viernes, 5 de febrero de 2010

DÓNDE ESTÁ PAPÁ

Por Luis Sexto

“No volveré a matar a mi padre”... Ese es el título de una novela del argentino Pablo Lerman que invita, con los espasmos de una aparente truculencia, a leer el mediano volumen. Luego de diez páginas, preferí quedarme sin saber porqué el autor, o alguno de sus personajes, prometió no matar otra vez a su padre. La figura paterna me es demasiado honda, tierna, amable para soportar que la dañen, así sea en un libro de ficción.
En estos días, sin embargo, leí un texto que me sirvió de antídoto contra los temblores generados por aquel otro libro. Fue como un enjuague del alma, un lavado cardiaco, en una edición digitalizada, familiar, cosida con los correos electrónicos -igual hubiera sido con mensajes postales- cruzados entre un padre y su hija durante la misión médica que ella cumplió en África. Los fines esquivan las vanidades literarias, las presunciones profesionales, los méritos políticos. Y se concentran en conservar esas páginas en la intimidad doméstica para que la nietecita, que viajó a África siendo una bebé, conozca de joven o adulta ese capítulo familiar mediante las computadoras aun calientes por la corriente de amor y añoranza.
Entre las recomendaciones del padre, una, como un programa de vida, apunté en mis notas: “El olvido no es un buen compañero de viaje.”
Con una sonrisa elemental, el padre me prohibió decir su nombre.
Puedo decir, no obstante, que después de haber leído ese diálogo entre su hija y él, mi afecto, afincado en la bondad, la franqueza y la eticidad de mi amigo, ha pasado a una nueva etapa: la devoción. Porque, a mi parecer, el círculo de calidad espiritual de un varón se fija en su modo de asumir la paternidad. No existe ninguna otra condición que defina, identifique, recomiende tanto como el ejercicio paterno. Es la militancia primordial. Cualquier juicio se confirma o se desvanece ante el proceder y la ternura del padre. No creo que nadie completamente bueno se desentienda de sus hijos, ni nadie malo por los cuatro vientos haga un reloj de sus imperativos filiales. En circunstancias opuestas, habría que reanalizar la virtud de uno y la maldad del otro.
Admito que alguna vez alguien haya deseado matar a su padre. Como en esa novela que no acabé de leer. Por alguna razón el parricidio es una figura en todos los códigos penales. La literatura y el teatro en occidente lo han iluminado como foco de tragedia, a partir de Edipo. Y uno comprende el ánimo zaherido de quien odia a su padre. Porque qué soledad la del niño que crece ansiando jinetear las rodillas de papá como jaca confiable en el más fantasioso galope. Esa ausencia o esa indiferencia se incrustan en la memoria como carencias vitamínicas. O la más irredimible nostalgia.

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