viernes, 6 de junio de 2008

MIENTRAS OIGO EL SILBATO

Por Luis Sexto
Me embarcaré nuevamente en el tren de Hershey. Emprenderé un regreso a aquellos momentos cuando la vida iba delante, halándome en nombre de la morosa certidumbre de que la prisa aún no se había alojado en mi habitación. Será también tu viaje en este vehículo terrestre que quizás sea el único del planeta que empieza su carrera en el mar. Y si tal preeminencia no la podemos esclarecer en el breve arco de una crónica, sabemos al menos que es el único ferrocarril eléctrico de Cuba.
Hasta hace poco eso era todo cuanto yo sabía sobre esa ruta de hierro que con mi alma hecha agua, evoqué unas semanas atrás al confesar mi preferencia por los trenes. Entonces me hubiera gustado añadir algún dato a mis impresiones de viajero proclive a meditar ante los pormenores del paisaje, mientras la lentitud del recorrido favorece mirarlo con la parsimonia de un trago de coñac. Ahora la percepción de lo inmediato se convierte en verdad sin ambigüedades, en hecho estable, consolidado, porque el lector Francisco Mongeoti Chávez previó mis deseos –o mis necesidades- de conocer la historia del camino que tanta nostalgia convoca en mí. Y ese –digo de paso- es el destino del cronista: trompetear la diana avivando los recuerdos para luego trocarlos en un culto personal que solo es la apariencia de la emoción. La emoción de cualquiera.
El tema, por tanto, es tan recurrente como el tiempo que ha venido desfigurando a cuantos, en los días de asueto frente a la edad, usábamos el tren de Hershey. Pero, si estrujados los pasajeros que pasaron, el ferrocarril eléctrico permanece invariable, bamboleándose como un elefante sobre los mismos carriles, señalizado con las mismas luces, conectado a los cables mediante los mismos o parecidos trolley con patas de cangrejo y naturaleza de museo. Hasta 1998, circularon los coches Brill fabricados en Filadelfia en 1911, semejantes a tranvías. Y todavía ruedan tres por los ramales de Hershey a Santa Cruz y de Hershey a Caraballo.
El tren partió un día de 1921 después de que Milton J. Hershey armó un central azucarero para endulzar el chocolate de su fama y su fortuna. El mister llegó a La Habana en 1915. Y cuatro años más tarde, el ingenio exprimió las cañas de la primera zafra. Ubicada a mitad de la distancia entre La Habana y Matanzas, pronto el nombre de la fábrica de azúcar, llamada como su millonario dueño, empezó a repetirse entre los habitantes que poblaban la abrupta franja del litoral norte, donde prácticamente vivían aislados a causa de la escasez de enlaces con las dos ciudades más importantes del occidente de Cuba.
El silbato del tren, si no atrae el progreso, facilita la existencia de lo que previamente podía llamarse La Soledad. Y el tren de Hershey trazó la ruta más corta, aunque también la más lenta, entre Casablanca y la Atenas de Cuba: noventa kilómetros con unas 50 paradas –hace casi tres décadas conté 56- en cada uno de los poblados y empalmes que se dispersan por los valles del Jibacoa y del Jaruco. Aunque mister Hershey vendió poco después el central y sus negocios afines, algo beneficioso debía cimentar aquel emporio norteamericano que sometía a los obreros al ciclo de “tiempo muerto”-zafra: unos tres meses de empleo y nueve meses vacantes para la mayoría.
La riqueza del Zar del Chocolate no pudo ganar, sin embargo, el litigio con la United Railways of Havana, compañía inglesa que lo acusaba de repetir el recorrido de esta empresa tan solo un poco más al norte. Por ello, los tribunales le prohibieron al tren de Hershey utilizar la estación central de ferrocarril. Y los viajeros que lo preferían, y los que les siguieron en la rutina, hasta hoy, emprendían el viaje en una de las lanchas que, antes como ahora, unen las bandas opuestas de la bahía.
Le agradezco a Francisco Mongeoti Chávez, vecino de San Antonio de Río Blanco, la asistencia en este domingo de mi calendario laboral. Pero más le agradezco que resida en ese pueblito de la provincia de Matanzas. Me envía el pretexto para embarcarme nuevamente en el tren de Hershey. ¿Lo premeditó? Tal vez cualquier sábado montaré en el tren eléctrico y lo visitaré, mientras el silbato va quebrando la modorra pueblerina con su efímera parada, y yo recobro una de las estaciones de mi añoranza.

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