miércoles, 20 de febrero de 2008

INVENTARIO DE LA NOSTALGIA


Uno podrá olvidar los versos que amortiguaron las pasiones cerreras, toscas, del erotismo o la gula, la envidia o la intriga. Pero difícilmente nos desentenderemos de las canciones que colgaron del aire de nuestra juventud. Lo demostré hace poco cuando me pidieron bajo signo de confidencia que recordara alguna canción de la música más cercana en mis años de comer rositas de maíz. Y enseguida el lobo de la nostalgia comenzó a aullar ante las lunas pasadas.

La nostalgia suele ser un cachorro dormido en una perrera doméstica. Despierta morosamente de vez en cuando ante un olor, un día nublado, la recurrencia de unos pasos por los mismos lugares de antaño, pero reacciona, como en un golpe de electricidad, al evocar u oír cierta música. Porque la música es un indeleble almacén de la añoranza, refugio a prueba de ganzúas y quebrantamientos ajenos. Los años y los sentimientos formadores se suceden dentro de una placenta rítmica y melódica. Enamoramos oyendo una canción, sufrimos con otra pieza rozándonos la aldaba de la intimidad zaherida. Y sueños, deseos, propósitos se nos avivan mientras escuchamos la voz y el timbre de la época –la época en que la vida es todavía una simple herramienta para bajar los mangos más jugosos y más altos- y en nuestra desnudez experimentamos que pertenecemos para siempre al momento irrepetible de la juventud, cuya música nos graba al fuego, en el anca, un círculo de propiedad.

Podría decirte –respondí a quien preguntaba por mis preferencias- que todo lo de Nino Bravo. Ese que gritaba por Noelia, o que llevaba un beso y una flor por equipaje, y de quien me dijo el barítono cubano Ramón Calzadilla que era un cantante de primera división, y “te lo aseguró yo, que canto y enseño a cantar”. Repta la nostalgia al recordar cuán dulcemente cursi fui cuando mi corazón se diluía -azúcar en la sartén- releyendo unas cartas amarillas. Y ahora, al confesarlo, no me avergüenzo. Ya me atrevo a pregonar que la cursilería es parte de la condición humana. Alguien pudo aseverarlo antes. Me sacudo, sin embargo, del plagio, porque las evidencias, como las frases populares, pertenecen a quien las necesita. Y no lamento mi gusto caótico que lloraba con O sole mio y la escena culminante de La Traviata, y se enternecía a la par con Inolvidable, el bolero de Julio Gutiérrez, noción de la fe eterna en unos labios que otros labios hacían recordar, porque “los tuyos inolvidablemente vivirán en mí”. ¿Algo más humanamente cursi?

Y qué más podré añadir de aquella música predilecta de mis 22 años, además de White, Lecuona, Ankermann, Prats, y la trova de Sindo y Delfín, y todo ese lirismo en cuyo fondo se sahúma y perdura la más cálida cubanía.

Ahora, en la contemporaneidad, carezco de preferencias. ¿Estoy viejo? Eso es verdad. Y tendría que decirte, si te interesa, que, salvo los que perviven sin fecha fija –Beethoven, y Shumann, y Mendelson y Shubert- nada mece mis días, salvo lo propio de mis días primordiales. ¿Silvio y Pablo, me preguntas? Ambos son mis coetáneos. Sus canciones acompañaron parte de mis marchas, mis aventuras, mis intentos por pisar hondo en el camino. Ya ellos no pertenecen al tiempo. Lo trascendieron. He de responderte entonces imitando a José Antonio Méndez. En una entrevista me confesó el patriarca de Novia mía, como suele decirse en las entrevistas, que entre sus canciones la que más le gustaba era aquella que aún no había compuesto. Y por tanto, las que yo prefiero ahora, en este presente que coincide con las dos terceras partes de mi existencia, son las que aún no he oído.

Y si me obligaras, rectificaría aceptando querer oír cierta música de moda entonces y que soslayé en mis juveniles campañas. ¿Cómo tildarme por aquella imprudencia? ¿De inculto? ¿Tonto? Quizás lo último. Despistado. Y solo eso. Carecí de espacio y conocimiento para rechazarla. Tampoco la condené envuelto en el saco rígido del extremismo. Pasé, simplemente, sin oídos y sin información ante aquel trastorno mundial. Y cuando tintinea hoy como chispa genial de la música de ayer, no tengo derecho a la nostalgia. Sí al bochorno. Debo, por tanto, acercarme a Lennon, en el parque de 17 y 6, en El Vedado. Y pedirle perdón. Yo no oí a Los Beatles… Y me pesa. Estaba sordo yo o qué.

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