Capítulo del libro El Cabo de las mil visiones, de Luis Sexto, sobre las leyendas de la península de Guanahacabibes, publicado por la Editorial Pablo de la Torriente Brau, en 2005
La suerte no es del que la busca, sino del que la encuentra. Algún día le voy a presentar a Manolito Piña. Vive ciego en Cayuco, y él podrá contarle cuánto lamenta su ceguera, porque ya no está en condiciones de continuar detrás del tesoro que un día le regalaron. Y sabe donde está, pero nunca ha podido llegar.
No, miento; sí llegó...
Era jovencito, tal vez quince o dieciséis años. Su padrino, Gervasio Borrego, tenía ese tesoro ahí, y no se sabe por qué razón nunca lo había sacado de La Jocuma, una cueva del sur con la boca hacia el norte; ni tampoco se ha oído cómo se había enterado de que allí dentro seis botijas -tres que rozaban a un hombre por la cintura y tres un poco más abajo- esperaban en la oscuridad que alguien las vaciara de la tentación incurable del dinero. Un día Gervasio Borrego amaneció dispuesto a zafarse aquella inquietud. Y le regaló el tesoro a su ahijado.
Manolito y su padre salieron a buscar la cueva. No bastaba con la autorización del padrino. Había que hallarla. Porque el que usted posea un derrotero no significa que la riqueza pase a su poder con tanta facilidad como en un banco con una libretica. El monte no regala nada; hay que quitárselo con astucia; destaparle sus pistas falsas, sus dobles fondos, esa trastienda malvada que se ríe de uno si uno se acobarda, o se desespera. La Jocuma tiene una dificultad: la puerta está tapiada con piedras, piedras calcinadas, que hay que desbrozar con una barreta. Sólo una mirada hecha a las esquivas de El Cabo puede adivinar la hendija que indica por donde la gruta se abre. Los Piña la encontraron. Gervasio les había dicho no se asusten si cuando entren en el salón principal ven una luz que cae a plomo; es una claraboya. El padre, sin embargo, no quiso entrar con el muchacho. Tal vez sintió miedo por todo el espiritismo que envuelve a esos tesoros, y quién podía saber si una maldición le desgraciaba la vida a su hijo. Volveré solo más tarde, dijo. Marcó el punto. Y regresaron.
Manolito todavía recuerda el viaje de vuelta por el pasmo de alegría que le provocó haber matado a una jutía con la escopeta del padre. Pero cuando el viejo Piña viró para acabar de resolver el problema de cómo entrar, no dio con el paradero de la cueva. Allí estaba el árbol de jocuma, mostrando el mordisco que le había dado con el machete; veía incluso las lajas que ocultaban la entrada. Pero la cueva no aparecía. Se acuclilló; encendió un cigarro para intentar calmarse y tantear de nuevo aquella pared de rocas y raíces y hojas. Nada. Ni nadie que la haya visto una vez y luego regresó con los instrumentos para forzarla, ha podido repetir el descubrimiento. Y han venido buscadores hasta de La Habana.
Manolito está tranquilo, aunque inconforme por esos ojos que se le negaron hace poco a seguir viendo. Tal vez ahora vea más claro desde adentro los misterios de la vida. Pero ese que le regalaron nunca lo ha podido explicar. Su padrino le dijo antes de morir si no es para ti, olvídate que nadie lo encontrará. Pero de qué le sirve. Él tampoco. Y algunos se preguntan si, al final de todo ese cuento, no vino la maldición dejándolo ciego, porque el padre no permitió hacer al hijo lo que el hijo tenía que hacer solo.
Ciegos no estábamos nosotros la noche en la que, en casa de Manolo Borrego, acordamos salir a playar. Estábamos en el mes de mayo. Hasta el de agosto, las tortugas vienen del agua para enterrar sus huevos en la arena. Éramos tres o cuatro. Íbamos por toda la costa y vimos en la Punta de Perjuicio algo como un farol encendido. Y digo miren a ese comerraspas pescando a cordel. Pensé en algún vecino. Faltando medio kilómetro para subir del todo, la luz se desprendió y viajó al medio del mar, y regresó y se posó en el mismo sitio de antes. Los que andaban conmigo se erizaron; un corrientazo los tocó de los pies a la cabeza. Es la señal del miedo cuando el cuerpo entra en contacto con algo misterioso. Quise subir, porque a mí hay que pelarme, y ellos que no, no, pero si ustedes son hombres, y yo para arriba... Pero no pude. Me paralicé. Yo que, en ciertos días, no creo en muertos, ni en velas. No dudo que quizás ese sea el fantasma de Perjuicio buscando a su hijo asesinado. Cuando un hijo muere, a uno le parece que la muerte no existe.
O acaso el pirata sale para avisar con su luz dónde ocultó su tesoro. Le dije que en ese mismo lugar de la playa de Perjuicio vi una tapia aquella vez cuando yo estaba costaneando. Luego no la vi más.
Como le digo una cosa, le digo otra distinta. No creo en lo de la cueva de la Sorda, un kilómetro aproximadamente al norte nordeste del faro Roncali. Pocos se atrevían a entrar. Las luces se apagaban en su interior, tal vez porque había muy poco oxígeno. Se cuenta que en sus ramales habitaban dos muchachas cuyo padre, un pirata, condenó a custodiarles sus cofres. Y por un pacto con el diablo, las convirtió en majá y en cocodrilo. Quien las desencante, y eso yo no sabría cómo hacerlo, hallaría el tesoro. Realmente nunca me he decidido a comprobar esa historia. Los encantamientos saben a cosa de libros para muchachos. Y, además, porque hay una dificultad. Usted no sabe lo que es explorar una cueva hasta el fondo. Tiene sus riesgos. Y si usted desconoce la malicia para burlarlos, puede quedarse para siempre en la oscuridad. Y un día, quién sabe dentro de cuánto tiempo, alguien encuentra sus huesos sin poder imaginar la angustia con la que usted murió. Hay que entrar llevando guantes, alcohol, luces, machete, cuchillo, y sobre todo una pita amarrada a la cintura, porque si se le apaga la linterna, uno regresa por el hilo que ha ido dejando atrás. Hace poco murieron tres buzos en una cueva submarina de la ensenada de Juan Claro. Olvidaron ese detalle. Se metieron en ella sueltos, despreocupados. ¡Mire usted las sorpresas de la confianza! Lo habían hecho mil veces. Eran muchachones que estudiaban el sistema de cuevas, grutas y cavernas de Guanahacabibes. Fuertes. Con escuela. Pero yo he aprendido que el hombre en la vida debe cerrarle sólo un ojo a la confianza. Y mantener el otro abierto. Mirando. Comprobando.
Porque, para Él, vence cualquier duda lo que uno ve propiamente; mas a lo que le cuentan uno debe darle muchas vueltas para aceptarlo. Ahí, en esos recovecos donde el sí y el no se emparejan o se cruzan, está el punto que por momentos lo afinca en la creencia de que los fantasmas son sólo palabras. Yo podía no creer en el tesoro de la playa de los Musulmanes. Dicen que unos piratas echaron al agua su dinero y que uno de los cofres, envuelto en cadenas, sube a la superficie, y cuando alguien va a buscarlo, desaparece. El nombre de la playa de los Musulmanes no recuerda a bandidos con esa religión. En el siglo XIX se llamó en Cuba de esa manera a los bandoleros de las costas, porque se hacía un parecido con los piratas árabes que aterraron el mar Mediterráneo no se cuántos años atrás. Eran como bandidos de agua y de tierra.
Si alguien tuvo una visión y la comenta, uno puede creer que engaña, que busca divertirse a costa de la ingenuidad de otro. Pero en ciertos detalles que he visto me pregunto si el hombre no sigue viviendo en sus huellas, en sus ruinas. Y en una hora de cualquier día resurge...
Y quién en definitiva sabrá la verdad, si uno por momentos cree no creer en nada, porque para eso ya aprendió a leer, y oye la radio y ve la televisión. Pero otro día uno dice me abstengo de no creer, de decir algo absolutamente negativo. El que ha visto una candela y luego no hay candela donde la vio, y ha oído el llanto de un niño y no hay niño donde oyó el vagido... Como aquella noche en Caleta Larga; la pasó detrás de una luz en la ensenada de Guadiana, donde se pudren los restos de un barco antiguo. Iba en un lanchón hacia el puerto de La Fe, al norte de Cuba, habilitado para que los marinos de los barcos de guerra americanos se divirtieran con mujeres. Y apareció, digo, la luz. Pudo ser un fuego fatuo; cambiaba, sin embargo, de rumbo. Transcurría agosto. No había viento. Y él detrás, detrás, sin alcanzarla. Cuando arribó a puerto comentó el incidente, y el jefe le dijo que había sido un comemierda, pues esa luz aparece allí y usted debió mantener su rumbo en vez de ponerse a jugar con ella.
Lo que yo vea en El Cabo no se me olvida jamás; me lo fijo en la mente. Y si lo vi le aseguro que es porque lo vi. Y cuando uno ve y después ya no ve lo que vio, llega la duda a obligarlo a andar con cautela y no negar o prohibir por aquí no se pasa, como hace una pared. Aún me mortifica el recuerdo de aquella sepultura. Fue en el año de 1950. Arreaba una punta de puercos, y vio una tumba, y pensó que allí había muerto o habían muerto a un infeliz. Llegó a la casa; se lo contó al padre. Y regresé a buscarla. Rastree todo el punto, piedra a piedra, por un lado, por el otro. Pero no la encontré. Era larga, con una lomita de tierra; yo sé lo que es una sepultura. Se me quedó grabada...
Y ahora le voy a contar algo peor. Sucedió más para acá, más reciente. Una noche había una maniobra militar por El Cabo. Dos o tres compañeros teníamos que ir a La Bajada, donde hay un puesto de guardias de fronteras. Empezamos a caminar; apenas veíamos el trillo. Caminamos. Y La Bajada no aparecía. Se acercaron incluso a Uvero Quemado. Y se supone que de Uvero para acá esté La Bajada. Allí en Uvero Quemado puso el Che Guevara un campamento para rehabilitar con el trabajo a combatientes que se equivocaban. Hacían carbón, plantaban árboles, aplanaban caminos. Un trabajo que te secaba las tripas. El que no mejorara como hombre con tanto rigor, en una tarea tan útil, creativa, que trataba de arreglar la sociedad y la naturaleza, era porque no servía para nada, y lo de la Revolución sólo le salía o le entraba por la boca. No se puede pasar por ese punto sin recordar al Che. Todavía permanecen, medio en ruinas, algunas edificaciones, incluso el cuartico donde él dormía cuando se tiraba en una avioneta para hacer su visita. Yo lo conocí un día en el que lo encontré en Bien Parado con el yipi atascado. Ayudé a sacarlo. Y luego los llevé a la fonda de Espinosa, en el valle de San Juan, a almorzar. Había arroz, malanga, y un trocito de pollo. Espinosa quiso dejar la carne para el Che. Y él dijo que no: que era para todos. Y obligó a ripiar aquella viruta en el caldero de arroz. No comimos pollo, pero sí decencia, compañerismo...
Aquella noche que le decía pasamos por Uvero Quemado, buscando La Bajada, y seguimos caminando. Y vimos cerca de la costa, en la ensenada de Corrientes, un barco pintado de negro, con las luces de popa encendidas; las luces de fondeo. Yo dije como hay una operación militar es posible que esté fondeado ahí el barco. Pero al minuto nos dimos cuenta de que no podía ser; no hay calado para que ese barco estuviera anclado allí. Llegamos a La Bajada, después de virar hacia atrás, como a las cuatro de la madrugada. A la vuelta, el barco no estaba. Y pensándolo bien, no podía estar. Qué vimos. Ah, yo no sé; vimos un barco. Negro. Pero, en realidad, ¿era un barco?
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1 comentario:
Por Dios, Luis! Leer el Granma es completamente idiotizante!!!!! Hasta cuando vamos a seguir con la teoria de que en Cuba todo esta "bien" y el resto del mundo esta jodido??????? Cuando se va decir de una y por todas que los balseros cubanos tienen tanta necesidad o MAAAAAAAS que los mexicanos qe se arriesgan por el desierto? Cuando se va a decir que los medicos mexicanos no arriesgan sus vidas en el desierto mientras los cubanos pierden la suya a "manos" de los tiburones? De que realidad hablamos cuando pretendemos defender a los muertos ajenos mientras los propios son vilipendados como parias?
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