Por Luis Sexto
“Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. ¿Lo saben de verdad? ¿Tenía razón Paul Valey cuando personificó es admonición en la primera carta de su libro Política del Espíritu? Al menos no totalmente. Porque si las civilizaciones son obra de la sociedad humana, no todos los hombres saben que han edificado una estructura que podría fenecer a manos de la misma inteligencia y los mismos brazos de cuantos la construyeron.
Ahora podríamos alegar que el actual y generalizado descomprometimiendo ante la seguridad de la civilización y la perdurabilidad de la especie, es un signo o una consecuencia de la Posmodernidad, rebautizo de una época en cuya mayor extensión geográfica y social, aun no se ha llegado o rebasado la Modernidad. Pero, evidentemente, los hombres, al menos cuantos representan intereses decisorios en la Historia, han estado poco atentos, en las diversas edades que los anales registran, a la fragilidad de la sociedad humana. ¿Acaso aprendieron los romanos, ante los fragmentos de la Jerusalén destruida, que los templos y los palacios podían venir abajo solo con el uso de las antorchas, y los pueblos dispersarse mediante el filo y la punta de la espada y el paso aplastante de los ejércitos? ¿O supieron descifrar el signo de Roma, la Madre del orden y la estabilidad, chamuscada por la piromanía de un megalómano?
Preguntas, más preguntas. Qué otra cosa favorece hacer la incertidumbre que disturba hoy a las conciencias más alertas y avizoras. Incertidumbre. También desesperación. Y sobre todo desesperanza, que es la peor fórmula. Parece que la alternativa de “otro mundo mejor” aquí, sobre los cimientos del mismo que nos inquieta o perturba, se resuelve un tanto retórica o utópicamente. ¿Cómo se reedifica un mundo mejor? Me parece que todavía el consenso no acierta con la receta ante el estrépito aún audible de los paradigmas fracasados. Hemos, sin embargo, de respetar las utopías. Creo, con otros, que el término está mal aplicado: ha sido mal traducido del griego. Lo apropiado y razonable sería traducirlo como lugar aún no existente que como lugar imposible de existir. ¿Cómo será ese nuevo mundo posible? Porque el cambio revolucionario, la revolución, según considera Slavoj Zuzek, empieza a adquirir su naturaleza cuando al viejo orden lo sustituye el nuevo que ella genera. Por supuesto, me parece comprender que, para el pensador, el fracaso de las revoluciones sobreviene porque han sido incapaces de implantar un orden distinto donde regular con eficiencia y efectividad la cotidianidad de las personas. Eso, a mi modo de ver, es la esencia de todo el asunto: los problemas del yantar y el vestir, del laborar y el aspirar, del soñar y el viajar dentro de una atmósfera de libertad cuya renuncia no se exija a cambio del derecho a la cultura o la seguridad. Libertad que es esencia insustituible entre las necesidades del ser consciente de su necesidad.
Tal ha sido el problema irresoluble de cuantos han intentado organizar la sociedad como una aldea: un orden de “te doy y ‘te’ me das”. El centro del enfoque ha sido la masa. Masivamente las soluciones igualitaristas parecen infalibles, incontestables. Cuando desciendes, te introduces en la multitud y el rostro global va descomponiéndose en caras y gestos autónomos, te percatas de que lo que parecía generalmente justo comienza a resentirse de injusticia. Individuo y sociedad, una ecuación usualmente resuelta con números negativos.
Cómo, pues, ha de construirse el nuevo mundo. Hace 500 años, los soñadores de un mundo mejor se trasladaron a la recién inventada América. Las tierras nuevas prometían, a los inconformes con el viejo orbe desolado de Europa, las obviedades del paraíso terrenal. En este lado del Globo ya confirmado en su esferidad, el pecado original y su estructura de yerro y corrupción, de tendencias y turbulencias de la humanidad caída, no habían calimbado la virginidad de América. Pero Europa, presente en Indoamérica, diseminó el mismo sino del que huían aquellos que creían en la libertad, la tolerancia, la elección libre del pensar. La paradoja les cerró el paso. Y de Paraíso recobrado, América pasó a Paraíso Perdido.
El planeta, en redondo, está contagiado del “pecado original” del egoísmo, la banalidad, el orgullo racial. El capitalismo lo ha desplegado con sus estructuras perversas, más perversas aun por envolverse en cantos de sirena, en nanas infantiles que prometen el bienestar, la gloria, el jardín de las huríes. Incumplir una promesa resulta una deficiencia política. Prometer a sabiendas de que nunca se cumplirá, es una versión aparentemente incruenta de la maldad.
Los procesos sociales de redención o remisión han muerto inútilmente: los pobres han tenido que cargar la cruz y subir la cuesta de empeños nunca realizados, mientras que las burocracias alumbraban el sendero desde sillas gestatorias. Los Mesías personales, únicos, han traído más calamidad, llanto, sangre. Estos presuntos salvadores – ¿no piensa usted en Alejando Magno, Napoleón, Hitler, Franco, Mussolini, Pinochet, Bush…?- no se entregan a la autoridad para ser crucificados, sino crucifican a sus pueblos en los hierros de sus ideas y ambiciones. ¿Qué hace Bush junior ahora, qué hace este testaferro de los intereses del complejo militar industrial de los Estados Unidos? Preservar a los norteamericanos –dice- del peligro del terrorismo, del eje del mal, hipótesis que cuadra a cualquiera que no baje la cabeza ante las alas imperiales. O cuadra en cualquier cápsula propagandística cocinada en un laboratorio mediático, como las armas de exterminio masivo de Irak. Sin embargo, quienes perecen y sufren en esas guerras son los mismos ciudadanos que anuncian proteger con las guerras preventivas y las intervenciones humanitarias. Y estas víctimas armadas generan víctimas desarmadas.
Ello es evidente. Nos cansan ya las denuncias de la tragedia, el análisis machacón sobre las causas de las guerras y las entre guerras simuladas. Nos hablan de que la historia terminó, que la guerra fría sacudió su gelidez. Y en la lascivia de la hegemonía y de la cuota de ganancia media, los conflictos de ayer siguen hoy tan vigentes y activos que podrá uno preguntarse si en el mejor mundo posible, que no es el que vivimos, aunque es posiblemente el único que habitemos, la especie prevalecerá ante la sociedad. No hay, desde luego, sociedad sin especie o especie sin sociedad. Ese es nuestro carisma de pensantes animales llamados a la unión social. Pero habrá que asumir, como un principio de ética sin la cual la vida no excederá sus previsiones, que cualquier sociedad por venir tendrá que preservar la especie. Tendrá necesariamente que priorizar esa tarea, para asegurar la perdurabilidad del Hombre. Y en esa faena las disyuntivas son claras: clases antagónicas o supervivencia; desigualdad o equidad, Estado o caos; libertad o burocracia; Historia o muerte.
La Humanidad se ha desarrollando entregando a cambio, no sé a qué ídolo, la memoria histórica. ¿Digo acaso un despropósito, una inconsecuencia? Cuando Paul Valey escribió su Política del Espíritu, y difundió el trágico y demorado hallazgo de la finitud de las civilizaciones, los estruendos de una gran guerra -la primera llamada mundial- atolondraban los oídos de Europa. Ocurrió prácticamente ayer. Y cuántos conflictos sobrevinieron en las décadas sucesivas. Los países veteranos de esa guerra perdieron la memoria: una generación apenas había crecido sobre los despojos y la desolación cuando ya se gestaba la próxima matanza. Habían olvidado que las civilizaciones son mortales. Oid, mortales; no olviden su mortalidad…
No olviden que en estos días, al parecer, los yerros acumulados nos han puesto bajo la amenaza de que, dentro de una bocanada del tiempo, nadie podrá sentarse a elucubrar estas reflexiones.
Otro mundo es posible. En efecto. Las utopías se aspiran para neutralizar la neurosis de la desmemoria: ese conflicto entre los hombres y su especie. Y mientras esperamos a que el legado de los individuos más racionales nos alumbre las flores que están debajo de nuestra ventana… Mientras aguardo por un Marx adecuado a este mundo inconcluso que él no conoció, ni intentó prestablecer, un Marx en cuyo nombre no se pretenda burlar las tendencias y las necesidades humanas, planto en mi corazón la postura de la utopía. Quizás la redención y la libertad empiezan por uno mismo. Así lo creyó el Quijote. Y se tiró al campo echando al aire un grito inolvidable: Yo sé quién soy.
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1 comentario:
De la bolsa donde se mete a: Alejandro Magno, Napoleón, Hitler, Franco, Mussolini, Pinochet, Bush, sacaría a Alejandro Magno y a Napoleón, no deben estar mezclados con los otros.
Ya sé que Napoleón es un pequeño cabrón, pero con él nos hubiéramos ahorrado a Fernando VII y de propina casi seguro a Franco, los dos mayores hijos de la gran p. que ha dado España.
Una bolsa con Hitler, Franco, Mussolini, Pinochet, Bush, Stalin, Mao, Pol Pot está más equilibrada y es más racional.
Ricardo.
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