Por Luis Sexto
Suele ocurrirles particularmente en las izquierdas que unos pocos pretendan por momentos asumir la tarea de pensar, invalidando el entusiasmo de otros. Esa es una técnica de predominio antidemocrático en el ejercicio intelectual: para tener la razón basta decir que los demás no la tienen, porque a fin de cuentas estos son ilusos, ingenuos y todos los caracteres afines que distinguen a los que solo sirven para ejecutar lo que los “razonables”, los elegidos por la “verdad”, dictan en medio de un aura de privilegio infalible. La discusión, incluso la polémica, es, para estos profesionales de la división del trabajo político e intelectual, una vía cerrada por inútil y por… incómoda. Porque, en el fondo, quienes esquivan el debate negando el derecho de otros a contradecir, parecen estar tan inseguros en sus argumentos que no los exponen a la prueba. El tufo llega a nuestras narices en un aire conocido: el dogmatismo.
Hemos tenido prueba en estas últimas semanas. Tanto nos acerca la Internet que nada de lo publicado en la “red de redes “nos parece ajeno. Hemos estado al tanto del debate sobre el socialismo del siglo XXI. Algunos lo han creído necesario; otros lo estiman improcedente porque, a fin de cuentas, es una categoría bolivariana, latinoamericana: parte de Venezuela, específicamente del presidente Chávez, y todo cuanto se abone fuera de ese ámbito para intentar universalizarlo –dicen- yerra por equívoco geográfico y cultural. La postura es impugnable. Si Venezuela halla una fórmula para construir el socialismo, es hallazgo que atañe al mundo. Con la caída del “socialismo real” –o “realmente existente”- en el siglo XX, las aspiraciones de una porción de la humanidad quedaron sin paradigma. ¿Dónde radica la esperanza de cambiar las relaciones de sumisión y explotación por relaciones de libertad y solidaridad? ¿Cuál es el modelo exacto, justo, efectivo y perdurable? Un modelo pensado, porque, al parecer, la construcción del socialismo no puede dejarse a la improvisación, o a leyes ciegas que, en su torpeza, irán a parar presumiblemente al punto que intentan evadir.
Hablábamos, durante los últimos días, de la lexicalización compuesta por el sintagma “socialismo del siglo XXI”como un probable relevo ordinal o numérico del que lo precedió en la centuria anterior. Si hubo un socialismo, al menos uno, en el siglo XX, el que sobrevenga en este siglo tendrá que clasificarse temporalmente como del XXI. Esa posibilidad, desde luego, es la que nos inquieta: que todos sea un cambio de nombre y el corpus teórico y la subsiguiente práctica sociopolítica sea la misma del llamado socialismo del siglo XX, de origen marxista – un marxismo distorsionado, voluntaristamente aplicado-que por unas siete décadas rigió en la Unión Soviética y luego, tras la Segunda Guerra Mundial, se extendió con el Ejército Rojo por Europa oriental.
Parece forzado precisar que el socialismo posee más de una definición. Y todas dependerán, en su alcance, de la posición desde donde se configuran sus términos. Para mí, en una generalización neutral, el socialismo sigue siendo una aspiración de la sociedad humana. Creo que esa formación económico-social será la sucesora del capitalismo y la reivindicadora de cuanta injusticia, desmán, catástrofe de lesa humanidad nos deja la burguesía y su sistema. Y ya estamos hablando, necesariamente, de clases. No creo que el socialismo –sea del XXI o del XXXII- podrá prescindir de una verdad que Marx reveló para siempre: la historia humana es la historia de la lucha de clases. Quizás no sea tan evidente, pero en última instancia -según la adecuación equilbradora preferida por Engels- para que la sociedad humana sea realmente una sociedad de fraternidad, igualdad y libertad –viejas demandas de la revolución burguesa y no por ello menos necesarias- se precisa que los minoritarios sectores dominantes renuncien a sus intereses, o se les arrebaten para que los mayoritariamente dominados puedan hacer valer los suyos. Unos han pensado en conciliarlos. ¿Tendrán razón? Tal vez en la teoría la cuenta cuadre. Pero en la práctica… Ummmm. ¿Pueden los capitalistas renunciar a su cuota de ganancia media por amor a sus asalariados? Quizás un filántropo, que, por supuesto, dejaría de ser rico. Pero no toda la clase de propietarios.
No insistiré ahora en las formas en que los trabajadores han de tomar el poder político, sin el cual el socialismo continuará siendo una aspiración más que una concreción. Lo que quiero decir, sin absolutizar mis referencias, es que el socialismo de cualquier denominación –“cristiano”, “latinoamericano”, “asiático”- tendrá que tener en cuenta los hallazgos fundamentales del marxismo y utilizarlos creadamente, esto es, fuera de cualquier cercado dogmático, burocrático y, sobre todo, demagógico, esa actitud en la que el discurso y su ejecución no comparten la misma tienda.
Tampoco abundaré en cómo construir el socialismo. Los manuales han dado una lección a partir de 1990: la inconfiabilidad de los manuales. Solo creo entrever que el problema primordial de la construcción de socialismo radica en hallar la fórmula que les otorgue efectivamente a los trabajadores, en plena libertad, el papel dominante.
Voy, pues, a abordar lo más importante de esta nota. Algunos se oponen a este debate, porque creen que se les ajusta las cuentas al socialismo del siglo XX y a la Unión Soviética. Ese criterio se amarra a un equívoco. Si la Unión Soviética y el socialismo que ese gran país representaba se extinguieron, y con su disolución frustraron nuestras esperanzas, urge que ajustemos las cuentas, es decir, que profundicemos con la crítica en las causas que los tiraron hacia las alcantarillas de la historia. No se trata de echar campanas al aire por que hayan desaparecido, sino de indagar en las causas que, lamentablemente, condicionaron sus errores y limitaron lo que parecía estar llamado a la perdurabilidad.
Eso, me parece, es un ejercicio elemental sin el cual el debate afrontaría el riesgo de escamotear lo sustancial. Porque muy poco de aquella experiencia deberá ser en un segundo intento como fue en el primero. La imagen es vieja, tal vez grosera, pero oportuna: para cocinar una tortilla hace falta romper los huevos. Con los huevos en su cascarón solo podría hacerse, en un recetario urgente, huevos duros. Pero ya no sería una tortilla. Y así, pasando de la cocina a la política, habrá que admitir que las mejores acciones son las que primeramente rompen la cáscara de la reflexión y el debate en un concierto de diversas voces, incluso las disonantes.
miércoles, 18 de junio de 2008
viernes, 6 de junio de 2008
MIENTRAS OIGO EL SILBATO
Por Luis Sexto
Me embarcaré nuevamente en el tren de Hershey. Emprenderé un regreso a aquellos momentos cuando la vida iba delante, halándome en nombre de la morosa certidumbre de que la prisa aún no se había alojado en mi habitación. Será también tu viaje en este vehículo terrestre que quizás sea el único del planeta que empieza su carrera en el mar. Y si tal preeminencia no la podemos esclarecer en el breve arco de una crónica, sabemos al menos que es el único ferrocarril eléctrico de Cuba.
Hasta hace poco eso era todo cuanto yo sabía sobre esa ruta de hierro que con mi alma hecha agua, evoqué unas semanas atrás al confesar mi preferencia por los trenes. Entonces me hubiera gustado añadir algún dato a mis impresiones de viajero proclive a meditar ante los pormenores del paisaje, mientras la lentitud del recorrido favorece mirarlo con la parsimonia de un trago de coñac. Ahora la percepción de lo inmediato se convierte en verdad sin ambigüedades, en hecho estable, consolidado, porque el lector Francisco Mongeoti Chávez previó mis deseos –o mis necesidades- de conocer la historia del camino que tanta nostalgia convoca en mí. Y ese –digo de paso- es el destino del cronista: trompetear la diana avivando los recuerdos para luego trocarlos en un culto personal que solo es la apariencia de la emoción. La emoción de cualquiera.
El tema, por tanto, es tan recurrente como el tiempo que ha venido desfigurando a cuantos, en los días de asueto frente a la edad, usábamos el tren de Hershey. Pero, si estrujados los pasajeros que pasaron, el ferrocarril eléctrico permanece invariable, bamboleándose como un elefante sobre los mismos carriles, señalizado con las mismas luces, conectado a los cables mediante los mismos o parecidos trolley con patas de cangrejo y naturaleza de museo. Hasta 1998, circularon los coches Brill fabricados en Filadelfia en 1911, semejantes a tranvías. Y todavía ruedan tres por los ramales de Hershey a Santa Cruz y de Hershey a Caraballo.
El tren partió un día de 1921 después de que Milton J. Hershey armó un central azucarero para endulzar el chocolate de su fama y su fortuna. El mister llegó a La Habana en 1915. Y cuatro años más tarde, el ingenio exprimió las cañas de la primera zafra. Ubicada a mitad de la distancia entre La Habana y Matanzas, pronto el nombre de la fábrica de azúcar, llamada como su millonario dueño, empezó a repetirse entre los habitantes que poblaban la abrupta franja del litoral norte, donde prácticamente vivían aislados a causa de la escasez de enlaces con las dos ciudades más importantes del occidente de Cuba.
El silbato del tren, si no atrae el progreso, facilita la existencia de lo que previamente podía llamarse La Soledad. Y el tren de Hershey trazó la ruta más corta, aunque también la más lenta, entre Casablanca y la Atenas de Cuba: noventa kilómetros con unas 50 paradas –hace casi tres décadas conté 56- en cada uno de los poblados y empalmes que se dispersan por los valles del Jibacoa y del Jaruco. Aunque mister Hershey vendió poco después el central y sus negocios afines, algo beneficioso debía cimentar aquel emporio norteamericano que sometía a los obreros al ciclo de “tiempo muerto”-zafra: unos tres meses de empleo y nueve meses vacantes para la mayoría.
La riqueza del Zar del Chocolate no pudo ganar, sin embargo, el litigio con la United Railways of Havana, compañía inglesa que lo acusaba de repetir el recorrido de esta empresa tan solo un poco más al norte. Por ello, los tribunales le prohibieron al tren de Hershey utilizar la estación central de ferrocarril. Y los viajeros que lo preferían, y los que les siguieron en la rutina, hasta hoy, emprendían el viaje en una de las lanchas que, antes como ahora, unen las bandas opuestas de la bahía.
Le agradezco a Francisco Mongeoti Chávez, vecino de San Antonio de Río Blanco, la asistencia en este domingo de mi calendario laboral. Pero más le agradezco que resida en ese pueblito de la provincia de Matanzas. Me envía el pretexto para embarcarme nuevamente en el tren de Hershey. ¿Lo premeditó? Tal vez cualquier sábado montaré en el tren eléctrico y lo visitaré, mientras el silbato va quebrando la modorra pueblerina con su efímera parada, y yo recobro una de las estaciones de mi añoranza.
Me embarcaré nuevamente en el tren de Hershey. Emprenderé un regreso a aquellos momentos cuando la vida iba delante, halándome en nombre de la morosa certidumbre de que la prisa aún no se había alojado en mi habitación. Será también tu viaje en este vehículo terrestre que quizás sea el único del planeta que empieza su carrera en el mar. Y si tal preeminencia no la podemos esclarecer en el breve arco de una crónica, sabemos al menos que es el único ferrocarril eléctrico de Cuba.
Hasta hace poco eso era todo cuanto yo sabía sobre esa ruta de hierro que con mi alma hecha agua, evoqué unas semanas atrás al confesar mi preferencia por los trenes. Entonces me hubiera gustado añadir algún dato a mis impresiones de viajero proclive a meditar ante los pormenores del paisaje, mientras la lentitud del recorrido favorece mirarlo con la parsimonia de un trago de coñac. Ahora la percepción de lo inmediato se convierte en verdad sin ambigüedades, en hecho estable, consolidado, porque el lector Francisco Mongeoti Chávez previó mis deseos –o mis necesidades- de conocer la historia del camino que tanta nostalgia convoca en mí. Y ese –digo de paso- es el destino del cronista: trompetear la diana avivando los recuerdos para luego trocarlos en un culto personal que solo es la apariencia de la emoción. La emoción de cualquiera.
El tema, por tanto, es tan recurrente como el tiempo que ha venido desfigurando a cuantos, en los días de asueto frente a la edad, usábamos el tren de Hershey. Pero, si estrujados los pasajeros que pasaron, el ferrocarril eléctrico permanece invariable, bamboleándose como un elefante sobre los mismos carriles, señalizado con las mismas luces, conectado a los cables mediante los mismos o parecidos trolley con patas de cangrejo y naturaleza de museo. Hasta 1998, circularon los coches Brill fabricados en Filadelfia en 1911, semejantes a tranvías. Y todavía ruedan tres por los ramales de Hershey a Santa Cruz y de Hershey a Caraballo.
El tren partió un día de 1921 después de que Milton J. Hershey armó un central azucarero para endulzar el chocolate de su fama y su fortuna. El mister llegó a La Habana en 1915. Y cuatro años más tarde, el ingenio exprimió las cañas de la primera zafra. Ubicada a mitad de la distancia entre La Habana y Matanzas, pronto el nombre de la fábrica de azúcar, llamada como su millonario dueño, empezó a repetirse entre los habitantes que poblaban la abrupta franja del litoral norte, donde prácticamente vivían aislados a causa de la escasez de enlaces con las dos ciudades más importantes del occidente de Cuba.
El silbato del tren, si no atrae el progreso, facilita la existencia de lo que previamente podía llamarse La Soledad. Y el tren de Hershey trazó la ruta más corta, aunque también la más lenta, entre Casablanca y la Atenas de Cuba: noventa kilómetros con unas 50 paradas –hace casi tres décadas conté 56- en cada uno de los poblados y empalmes que se dispersan por los valles del Jibacoa y del Jaruco. Aunque mister Hershey vendió poco después el central y sus negocios afines, algo beneficioso debía cimentar aquel emporio norteamericano que sometía a los obreros al ciclo de “tiempo muerto”-zafra: unos tres meses de empleo y nueve meses vacantes para la mayoría.
La riqueza del Zar del Chocolate no pudo ganar, sin embargo, el litigio con la United Railways of Havana, compañía inglesa que lo acusaba de repetir el recorrido de esta empresa tan solo un poco más al norte. Por ello, los tribunales le prohibieron al tren de Hershey utilizar la estación central de ferrocarril. Y los viajeros que lo preferían, y los que les siguieron en la rutina, hasta hoy, emprendían el viaje en una de las lanchas que, antes como ahora, unen las bandas opuestas de la bahía.
Le agradezco a Francisco Mongeoti Chávez, vecino de San Antonio de Río Blanco, la asistencia en este domingo de mi calendario laboral. Pero más le agradezco que resida en ese pueblito de la provincia de Matanzas. Me envía el pretexto para embarcarme nuevamente en el tren de Hershey. ¿Lo premeditó? Tal vez cualquier sábado montaré en el tren eléctrico y lo visitaré, mientras el silbato va quebrando la modorra pueblerina con su efímera parada, y yo recobro una de las estaciones de mi añoranza.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)