Por Luis Sexto
El mundo ambiente se deslava entre nuestros pies y lejos del corazón. Se desconchan las paredes, se agrieta el piso y se agujerea el techo de nuestra habitación terrestre. ¿Qué estamos pensando? ¿Acaso trasladar la tienda a otra bola en las planicies aún inexploradas del Cosmos? Habría para ello una dificultad. Una sola. Mientras buscamos y acomodamos el nuevo medio, se acabará el tiempo.
Un poeta legó a sus hijos el tiempo, todo el tiempo. Pero es casi imposible heredarlo. Se consume. El tiempo de una vela concluye al consumirse el pabilo. Se apagó la llama. Y murió la vela. El ejemplo, tan sencillo como la evidencia, tal vez no ejerza presión sobre la conciencia de cada terrícola. Cada sujeto apenas dura lo que un relámpago. Y no suele proyectarse más allá de su momento. Quizás alguna vez se conmueva la conciencia general nuestra especie logre entender que perdurar es, ante todo, un principio de amor. Hacia sí en lo particular y hacia el prójimo, el semejante, que vendrá.
El hombre, como género, se ama poco. Thomas Merton, escritor norteamericano de quintaesencias meditativas, anotó en su libro Conjeturas de un espectador culpable que el amor a la naturaleza enruta la prolongación del amor hacia nosotros mismos. Pero nos acercamos a nuestra casa, la habitamos incluso, como extraños, en actitud de propietarios usurpadores, cuando somos un elemento más, hermano de la flor, del ave y de la nube.Lo recomendable, ha dicho otro meditador, es humanizar el medio ambiente. Quizás lo más favorable sea introducirnos en él como lo que somos: parte.
La inocencia de los bosques de Cuba empezó a naufragar con la Armada Invencible de Felipe Segundo en el siglo XVI. Árboles preciosos, duros y durables, de la Ínsula edénica y fiel de la corona española sirvieron de cuadernas y mástiles en aquella flota ambiciosa de geopolítica dorada. El hacha desembarcó en aquellos bosques -que entonces sombreaban y a veces hacían impenetrable, el 85 por ciento del territorio cubano- entre los bártulos de conquistadores y colonizadores. Llegó junto con la cruz, la afición notarial y el gusto por el dinero.¿Habrá plantado alguna vez un árbol el rey Felipe? ¿O su padre Carlos Quinto? ¿Y los hacendados criollos del XVIII o del XIX, incluso del siglo XX? ¿Lo habrá plantado W. Bush, que se negó a firmar el protocolo de Kyoto para preservar el “mundoambiente” de las emanaciones tóxicas?
Tampoco lo han plantado los gerentes y dueños de las corporaciones globales, que deciden que los desechos de sus empresas escamoteen el oxígeno de los peces de ríos y mares, y le disputen la pureza a los nutrientes del subsuelo, y propicien sequías saharianas y temperaturas de infierno. Antes que aquellos dos leñadores hubiera querido entrevistar a uno de esos potentados tecnotrónicos y postmodernos, y preguntarle lo mismo que a aquellos cuya humildad les hacía distinguir entre un árbol bonito y útil y otro feo o inhábil. En inglés, desde luego, o en un español primitivo, habría contestado: Ah, mi no saber... O habría pretextado la excusa típica en la retórica de los poderosos: Ha sido obra de mi sucesor, o de mis empleados. Y alargaría un texto enumerando las infinitesimales razones del desarrollo.
Ya nadie vacila en achacar la culpa básica a los países desarrollados. Ellos deciden y escriben diariamente la sentencia de extinción de planeta. Y no es el desarrollo el culpable en esencia. Es el modo irracional de asumirlo y ejercerlo. Ese consumismo, ese confort vitalicio, creciente, que inventa una necesidad huera hoy para sustituirla mañana por otra más excéntrica y banal, y que desgasta el perfil humano de la gente. Y cuya finalidad primordial –promover el consumo extremo- se enreda con la voracidad de bancos, corporaciones, y compañías.
La naturaleza se sustenta en el equilibrio. Este es, quizás, el término más grácil, dulce, de la física, de la lengua y de la vida. Si un cocodrilo, ha escrito un ecólogo brasileño, expresara sus deseos más afines a su condición de ser saurio, exigiría que el mundo fuese un total pantano. Y el león, a su turno, que el orbe se trocara en una llanura africana con gacelas en panales. El Hombre, que entre sus libertades utiliza la capacidad de concebir formas inexistentes y convertirlas en obras, pretende, en su más inconsciente e insensible sector – el de los más ricos, los menos- urbanizar el globo; convertirlo en una ciudad que aplaste el equilibrio vital. Civilización proviene de civitas, nombre latino de ciudad. Y hoy la civilización que el capitalismo ha conducido hacia la desmesura, el paroxismo, adquiere un matiz devastador. Civilización corrosiva. Autogeneratriz de la desgracia.
La humanidad, por más que muchos lo desconozcan, es parte de la naturaleza. Y perecerá con ella... si la destruye. Las culturas antiguas intuyeron con más tino esa peculiaridad del hombre. Leonardo Boff, que de teólogo derivó en ecólogo, ha contado que los miembros de cierta tribu del Matto Grosso van suicidándose según las compañías inversionistas talan y despejan la selva. Pierden con la tierra la identidad y el sentido de la vida. Yibran Jalil Yibran, poeta oriental, procedente de esas culturas mediterráneas que tanto penetraron en el alma humana, compuso un verso insuperable, que se acopla, por la soterrada y distante comunicación de las culturas, con un principio de José Martí: Yibran escribió: “La tierra es mi patria y la humanidad mi familia.” Y Martí: “Patria es humanidad.”
Hagámonos, para terminar, dos preguntas: ¿Será posible que el árbol, por mencionar un ser sensitivo, prevalezca sólo en fotografías y pinturas? ¿Tantos hombres y mujeres del futuro solo verán desde su ventana ramas de hormigón y un cielo de aluminio?
El futuro parece ser una heredad incierta. Porque, como leo en un libro conmovedor –El viejo que leía novelas de amor- del chileno Luis Sepúlveda, el desierto es la obra maestra de los seres humanos.
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