Por Luis Sexto
La idea de escribir El Cabo de las mil visiones surgió en 1990 cuando, tanteando la geografía humana y social de Cuba con el interés de encontrar historias para la revista Bohemia, llegué hasta la península de Guanahacabibes y entrevisté a Fisco Varela. Enseguida supe que aquel hombre, próximo a la vejez, nacido en el Cabo de San Antonio y experto en la ciencia del vivir en la soledad y a veces en la desolación, me había descrito un mundo urgido de ser contado y sugerido una voz narrativa. El Cabo de las mil visiones es, en síntesis, un libro breve, pero con la facultad de poder nutrirse de nuevos hallazgos. Recoge la memoria colectiva y algo de la historia local de un paraje casi desconocido por la generalidad de los cubanos.
Topé en El Cabo, pues, con una memoria que pedía ser nombrada, construida o reconstruida mediante la literatura, y a ese fin dediqué más de ocho años a oír, ver, leer, valorar, aprenderme literalmente, como el Himno Nacional, los 14 casetes recogidos durante mis indagaciones. Específicamente, durante tres años visité con cierta frecuencia al Cabo de San Antonio, hablando con sus pobladores y revisando sus parajes más renombrados, para conocer vivencialmente el escenario de aquellas historias tan antiguas. Me introduje con el hábito discreto de un reportero o un entrevistador que solo provoca a su entrevistado, y luego reordena y reconstruye lo oído sin distorsionarlo.
Quise evadir el periodismo más simple, y sinteticé todos los testimonios en un personaje ficticio, pero objetivo, a quien llamé ÉL. La voz de la primera persona que ocupa el espacio narrativo, turnándose y confundiéndose con la tercera del autor, es la de Fisco Varela. Las vivencias, los pormenores de las peripecias, pertenecen a todos los entrevistados. En el libro no aparecen todos los que me abastecieron de datos, anécdotas, leyendas, pero sí cuanto dijeron.
Algo curioso sucedió: después que conversaba con aquellos viejos octogenarios, se iban muriendo, como si, al descargarse de todo el pasado conocido personalmente o recibido de sus padres y abuelos, una maldición les exigiera la existencia.
Según el Comandante Julio Camacho Aguilera, director del desarrollo integral de la península de Guanacahabibes, esta obra “posiblemente cierre el ciclo de las que se puedan escribir basadas en las narraciones de los habitantes del Cabo; porque estos hombres están desapareciendo, unos físicamente y otros se han trasladado fuera del territorio, lo que nos priva de la tradición oral que había conservado el lugar, y sus leyendas sobre los supuestos tesoros ocultos en las entrañas inaccesibles de la península”.
En mi faena periodística de casi 40 años he seguido un principio: cuando me detengo ante unas ruinas o un recuerdo, intento adivinar qué hombres amaron y sufrieron en esos que ahora son despojos o sombras. Y a ello fui al extremo occidental de Cuba: a develar cómo aquellos hombres y mujeres afrontaron la explotación, el aislamiento, la soledad, el odio, la incultura. La imaginación humana es el mejor instrumento del vivir. La fantasía sostiene la vida con eso que alguien ha llamado la materia de los sueños.
Un periodista joven y muy agudo, Ronald Suárez –homónimo de su padre, también periodista- advirtió que para cualquier escritor resultaría complicado acercarse a personajes en cuyos testimonios se mezclan los hechos reales con la fantasía y me preguntó: ¿Cómo resuelve este conflicto?
Yo sabía que cuanto evocaran mis testimoniantes nunca sería una verdad objetiva, científica, pero sí su verdad, su interpretación del medio y de los fenómenos sociales y naturales. Recogí esa verdad fantástica, poética, y yo, como autor, me encargué de explicar, en términos narrativos, las condiciones sociales y materiales que propiciaron el origen de toda esa mitología que, fuera de allí, parece inverosímil o increíble, y que, sin embargo, es parte de la riqueza espiritual de El Cabo.
Disfruté mucho mientras lo escribía, a pesar de que lo hice junto al lecho de mi hijo menor mortalmente enfermo. Pudo asegurar que esos personajes y sus peripecias me asistieron en mi inevitable e innombrable agonía. En el universo del Cabo el dolor fue también una presencia en cualquier sendero, playa o encrucijada y, en particular, en el mínimo cementerio donde enterraban casi únicamente a los niños. En la creación de este libro, de tan mala suerte como obra publicable, aprendí que la literatura, el oficio de escribir, es algo más que una profesión, o una pose, un medio de vida. Es a veces un drama. Ahora bien, no sé si cuantos deciden sobre un libro en las editoriales, lo han aprendido.
La idea de escribir El Cabo de las mil visiones surgió en 1990 cuando, tanteando la geografía humana y social de Cuba con el interés de encontrar historias para la revista Bohemia, llegué hasta la península de Guanahacabibes y entrevisté a Fisco Varela. Enseguida supe que aquel hombre, próximo a la vejez, nacido en el Cabo de San Antonio y experto en la ciencia del vivir en la soledad y a veces en la desolación, me había descrito un mundo urgido de ser contado y sugerido una voz narrativa. El Cabo de las mil visiones es, en síntesis, un libro breve, pero con la facultad de poder nutrirse de nuevos hallazgos. Recoge la memoria colectiva y algo de la historia local de un paraje casi desconocido por la generalidad de los cubanos.
Topé en El Cabo, pues, con una memoria que pedía ser nombrada, construida o reconstruida mediante la literatura, y a ese fin dediqué más de ocho años a oír, ver, leer, valorar, aprenderme literalmente, como el Himno Nacional, los 14 casetes recogidos durante mis indagaciones. Específicamente, durante tres años visité con cierta frecuencia al Cabo de San Antonio, hablando con sus pobladores y revisando sus parajes más renombrados, para conocer vivencialmente el escenario de aquellas historias tan antiguas. Me introduje con el hábito discreto de un reportero o un entrevistador que solo provoca a su entrevistado, y luego reordena y reconstruye lo oído sin distorsionarlo.
Quise evadir el periodismo más simple, y sinteticé todos los testimonios en un personaje ficticio, pero objetivo, a quien llamé ÉL. La voz de la primera persona que ocupa el espacio narrativo, turnándose y confundiéndose con la tercera del autor, es la de Fisco Varela. Las vivencias, los pormenores de las peripecias, pertenecen a todos los entrevistados. En el libro no aparecen todos los que me abastecieron de datos, anécdotas, leyendas, pero sí cuanto dijeron.
Algo curioso sucedió: después que conversaba con aquellos viejos octogenarios, se iban muriendo, como si, al descargarse de todo el pasado conocido personalmente o recibido de sus padres y abuelos, una maldición les exigiera la existencia.
Según el Comandante Julio Camacho Aguilera, director del desarrollo integral de la península de Guanacahabibes, esta obra “posiblemente cierre el ciclo de las que se puedan escribir basadas en las narraciones de los habitantes del Cabo; porque estos hombres están desapareciendo, unos físicamente y otros se han trasladado fuera del territorio, lo que nos priva de la tradición oral que había conservado el lugar, y sus leyendas sobre los supuestos tesoros ocultos en las entrañas inaccesibles de la península”.
En mi faena periodística de casi 40 años he seguido un principio: cuando me detengo ante unas ruinas o un recuerdo, intento adivinar qué hombres amaron y sufrieron en esos que ahora son despojos o sombras. Y a ello fui al extremo occidental de Cuba: a develar cómo aquellos hombres y mujeres afrontaron la explotación, el aislamiento, la soledad, el odio, la incultura. La imaginación humana es el mejor instrumento del vivir. La fantasía sostiene la vida con eso que alguien ha llamado la materia de los sueños.
Un periodista joven y muy agudo, Ronald Suárez –homónimo de su padre, también periodista- advirtió que para cualquier escritor resultaría complicado acercarse a personajes en cuyos testimonios se mezclan los hechos reales con la fantasía y me preguntó: ¿Cómo resuelve este conflicto?
Yo sabía que cuanto evocaran mis testimoniantes nunca sería una verdad objetiva, científica, pero sí su verdad, su interpretación del medio y de los fenómenos sociales y naturales. Recogí esa verdad fantástica, poética, y yo, como autor, me encargué de explicar, en términos narrativos, las condiciones sociales y materiales que propiciaron el origen de toda esa mitología que, fuera de allí, parece inverosímil o increíble, y que, sin embargo, es parte de la riqueza espiritual de El Cabo.
Disfruté mucho mientras lo escribía, a pesar de que lo hice junto al lecho de mi hijo menor mortalmente enfermo. Pudo asegurar que esos personajes y sus peripecias me asistieron en mi inevitable e innombrable agonía. En el universo del Cabo el dolor fue también una presencia en cualquier sendero, playa o encrucijada y, en particular, en el mínimo cementerio donde enterraban casi únicamente a los niños. En la creación de este libro, de tan mala suerte como obra publicable, aprendí que la literatura, el oficio de escribir, es algo más que una profesión, o una pose, un medio de vida. Es a veces un drama. Ahora bien, no sé si cuantos deciden sobre un libro en las editoriales, lo han aprendido.