miércoles, 31 de marzo de 2010
EL LENGUAJE DE LAS ESTATUAS
Por Luis Sexto
Ante la estatua de Cristóbal Colón, que se mantiene con un pie hacia delante y uno de sus brazos en alto con el índice erecto, cierto amigo en San Juan de Puerto Rico me prometió un viaje al lomerío de Aibonito, y al preguntarle cuándo me respondió:
-Cuando el Almirante baje el dedo.
Luego supe que los puertorriqueños habían convertido la imagen del marino genovés en figura indirecta para prometer lo que nunca cumplirán. Esto es, mejoraron la tradicional y pedestre fórmula de cuando la rana críe pelos o las gallinas meen que los adultos le repiten a los niños.
Este recuerdo de uno de mis viajes de encomiendas periodísticas, me ha inspirado comentar cómo el pueblo folcloriza la estatuaria que habita en calles y parques. Advierto que ese capricho de justificar los gestos inanimados de la historia, también sirvió de motivo a Alfonso Reyes, lo cual confirma que no existen temas nimios, ni rebajadores de la dignidad de los autores. Alfonso Reyes, pues, con todo el crédito de su ensayística Visión del Anáhuac, o su teatral Efigenia Cruel, o sus textos sobre la filosofía helenística, nos recuerda en una crónica de su libro Norte y Sur que en el parque Central de La Habana, la estatua de Martí, levantando el brazo, parece dictarle a la del ingeniero Francisco de Albear, casi en frente, lo que el proyectista del acueducto habanero anota en un libro.
La leyenda que la imaginería popular trazó entre ambos monumentos, y que Reyes recogió y ahora reproduzco, está exenta de irrespetuosidad. Es pura mirada amable del transeúnte, simple afán de lectura en el bronce o el mármol para echar a la vida unos granos del humor que suaviza, alivia, la excesiva rigidez. Y con intención de aportar una curiosidad, añado esto que, creo, acabo de inventar. Cuanto Albear copia dictado por Martí, a dos o tres cuadras de distancia lo intenta oír Miguel de Cervantes que, sentado en el parque de San Juan de Dios, más adentro de La Habana Vieja, ladea su cabeza hacia la izquierda, como arrimando su oreja. El también tiene una pluma en la mano.
Hace unos días conversé estas notas con el periodista Fernando Dávalos y empezamos ambos a enumerar estatuas y analogías. Y en la Plaza de Armas de La Habana, el rey Fernando VII aparenta, de perfil, el gesto del que va a satisfacer necesidades mingitorias. Y allá, en el remate de la Lonja del Comercio, el dios Mercurio, además de ser el protector de los comerciantes y los ladrones, podría amparar también angustias deficitarias de ciertos acomplejados, porque antes de treparlo tan alto, en 1908, hubo que serrucharle el órgano masculino: cierta gente se quejó de que el escultor había exagerado. Y el dios permanece en bancarrota, mocho, de acuerdo con remembranzas de viejos habaneros.
El Quijote de los Molinos, en Puerto Padre, goza también de un cuño sexual que parece hiperbólico, porque el artista lo concibió en actitud belicosa, en prolongación guerrera. No me he enterado de que hayan querido echarle el trapo de la pudibundez. Sucedió, sin embargo, que cuando entregué el fotorreportaje que adelantaba la inauguración del complejo monumentario, me rechazaron, en la revista Bohemia, las fotografías donde estallaba con todo su vigor el sexo del Caballero Andante.
Visto la sumaria mención de gestos petrificados o metalizados en nuestros parques y calles, a los cubanos nos sobran referencias para superar el dicho puertorriqueño a propósito de la estatua de Colón. Podríamos decir que pagaré o cumpliré cuando Fernando VII acabe de expulsar sus aguas, o cuando le rebrote su estatura genética a Mercurio, o se le aplaquen los signos ardientes a Don Quijote. O tal vez, señalando hacia un señor de bronce, sentado en el parque de 17 y 6 en El Vedado, podríamos asegurar el incumplimiento de cualquier promesa con una nueva condición:
-Cuando Lennon se levante...
viernes, 19 de marzo de 2010
NUEVA ARCA DE LA ALIANZA
Por Luis Sexto
El aniversario 30 del asesinato del obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero favorece actualizar la idea de Fidel Castro sobre la alianza estratégica entre cristianos y marxistas. Las balas que abatieron al arzobispo de San Salvador mientras celebraba la eucaristía, arrastraban en su penetrante velocidad el propósito de ajustarle cuentas al prelado por haber querido que la estrella polar no apuntara al norte sino al sur. Monseñor Romero –san Romero de América según la canonización proclamada por el obispo Pedro Casaldáliga- es un mártir de la revolución latinoamericana. Un mártir de la justicia aún pendiente sobre las hambres y frustraciones del pueblo latinoamericano.
Ocho años antes de que la sangre del pastor se mezclara con la sangre del Cordero sobre el altar del sacrificio – 24 de marzo de 1980-, Fidel Castro había formulado un principio que trastocaba el dogmatismo prevaleciente al juzgar a la religión y a los hombres de fe o de iglesia, como virtuales enemigos o, al menos, como entes de sospechosa cercanía. Los cristianos son aliados estratégicos –es decir, no de conveniencia provisoria, no “compañeros de viaje”- de los marxistas, y de los revolucionarios en su definición más abarcadora. A mi modo de interpretar la idea del líder cubano, Fidel asumía al concebir y difundir ese enfoque que el cristianismo, por su doctrina, que privilegia a los pobres, y por su ética, cuya máxima potencialidad es entregar hasta lo que no se posee, estaba muy próximo a los ideales de la revolución popular.
¿Existe, como establecía Hegel, una tajante separación entre la ética civil, laica, y la cristiana? Tal vez la respuesta dependa de qué posición se adopte ante el cristianismo. Si juzgamos la doctrina del Evangelio como un hermético código individualista, un mensaje de salvación exclusivamente “personal”, Hegel podría tener razón. Por el contrario, si como sostiene Leonardo Boff, “más que mejorar la expresión religiosa, el cristianismo pretende ayudar a la construcción del hombre nuevo”, el imprescindible filósofo alemán se verá obligado a modificar un tanto su parecer.
Así, pues, la dicotomía, la separación, que no pocos marxistas y revolucionarios han defendido irracionalmente, se reduce a un asunto de opinión. Si los cristianos, y los que no lo son, reconocemos como necesaria una teología de lo político, llegaremos a admitir que esta, al decir del mismo Boff, “procura libertar la comunidad cristiana de la versión intimista y privatizante que se le ha dado al mensaje de Jesús”. Evidentemente, la ética cristiana se fundamenta en la caridad. No, por supuesto, la caridad que sugiere el término inglés carity, y que Arnold Toynbee considera empequeñecido sinónimo de limosna, simple acto individual que tranquiliza conciencias, aunque nada modifica ni transforma en las estructuras sociales de la pobreza. La caridad -caritas latina, ágape en su versión griega- es, en cambio, el amor que todo lo sufre y todo lo arriesga por el prójimo, el pueblo. Gratuitamente. El cristianismo resulta así un camino global para edificar el Reino de Dios, que empieza hoy, aquí, entre nosotros, los vivos, y que muchos no creyentes traducen con la esperanzadora palabra revolución o utopía. Por todo ello, más que alentar una contradicción con la ética civil, laica, la doctrina de Cristo es un referente nutricio de la solidaridad revolucionaria. Una fuerza más para el mejoramiento y la preservación de la dignidad humana. Sin exclusivismos de un lado. Ni discriminación del otro. Porque la unidad política se forja por sobre toda cosmovisión. No consiste en la conjunción de filosofías afines, sino en el concierto de programas y acciones orientados hacia la transformación de la realidad indeseable.
La vida y la muerte de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, por tanto, ejemplifican con el acierto irreprochable del martirio la propuesta de Fidel Castro. Un juicio demasiado suspicaz ha de pensar sensatamente antes de presillar el expediente de reaccionarias o conservadoras con que solemos bautizar pluralmente a las jerarquías eclesiales, incluso a los hombres de fe. Un obispo posee, dentro de la organización romana, autonomía y colegialidad. Y su voz, guía de la iglesia local, adquiere una altitud, una preeminencia que influye en la feligresía, aunque sea obligada a convertirse en una voz que “clama en el desierto”. Y el mérito de Romero trasciende las denuncias de los asesinatos y desafueros de la dictadura salvadoreña, durante sus homilías en la catedral. Se zambulló en lo profundo, en lo más comprometedor de la fe y la signó con un contenido unívoco, sin dicotomías, entre lo escatológico y lo social inmediato. Promovió la lucha por la justicia en su interpretación catequética de los Evangelios: no es cristiano quien salga de la vida y se ubique al margen de la sociedad. Y de los evangelios dedujo su fervor por los pormenores terrenales. “Una verdadera conversión cristiana –sostenía- tiene hoy que descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero y del campesino, personas marginadas. Por qué solo hay ingresos para el pobre y el campesino en la temporada del café y del algodón.”
Ese mezclarse con el mundo y compartir los sufrimientos en el parto de un mundo renovado, no es, naturalmente, lo específico cristiano. Hemos de tenerlo como referencia para comprender al aliado. Lo específico cristiano –según la teología- es la fe en Jesucristo, como Dios que encarnó. Pero cuando la fe cristiana se alarga en un ósculo de universalidad y se encarna como remedio del dolor, valladar del poder abusivo, de la distribución injusta, el cristiano es superior. Muchos sacerdotes pueden todavía reprochar al padre Camilo Torres su decisión de no celebrar más los sacramentos hasta cuando no reinara la justicia en Colombia. Ese sacrificio, sin embargo, paso a convertirse en una ofrenda de amor bajo las especies de un fusil. ¿Cómo, si no, hemos de reproducir el hallazgo primordial de Camilo Torres: no sabemos con certeza si el alma es inmortal; sabemos, en cambio, que el hambre es mortal? Y cómo se ha de matar el hambre cuando tantos se niegan a que muera. Y la violencia, esa que Orígenes, uno de los Padres de la Iglesia, negó como instrumento de los cristianos en su polémica contra Celso, resurge ahora depurada por manos que consagraron el pan y el vino en el culto eucarístico. La violencia no se caracteriza solo por la naturaleza del odio. Existe la violencia del amor. De modo que presentar la otra mejilla al que destroza, demuele, pulveriza la vida en nombre de la ganancia, el poder de clase, es quizás una ofensa a Dios. Podré regalar mi mejilla sana al que me abofeteó -así, en lo privado-, pero no tengo derecho a ofrecer la de mi prójimo, ni a tolerar que, delante de mí, lo golpeen.
La violencia del amor es, sin embargo, multiforme. No consiste solo en fusil contra fusil. Denuncia con la palabra, levanta las manos para votar contra el desafuero, apunta con el índice el error de lesa persona o lesa sociedad. Y esas son también señales de la violencia creadora que distinguió a los profetas. La crónica de las comunidades eclesiales de base en América Latina está enlutada por cuantos exclamaron, a usanza de los primitivos cristianos: “Non possomus”. No podemos renunciar a defender la verdad, combatir el mal, amparar al pobre, exaltar al justo. Y la sangre ha consagrado esa actitud. Decenas de mártires: obispos, sacerdotes, monjas, laicos. Fidel Castro lo comprendió, incluso desde antes de 1972, cuando propugnó la alianza entre cristianos y marxistas. Ya lo había expresado en su praxis en la Sierra Maestra, 1958, cuando allí llegó el Padre Guillermo Sardiñas decidido a ejercer su ministerio sacerdotal entre los guerrilleros y también dispuesto a asumir el ministerio guerrillero con sus manos ungidas. Fidel lo aceptó. Y el Che Guevara sintetizó esta política –a pesar de sus posteriores desvíos desde el poder- con el equilibrio que matiza aún sus más apasionadas apreciaciones:
“Nosotros nunca hemos venido a dividir, y constantemente hemos tratado de unir. Esa era una de las consignas primeras que desde la Sierra nos diera nuestro Jefe Fidel Castro: no separar a los cubanos (…) por su manera de pensar en materias espirituales; siempre tratar de juntarlos, siempre tratar de limar asperezas (…) y las lógicas diferencias de pensamiento (…) entre un católico y un protestante o una persona sin religión; no acentuar las diferencias, sino acentuar todos los puntos de contacto, todas las aspiraciones honestas, que nos permitan marchar juntos hacia la victoria.”
Del otro lado, aparte del testimonio cruento de infinitud de cristianos, uno de los escritores católicos más leídos en el siglo XX y autor de un poema al Che, tan bello como una antífona del oficio divino que recitaba en el monasterio de Gesetmany, Kentucky, el monje trapense Thomas Merton -aún dentro de su apego al papado y a la ortodoxia- concebía una definición cristiana de la sociedad un tanto discrepante de la síntesis oficial pontificia. “¿Sociedad cristiana?” –se preguntaba y respondía: “(...) no es una sociedad regida por sacerdotes, ni tampoco, necesariamente, una sociedad en que todos tengan que ir a la iglesia: es una sociedad en que el trabajo es para la producción y no para el beneficio, y la producción no es para sí misma, no solo para los que posean los medios de producción, sino para todos los que contribuyen de modo constructivo al proceso de producción.”
Tal enfoque quizás se aproxime al socialismo. El socialismo, por supuesto, no se apoya, como asiento primordial, en los sentimientos, en la bondad de unos hombres hacia otros. Se hace estructura para que el régimen de propiedad y la distribución de la riqueza, beneficiados por relaciones sociales solidarias, faciliten el perfeccionamiento humano.
No tengo mejor final para esta reflexión que una anécdota de Leonardo Boff. Ocurrió en la Cumbre de la Tierra, en 1992. Según le contó al periodista cubano Eddy E. Jiménez Pérez, Boff había decidido abandonar el sacerdocio a causa del hostigamiento del Vaticano. Antes de comunicarlo a la prensa, quiso informar a Fidel, allí presente, porque “eres nuestro amigo”. Fidel le respondió: “No, Boff, no eres mi amigo, eres mi hermano.” Y le preguntó: ¿Tú sigues creyendo y estás convencido de la liberación de los pobres y oprimidos? El teólogo asintió: “Sí, esa es mi convicción.” “Entonces –dijo Fidel- lo mejor del cristianismo está salvado…”.
lunes, 15 de marzo de 2010
CRIMEN Y CASTIGO
Por Luis Sexto
A unos 600 kilómetros al este de La Habana, Camagüey discurre modernamente dentro de un cascarón de primigenia raigambre colonial: tejados bajos, aplastados, y tinajones ventrudos que memorizan en barro la escasez de agua, distintiva de la ciudad. La tradición se muestra abierta, presente, persistiendo como lo más lúcido de la historia de la antigua Puerto Príncipe, ubicada entre dos ríachos lánguidos -Tínima y Hatibonico- y oscilando entre la patriótica virtud de Ignacio Agramonte, héroe del cantar de gesta de la independencia; la caridad celestial del ya Beato Padre Olallo, y el precario crédito del epitafio de Dolores Rondón.
Antes de visitar el cementerio, el transeúnte pasa por la céntrica iglesia de Nuestra Señora de la Soledad, que se alza mostrando sus ladrillos rojos, sin repello, descascarándose en su barroquismo primigenio y secular, y la religiosidad casi inculta de sus imágenes moldeadas en la escayola rosada de la ingenuidad. Después andamos por calles estrechas, retorcidas, como trazadas a paso de borracho, por donde ni la gente ni los vehículos parecen tener prisa. En una calleja interior del camposanto se atraviesa un pequeño hito, erigido en 1933, que exhibe uno de los epitafios más famosos de Cuba.
La tumba pertenece a la hija de un catalán y una mulata criolla. Bella y pícara, alegre y adepta al lujo, se casó con un oficial español luego de despreciar y maltratar a un joven mulato, cuyo defecto principal era el de ser barbero. Dolores quedó viuda muy pronto. Y se perdió entre los pliegues incógnitos de la pobreza, hasta fallecer de tuberculosis en 1863, en el hospital del Carmen. La leyenda cuenta que el barbero, al enterarse de que la mujer había sido localizada, se ocupó de atenderla hasta el fin.
Leyenda es leyenda: la interpretación poética de los hechos sin historia. ¿Quién puso el epitafio junto a la tumba de la mujer? Dicen que el barbero. Pero también dicen que apareció en letras negras pintadas sobre una tablilla de cedro, en 1883, veinte años después de la muerte de Dolores. Y aseguran que cada vez que la madera se deterioraba, unas manos desconocidas la renovaban, hasta que el gobierno municipal construyó el monumento. La espinela está en consonancia con la delicadeza espiritual de los camagüeyanos, comarca de pastores y sombreros, según Nicolás Guillén. No creo que se haya sabido el nombre del autor de décima tan moral y filosófica. Lástima que aún no haya aparecido la saga que asegure que lo escribió el alma de Dolores Rondón, arrepentida. Sería casi imposible, pero más hermoso.
“Aquí Dolores Rondón/ finalizó su carrera/ ven mortal y considera/ las grandezas cuáles son: / el orgullo y presunción, / la opulencia y el poder, /todo llega a fenecer/ pues solo se inmortaliza/ el mal que se economiza/ y el bien que se puede hacer.”
domingo, 7 de marzo de 2010
CUANDO ENGORDAN LOS PROBLEMAS
Por Luis Sexto
Una carta difundida en Hablando Claro, espacio de Radio Rebelde donde me enaltece participar tanto como en este periódico, nos recordó hace pocos días que los problemas tienden a engordar –esa es la frase del autor- si no se les ataca o si ni siquiera se les oye. No es mi propósito reproducir el texto en esta columna. Me valgo de ella en términos generales, solo para reflexionar sobre cómo ciertos problemas pueden derivar en un problema mayor, incluso irresoluble, a causa de la indiferencia.
El tiempo, lo reconocemos casi intuidamente, no se parece a una cuenta de ahorro que acumule intereses millonarios. Más bien, el tiempo carece de fondos. Y desde muy joven aprendí a nombrar esa actitud de echar al rincón las urgencias como “convivir con los problemas”. Desde luego, resulta cómodo mirar solo hacia un solo lado, allí donde hemos previsto que todo discurra planamente. Pero si en la peripecia doméstica, olvidarse del salidero o despreocuparse de con quiénes juegan y pasean nuestros hijos implica abocarse a una tragedia familiar, en lo político y lo social el resultado aumenta sus capítulos e incisos.
Cuando Raúl se refirió en 2007 a la necesidad de cambiar conceptos, me figuro que también incluía el cambio de la mentalidad predominante entre nosotros; a esa visión rígida, solemne, casi litúrgica, que aguarda por que alguien, de más arriba, levante el dedo para actuar. Vivimos perennemente en guardia, en una mentalidad de control y autocontrol que, evaluada en su provecho práctico, enrarece y deforma un tanto el clima de creación y trabajo en el país.
Esa mentalidad de hierro fundido, engordada en los años de periodo especial, tiene diversos ingredientes. Uno de ellos se remite a la estructura vertical de nuestra sociedad. Lo que quizás, por razones de supervivencia, fue necesario en un momento, hoy, en circunstancias internas y externas distintas, entorpece el avance hacia un país superior, capaz de multiplicar las posibilidades del gobierno del pueblo, para el pueblo y, sobre todo, con el pueblo, ente que compone la imprescindible base horizontal en Cuba. Si esa base faltara, cualquier sistema de raíz popular se transformaría en un régimen burocrático.
Por tanto, ese concepto estrecho de los deberes políticos, ese creer que hacemos bien cuando callamos nuestro parecer o reprimimos un juicio polémico determina que muchos de los espacios sean pobremente utilizados. Dicho de otra manera: hemos convertido en norma el creer que todo peligra si pensamos en voz alta o si actuamos sin órdenes ante las urgencias que en nuestro espacio se levantan. ¿En qué han venido a resultar, por ejemplo, las asambleas, o algunas de las asambleas, de rendición de cuentas, ámbito eminentemente democrático y socialista que, en diversos aspectos ya carece de la atmósfera de intercambio, de pulso que mi memoria aún conserva? Contemporáneamente hemos -yo al menos- soportado que cierto delegado nos advierta: no me hablen de esto, y de esto ni de esto otro... El análisis racional nos recomendaría, en cambio, que por ser esos los asuntos complicados merecerían la discusión colectiva.
La fría retórica, en suma, distingue a muchos actos y debates. Una retórica cautelosa que habla en nosotros para diluirse en el plural, que no compromete. Pero ¿alguien acaso puede asegurar que en nuestro país esté vigente una estrategia de la indiferencia, un código de la pasividad, una arquitectura que diseñe oficinas para que no penetren quejas e inquietudes y no salgan soluciones ni explicaciones responsables?
Responsables, en efecto. Porque toda acción que intenta resolver problemas o toda palabra que pretenda explicar el porqué no se pueden solucionar es un acto de responsabilidad. Lo irresponsable sería echarles el maíz de la indiferencia para que engorden, como dijo aquel oyente cuando nos escribió a Hablando Claro pidiendo que comentáramos su particular situación después de dos años yendo de una a otra oficina, y ver al fin cómo se abultó lo que, atendido a tiempo, hubiera resultado menos costoso. El sobrepeso, aun en los problemas, compromete el paso y la salud.
Una carta difundida en Hablando Claro, espacio de Radio Rebelde donde me enaltece participar tanto como en este periódico, nos recordó hace pocos días que los problemas tienden a engordar –esa es la frase del autor- si no se les ataca o si ni siquiera se les oye. No es mi propósito reproducir el texto en esta columna. Me valgo de ella en términos generales, solo para reflexionar sobre cómo ciertos problemas pueden derivar en un problema mayor, incluso irresoluble, a causa de la indiferencia.
El tiempo, lo reconocemos casi intuidamente, no se parece a una cuenta de ahorro que acumule intereses millonarios. Más bien, el tiempo carece de fondos. Y desde muy joven aprendí a nombrar esa actitud de echar al rincón las urgencias como “convivir con los problemas”. Desde luego, resulta cómodo mirar solo hacia un solo lado, allí donde hemos previsto que todo discurra planamente. Pero si en la peripecia doméstica, olvidarse del salidero o despreocuparse de con quiénes juegan y pasean nuestros hijos implica abocarse a una tragedia familiar, en lo político y lo social el resultado aumenta sus capítulos e incisos.
Cuando Raúl se refirió en 2007 a la necesidad de cambiar conceptos, me figuro que también incluía el cambio de la mentalidad predominante entre nosotros; a esa visión rígida, solemne, casi litúrgica, que aguarda por que alguien, de más arriba, levante el dedo para actuar. Vivimos perennemente en guardia, en una mentalidad de control y autocontrol que, evaluada en su provecho práctico, enrarece y deforma un tanto el clima de creación y trabajo en el país.
Esa mentalidad de hierro fundido, engordada en los años de periodo especial, tiene diversos ingredientes. Uno de ellos se remite a la estructura vertical de nuestra sociedad. Lo que quizás, por razones de supervivencia, fue necesario en un momento, hoy, en circunstancias internas y externas distintas, entorpece el avance hacia un país superior, capaz de multiplicar las posibilidades del gobierno del pueblo, para el pueblo y, sobre todo, con el pueblo, ente que compone la imprescindible base horizontal en Cuba. Si esa base faltara, cualquier sistema de raíz popular se transformaría en un régimen burocrático.
Por tanto, ese concepto estrecho de los deberes políticos, ese creer que hacemos bien cuando callamos nuestro parecer o reprimimos un juicio polémico determina que muchos de los espacios sean pobremente utilizados. Dicho de otra manera: hemos convertido en norma el creer que todo peligra si pensamos en voz alta o si actuamos sin órdenes ante las urgencias que en nuestro espacio se levantan. ¿En qué han venido a resultar, por ejemplo, las asambleas, o algunas de las asambleas, de rendición de cuentas, ámbito eminentemente democrático y socialista que, en diversos aspectos ya carece de la atmósfera de intercambio, de pulso que mi memoria aún conserva? Contemporáneamente hemos -yo al menos- soportado que cierto delegado nos advierta: no me hablen de esto, y de esto ni de esto otro... El análisis racional nos recomendaría, en cambio, que por ser esos los asuntos complicados merecerían la discusión colectiva.
La fría retórica, en suma, distingue a muchos actos y debates. Una retórica cautelosa que habla en nosotros para diluirse en el plural, que no compromete. Pero ¿alguien acaso puede asegurar que en nuestro país esté vigente una estrategia de la indiferencia, un código de la pasividad, una arquitectura que diseñe oficinas para que no penetren quejas e inquietudes y no salgan soluciones ni explicaciones responsables?
Responsables, en efecto. Porque toda acción que intenta resolver problemas o toda palabra que pretenda explicar el porqué no se pueden solucionar es un acto de responsabilidad. Lo irresponsable sería echarles el maíz de la indiferencia para que engorden, como dijo aquel oyente cuando nos escribió a Hablando Claro pidiendo que comentáramos su particular situación después de dos años yendo de una a otra oficina, y ver al fin cómo se abultó lo que, atendido a tiempo, hubiera resultado menos costoso. El sobrepeso, aun en los problemas, compromete el paso y la salud.
lunes, 1 de marzo de 2010
¿HOY INCUMPLÍ LA LEY?
Por Luis Sexto
Vengamos a hablar de la conciencia. De esa lámpara que nos alumbra adentro y permite sentirnos y reconocernos como individuos racionales. Y si nos adentramos en el concepto de la conciencia, habremos de estimar, pues, que cada día es como un tribunal. Cada día, tendrá uno que preguntarse qué hice mal y qué hice bien. Amontonar jornadas sin que, como mínimo, adelantemos unas pulgadas en el mejoramiento humano, resulta una cuenta estéril.
No intentaré hacer filosofía, como alguien me dijo cuando hablé de la esperanza. La esperanza –repito- no es asunto de la filosofía, sino más bien de la política. Creo que lo demostré. Y ahora discurrir sobre propuestas éticas tampoco implica echarse al aire y apartarse de lo concreto. Hecha la aclaración, sigamos. Algunos hallan la clave del mejoramiento en el ascenso profesional, en la obtención de bienes materiales. Está bien. Es legítimo perseguir el bienestar por medios legítimos. Incluso, resueltas básicas necesidades materiales, el ser humano se halla en mejor actitud para el perfeccionamiento de sus valores. ¿Claro? Es verdad de manual. Pero reduciendo, deteniendo mis intenciones en un punto focal, quisiera preguntar si cada día nos preguntamos lo siguiente: ¿Hice algo para respetar las leyes; incumplí alguna o evité que alguno las incumpliera?
Ya se ve. Estas preguntas no son ociosas. Estamos tocando un área adolorida. Si un sector de la conciencia social ha sufrido los desajustes del período especial, es el jurídico. La conciencia jurídica. ¿Hemos reflexionado sobre cierto menosprecio por las leyes, por la legalidad? Sí. Nuestros medios sociales insisten en que hemos de respetar la legalidad. Pero, según mi modo de ver, el rigor recae sobre cierto tipo de legalidad. Aquel que se relaciona con los recursos materiales del Estado. Y se olvida que cuantos han de velar por la legalidad, tienen también que cumplirla.
Que nadie se ponga en guardia. No voy a generalizar, ni aludir a alguien en concreto. Pero uno nota, sobre todo cuando está en contacto con la ciudadanía, que la conciencia jurídica en ciertas personas se ha diluido. Recientemente supe –y estoy siguiendo el caso desde mi óptica periodística- que un anciano de 86 años sufre los golpes de una legalidad irrespetada. Tiene en su poder títulos, sentencias, resoluciones, incluso los nuevos inmuebles, para efectuar una permuta obligatoria y resolver así litigios domésticos, y cada vez que la dirección de la Vivienda se aparece para aplicar la decisión de los tribunales y la fiscalía, alguien se interpone y lo impide.
Esa es una anécdota. Pero conozco muchas más. A veces, las propias instituciones encargadas de aplicar la ley, se niegan… cuando son, sobre todo, personas naturales las afectadas en sus derechos. Hay que comprenderlo definitivamente: la ley es la garantía del orden y del desarrollo social y económico. También fundamento del consenso político. Es verdad -y uno se moriría defendiéndola- que la Revolución es fuente de derecho. La Revolución. No el revolucionario. Los revolucionarios hemos de cumplir la ley. Como cualquiera. Y preguntarnos, cada día: ¿la respeto; la hago respetar?
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