jueves, 15 de julio de 2010

LOS HÉROES PUEDEN MORIR DOS VECES


Por Luis Sexto
La Historia no es una secesión de hechos sucedidos sucesivamente, como aseguraba cierta ingenua definición que aprendí en mi lejana infancia -¿podemos verdaderamente creer lejana nuestra niñez?-, cuando transitaba por la primaria. No quisiera ahora redefinir la historia. No hallaría la fórmula exacta. A mí, como decía Juan Ramón Jiménez refiriéndose a la poesía, más me gusta sentir la Historia que definirla. Y sentirla, a mi entender, equivale a voltear la vista, observar la teoría de años y siglos que nos anteceden y reconocernos en la masa de hechos y dichos que parten de nuestras espaldas hacia el pasado, y obrar por que el futuro sea fiel a las corrientes matrices de nuestra personalidad como pueblo.
Lo aprendí tardíamente. De adulto. Crecí sin que nadie me dijera que en la porción sur de mi pueblo, bajo unos mangos, amarraba su hamaca o su caballo el Mayor General Francisco Carrillo. No había entonces historia local. Ni geografía de patio. Qué emoción cuando, muchos años después de marcharme, supe que aquel río donde me bañaba se nombraba Caunao, cuyo nombre yo estudié en los textos escolares.
También me sentí, que es lo esencial, más apegado a mi pueblo cuando conocí en amarillentas lecturas sus vínculos con el mambí de las tres guerras, oriundo de Remedios. Si toda esa crónica local, si todos esos valores se me hubieran impartido allí, en mi pueblo, mi conciencia cubana habría sido más raigal, más palpable. Porque qué lejanos me parecían Demajagua, Baraguá, Baire, Las Guásimas, Jimaguayú, la calle Paula, el Castillo de la Punta, privilegios de orientales, camagüeyanos y habaneros que nacían o morían en sitios con tanto eco glorioso.
Mi pueblo, sin embargo, poseía también su privilegio histórico. Había entregado su aporte a la nación. Pequeño, pero propio. Ahora ya no me avergüenza que mi villorrio natal apenas se aprecie en el mapa junto a Remedios. Mi mapa histórico es, en mi conciencia, más profundo. Parte de aquella aldea de tres o cuatro calles y casas de madera y tejas, cuyo origen radica en unos mangos insurrectos y se agranda con la presencia de Camilo Cienfuegos y una conferencia azucarera en 1958.
¿Es mucho decir que la identidad nacional brota, se apuntala, se consolida en la historia local? La gente ha de saber que en el sitio por el cual entró en la vida y donde asimiló los amores y valores primeros y decisivos, o donde reside, vivieron antes otros seres que añadieron pensamiento y acción fundacionales a viviendas y paisajes. El pasado del lar municipal no está vacío. Uno habita en el vacío que antes colmó otro. Soy, en cierto sentido, por aquel que es mi vecino y antecesor en la tradición. Mi semilla.
El ombligo de la historia y la cultura no exhibe su oquedad en el abdomen del último, sino en el del primero. El cordón avanza hacia atrás. Y a él debo el perfil iniciático. Aunque a veces lo olvide culposamente.
Hace mucho escribí un artículo argumentando la idea de que los héroes de la patria pueden morir dos veces. La primera, como sabemos, el día en que saltan sobre el tiempo y se mudan a la Historia. La segunda vez, cuando… nosotros los matamos. ¿Y hay acaso pueblos asesinos de sus héroes?
Escribo figuradamente. Pueblo que maltrata su historia se desintegra, porque demuele los bloques sobre los cuales halla solidez, figura y tamaño. Pero morir o dar muerte no son conceptos unívocos. ¿No decimos acaso: estoy muerto en vida? Y cuando la tropología popular inventó esa metáfora sabía la relatividad del no ser, que es la muerte. Y uno puede no ser siendo, si vive deprimido, descreído, sin acicates que diversifiquen y coloreen los impulsos interiores.
Los héroes, pues –y me refiero a los personajes decisivos de la Historia-, pueden morir otra vez sin que haya que repetir el acto físico de extirparles la vida. Los matamos cuando los alejamos de los vivos, cuando los representamos descalzados de sus botas humanas, descontaminados de imperfecciones. Hace años hablaba de estas ideas con Humberto Ballesteros, en aquel instante joven historiador de Jagüey Grande, y hoy convertido en un recuerdo que ahora reavivo, porque aún me agobia la inconformidad con su prematura muerte, hace ya también más de una década. Su recuerdo es quizás la ración de añoranza que introduzco en estas líneas tan raras. Ballesteros no siempre estaba de acuerdo con cuanto yo escribía en Bohemia, pero en esa charla –un día cuando me le aparecí en Jagüey para colectar datos sobre el naufragio del Valvanera, que yo supe que él poseía- coincidimos sin polemizar. Coincidimos en que los héroes, para que sean de verdad propuestas morales, han de dibujarse en toda su dimensión de hombres capaces de errar, pero capaces igualmente de erguirse sobre el error y responder en hora a las exigencias de su momento.
Y Ballesteros ejemplificaba el concepto contándome una experiencia entonces muy reciente. Hablaba de Antonio Maceo a alumnos de una secundaria básica del Plan Citrícola de Jagüey Grande. Y fue silueteando el perfil maceico… Expuso en verdad: colérico, ético, a veces injusto, valiente. Lo bojeó en la integridad de un hombre a quien nada humano podía hacerle ajeno, como definió desde la antigüedad latina la resobada sentencia de Terencio. Y al finalizar, el profesor preguntó: ¿No sería más fácil ahora intentar ser como Maceo?
-Sí, profesor; ahora es un hombre.
Y del brazo de un hombre que respiró el aire que más tarde respiré, de mi General Carrillo ando por las avenidas de la historia de mi país.

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