miércoles, 27 de enero de 2010

TODO A CAMBIO DE LA PALABRA



Por Luis Sexto
En la escueta soledad de una celda, el poeta y dramaturgo uruguayo Mauricio Rosencof confirmó la perdurabilidad del único dogma literario que ha resistido el tiempo: la poesía no puede ser encarcelada.
Libre desde hace 25 años, Rosencof continúa escribiendo y de vez en cuando recordando cuando, en 1972, junto con Raúl Sendic y otros siete miembros del movimiento Tupamaros, fueron confinados a una celda de dos metros de ancho por un metro de largo. Allí permaneció trece años, hasta 1985, acompañado tan solo de un camastro y un tosco recipiente donde oficiaba sus más apremiantes urgencias fisiológicas. Si sobrevivió al aislamiento y la tortura fue gracias a que la imaginación –como el Hada Madrina viste de seda a Cenicienta- convirtió en poesía la opresiva circunstancia que lo acosó con la lentitud de lo que parecía nunca terminar.
Cada mañana se levantaba conversando con sus camaradas, insultando a sus verdugos y luego paseaba con su mujer por el malecón: así logró permanecer vivo, porque “los sueños son el motor de los revolucionarios”. Diría yo, sin embargo, que los sueños son el impulso de todo el que vive trasegando lo verosímil intocable por sobre lo real ultrajado.
Lo conocí en La Habana, recién liberado. Su pelo, blanco; rostro avejentado, que paradójicamente conservaba cierto fulgor de adolescente. Mientras bebía mate en una bombilla que había traído de Montevideo, me contó detalles de su prisión. En su celda escribió poemas y obras de teatro. Objetivamente no podía hacerlo. Sus carceleros se lo tenía vedado, y varias obras viajaron a las cenizas. Pero algunos de sus textos pudieron esquivar el destino del fuego, burlando la vigilancia en los dobladillos de la ropa usada. Así escaparon indemnes las estrofas que integran sus libros Conversaciones con la alpargata y Canciones para alegrar a una niña.
La poesía no puede ser encarcelada. Los poetas, sí, en apariencias. Porque hallan su libertad dentro, aún más adentro de su celda: en la sensibilidad que deglute la opresión y el dolor y los devuelve metabolizados en un desahogo que fortalece el ánimo afligido y justifica el tiempo cercenado. Es la resurrección mediante la imagen eterna de instantes que habrán de ser perecederos. La poesía es el arte de permanecer buscando, registrando la raíz del deseo más allá de lo posible. ¿Podrá la poesía ser ingenua, podrá descubrir que la engañan? Sabe que la pueden engañar, pero persiste, porque su justificación radica en perseverar humeando sobre el instante soñado. Hemos de permanecer, pues, difuminados por la ilusión de la luz, incluso por la ilusión del cuerpo ajeno que uno presiente como soldado a nosotros invisiblemente.
La poesía va más allá de la razón. El poeta es un referente del Homo Demens, del hombre imaginativo, féerico cristal que refleja un modo más sutil de explicar, superar o de entender su circunstancia. Al raciocinio seco, objetivo, lógico, le resultará trabajoso trascender las paredes limitadoras de una cárcel. Para el poeta la libertad se cristaliza, sobre todo, en su facultad de encapsularse en un verso, en el hondo removerse hacia lo más interno, como si los caminos de la salida viajaran al centro del universo. ¿Podrá palparse mayor paz que las del poeta que acaba de componer los versos que, para él, son la suprema forma de la concreción humana? Quizás el acto poético sea la contemplación, o auto contemplación, del individuo, como sugería Francois Mouriac al valorar la función de los diarios íntimos, refiriéndose al de Amiel.
La poesía, según un poema del dominicano Manuel del Cabral -que Paul Eluard reconoció como la mejor definición de poesía que había leído-, es agua tan pura, limpia, “casi nada”, “que da trabajo mirarla”. Del otro lado, el mundo. Pero –deduzco- el mundo pulimentado por la materia iluminada del poema: agua intuitivamente lúcida, dolorosa, que fluye durante esa “conversación en la penumbra”que dijo Eliseo Diego que es un poema: coloquio con la sombra, levedad de la palabra, que salta y huye entre los pliegues de una libertad irreprimible. El abate Bremond preguntó, sin responder definitivamente ante los académicos franceses, qué era en fin la poesía. Juan Ramón Jiménez prefería sentirla que definirla. A fin de cuentas, qué es la poesía. El poeta ecuatoriano Miguel Sánchez Astudillo, terminó un ensayo sobre esa incógnita aceptando que quizás era lo más humano del Hombre.
De un viaje reciente a lo que fue un ingenio azucarero, fábrica de azúcar ya apagada, traje unos versos de un hombre madurado en el aprendizaje y el ejercicio del trabajo. Sabe de caña: la ha sembrado, cortado, regado. También de nubes: es observador meteorológico. Y sabe de lecturas y finezas del espíritu. Por ellas persevera en el campo sin que lo inquieten venenos migratorios. El poema sintetiza despojadamente los días, y la pasión con que los vive el poeta: “Doy todo/ a cambio/ de la palabra. / Que no me falte. / Doy hasta la voz. / Doy hasta el silencio. / Doy hasta el ocaso.” La palabra para él es eso: la salvación. Y es capaz de comerciarla, incluso por cuanto es y cuanto lo rodea. Porque sin la palabra, base y medio de la cultura y de la poesía, nada, ni su persona, tendría sentido. Ni cimiento. Qué dialéctica la de este poeta alejado de las ínfulas de gran revista. Vacunado paciente contra la vanidad. Anónimo residente del ritmo interior de la plenitud.
La teoría puede disponer de ese episodio, detalle práctico, para ilustrar la finalidad convivente de la cultura, y en particular la expresión poética, como basamento del ser, sentido de la existencia para quien convive con el semejante o con la estrechez de su miseria. Ante la obra de transformación que la cultura enladrilla basándose en la sensibilidad, uno admite que sin su intervención la vida se vuelve solo acción respiratoria, metabolismo irracional. Lo intuí desde muy joven. En mis meses de becario -aquellas jornadas monótonas, rutinarias, en una escuela donde cabía mi juventud de entonces- tuve necesidad de la utopía. La utopía, impulso ducho de la cultura, vale como esperanza: nos inspira ir más allá de este paso. Ea, otro paso. Otro. Y al acostarme, las noches claras me permitían desde mi litera arrobarme ante el paisaje literario de dos mangos silueteados sobre el fondo de la oscuridad. Atmósfera de Poe. De Baroja, quizás. Ilusión romántica, tal vez. Pero el goce de aquella vista, trascendida por la imaginación, empezó a modificar el valor de mis días: simple tramo para la cita con aquel pedazo de paisaje.
No existe, pues, espacio hermético, mazmorra limitadora para la libertad interior del poeta, del hombre o la mujer con la conciencia fermentada en la cultura. Habitualmente, la prisión hala al recluso hacia atrás, lo impele a caminar de espaldas en un retroceso hacia la perversión de las costumbres. La conciencia moral se le embota; solo, el preso, como hábito, se transforma en una bestia de presa: si quiere sobrevivir ha de aparentar ser el más fuerte de la jauría. La conciencia se le exilia si la cultura o la poesía en lo particular no lo sostienen. Ambas poseen el mismo valor que la fe religiosa. Dimana de sus instrumentos de percepción y expresión, el soplo sutilmente fecundante que genera la vida verdadera del espíritu sobre la elemental circunstancia de la cárcel. He lamentado no saber cómo Fray Luis de León vivió cuatro años en las mazmorras de la Inquisición española. De fuente buena se afirma que la mitad de las páginas de Los nombres de Cristo le cuajaron entre los muros carcelarios. Habrá tenido el lírico ocasión de replegarse tanto en su interior que por ello, al salir inocente, regresó a su cátedra universitaria en Salamanca y pudo decir, como dicen que dijo con el natural tono del que nunca se ha ausentado: Decíamos ayer…
En la palabra, pues, en el Logos constructivo e inmarcesible de la sensibilidad, el Homo Demens reencuentra aquello que no tiene y que paradójicamente no ha perdido. Porque la poesía, al no poder ser jamás encarcelada, preestablece una actitud de digno erguimiento: como la oración del creyente, palabra, pura palabra filtrada, agua de angustia decantada por el dolor, que al humillarse ante la propia impotencia, fortalece la entereza para trascenderla. Y sale al sol por las compuertas del sótano.

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