Por Luis Sexto
Diatriba contra los lugares comunes
El propósito es inmejorable. Al caballero, en otra época, se le valoraba por la fidelidad a sus compromisos. Palabra o promesa de caballero equivalía a seguridad, a estricto apego, aunque la vida arriesgara en el lance. Y quizás ante tanta rigidez, tanta estoica seriedad, la palabra se entregaba sólo en circunstancias agudas. El verbo se engarfiaba en la lengua antes de exponerse al ridículo o al descrédito.
Hoy, al parecer, la ausencia de caballos en las calles y caminos condiciona la escasez de caballeros. Porque, como hizo observar Lope de Vega, caballero es el nombre que le cedió el caballo al hombre. Chiste a un lado, hay que admitir que en la actualidad se promete con la misma prontitud con que se incumple. Y sea esto entendido sin suponer agravio para cuantos son “esclavos de su palabra”. Que los hay. Esos mismos que con frecuencia afirman: el asunto es cumplir.
Lo dicen porque les interesa cumplir y les inquieta no hacerlo. Sobre todo cuando el cumplimiento o el compromiso se relaciona con el trabajo, los planes de producción, los proyectos de servicio; cuando participa en la lid el prestigio de la empresa o de los trabajadores, y el salario se aboca a la reducción...
Cumplir, en efecto, es eso: mérito y crédito. Y más: deber, ligazón. Nadie, en términos sociales, puede trabajar para incumplir, ni producir para incumplir; como, en el espacio personal, nadie puede prometer para olvidar enseguida lo prometido.
Pero, en cualquier ámbito y lenguaje, el asunto no es cumplir por... cumplir. Por evitar el estigma o el déficit. Por agradar o merecer el aplauso. O el banderín. Así el compromiso es trámite, formalidad. De modo que, de formales, conducta imprescindible, pasamos a obrar como formalistas, que es norma de truco e incompetencia. Por el tragante del formalismo huye la eficiencia. Qué concepto. Debía ser la opinión decisiva sobre una persona. Y que a ella se subordinaran los demás criterios.
Estamos evocando verdades resabidas. Mas no por manoseadas sobra recordarlas. Porque las incongruencias se enredan en los zapatos. Por momentos hay quien se queja, como aquel profesor, de que le exijan invertir la mayor parte de la jornada en asuntos ajenos a la cátedra. O institutos politécnicos reportan mantener su matrícula al ciento por ciento cuando hay alumnos que nunca, nunca, sí, han oído una clase. Y ciertas producciones, a veces millonarias --razón incluso de júbilo empresarial-- nunca se realizaron como mercancías; nadie se decidió a comprarlas, por lo escuetas en calidad y utilidad. Y fábricas que se comprometen aún a cifras tan inalcanzables, que ni manteniendo la maquinaria encendida 24 horas cada día, todo el año, podrían producirlas.
Todo ello se tapa con la sábana de los planes irrealistas y de los cumplimientos estadísticos. Y como existen amores que matan, hay cumplimientos que desarbolan. Sólo lo justo, lo sensato. Ni menos. Ni más. Cualquier desfase entre la voluntad y la posibilidad genera ventoleras. A organizarnos convoca el país. Atentos, pues. El tiempo... pasa.
martes, 23 de febrero de 2010
martes, 16 de febrero de 2010
CARA A CARA
Por Luis Sexto
Tomado del libro inédito Memorias de un periodista en apuros
En 1975 fui a México con el propósito de entrevistar a Mario Vázquez Raña, presidente del Comité Olímpico Mexicano. Debía hacerlo hablar sobre la organización de los inminentes juegos panamericanos de ese año. México sobrenadaba en mis deseos como una referencia infantil que se había delineado en la sentimentalidad de la música ranchera y en su cine romántico, pleno de amores imposibles y de ojos entornados… Quizás la primera conmoción artística, la más fuerte y concreta la experimenté cuando entré en la plaza del Zócalo. El impacto me estremeció, tanto que me sentí reducido en mi pequeñez. Trece años más tarde experimentaré una emoción parecida cuando, en el Ermitage de Leningrado, me detuve ante un cuadro de Fra Angélico. Sentí, como aquella vez en México, lo que traduje como un “terremoto del alma”.
Poco tiempo hubo para pasear, mirar la enorme ciudad imaginada y deseada por influencia cultural y en la que incluso -como creo haber dicho en otro momento- mis letras incipientes habían debutado, gracias a la generosidad de don Alfonso Junco, en la revista Ábside cuando discurría 1968. Lo sabemos o intuimos: el periodista no viaja por placer. Y luego de mi llegada y de entregar el cuestionario en el despacho de Vázquez Raña, estuve durante una semana haciendo antesala en sus oficinas del Centro Deportivo Olímpico Mexicano, conocido por su sigla de CDOM. Pocas horas antes de mi regreso, me recibió. Y no retorné vencido a la redacción del Deporte, derecho del pueblo, revista un tanto lujosa que me había señalado la misión.
No fue el único episodio en que la paciencia se alineó, como recurso invencible, junto con el periodista. Recuerdo cuando viajé a Las Tunas para entrevistar al Comandante Faure Chomón. No lo cuento para quejarme. Mantengo excelentes relaciones con Chomón, aunque nos veamos escasamente. Lo respeto y aprendí desde niño a admirarlo por su historia insurrecta, revolucionaria. Además, organizamos y escribimos juntamente en 1988 el reportaje del aniversario 20 del pacto de El Pedrero, en el Escambray. Aquella vez en las Tunas, pedí la entrevista en la sede del Partido provincial, y pasé tres días aguardando: el Comandante estaba sumamente ocupado, lo cual yo comprendía. A las seis de la tarde, tres horas antes de que despegara el avión de mi vuelta a Trabajadores, Chomón me recibió. Hecha la entrevista, me condujo en su automóvil hasta la escalerilla de la nave. A tiempo...
Admito que no soy un buen entrevistador. Pero soy persistente; no me rindo a la primera resistencia del personaje, aunque como he recordado Kid Chocolate me tumbó sobre la lona. Aún experimento cierta flojera, alguna desazón, a pesar de que he pasado la mitad de mi vida tratando de provocar lo más agudo en hombres o mujeres. Pero nunca me sentí tan desamparado que cuando me ordenaron hacer mi primera entrevista. En mí influía, además, la timidez, espantadiza reacción que hasta los 20 años me obligó a hablar en verso, porque la tartamudez me trababa la sintaxis regular, y para zafarla de aquel sofocón debía invertir el orden de la frase. Si iba a decir: cuando yo era pequeño, tenía que pronunciarlo como en un verso octosílabo, más o menos: cuando pequeño era yo.
La práctica fue lubricándome la lengua. Y con el tiempo pude acometer encomiendas que sometían a riesgo mi honor profesional. Quiero emplear una imagen exhausta, pero certera. El periodista es un soldado especial: nunca debe regresar fracasado. En una ocasión –hallándome en Puerto Rico- entre mis tareas destacaba entrevistar Al entrenador del equipo norteamericano de baloncesto. El hombre, evasivo, inconquistable, estaba decidido a obtener una prueba de mi incompetencia. Alguien me avisó:
-Está en la playa, solo.
Dejé el vestíbulo del Caribe Hilton, y me convertí en una visión escandalosa entre centenares de personas casi desnudas. La arena se ingería en mis zapatos, y la brisa me ensanchaba los pantalones. El norteamericano nadaba cerca. Me acuclillé a orillas del agua.
Yo no sabía hablar inglés... Si el personaje hubiera sido Dante quizás no me habría introducido en el infierno, porque nos hubiéramos entendido. El creador del idioma italiano me habría otorgado el mínimo de 60 puntos que me gané en la Abraham Lincoln al examinar finalmente esa lengua que es, para mí, la de la pasión: en giros italianos el insulto suena como en un aluvión, y el amor vibra más enfático.
Noté el desconcierto de mister Davis. Él, con el agua a media pierna; yo, con la libreta abierta para... resumir una entrevista muda. Obré prestamente. Pasó un bañista.
-Por favor, tradúzcame...
Y acerté. En Puerto Rico el castellano es un habla colonialmente subordinada. En los baños se lee Gentlemen, Ladies, y abajo, como alternativa secundaria, Caballeros, Damas.
Mi primera entrevista fue, sin embargo, un chasco. Poco antes había ingresado como aprendiz en una redacción. Debía interrogar al jefe de una delegación deportiva panameña. Después de una década de separación –obvio, por conocida, la historia-, Panamá empezaba a reencontrarse con Cuba. Era una nimia entrevista informativa.
Lo busqué en el hotel: no estaba; tampoco en un restaurante turístico de La Habana Vieja. En el palacio ecléctico que en el Paseo del Prado accedía entonces a servir como centro de entrenamiento de esgrima, me informaron:
-Es aquel.
Saludé. Y olvidando detalles esenciales, desenvolví apresuradamente mi cuestionario. Al marcharme, ya menos tenso por lo sencillo que había resultado el trance, le pregunté a modo de confirmación:
-¿Usted es Cristóbal Díaz?
-No; yo soy Celestino Ordóñez.
Poco tiempo hubo para pasear, mirar la enorme ciudad imaginada y deseada por influencia cultural y en la que incluso -como creo haber dicho en otro momento- mis letras incipientes habían debutado, gracias a la generosidad de don Alfonso Junco, en la revista Ábside cuando discurría 1968. Lo sabemos o intuimos: el periodista no viaja por placer. Y luego de mi llegada y de entregar el cuestionario en el despacho de Vázquez Raña, estuve durante una semana haciendo antesala en sus oficinas del Centro Deportivo Olímpico Mexicano, conocido por su sigla de CDOM. Pocas horas antes de mi regreso, me recibió. Y no retorné vencido a la redacción del Deporte, derecho del pueblo, revista un tanto lujosa que me había señalado la misión.
No fue el único episodio en que la paciencia se alineó, como recurso invencible, junto con el periodista. Recuerdo cuando viajé a Las Tunas para entrevistar al Comandante Faure Chomón. No lo cuento para quejarme. Mantengo excelentes relaciones con Chomón, aunque nos veamos escasamente. Lo respeto y aprendí desde niño a admirarlo por su historia insurrecta, revolucionaria. Además, organizamos y escribimos juntamente en 1988 el reportaje del aniversario 20 del pacto de El Pedrero, en el Escambray. Aquella vez en las Tunas, pedí la entrevista en la sede del Partido provincial, y pasé tres días aguardando: el Comandante estaba sumamente ocupado, lo cual yo comprendía. A las seis de la tarde, tres horas antes de que despegara el avión de mi vuelta a Trabajadores, Chomón me recibió. Hecha la entrevista, me condujo en su automóvil hasta la escalerilla de la nave. A tiempo...
Admito que no soy un buen entrevistador. Pero soy persistente; no me rindo a la primera resistencia del personaje, aunque como he recordado Kid Chocolate me tumbó sobre la lona. Aún experimento cierta flojera, alguna desazón, a pesar de que he pasado la mitad de mi vida tratando de provocar lo más agudo en hombres o mujeres. Pero nunca me sentí tan desamparado que cuando me ordenaron hacer mi primera entrevista. En mí influía, además, la timidez, espantadiza reacción que hasta los 20 años me obligó a hablar en verso, porque la tartamudez me trababa la sintaxis regular, y para zafarla de aquel sofocón debía invertir el orden de la frase. Si iba a decir: cuando yo era pequeño, tenía que pronunciarlo como en un verso octosílabo, más o menos: cuando pequeño era yo.
La práctica fue lubricándome la lengua. Y con el tiempo pude acometer encomiendas que sometían a riesgo mi honor profesional. Quiero emplear una imagen exhausta, pero certera. El periodista es un soldado especial: nunca debe regresar fracasado. En una ocasión –hallándome en Puerto Rico- entre mis tareas destacaba entrevistar Al entrenador del equipo norteamericano de baloncesto. El hombre, evasivo, inconquistable, estaba decidido a obtener una prueba de mi incompetencia. Alguien me avisó:
-Está en la playa, solo.
Dejé el vestíbulo del Caribe Hilton, y me convertí en una visión escandalosa entre centenares de personas casi desnudas. La arena se ingería en mis zapatos, y la brisa me ensanchaba los pantalones. El norteamericano nadaba cerca. Me acuclillé a orillas del agua.
Yo no sabía hablar inglés... Si el personaje hubiera sido Dante quizás no me habría introducido en el infierno, porque nos hubiéramos entendido. El creador del idioma italiano me habría otorgado el mínimo de 60 puntos que me gané en la Abraham Lincoln al examinar finalmente esa lengua que es, para mí, la de la pasión: en giros italianos el insulto suena como en un aluvión, y el amor vibra más enfático.
Noté el desconcierto de mister Davis. Él, con el agua a media pierna; yo, con la libreta abierta para... resumir una entrevista muda. Obré prestamente. Pasó un bañista.
-Por favor, tradúzcame...
Y acerté. En Puerto Rico el castellano es un habla colonialmente subordinada. En los baños se lee Gentlemen, Ladies, y abajo, como alternativa secundaria, Caballeros, Damas.
Mi primera entrevista fue, sin embargo, un chasco. Poco antes había ingresado como aprendiz en una redacción. Debía interrogar al jefe de una delegación deportiva panameña. Después de una década de separación –obvio, por conocida, la historia-, Panamá empezaba a reencontrarse con Cuba. Era una nimia entrevista informativa.
Lo busqué en el hotel: no estaba; tampoco en un restaurante turístico de La Habana Vieja. En el palacio ecléctico que en el Paseo del Prado accedía entonces a servir como centro de entrenamiento de esgrima, me informaron:
-Es aquel.
Saludé. Y olvidando detalles esenciales, desenvolví apresuradamente mi cuestionario. Al marcharme, ya menos tenso por lo sencillo que había resultado el trance, le pregunté a modo de confirmación:
-¿Usted es Cristóbal Díaz?
-No; yo soy Celestino Ordóñez.
lunes, 8 de febrero de 2010
LA PACIENCIA DEL PAPEL
Por Luis Sexto
Recuerdo haber comprado el Diario de Ana Frank hacia 1964 o 65, cuando los precios de La moderna poesía, en Obispo y Bernaza, pesaban menos. Entonces, como hoy, el mundo la exaltaba por su Diario, publicado en 1947 con 1 500 copias y cuya cuenta actual atesora 60 traducciones y 30 millones de ejemplares vendidos.
El sueño de la muchacha -que confesó que su mayor ciencia consistía en conocerse a sí misma- era ser periodista, escritora, novelista, mujer célebre. Y lo cumplió sin vivir más de 16 años y solo con 324 cuartillas, escondidas antes de que la GESTAPO revolviera la casa clandestina de su familia alemana y judía, en Ámsterdam. Solo un libro y una multitudinaria fama que ha solidificado el nombre de la autora –según una selección de la revista Times- entre las cien personas más influyentes del siglo XX.
Cualquier escritor se desanimaría al compararse con Ana, juzgando abultado el propio currículo editorial y sabiéndose casi desconocido, u olvidado. Pero ciertos únicos libros dependen de autores únicos o de circunstancias únicas, o de ambos a la vez. Porque si Ana Frank no hubiera muerto de tifus en el campo de concentración de Bergen Belsen dos meses antes del aguillotinamiento del nazismo, no sabríamos de su Diario: ella misma aseguró que nunca lo mostraría a nadie, salvo al amigo o la amiga que no tenía. O si lo leyéramos con la autora viva y madura, nos parecería quizás el anticipo adolescente de un estilo.
Leí el Diario de Ana Frank en la sexta edición de la editorial argentina Hemisferio. Posiblemente en aquellos tiempos de los 60, mi edad, próxima a la de la autora adolescente, estorbó que la asumiera dotada precozmente de los escalones de la ascensión. Tuvo que hacérmelo ver el prólogo del francés Daniel Rops, durante el momento en que el prólogo, para mí, se trastoca en epílogo. Porque los leo como si fueran la poslectura, las últimas palabras del libro. Acudo a su presentación después de haber formado mi criterio sobre la obra. Leer es un descubrimiento, a más de un deslumbramiento. Y descubrir, una vivencia original, exclusiva, personal, de esfuerzo propio. Al final, el dedo del especialista podrá rectificarnos. Completarnos. Darnos la razón. O aventar la neblina.
Y la crónica de Rops aún me zumba en los oídos. El traductor trasladó el ritmo enfático, incisivo, de siete leguas, del prologuista. Y yo me rendí ante aquella furia que grababa a dentelladas en mi memoria la personalidad de Ana Frank. “Acabo de doblar la última página de este libro, y no puedo contener mi emoción. ¿A qué habría llegado la maravillosa niña que, sin saberlo, ha escrito esta especie de obra maestra?” Releo a Rops. Y he vuelto a releer a Ana. Me he dejado conducir por el tono conversacional de su Diario, mudo interlocutor al que ella nombró Kitty, la amiga o el amigo del que Ana Frank carecía aquel 12 de junio de 1942 cuando su familia le regaló, por su cumpleaños 13, una libreta para que anotara sus pensamientos y sentimientos infantiles. Luego, al tener que esconderse en una apartamento simulado –el anexo en español, o la casa de atrás en alemán- derivó hacia un testimonio que ha sido y será el balido de la oveja en la conciencia del lobo. Insufrible reproche.
Otto Frank, el único sobreviviente de la familia, fue el primero en comprender que el diario de su hija no era el acta de caprichitos, enamoramientos furtivos y fugaces, quejas sobre papá o mamá que él podía suponer según el manual desactualizado de la educación filial. Los padres solemos conocer fuera de hora a nuestros hijos. Y los lectores admitimos también tardíamente la influencia de un libro en nuestra vida. Porque uno o dos años después, empecé a escribir un diario. Quizás Ana Frank me había trasvasado la necesidad de hablar con el papel, de mirarme en las letras más recónditas y sin aspiraciones de gloria para aprender a conocerme. Porque, como ella se dijo citando un refrán, “el papel es más paciente que los hombres”.
Y ciertos hombres menos humanos que un libro.
Recuerdo haber comprado el Diario de Ana Frank hacia 1964 o 65, cuando los precios de La moderna poesía, en Obispo y Bernaza, pesaban menos. Entonces, como hoy, el mundo la exaltaba por su Diario, publicado en 1947 con 1 500 copias y cuya cuenta actual atesora 60 traducciones y 30 millones de ejemplares vendidos.
El sueño de la muchacha -que confesó que su mayor ciencia consistía en conocerse a sí misma- era ser periodista, escritora, novelista, mujer célebre. Y lo cumplió sin vivir más de 16 años y solo con 324 cuartillas, escondidas antes de que la GESTAPO revolviera la casa clandestina de su familia alemana y judía, en Ámsterdam. Solo un libro y una multitudinaria fama que ha solidificado el nombre de la autora –según una selección de la revista Times- entre las cien personas más influyentes del siglo XX.
Cualquier escritor se desanimaría al compararse con Ana, juzgando abultado el propio currículo editorial y sabiéndose casi desconocido, u olvidado. Pero ciertos únicos libros dependen de autores únicos o de circunstancias únicas, o de ambos a la vez. Porque si Ana Frank no hubiera muerto de tifus en el campo de concentración de Bergen Belsen dos meses antes del aguillotinamiento del nazismo, no sabríamos de su Diario: ella misma aseguró que nunca lo mostraría a nadie, salvo al amigo o la amiga que no tenía. O si lo leyéramos con la autora viva y madura, nos parecería quizás el anticipo adolescente de un estilo.
Leí el Diario de Ana Frank en la sexta edición de la editorial argentina Hemisferio. Posiblemente en aquellos tiempos de los 60, mi edad, próxima a la de la autora adolescente, estorbó que la asumiera dotada precozmente de los escalones de la ascensión. Tuvo que hacérmelo ver el prólogo del francés Daniel Rops, durante el momento en que el prólogo, para mí, se trastoca en epílogo. Porque los leo como si fueran la poslectura, las últimas palabras del libro. Acudo a su presentación después de haber formado mi criterio sobre la obra. Leer es un descubrimiento, a más de un deslumbramiento. Y descubrir, una vivencia original, exclusiva, personal, de esfuerzo propio. Al final, el dedo del especialista podrá rectificarnos. Completarnos. Darnos la razón. O aventar la neblina.
Y la crónica de Rops aún me zumba en los oídos. El traductor trasladó el ritmo enfático, incisivo, de siete leguas, del prologuista. Y yo me rendí ante aquella furia que grababa a dentelladas en mi memoria la personalidad de Ana Frank. “Acabo de doblar la última página de este libro, y no puedo contener mi emoción. ¿A qué habría llegado la maravillosa niña que, sin saberlo, ha escrito esta especie de obra maestra?” Releo a Rops. Y he vuelto a releer a Ana. Me he dejado conducir por el tono conversacional de su Diario, mudo interlocutor al que ella nombró Kitty, la amiga o el amigo del que Ana Frank carecía aquel 12 de junio de 1942 cuando su familia le regaló, por su cumpleaños 13, una libreta para que anotara sus pensamientos y sentimientos infantiles. Luego, al tener que esconderse en una apartamento simulado –el anexo en español, o la casa de atrás en alemán- derivó hacia un testimonio que ha sido y será el balido de la oveja en la conciencia del lobo. Insufrible reproche.
Otto Frank, el único sobreviviente de la familia, fue el primero en comprender que el diario de su hija no era el acta de caprichitos, enamoramientos furtivos y fugaces, quejas sobre papá o mamá que él podía suponer según el manual desactualizado de la educación filial. Los padres solemos conocer fuera de hora a nuestros hijos. Y los lectores admitimos también tardíamente la influencia de un libro en nuestra vida. Porque uno o dos años después, empecé a escribir un diario. Quizás Ana Frank me había trasvasado la necesidad de hablar con el papel, de mirarme en las letras más recónditas y sin aspiraciones de gloria para aprender a conocerme. Porque, como ella se dijo citando un refrán, “el papel es más paciente que los hombres”.
Y ciertos hombres menos humanos que un libro.
viernes, 5 de febrero de 2010
DÓNDE ESTÁ PAPÁ
Por Luis Sexto
“No volveré a matar a mi padre”... Ese es el título de una novela del argentino Pablo Lerman que invita, con los espasmos de una aparente truculencia, a leer el mediano volumen. Luego de diez páginas, preferí quedarme sin saber porqué el autor, o alguno de sus personajes, prometió no matar otra vez a su padre. La figura paterna me es demasiado honda, tierna, amable para soportar que la dañen, así sea en un libro de ficción.
En estos días, sin embargo, leí un texto que me sirvió de antídoto contra los temblores generados por aquel otro libro. Fue como un enjuague del alma, un lavado cardiaco, en una edición digitalizada, familiar, cosida con los correos electrónicos -igual hubiera sido con mensajes postales- cruzados entre un padre y su hija durante la misión médica que ella cumplió en África. Los fines esquivan las vanidades literarias, las presunciones profesionales, los méritos políticos. Y se concentran en conservar esas páginas en la intimidad doméstica para que la nietecita, que viajó a África siendo una bebé, conozca de joven o adulta ese capítulo familiar mediante las computadoras aun calientes por la corriente de amor y añoranza.
Entre las recomendaciones del padre, una, como un programa de vida, apunté en mis notas: “El olvido no es un buen compañero de viaje.”
Con una sonrisa elemental, el padre me prohibió decir su nombre.
Puedo decir, no obstante, que después de haber leído ese diálogo entre su hija y él, mi afecto, afincado en la bondad, la franqueza y la eticidad de mi amigo, ha pasado a una nueva etapa: la devoción. Porque, a mi parecer, el círculo de calidad espiritual de un varón se fija en su modo de asumir la paternidad. No existe ninguna otra condición que defina, identifique, recomiende tanto como el ejercicio paterno. Es la militancia primordial. Cualquier juicio se confirma o se desvanece ante el proceder y la ternura del padre. No creo que nadie completamente bueno se desentienda de sus hijos, ni nadie malo por los cuatro vientos haga un reloj de sus imperativos filiales. En circunstancias opuestas, habría que reanalizar la virtud de uno y la maldad del otro.
Admito que alguna vez alguien haya deseado matar a su padre. Como en esa novela que no acabé de leer. Por alguna razón el parricidio es una figura en todos los códigos penales. La literatura y el teatro en occidente lo han iluminado como foco de tragedia, a partir de Edipo. Y uno comprende el ánimo zaherido de quien odia a su padre. Porque qué soledad la del niño que crece ansiando jinetear las rodillas de papá como jaca confiable en el más fantasioso galope. Esa ausencia o esa indiferencia se incrustan en la memoria como carencias vitamínicas. O la más irredimible nostalgia.
“No volveré a matar a mi padre”... Ese es el título de una novela del argentino Pablo Lerman que invita, con los espasmos de una aparente truculencia, a leer el mediano volumen. Luego de diez páginas, preferí quedarme sin saber porqué el autor, o alguno de sus personajes, prometió no matar otra vez a su padre. La figura paterna me es demasiado honda, tierna, amable para soportar que la dañen, así sea en un libro de ficción.
En estos días, sin embargo, leí un texto que me sirvió de antídoto contra los temblores generados por aquel otro libro. Fue como un enjuague del alma, un lavado cardiaco, en una edición digitalizada, familiar, cosida con los correos electrónicos -igual hubiera sido con mensajes postales- cruzados entre un padre y su hija durante la misión médica que ella cumplió en África. Los fines esquivan las vanidades literarias, las presunciones profesionales, los méritos políticos. Y se concentran en conservar esas páginas en la intimidad doméstica para que la nietecita, que viajó a África siendo una bebé, conozca de joven o adulta ese capítulo familiar mediante las computadoras aun calientes por la corriente de amor y añoranza.
Entre las recomendaciones del padre, una, como un programa de vida, apunté en mis notas: “El olvido no es un buen compañero de viaje.”
Con una sonrisa elemental, el padre me prohibió decir su nombre.
Puedo decir, no obstante, que después de haber leído ese diálogo entre su hija y él, mi afecto, afincado en la bondad, la franqueza y la eticidad de mi amigo, ha pasado a una nueva etapa: la devoción. Porque, a mi parecer, el círculo de calidad espiritual de un varón se fija en su modo de asumir la paternidad. No existe ninguna otra condición que defina, identifique, recomiende tanto como el ejercicio paterno. Es la militancia primordial. Cualquier juicio se confirma o se desvanece ante el proceder y la ternura del padre. No creo que nadie completamente bueno se desentienda de sus hijos, ni nadie malo por los cuatro vientos haga un reloj de sus imperativos filiales. En circunstancias opuestas, habría que reanalizar la virtud de uno y la maldad del otro.
Admito que alguna vez alguien haya deseado matar a su padre. Como en esa novela que no acabé de leer. Por alguna razón el parricidio es una figura en todos los códigos penales. La literatura y el teatro en occidente lo han iluminado como foco de tragedia, a partir de Edipo. Y uno comprende el ánimo zaherido de quien odia a su padre. Porque qué soledad la del niño que crece ansiando jinetear las rodillas de papá como jaca confiable en el más fantasioso galope. Esa ausencia o esa indiferencia se incrustan en la memoria como carencias vitamínicas. O la más irredimible nostalgia.
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