martes, 26 de febrero de 2008

EN LA RUTA


Soy un ciclista frustrado. Desde mi adolescencia he deseado alistar una bicicleta en ingerirme en Cuba, desafiando las carreteras, en el llano o la montaña, bajo el sol o la lluvia. Como un rutero de la Vuelta.

Andar, caminar, es, para mí, la suprema imagen poética del destino humano. El hombre está encadenado al camino. Unas veces se le difumina en el horizonte como la vía del progreso; otras, como el remedio contra la soledad. En todas como la promesa del cambio, la concreción del sueño, cuando no el sueño mismo.

Por esas sensaciones que anudan la ruta a la vida, el rutero repite en su itinerario el drama de la existencia: lucha y pasión, fe y esperanza. Y en el medio, más bien como síntesis, la emoción, constante, multiforme. Ahora es la angustia, luego el miedo, después el desaliento, más tarde la alegría de firmar con sus ruedas en la playa blanca de la meta. Sólo el rutero, poeta diferente, puede describir las emociones de la Vuelta. Hace falta la tinta de su fatiga. Yo, que he sido testigo, cronista, solo he podido intuirlas, presentirlas, reflejarlas en mi corazón.

Las emociones del rutero se agazapan a al vuelta de aquella curva, entre las palmadas vocingleras de un pueblo fugaz. Marchan junto al ciclista, a su rueda, impulsándose con el jadeo del pedal. Se le enciman ahora en esa pendiente. Los tubulares, tan delgados como un lápiz, se desplazan en giros que asfixian. Y más adelante, una torpeza del manubrio, o una mancha de grasa, un bache perpetuado por la desidia, engendran el caos de cuerpos y máquinas. La caída. Y sin sacudirse el polvo, o compadecer el rasguño, el rutero se hace jinete otra vez...

Una, dos, tres horas afrontando los rigores de los elementos, entre la salida del paradero donde durmió y la llegada a la próxima estación. Jamás el sol o el agua han sido generosos con el rutero. Y la sed airea su bandera roja. Y la aguja de los músculos desciende hasta el calambre. De pronto, claxons. Gritos. El pelotón se desenrosca; se alarga como un relámpago. Los asistentes, en sus vehículos de motor, se escurren hacia delante por la guardarraya que el pelotón les cede. Y se ubican a la orilla, para que, al pasar, el sediento y el hambriento recojan de un manotazo su provisión.

Fervor y gratitud hacia aquellos días de reportero, me abonan los recuerdos. En los momentos en que pude seguir la Vuelta, llegar con ella al fin de cada etapa, mi anhelo de engarzarme con la ruta y dominarla se compensaba con los dátiles de la ilusión. No estaba entre los ruteros. Pero iba detrás o delante de la caravana, humedeciéndome también, con los destellos de un beso en la meta, de un aplauso en el camino. Y experimentando riesgos. Como aquel de 1974.

El disparó resonó en el malecón de Baracoa, y la Vuelta arrancó. La Farola se erguía delante como la prueba inicial de estos argonautas que desamarraban sus piernas en busca del vellocino de la gloria. Subimos. Yo viajaba al lado del conductor del yip. Nos acompañaba el periodista mexicano Francisco Javier Carmona. Empezamos a bajar. Y de pronto, los frenos tocaron el piso sin que el vehículo aminorara su vértigo. El susto, acróbata del temblor, se colgó de nuestras gargantas. Carmona, con una serenidad que le atribuí a su sangre aborigen, me preguntó qué íbamos a hacer. Esperar a que un obstáculo o el plano nos paren. Y si nos matamos, arguyó. Nos morimos, qué otra cosa. Pero moriremos como ruteros. En el camino.

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