlo sobre la fronda del símbolo.
Cabezas gachas. Respeto. Pecho oprimido. Imaginación que se desorbita reconstruyendo aquella escena donde el guerrillero, de barba y cabellera de león, miró con ojos imperturbables a su matador. Che: hombre consecuente hasta la muerte. Así lo aseguro en una carta a sus padres.
Después, al regreso, nos detuvimos. Hacia abajo, por lo menos a dos kilómetros, la Quebrada del Churo nos invitaba a hermanarnos con la naturaleza y la historia. Bajamos. Crescencia Yasgra, propietaria de la finca donde hirieron en combate al Che, nos cuenta en el camino del Señor Ernesto Che, “muy milagroso” él. La mujer nos habla desde su memoria campesina y desde el símbolo popular. Nadie ignora allí que aquel hombre perseguía el sueño de servir a los pobres. Y a veces se encomiendan a él en sus penurias, como si el fusil inutilizado por balas de “soldaditos bolivianos”, como los llamó un poeta, pudiera continuar con sus disparos redentores.
Abajo, cerca del río, que sentimos por el murmullo de la corriente, está el peñasco solitario donde el Che cubría la retirada de varios de sus compañeros. Aun en la caída era fiel a su ética: primero para pelear, primero para morir. Junto a la piedra crece una higuera, árbol que abunda en aquellos parajes.
Subimos luego trabajosamente. Y recordamos que por aquella pendiente casi vertical, la soldadesca obligó al Che a trepar, a pesar de estar herido en una pierna y en el codo. Una cristiana, como Crescencia, no podría evitar el símil: como un vía crucis ascendió hacia su muerte. O hacia su vida.
Atrás dejamos La Higuera. El decursar de treinta y cinco años le quitaron la mitad de sus pobladores. Pero la enriquecieron al convertirla en el punto más alto de la justicia con que sueñan los libertadores. En una bolsa nos llevamos un puñado de su tierra. Queremos, con ella, calentar la higuera que no debe secarse en nuestro corazón.

LO CUBANO

Por Luis Sexto

El color no es lo cubano. Digamos que es, entre otras cosas, lo cubano. Nilo Menéndez compuso su canción a “aquellos ojos verdes” y nadie dudaría de que concentró las combinaciones de su música en las pocetas traslúcidas de una mujer de nuestra tierra, porque lo cubano no implica solo la mixtura de negro y blanco en su expresión colorística.

Es personalidad, ademán, movimiento. Eso: ritmo.

El nuestro es un ritmo vertiginoso que se trasunta al caminar, al hablar. En Cuba somos analfabetos en el “paso de tortuga”. Tuve una primera lección sobre las pisadas de una jicotea cuando los trabajadores del aeropuerto de Kingston, en reclamos salariales, obligaban a los aviones en escala a esperar varias horas bajo el sol, mientras ellos montaban los equipajes de los nuevos pasajeros. Avanzaban, me parece, a diez centímetros por hora.

Entre nosotros los cubanos, en cambio, se interpone un jadeo, una ansiedad de tránsito. La cualidad primordial de nuestros deportistas actúa en la velocidad. Lo aseguran los especialistas. Si hablamos, la lengua se desprende en ráfagas. Y podríamos tal vez preguntarnos si el cubano copia el viento de los ciclones o, en cambio, los huracanes soplan sus palmetazos calcando la velocidad de nuestro andar, de nuestra habla que se come las eses, las primeras sílabas o recorta las últimas, en una prisa que atropella, gesticula y grita hasta en la ternura.

También, por supuesto, el cubano piensa muy rápidamente. Alguien quiso probar la agilidad mental de uno de nosotros, y en los vestidores de un balneario le exigió que improvisara un chiste. Sin manosearlo mucho. El desafiado se inclinó para alzar el guante. Y en el vuelo de unos segundos puso la mano sobre una de las taquillas y dijo: ¿Un chiste? Pues “ta–qui-llá.” Para comprenderlo también se requiere pensar en el espacio de un ultrasonido.

Nuestro ritmo se estiliza en la música. Aun el bolero –lento, denso, hecho para sentir el goteo de los sentimientos- se mueve, se agiliza como si respondiera a una palmada de los bailadores. Han de ser pocos los cubanos que rehúyan el baile. Mas, si lo hicieran por alguna limitación física o psíquica, se moverían por dentro en un balanceo desaforado de su intimidad. Cuba baila desde los aborígenes. Y tanto bailaban nuestros ancestros indígenas que suscitaron la cólera del gobernador Gonzalo de Guzmán. Según el sucesor de Diego Velásquez –no sabemos si cínico o bobo-, la fogosa frecuencia de los areítos causaba la muerte en masa de los indios.

Un viajero colombiano del XIX, Nicolás Tanco, observó que el baile se apoderaba igualmente de palacios de blancos que de bohíos de negros. Y el costumbrista Luis Victoriano Betancourt fijó en la misma época la afición predominante con esta frase inexcusable: “...Baile porque llueve y baile porque no llueve (...) y baile siempre, porque nunca faltan pretestos (sic) para bailar.”

Una conga en Trocha o cualquier otra calle de Santiago de Cuba es la apoteosis del ritmo cubano. Lo sé por movimientos propios, personal aventura. Estábamos Juan Emilio Friguls –hoy difunto luego de vivir sobre 80 años- , Ilse Bulit y yo reportando un festival de la cultura del Caribe, típico evento santiaguero. Una tarde nos ubicamos en la acera de la calle Heredia a presenciar la comparsa de La muerte en cueros. Y espontánea, impensadamente, a pesar de nuestra seriedad, Friguls y yo nos zambullimos en aquel bullicio tamborero, bamboleante. Alguien, con fines de coleccionar una rareza, nos engavetó en su cámara. Friguls, creo, ha de conservar la foto.

Yo, al menos, conservo el recuerdo. Embutido en aquel percutir de cinturas, comprendí que para lo único que un cubano no tiene prisa es para morir. Porque, para morirse, sobra el tiempo.