Por Luis Sexto
Uno de nuestros últimos humanistas
Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos. Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.
Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales, tierna, grácil evocación de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.
Me acuerdo en particular de una de sus críticas. Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”. Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado en su vida: se ha muerto”.
La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza- era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja.
En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.
Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María. La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”
La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952, Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.
En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente, Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.
Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.
Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos. Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.
Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales, tierna, grácil evocación de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.
Me acuerdo en particular de una de sus críticas. Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”. Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado en su vida: se ha muerto”.
La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza- era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja.
En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.
Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María. La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”
La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952, Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.
En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente, Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.
Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.
1 comentario:
No todos tienen el privilegio de haber aprendido a:"Los pies de Gamaliel" como San Pablo,ni cada sábado, como ud,apreciado Sexto, a los pies de José María Chacón y Calvo.Solamente haber oido de sus labios,que la cultura no se "politiza, ni la persona humana, ante la solidaridad", es más que suficiente, para sentirse honrado por tal privilegio.
Politizar la cultura, es como adjetivizar la patria, y hacer que esta sea patrimonio de unos en detrimento de otros.
El tiempo tiende a borrar los errores del pasado,y ya no se habla ni debe hablar de un realismo socialista,ni de un hombre,etiquetado como hombre masa,incapaz de´pensar por si mismo,
La politicidad debe darse como producto del pensar libremente,ya que no se debe pensar "por cabeza ajena".
Si José Mará Chacón y Calvo,le ayudó en sus visitas sabatinas,Asi hoy sigue enseñando por la pluma de aquellos que aprendieron a sus pies.
Rev Leonides Pentón Amador
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