sábado, 14 de noviembre de 2009

CRÓNICA TRANSEÚNTE



Por Luis Sexto

En el aniversario 490 de La Habana

El agua se despedazaba contra los arrecifes destellando puntos de estaño frío. Llegué a pie bordeando el muro del Malecón hasta el muelle de Caballería donde ya no atraca la lancha que nos pasaba al otro lado del canal de la bahía; ahora finaliza su travesía cuatro o cinco cuadras más al sur, en el de Luz. Miré al norte. Contemplé el Cristo que desde la colina de Casa Blanca asume el gesto impertérrito de la bondad de una mano que se alzaba para bendecir. Luego aspiré el aire salitroso que mece, como un santo y seña de la hora, el aroma del café. Olor genital de La Habana Vieja, destilado de mañanita al vapor de diversos y variados establecimientos para turistas. Más allá de la superficie del aire inmediato, detecté el olor único e indestructible, mezcla de mariscos, pescado, gas, basura descompuesta, que se adelanta a los ojos de quienes arriban a la ciudad por ferrocarril.
La Habana penetra, sorprende primeramente por la nariz, en la atomizada bienvenida de sus efluvios más profundos provenientes de los intestinos de la bahía y el barrio industrial de Luyanó. Reinstalado en el olor predominante en derredor, tuve deseos de probar aquella infusión que seducía con un gusto original, irrepetible en las cafeteras domésticas. Me recomendaron el restaurante situado junto a la Catedral. Bebí el expreso. Fuerte. Oscuro. Rizado con el oro de la espuma. Y luego entré en el templo. Oré sin recitar. Mi oración fue una mirada fija, quejumbrosa, hacia el altar atestado de dorados barroquismos.
Mientras caminaba hacia la restablecida plaza del convento de San Francisco de Asís, reflexionaba en la mezcla de contradicciones de La Habana. En las celdas de este peñón pío y humilladero de la calle de Oficios, quizás el más antiguo de la villa, habitó durante un tiempo San Francisco Solano. La Habana era entonces más proclive a los aspavientos religiosos que a la íntima sinceridad de la fe, según hacían notar los libros que ciertos viajeros publicaron después de haberla recorrido desde el puerto –crucero de todas las ambiciones y maldades de las Américas- hasta los barrios periféricos donde crepitaban la opulencia y el vicio.
La Habana se originó en la contradicción. Ni aun el elogio de cuantos la visitaron en el siglo XIX, época de esplendor, esquivó ese destino que unce la ciudad a lo paradójico Y entre adjetivos de bella, plástica, incomparable, animada, bulliciosa, o títulos de émula de París y Londres, paño de lágrimas, las impresiones extranjeras anotaron que La Habana era festival de la muerte, asamblea de malos olores, puerto carísimo para comer e incómodo para dormir, donde se encontraba mucho de sorprendente y poco de admirable.
El viajero entonces desembarcaba en una villa donde la abundancia del dinero y del lujo le impactaba, y luego topaba con la fiebre amarilla o el cólera anidados en basureros y charcos; o en medio de la exquisita confusión de casas y edificios pintados de amarillo, verde, azul, contrastando con las luces y la sombras, tenía que “saber maromas” para andar por las escuetas aceras de intramuros; o seguro de que había llegado a un puerto de los de más alta civilización, debía pernoctar en el buque, pues no conseguía albergue en tierra, y en otros momentos no hallaba hotel montado a la europea para estar en compañía del confort. O no había agua. Porque ubicada tentativamente en dos sitios previos, en el sur y en el norte, se asentó la tercera vez junto a una bahía de bolsa, con un angosto canal de acceso, refugio providencial contra huracanes y propicia a las opciones defensivas de la ciudad, pero sin fuentes de abasto.
Quizás en ese revoltijo de contradicciones radica el hechizo de La Habana. En esa presencia impresentable, en ese abigarrado desorden, depositó su dechado de seducción. O se cobijó en sus habitantes, contradictorios también, indisciplinados desde los días liminares de la villa. Eran, según las quejas de los gobernadores, opuestos a cuanto se les mandaba y tan modelados a su arbitrio que todo costaba no poca dificultad. Gente por lo demás amorosa y hospitalaria, capaz de partirse en reverencias de cumplimientos, pero irrespetuosa hasta humedecer con sus escupitajos cualquier conversación y virar al revés el estómago de su interlocutor. Gente denodada para defender su ciudad del pirata o del corsario, y a la vez remolona para cumplir la vigilancia miliciana en las costas.
La Habana no se ciñó a nacer y progresar entre la paradoja. Trasmitió esa circunstancia a las sucesivas imágenes que de sí misma fueron forjándose en el hilo de los siglos. Haciéndose distinta continuó igual; se guardó fidelidad como en un matrimonio de un solo miembro. Y por ello para entenderla y explicarla, uno precisa leer en ruta inversa: del hoy al ayer. Sus problemas básicos no cuentan 30, ni 50, ni 100 años. El solar, la ciudadela, la periferia de cinc y cartón, el hacinamiento se multiplicaron por el imán infinito de la tradición cuando, luego de desaparecer la esclavitud, los recién entrenados proletarios negros asumieron a La Habana como la regenadora de las injusticias y angustias vitales que los habían bestializado. Y La Habana, que nunca construyó para la masividad, ni creó abasto propio, continuó recibiendo como a través de un viaducto promisorio, el éxodo provinciano en una república rutilante en su cabeza y opaca en el resto del cuerpo. Porque para el cubano, la capital no ha sido la urbe de las paradojas, sino la ciudad de las esperanzas...
En los últimos años del siglo XX, retomó su pervertido oficio de escandalizar. Ruido y provocaciones cortan el paso del transeúnte. Con apetito de alguna emoción rara, autoricé que me sedujeran mediante un españolizado sí, hombre. Y aquel cicerone sin mangas me llevó por el Malecón. Sobre el muro recitó una frase copiada quizás de Alejo Carpentier. Las gotas de una de las recientes marejadas le encristalaban la piel; de lejos hubiese parecido que sudaba el centavo que proyectaba quitarme. Este muro -decía- es la quintaesencia de las ensoñaciones habaneras. Eso pasaba como justo y bueno. Pero todavía me pregunto qué tipo de español se habría figurado él que soy, porque frente a la farola del Morro me informó que en ese castillo había peleado contra los ingleses el General... Elpidio Valdés*.

*Héroe de una célebre historieta infantil cubana de Juan Padrón

2 comentarios:

La Mano Amiga Internacional Inc dijo...

Ciertamente la Habana es una ciudad de contrastes.Por una parta tiene un capitolio, hoy Academia de Ciencias,con una arquitectura neoclásica en contraste con los edificios que le rodean,a su afueras estan presentes desafiando el tiempo las cajas de tomar fotografias,reminisencias del daguerrotipo,en plena competencia con las cámaras digitales,de variadas marcas y modelos.En el parqueo,casi al frente de este majestuoso edificio,se ven los:"foot and go" o fotingos,a la par de los modernos omnibus repletos de turisttas.
Por otra parte,si es verdad que ya no pasea por las callles de la Habana el legendario "Caballero de paris" no falta en J y 23 la figura del: "Caballero de la Buena Figura".
Esa es la Habana,que juega cual un niño con el tiempo y el contraste de las cosas.
La Habana donde la lógica es rota en mil pedazos y se puede ver la estatua de un Lennon y la ausencia de la de un Benny,donde se transponen la antigua imagen de la joven provinciana cubana que paseaba sus horas paseando,cartera en mano,los portales de la Plaza del Vapor,con su versión moderna que se sienta, con los mismo fines, en los muros del Malecon.
lo primero viva estampa de la miseria seudorepublicana y lo segunddo,reflejo incuestionable de los males de los tiempos modernos.
Ese "Andar la Habana"donde el cristiano protestante ora y el catolico reza,y donde sin ser un país asiático, pululan los individúos cual mandarines,dando pedales,mientras otros disfrutan del bello paises de sus casas coloniales.
La Habana de su barrio chino, y sus restaurantes chinos, sin chinos que administren y ni camareros que lo hagan ser funcionales y, donde la comida china brilla por su ausencia..
Esa es la Habana de sus variados olores,la Habana que hace cola en el Malecón para ser testigos del cañonazo de las nueve.
Esa es NUESTRA HABANA.

Rev Leonides Penton Amador

La Mano Amiga Internacional Inc dijo...

Por mi comentario anterior,Ud habrá notado,que yo también recorrí la Habana,sugerido por su trabajo.No anduvimos por los mismos lugares ni vimos lo mismo.Ud tomó o su personaje,un buen café y yo no.Ud sintió en su olfato el olor acre que rodea la entrada de la Habana cuando se llega en tren,y yo lo recordé y, más aún,me hizo evocar situaciones relacionas que ya creía olvidas para siempre.
En su trabajo, se habla de una queja, y no sé si se refería al barroquismo del altar de la catedral que ud observaba, o al pensar en el olor del cafe en una cafeteria "para turistas"Pero quién podrá saberlo,si ni el mismo cura párroco es capáz de penetrar el alma de quién visita su parroquia.
Pude observar que su nariz,hizo un recorrido más
amplio que sus pies.Ud hizo el recorrido del intelectual o del poéta,yo el del turista en mi propio país que es cosa que nadie entiende..
En ese andar la Habana de contrastes,ni ud. buscó el porque de la basura "descompuesta"ni yo el saber la razón que un musico extranjero tenga una estátua y una cubano careciera de una.

Rev Leonides Penton Amador