jueves, 31 de enero de 2008
EL COLOR DEL CRISTAL
A veces me sorprende la duda, aunque no me asusto. Los latinos –también algún filósofo escolático- repetían una máxima que confirmaban el papel constructivo de la duda: “In dubium, veritas”. Esto es, en la duda está la verdad. Por tanto me escudo tras el latinazo para no levantar ninguna suspicacia.
Dudo, pues, de que todos estemos convencidos de que no solo con apelaciones políticas y éticas podamos superar las circunstancias precarias en que se desarrolla nuestra sociedad. Dudo, incluso, de que todos estemos convencidos de que, en efecto, afrontamos una existencia material empobrecida, limitada y limitadora. La experiencia nos remite a otra antigua máxima, esta vez en español: De la feria hablamos según nos va en ella. O, mejor, todo es del color del cristal con que se mira. Y a colores suaves, refrescantes, optimistas les tengo pavor: pueden estar enmascarando una realidad que no admite ser soslayada o adulterada.
Pertenezco al conglomerado de los que creen en la ética, incluso en lo que hemos llamado trabajo político, que a veces evidentemente cuesta demasiado “trabajo”, porque uno le echa de menos o lo percibe ineficaz, pero, eso, por hoy, es otro asunto. Reconozco el papel de la ética, de su acción guiadora y modificadora de la conducta humana. Mas la ética no es código de general atribución. Influye en unos –esos que podrían componer “la vanguardia”- a contrapelo de las situaciones adversas. Pero para ejercer algún papel masivo hace falta una base, un seguro lecho material para que se pueda asumir la ética como una norma, salvo que se imponga por la violencia física o estructural.
Vengamos a la realidad: ¿Podríamos pedir a todos los trabajadores que sean eficientes, disciplinados, productivos a pesar de que objetivamente sus salarios poco se relacionan con el costo de la vida y con su destino general? Claro, podríamos convocar a la perfección sin estímulos. Ahora bien, habría que ver cuáles serían los resultados. ¿Estamos seguros que todos responderían afirmativamente? A lo mejor. Pero esa preclara verdad nunca discutida: el hombre piensa como vive, vuelve a plantarme el insecto de la duda en mi oído.
He visto en la TV reportajes que cuentan cómo en algún sitio se desbroza el marabú. ¿Y después qué? Eso no lo veo en la pantalla. Cuántos estamos dispuestos, sobre las mismas reglas de una agricultura centralizada, incluso burocratizada, lenta en sus iniciativas, mal pagada, a hacer producir nuestras tierras racionalmente, lo cual significa, para mí, dar de comer sin restricciones ni cuotas al pueblo y beneficiar a los agricultores con la justicia que trabajo tan fatigoso, constante y estratégico merece.
No intento desafiar la cordura. Tampoco se trata de auto engañarnos viendo brillo donde hay opacidad; éxito donde insuficiencia; risa donde mueca… Lo subjetivo tiene su papel, pero hoy por hoy la respuesta subjetiva demanda una readecuación de la realidad objetiva. ¿Hasta donde lo organizativo y lo estructural son aspectos de la subjetividad? Por supuesto, los hombres adoptan una u otra organización. Y luego esta, a mi entender de hombre práctico, empieza a ejercer una especie de dictadura objetiva.
Habrá, pues, que reordenar, sin miedo a los presuntos conflictos entre sueños y realidades. Los mejores sueños son los que se pueden conquistar. Los otros, los que entran en deuda con la vida, derivan en pesadillas. La pobreza no resulta un sueño grato. Ni el temor un buen compañero de las ideas y la acción. Joel James, ese santiaguero polémico, clarividente, revolucionario –cuya muerte reciente aún nos punza- escribió en un libro, El ser y la Historia, recién salido a las librerías: “El miedo paraliza las iniciativas”.
El empeño de mejorar nuestra vida tiene muchos aliados: la política y la ética, y también la acción y la duda razonable que, conducidas por la inteligencia y la audacia, actúan y transforman con certeza. (Publicado en Juventud Rebelde)
lunes, 28 de enero de 2008
EXTRANJERO EN CASA
He venido acostumbrándome a ser una víctima del litigio entre las apariencias y las esencias, en cuyos anales habré de entrar por obligaciones que me han impuesto mis semejantes. A veces me parezco al que no soy, y otras no soy el que parezco. Y desde niño –pelo como el sol, piel de tomate maduro y ojos de esperanza—, me apodaron el galleguito. En la adolescencia me otorgaron el pasaporte de americano, y de joven me incluyeron entre los rusos.
Esta última nacionalidad la conquisté en Artemisa cuando –ya lo he dicho- trabajaba de agrimensor en los centrales Eduardo García Lavandero y Abraham Lincoln. Entonces, aunque mi cabellera no había empezado aún a padecer su prematura sequía, la protegía del sol con una gorra que un tío materno, becario en la URSS, me regaló al regresar, y con la cual merecí, además de por la aparente fisonomía nórdica, el concepto de técnico extranjero ante los que me veían de lejos.
Pero otros estimaron que de alguna manera tendría yo que ser algo más que cubano, porque un apenas perceptible ceceo en la dicción hacía creer a ciertas damas y caballeros refinados que hablaban con un peninsular. Al final de la charla tenía que responder la consabida pregunta: ¿Es usted español? No; mi abuelo sí –añadía para no defraudarlos.
Y mientras esa faena de ser doble de mí mismo osciló en lo relativo al origen nacional, no había ninguna desventaja. Mi presencia imponía un parecer sin que yo tuviera que fingir o mentir. Pero más tarde, según evolucionaba en edad y reflejos, empecé a aparentar –sin pretenderlo, claro está- dignidades o profesiones. Una vez, tan atrás como los inicios de los 60, me presentaron a un señor que resultó ser obispo de la iglesia liberal católica, una confesión menos usual que otras. Hablamos de mil divinidades. Al despedirme, aquel hombre, que había observado con fijeza mi cabeza y que incluso trajo él mismo el café para poder observarla desde arriba mientras yo seguía sentado, me preguntó de sopetón: ¿Es usted cura Y sonriendo, le respondí: ¿Qué, echa de menos la tonsura?
Y ese tomarme por lo que no soy, ya implicaba sus riesgos, porque si lo hubiera creído sin consultarme, y mi ética o mi pergeño no hubiesen encajado en el modelo de hábito y conducta, el gremio habría resultado con daños y perjuicios. O los pacientes. Porque el instructor que me enseño a conducir equivocó la profesión que en ese tiempo me permitía emplear un automóvil. Tras los primeros días de práctica, y de haber sudado bajo un recital de insultos estimulantes, me pidió que le recetara algún medicamento para una dolencia en el lado derecho del abdomen. Vaya al médico –le recomendé. Pero doctor, usted no se habrá disgustado conmigo... Mire, ese es nuestro estilo de enseñar.
En fin, padezco de una especie de sino incurable, una fatalidad congénita. Crónica. Hace poco, un respetable ciudadano me pidió le regalara un ejemplar de Los que se fueron. Le cedí el mío. Abrió la primera página en blanco y me pidió que se lo dedicara, pues la firma del autor aseguraba la eternidad del volumen en su casa. Ah, perdone, yo no soy Luis Báez, aunque habría sido un periodista dichoso si hubiera escrito ese libro-dije alegrándome de que el lector no cocinara algo maligno contra el otro Luis.
La última ocurrencia refuerza la perdurabilidad de los enredos en mi vida. Ya he desechado la cuenta de los licenciados de la picardía que se ofrecen para guiarme por La Habana Vieja. Me ven como presa urgida de información turística. Y una tarde, con apetito de alguna emoción rara, autoricé que me sedujeran mediante un españolizado sí, hombre. Y aquel cicerone sin mangas me llevó por el Malecón. Sobre el muro recitó una frase copiada quizás de Lezama Lima o Alejo Carpentier. Las gotas de una de las recientes marejadas le encristalaban la piel; de lejos hubiese parecido que sudaba el centavo que proyectaba quitarme. Este muro -decía- es la quintaesencia de las ensoñaciones habaneras. Eso pasaba como justo y bueno. Pero todavía me pregunto qué tipo de español se habría figurado él que soy, porque frente a la farola del Morro me informó que en ese castillo había peleado contra los ingleses el General... Elpidio Valdés*. Párate ahí -le dije. Yo seré gallego, pero no bruto, ¿eh?
*Elpidio Valdés, personaje de los comics cubanos.
Esta última nacionalidad la conquisté en Artemisa cuando –ya lo he dicho- trabajaba de agrimensor en los centrales Eduardo García Lavandero y Abraham Lincoln. Entonces, aunque mi cabellera no había empezado aún a padecer su prematura sequía, la protegía del sol con una gorra que un tío materno, becario en la URSS, me regaló al regresar, y con la cual merecí, además de por la aparente fisonomía nórdica, el concepto de técnico extranjero ante los que me veían de lejos.
Pero otros estimaron que de alguna manera tendría yo que ser algo más que cubano, porque un apenas perceptible ceceo en la dicción hacía creer a ciertas damas y caballeros refinados que hablaban con un peninsular. Al final de la charla tenía que responder la consabida pregunta: ¿Es usted español? No; mi abuelo sí –añadía para no defraudarlos.
Y mientras esa faena de ser doble de mí mismo osciló en lo relativo al origen nacional, no había ninguna desventaja. Mi presencia imponía un parecer sin que yo tuviera que fingir o mentir. Pero más tarde, según evolucionaba en edad y reflejos, empecé a aparentar –sin pretenderlo, claro está- dignidades o profesiones. Una vez, tan atrás como los inicios de los 60, me presentaron a un señor que resultó ser obispo de la iglesia liberal católica, una confesión menos usual que otras. Hablamos de mil divinidades. Al despedirme, aquel hombre, que había observado con fijeza mi cabeza y que incluso trajo él mismo el café para poder observarla desde arriba mientras yo seguía sentado, me preguntó de sopetón: ¿Es usted cura Y sonriendo, le respondí: ¿Qué, echa de menos la tonsura?
Y ese tomarme por lo que no soy, ya implicaba sus riesgos, porque si lo hubiera creído sin consultarme, y mi ética o mi pergeño no hubiesen encajado en el modelo de hábito y conducta, el gremio habría resultado con daños y perjuicios. O los pacientes. Porque el instructor que me enseño a conducir equivocó la profesión que en ese tiempo me permitía emplear un automóvil. Tras los primeros días de práctica, y de haber sudado bajo un recital de insultos estimulantes, me pidió que le recetara algún medicamento para una dolencia en el lado derecho del abdomen. Vaya al médico –le recomendé. Pero doctor, usted no se habrá disgustado conmigo... Mire, ese es nuestro estilo de enseñar.
En fin, padezco de una especie de sino incurable, una fatalidad congénita. Crónica. Hace poco, un respetable ciudadano me pidió le regalara un ejemplar de Los que se fueron. Le cedí el mío. Abrió la primera página en blanco y me pidió que se lo dedicara, pues la firma del autor aseguraba la eternidad del volumen en su casa. Ah, perdone, yo no soy Luis Báez, aunque habría sido un periodista dichoso si hubiera escrito ese libro-dije alegrándome de que el lector no cocinara algo maligno contra el otro Luis.
La última ocurrencia refuerza la perdurabilidad de los enredos en mi vida. Ya he desechado la cuenta de los licenciados de la picardía que se ofrecen para guiarme por La Habana Vieja. Me ven como presa urgida de información turística. Y una tarde, con apetito de alguna emoción rara, autoricé que me sedujeran mediante un españolizado sí, hombre. Y aquel cicerone sin mangas me llevó por el Malecón. Sobre el muro recitó una frase copiada quizás de Lezama Lima o Alejo Carpentier. Las gotas de una de las recientes marejadas le encristalaban la piel; de lejos hubiese parecido que sudaba el centavo que proyectaba quitarme. Este muro -decía- es la quintaesencia de las ensoñaciones habaneras. Eso pasaba como justo y bueno. Pero todavía me pregunto qué tipo de español se habría figurado él que soy, porque frente a la farola del Morro me informó que en ese castillo había peleado contra los ingleses el General... Elpidio Valdés*. Párate ahí -le dije. Yo seré gallego, pero no bruto, ¿eh?
*Elpidio Valdés, personaje de los comics cubanos.
viernes, 25 de enero de 2008
MAGNA COSA
Nadie habla ya de la magnanimidad. La palabra ha sido confinada a los fondos del vocabulario habitual, como un bote naufragado en una charca de indiferencia. ¿Qué sabe usted de ella? También –me arriesgo a decir- pocos la ejercitan.
La magnanimidad no es solo virtud de poderosos. Una de sus raíces, el magnus latino, insinúa un eco propio de emperadores, conquistadores, señores feudales. El señor es magnánimo porque “solo él es grande”, y nadie más puede perdonar un crimen, condonar una deuda, conceder una gracia. Así dicen algunos.
Escribo de algo tan raro como la magnanimidad por una razón personal. Encomendé a cada uno de mis alumnos en la Facultad de Comunicación, que redactaran una nota de 40 líneas sobre esa virtud, y me impongo una tarea similar, para emular, o para –en actitud auto provocadora- realizar como aprendiz cuanto pido como profesor.
A mi parecer, la magnanimidad compone una manifestación del amor, de la solidaridad. Resulta, por norma, un sentimiento, un proceder individual que suele manifestarse en momentos extremos; ella misma resulta una decisión, un acto, extremo. Se relaciona con el perdón. Pero perdonar, más que un gesto magnánimo, es efecto de la generosidad. Todo esto, como apreciamos, se mezcla. Pero, si la generosidad dona, entrega, regala, lo que uno posee e incluso lo que no tiene, la magnanimidad trasciende la ofrenda de algo que damos sin que por ello dañemos el propio valor. ¿Soy claro? Veamos. Puedo quedarme desnudo, porque cedí mi ropa a quien la necesitaba más. Sin embargo, mi integridad, mi interior, permanece incólume. La magnanimidad –un compuesto de magna y ánima; alma grande, en español- suele ser, en cambio, un despojamiento, una cesión de lo más nuestro.
Es famosa la anécdota de Isaac Barrow. Era, en su tiempo, un matemático sobresaliente; quizás el más abarcador. Y un día presentó la renuncia de su cátedra en una universidad famosa. El rector le preguntó la causa, pensando que quería mayor sueldo. Y Barrow le respondió que renunciaba con una condición. ¿Cuál? Que mi alumno Isaac Newton me sustituya. He descubierto que sabe más matemática que yo.
Y nosotros qué. ¿Tendremos que ser grandes para ser magnánimos? Tampoco es virtud exclusiva de la aristocracia espiritual. Todos, cada día, nos ponemos en posición de administrar la magnanimidad. Por ejemplo, esa persona investida de autoridad que impone una multa indebidamente, porque el presunto infractor le demostró que estaba equivocado, y por lo cual no debe permitir que el principio de autoridad se resquebraje. O el profesor que reduce injustamente la nota para ajustar las cuentas con el desplante de un estudiante. O el que condiciona un favor a una dama, a cambio de otro favorcito. O el que recusa o aplaza la promoción, porque “este tipo” es superior a mí, y yo no sirvo de escalón a nadie...
Pequeñas cosas usuales, en cuya diminuta dimensión, si uno opta por el desprendimiento magnánimo, renuncia a lo peor de sí para resurgir dotado con el ímpetu de un ala.
lunes, 21 de enero de 2008
EL FARO DE CARAPACHIBEY
A Rolando Téllez le faltaba visitar el faro de Carapachibey, en la Isla de la Juventud. Ya había estado en el Roncali, del Cabo de San Antonio, y en el de la Punta de Maisí. Los había prefijado como lugares, tierras sagradas, donde al llegar quemaría su culto a la geografía de la patria. Lo conocí cuando ya, como cubano devoto, había peregrinado a sus mecas. En cada sitio su imaginación, viajera hipotética, se había avergonzado. Nunca pudo columbrar con acierto, desde la distancia del deseo, la verdadera faz de sus dioses. Carapachibey, para este trabajador del Telecentro provincial de Las Tunas, era el recóndito espacio de tres casuchas y un faro cilíndrico y pequeño como un habano. Ahora lo encuentro aquí; le pregunto cómo fue el tope entre lo imaginario y lo real. "Como si entrara en un centro de experimentación: instalaciones futuristas, raras, entre las cuales el faro semeja un cohete dispuesto a ir a la Luna. El farito de Las Tunas le cabe en la barriga.".
Rolando Téllez, de 31 años, es una mención casual en este reportaje. Coincidimos porque ambos habíamos soñado el mismo proyecto, la misma forma de imbricarnos con nuestro país: conocerlo. En mi condición de periodista, al conocerlo yo, lo conocerán otros mediante mi palabra. Porque la palabra -acota Téllez, publicitario de oficio- hace ver, oír y, sobre todo, imaginar. Pude, al igual que Téllez, imaginar a Carapachibey como cualquier torre que en las costas de Cuba orientan la navegación en el mar Caribe. Erré también. Es distinta. Singular. En lo cual no fallé durante mis horas de previsión fue en la atmósfera: una soledad perfectamente definida por el mar y su sonido al desfallecer ahora o revolcarse luego sobre los arrecifes del litoral, y por las voces de los pájaros y el silbido del aire al transitar entre los pinares. Verdor variopinto abajo. Y azul arriba. Y azul también abajo. En el ocaso, el sol se enrojece y se pone a mano como una lámpara benigna. Una estampa única, a cuya luz el hombre solo puede hablar consigo mismo. Esta última visión se ve plenamente desde la altura. El faro, cilíndrico y delgado, asciende 60 metros. El mayor de América Latina, de acuerdo con el dato de Julio Suárez Acosta, uno de los tres torreros. Para alcanzar la cima, e introducirse en la cristalería del fanal alógeno que cada 7,5 segundos deletrea una señal posible de captar a 17 y media millas, hay que prepararse como alpinistas. La cuesta se empina 280 escalones. A la redonda, lo que no agua, es tierra de la Isla de la Juventud.
Estamos en el sur, cerca de Cocodrilo, el antiguo Jacksonville, donde aún radica un nieto de Jackson, el ciudadano de Gran Caimán que hace más de un siglo fundó el poblado. Hacia el norte y el este se explaya un tapiz donde prevalecen parte de los pinares y bosques que Colón vio atónito por primera vez en junio de 1494, cuando, al salir de Cortés, en el occidente de Cuba, ventoleras y marejadas del Golfo lo enrumbaron hacia la bahía de la Siguanea. Este es el punto donde al suroeste la Evangelista, nombre puesto por el Almirante, y luego la Isla de Pinos y hoy de la Juventud, se eleva en el mapa como una nariz de gancho al revés, o una cachimba con traza de saxofón. La caleta de Carapachibey y sus alrededores fue zona de aborígenes. En los residuarios, clasificados como de la cultura de Siboney Guayabo Blanco, han aparecido herramientas y despojos alimenticios, algunos de los cuales se conservan en el museo del faro. Carapachibey suena a lengua indígena, aunque Julio Suárez, medio en broma, apunta que es término derivado de carapacho. Porque como aquí caguamas y careyes vienen a desovar anualmente, y ponen en huecos centenares de huevos, tal vez por ello el paraje haya recibido ese nombre.
El ciclón de 1944 arrambló con el faro metálico existente en Carapachibey, punto más estratégico del sur pinero para enviar al mar los guiños de la costa. En 1949 se irguió uno de hormigón, cilíndrico, pintado de rayas blancas y rojas, con unos 27 metros de altura y con una potencia de 11,000 bujías. A 16 millas de distancia se apreciaban sus destellos, y los navegantes, mirando la carta, podían decir: pasamos Carapachibey. Esa franja marina ha sido habitualmente ruta de transporte. En la actualidad, unos ocho o nueve buques cada día se atienen a la posición del nuevo faro que en 1983 se estrenó en el servicio. También de hormigón, con el doble de altura que el anterior. Y con las viviendas más confortables, fabricadas en una unidad arquitectónica que, entre el bosque tupido y solitario, y el mar desierto, asoma como un toque de novedad extraterrestre. Las edificaciones requieren aquí solidez. El mar y los vientos del sur pregonan enemistad, garra. A tres o cuatro metros de la costa, las aguas ya se hunden 10 ó 12 brazas; a veinte, 60 ó 70, y a 200 metros la profundidad baja 300 ó 400 brazas. Al voltear la vista, el mar puede convertirse en una mano gigantesca con los dedos de espuma.
Julio Suárez recuerda el ciclón Lily. El mar estaba en fuerza tres, y de súbito, se encaramó en fuerza doce. Las olas medían 12 metros de altura. Todavía las paredes, los techos, conservan las heridas de los palmetazos del mar. El agua entró en las viviendas. Destruyó colchones, televisores, refrigeradores. Y dejó, cerca, las ruinas de una casa de dos plantas donde operaba una cafetería del Poder Popular. El mar creció hasta el segundo piso. Salvo esos momentos, la vida en Carapachibey navega lentamente en la placidez. Usted se pone a dormitar al mediodía y no oye el claxon de un carro, aunque el ómnibus de Cocodrilo a Nueva Gerona pasa por el faro; ni el grito de un vecino. Silencio. El propio Julio Suárez llegó aquí con 54 años, hace tres, padeciendo una hipertensión que paraba en 190 de mínima y 220 de máxima. Como para morirse. Ya oscila en la normalidad de esta existencia apacible, sedada, sin que por ello tanta paz aburra. Además de la responsabilidad de trabajar 24 horas seguidas, de una a una, que implica actividad y tensión, la naturaleza sorprende a los torreros y su familia con la visita inesperada de un venado, un puerco jíbaro, un caguayo, una caguama...
Han visto caguamas presilladas en Jamaica, Haití, Puerto Rico. ¿Presilladas? Sí, como las palomas mensajeras: una presilla en una pata para saber cuánta distancia recorren, qué edad tienen... Cuba presilla (cerca de aquí hay un centro de quelonios), y presilla Japón, aunque no hemos visto ninguna presillada allí. Tendrían -digo- que cruzar el Canal de Panamá. Y lo cruzan -dice Julio Suárez. Me han contado que en el Canal las caguamas parecen piedras cuando descansan de su travesía. Recorremos las instalaciones. Subimos la torre. Abajo, mientras observamos con los prismáticos hacia el mar y tratamos de identificar una embarcación en lontananza, comento: qué lugar para un escritor. A mi comentario, Julio Suárez asiente y añade: y para leer. ¿Usted lee? Sí, libros, memorias de campaña; fui militar. ¡Ah! ¿Y periódicos? No, aún no nos llegan. Pues pídanlos. ¿Cómo leerán el reportaje sobre el faro? Y cuenta Julio que antes los leía. Antes, cuando no estaba en sitio tan remoto, y antes de venir a la Isla de Pinos hace 37 años. Porque nació en Pedro Betancourt, en Matanzas, y estudió agronomía. Y aquí está. Como navegando en el mar sin ser marino y caminando por el campo sin cultivarlo, aunque es agrónomo. Claro, ya ve usted las vueltas que da la vida, musita Julio dirigiendo los anteojos hacia una mancha blanquecina, allá, lejos, en el cuchillo del horizonte...
sábado, 19 de enero de 2008
EL DÍA EN QUE ME MATARON
No recuerdo haber muerto; sin embargo, me mataron. Fue un día imprecisable en el que me inscribieron como difunto, por broma o confusión, en la memoria de los vivos. Murió en un accidente, difundieron en ciertos lugares por donde nunca más yo había pasado. Y no me quejo. Cumplí involuntariamente un deseo de adolescente. Influido por un poema de Rubén Martínez Villena, había pedido en versos asistir, protocolar y silencioso, a mi velorio. Era una estrofa de cuatro o cinco líneas. La escribí durante una clase de matemáticas, y no pude proseguirla porque se mezcló con alguna metáfora algebraica que el profesor, golpeando tres veces el pizarrón, me exigió copiar. También la he olvidado.
Con el privilegio poético de estar muerto y vivo a la vez, quería confirmar si Balzac acertó al decir que en los cementerios todas las esposas son amantes, los amigos fieles y los ricos generosos.Por entonces sabía muy poco de la muerte.Ahora me he dado cuenta que el sentimiento de la muerte posee gradaciones. A los 18 años es una circunstancia emotiva; seduce el imaginar el propio rostro tieso, plácida y candorosamente juvenil, y oír el lamento de la gente por que uno haya fenecido siendo tan joven, tan inteligente, incluso tan hermoso. Es la edad de la audacia y el desprendimiento incontaminados de cálculos. Transitando por ella acometí mi único gesto heroico: arrojarme a las riendas de un caballo desenfrenado. Arrastraba un carretón, y el viejo que lo conducía y acopiaba desperdicios para cebar puercos, no podía detenerlo. Los ojos de Mirta, una amiga que entonces hacía que mi cerebro se empapara de ternura, condecoraron aquel acto casi fílmico. Y no hubiese dudado en morir pateado para sentirla llorar por este muchacho loco.
Ah, la muerte, tan lejana e imposible.Tras los 40 la posibilidad es más próxima, y menos romántica. Y nos parece inverosímil tener que encararla sin haber podido realizar los ideales de todo hombre, propósitos que quizás uno nunca consigue para disponer de un pretexto con el cual distraer a la muerte. Pero algo raro me falta por añadir. Desde mi infancia hasta la adolescencia, la muerte entumeció mis tardes. Quizás aquella preocupación empezó como con un símbolo, una atmósfera, una señal. La vi cuando una noche acompañaba a mamá a la capilla, para oír unos sermones del mes de mayo. Íbamos por el callejón que delimitaba el pueblo de los campos. Por esos linderos vivíamos entonces. La luna, completamente redonda, me obligó a sentir tristeza, sensación de finitud. Quizás ya había visto recientemente al primer muerto de mi vida: a Josefa, la vecina, de cuya cara apacible mamá quiso que me despidiera. Ambos momentos confluyen. Más adelante, trasladados ya a la casa de La Loma, la parte alta, asomado a una ventana que miraba al oeste, el rumbo del cementerio, volví a sentir la inutilidad de la existencia. Quizás fue el efecto del poniente que se embarraba de amarillo agonizante. Me pregunté: para qué vivir si uno muere. Padecía precozmente, al parecer, de vocación de perennidad. Y como la lógica, el engarce de los detalles, era mi talento más elogiado, deduje que para no morir habría que ejercer el único oficio a cuyo ejecutante la muerte no podía dañar. Y muy pronto, ante el familiar plato de sopa, papá preguntó en qué pensaba yo trabajar cuando fuese joven, y le respondí: Como sepulturero.
Pero he muerto joven. Lo supe cuando, después de varios años, volví a saludar a ciertos ex compañeros de trabajo. Reaparecí de improviso. Laboraban en un salón donde, en arbitrario conjunto, las mesas de dibujo mostraban, como escudos, sus tableros móviles.-Buenas tardes.Unos alzaron la cabeza y quedaron entontecidos; otros dejaron el compás en el aire; aquel, el índice puesto en el número nueve del teléfono...¡Sexto! – respondieron colocando en mi apellido signos de admiración especiales que no hallo en mi máquina.
Lo que todavía suele conmoverme al acordarme de aquella escena son las palabras de Pedro Vargas, topógrafo con quien yo jugaba inocentes partidas de ajedrez cuando ambos ayudábamos a que tomara rectitud y solidez la línea ferroviaria entre el central Colombia y la terminal marítima de Guayabal, entonces en el sur de la provincia de Camagüey y hoy perteneciente a Las Tunas.Vargas había salido. Al regreso le informaron: ¿Sabes quién te dejó saludos?Casi airado respondió a lo que supuso un chiste: No jueguen con los muertos, caballeros. Y mucho menos con ese, que era tan buen muchacho. Desde entonces, Balsac, para mí, es infalible. Y Vargas me resultó más simpático. (Del libro El día en que me mataron y otras crónicas en primera persona)
Con el privilegio poético de estar muerto y vivo a la vez, quería confirmar si Balzac acertó al decir que en los cementerios todas las esposas son amantes, los amigos fieles y los ricos generosos.Por entonces sabía muy poco de la muerte.Ahora me he dado cuenta que el sentimiento de la muerte posee gradaciones. A los 18 años es una circunstancia emotiva; seduce el imaginar el propio rostro tieso, plácida y candorosamente juvenil, y oír el lamento de la gente por que uno haya fenecido siendo tan joven, tan inteligente, incluso tan hermoso. Es la edad de la audacia y el desprendimiento incontaminados de cálculos. Transitando por ella acometí mi único gesto heroico: arrojarme a las riendas de un caballo desenfrenado. Arrastraba un carretón, y el viejo que lo conducía y acopiaba desperdicios para cebar puercos, no podía detenerlo. Los ojos de Mirta, una amiga que entonces hacía que mi cerebro se empapara de ternura, condecoraron aquel acto casi fílmico. Y no hubiese dudado en morir pateado para sentirla llorar por este muchacho loco.
Ah, la muerte, tan lejana e imposible.Tras los 40 la posibilidad es más próxima, y menos romántica. Y nos parece inverosímil tener que encararla sin haber podido realizar los ideales de todo hombre, propósitos que quizás uno nunca consigue para disponer de un pretexto con el cual distraer a la muerte. Pero algo raro me falta por añadir. Desde mi infancia hasta la adolescencia, la muerte entumeció mis tardes. Quizás aquella preocupación empezó como con un símbolo, una atmósfera, una señal. La vi cuando una noche acompañaba a mamá a la capilla, para oír unos sermones del mes de mayo. Íbamos por el callejón que delimitaba el pueblo de los campos. Por esos linderos vivíamos entonces. La luna, completamente redonda, me obligó a sentir tristeza, sensación de finitud. Quizás ya había visto recientemente al primer muerto de mi vida: a Josefa, la vecina, de cuya cara apacible mamá quiso que me despidiera. Ambos momentos confluyen. Más adelante, trasladados ya a la casa de La Loma, la parte alta, asomado a una ventana que miraba al oeste, el rumbo del cementerio, volví a sentir la inutilidad de la existencia. Quizás fue el efecto del poniente que se embarraba de amarillo agonizante. Me pregunté: para qué vivir si uno muere. Padecía precozmente, al parecer, de vocación de perennidad. Y como la lógica, el engarce de los detalles, era mi talento más elogiado, deduje que para no morir habría que ejercer el único oficio a cuyo ejecutante la muerte no podía dañar. Y muy pronto, ante el familiar plato de sopa, papá preguntó en qué pensaba yo trabajar cuando fuese joven, y le respondí: Como sepulturero.
Pero he muerto joven. Lo supe cuando, después de varios años, volví a saludar a ciertos ex compañeros de trabajo. Reaparecí de improviso. Laboraban en un salón donde, en arbitrario conjunto, las mesas de dibujo mostraban, como escudos, sus tableros móviles.-Buenas tardes.Unos alzaron la cabeza y quedaron entontecidos; otros dejaron el compás en el aire; aquel, el índice puesto en el número nueve del teléfono...¡Sexto! – respondieron colocando en mi apellido signos de admiración especiales que no hallo en mi máquina.
Lo que todavía suele conmoverme al acordarme de aquella escena son las palabras de Pedro Vargas, topógrafo con quien yo jugaba inocentes partidas de ajedrez cuando ambos ayudábamos a que tomara rectitud y solidez la línea ferroviaria entre el central Colombia y la terminal marítima de Guayabal, entonces en el sur de la provincia de Camagüey y hoy perteneciente a Las Tunas.Vargas había salido. Al regreso le informaron: ¿Sabes quién te dejó saludos?Casi airado respondió a lo que supuso un chiste: No jueguen con los muertos, caballeros. Y mucho menos con ese, que era tan buen muchacho. Desde entonces, Balsac, para mí, es infalible. Y Vargas me resultó más simpático. (Del libro El día en que me mataron y otras crónicas en primera persona)
jueves, 17 de enero de 2008
EL RIGOR QUE FALTA
Posiblemente, nadie esté en desacuerdo con que, entre las cosas que faltan en Cuba, se incluye el rigor. No el que se iguala con aspereza o estoicismo, como también define el diccionario, y que equivaliendo, además, a capacidad de sacrificio, nos ha sobrado. Me refiero al rigor que es sinónimo de exigencia y cuya notable ausencia ha convertido a nuestras libertades, a contrapelo de las leyes, en una relación cargada de derechos y aligerada de deberes.
¿De quién es la culpa? Si acaso tuviera sentido hallar el gesto que ahuyentó el rigor, culpables seríamos todos. O, más exactamente, es culpa del soñar con el gobierno de una justicia eminentemente ciega e inclinada por sistema hacia el lado de la benignidad. Ha sido un error de humanismo. Porque la sensibilidad revolucionaria gusta de redimir y desatar. Y de ese modo, según como lo veo, el rigor se enredó tras las sutilezas de acero del paternalismo y el igualitarismo. Ambas desviaciones, pretendiendo ser estrictamente justas, consiguen el efecto contrario al juzgar y distribuir según un rasero generalizador de normas y emparejador de personas y actos.
Las consecuencias, que quizás pudieron preverse, se acumularon. Y el auge que hoy alcanzan la indisciplina social, el parasitismo y cierta petulante mediocridad, son en parte secuelas de la mengua del rigor. Y ante esa evidencia solo tocaremos la aldaba de la rectificación, si pasa a ser certeza el principio de que Cuba no podrá conquistar la eficiencia –es decir, independizarnos de la insuficiencia- si no transforma su concepción de la justicia y la atempera a las urgencias de la vida con criterio realista: con la temperatura del momento y el olfato de la meta razonable.
No se trata, desde luego, de modificar la naturaleza solidaria de nuestra sociedad. Por el contrario, tenemos que seguir empeñados en que la justicia social y penal no establezcan privilegios entre el pobre y el más económicamente holgado, el de arriba y el de abajo, el blanco y el negro, el joven y el viejo, el creyente y el ateo. Esa es la esencia que hemos de preservar de cualquier contaminación. Pero, a mi parecer, nuestras relaciones sociales deben salpimentarse con unos granos de competitividad. Y que nadie se espante. No tengamos miedo de esa palabra. Las palabras no definen el contenido. Es a la inversa. El contenido agranda o achica, purifica o ensucia las palabras. Hablo de la competitividad que permita, en rigor, que el mejor se distinga del bueno, el aplicado del indolente, el apto del incapaz, y el que yerra circunstancialmente del que delinque por apego habitual a la marginalidad.
Sin rigor no se camina lejos. Muchos se echarían a orillas del camino. Por lo tanto, el rescate del rigor implica también que la omisión sea sancionable. De omisiones está asfaltada la ruta actual de nuestra sociedad. Y habrá, pues, que llegar a la conclusión de que la indiferencia ante los fenómenos que enracen nuestras aspiraciones de perfeccionamiento, constituyen un acto que, si no sancionable, es evaluable. Con rigor. (Publicado en Juventud Rebelde, La Habana)
martes, 15 de enero de 2008
ENCUENTRO CON ANDRÉS HENESTROSA
El 13 de enero murió Andrés Henestrosa a los 103 años. Hace unos meses escribí estas líneas que han de servir, póstumamente, como homenaje al poeta fallecido.
Mi primer artículo o ensayo publicado apareció en la revista Ábside, gracias al hispanista cubano José María Chacón y Calvo. Conservo el ejemplar que me enviaron por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso Junco, el director y autor, entre otros libros polémicos, de La jota de México y otras danzas. Y hablo de Ábside y de esas historias que en la vida de un individuo se ensartan cuando aparece un hilo provocador, porque en esa revista de cultura mexicana -que en 1968, cuando yo puse mi nombre inocente en sus páginas cumplía 31 años de fundada- leí una frase de Andrés Henestrosa cuya maestría me hostigó durante un tiempo con el deseo de leer a su autor en más abundante paginación. Alguien citaba un párrafo en el que este poeta narrador decía: “Muchas otras cosas me regaló España. Muchas más me dará la vida; pocas como las de aquella noche madrileña. Cómo sería que a la mañana siguiente ya era recuerdo, melancolía, que es como se llama la dicha cuando envejece.”
Hubiera querido haber encapsulado, en un cartucho de síntesis y poesía, esa última línea subordinada. Y haber seguido en contacto con el autor de ese párrafo tan vital y ascético, tan ingrávido y tan cargado a la vez. Desde entonces pretendí convertirme en lector del que fue capaz de inventar fórmulas tan austeras y tan originales. Y como uno no lee siempre los libros ni a los autores que desea, esperé pacientemente a topar con la prosa de Andrés Henestrosa, mexicano de múltiple sangre, que en 1921, a los 14 años, aprendió el español y más adelante empezó a ejercer los puestos políticos, diplomáticos y literarios que le ganaron sus aciertos. Leí más tarde un elogio de su prosa, leve, como pájaro en el aire, ensartada en una ternura melancólica y con la sugerente sobriedad del que cree que las palabras no han de derrocharse como fortuna ajena o mal habida. Las frases que enseguida reproduciré las he capturado, como a mariposas, de salto en salto, y quizás pertenezcan –no lo he podido comprobar desde la distancia en que se halla Cuba de las librerías mexicanas- a Retrato de mi madre, publicado en 1940: “No duró mucho aquel amor. Doce años después mi padre murió. Mucho tiempo para el sufrimiento, pero un instante para la dicha. (…) Mi madre vivió llorando. Después se secó las lágrimas, y una gran resignación, refugio de mis dos sangres oprimidas, ocupó el sitio del infortunio. (…) Silbó el tren. Me monté en él y estoy seguro que lloró aquella noche todas las lágrimas que ante mí contuvo. Estoy seguro porque yo me siento anclado, igual que una pequeña embarcación, a un río de lágrimas.”
Hace unos días, al fin se produjo un encuentro completo entre Henestrosa y yo. Divagando entre los libros domésticos de un amigo, hallé un volumen de crónicas del mexicano y lo pedí en grado de urgencia suma: como una medicina que de no ingerirla, puedo perecer. Fue uno de los últimos, ya nonagenario el autor: La otra Nueva España, compuesto en 2001 a base textos publicados en periódicos sobre escritores y artistas españoles. Posiblemente me hubiese gustado sumirme en Los hombres que dispersó la danza, o en el mismo Retrato de mi madre, o Los cuatro abuelos, o Acerca del poeta y el mundo, títulos, entre otros, de su bibliografía. Pero aun en estas crónicas urgidas por el periodismo se aprecia la prosa aérea de Henestrosa, donde cada palabra no necesita de otras para alcanzar un valor dentro de la abnegación de quien renuncia a lo mucho por lo mínimo. Andrés convoca, más que la belleza, la sustancia de la realidad y el Hombre.
La belleza parece no ser conquista que lo presione. Ha confesado que una de sus hazañas es haber aprendido el español siendo adolescente, cuando ya había formado su pensamiento y su habla en la dulzura de las lenguas indígenas. Pero cuando escribe prefiere ser fiel a la vida. Solo intenta –interpreto- pasear su espejo por el suelo y el paisaje, mientras las llamadas calidades del estilo se le van adjuntando en la ruta después que la verdad, apenas rozando el camino a pesar de su peso, marcha airosa en su carroza trashumante. Lo acepta claramente cuando, lamentando la muerte de Pío Baroja, dice que este es “un escritor que desentonaba un poco en el coro de los grandes escritores españoles”. “No tuvo la maestría de Gabriel Miró; careció del arrebato de Miguel de Unamuno; muy lejos de la elegancia de Ortega y Gasset, entre él y Azorín no hay punto de comparación en lo que mira al estilo. Y sin embargo, Pío Baroja ha sido uno de los autores más leídos, más buscados y de fama igual a sus contemporáneos, si no es que más grande. ¿Por qué? Porque Baroja al escribir echaba adelante al hombre más que al escritor.”
Oyéndole esto, más me apego a Andrés Henestrosa. Y más me percato de que mis deseos de leerlo, a medias satisfechos, podían haber estado prescrito desde mucho antes. Tal vez desde el primer momento cuando él indio recién estrenado en el español comenzó a leer a esos españoles “de otra Nueva España” que nombra, respeta y ama: Unamuno, Azorín, Baroja, Ortega, Miró, Bergamín… Los mismos autores, me parece, en los que quise aprender a quedarme para siempre en una página, que esa es la gloria del que posee un estilo.
lunes, 14 de enero de 2008
CON LA MISMA PIEDRA
He oído decir que la infancia es la edad de los porqués. Por qué, papá, o mamá, brilla el sol, y por qué el mosquito pica, y por qué llueve. Bueno, en fin, quién no ha pasado por el trance de responder a sus hijos, o a sus alumnos, esas preguntas que, al juzgarlas seriamente, no suponen más dificultad que pensar un poco, o consultar un viejo texto, aunque, eso sí, molestan por su insistencia.
Uno, al ver crecer a sus niños, cree descansar del acoso, sin percatarse que en cualquier momento –sobre todo si uno es periodista- un amigo, un lector, un oyente, te enrostra una pregunta que obliga a añorar la ingenuidad de tus hijos en la infancia. Me acaban de preguntar por qué el hombre tropieza dos veces con la misma piedra. Quizás el menos apto para responderla sea el hombre mismo. Si nuestra especie pudiera hallar la respuesta exacta, a lo mejor dejaría de topar con la piedra por segunda vez. Pero, por el contrario, tropieza, y le echa la culpa a la insensible e irracional roca. Porque, en definitiva, alguien habrá de tener la culpa... menos el que choca.
No sé si el tema será del agrado de cuantos habitualmente leen esta columna, digo, si es que tropiezan con ella la segunda semana después de haberla leído por primera vez. Pero ha sido uno de ustedes el que ha echado la interrogante como un pie forzado. O como un desafío. A mí me parece que la pregunta podemos responderla entre todos. Usted o ese, este o aquel tal vez hayan visto en su centro de trabajo que ayer se cometió un error, y semanas, meses, años más tarde el mismo perro vuelve a morder a quienes habían tomado la equívoca decisión. Piensen... ¿eh?
A mi entender, a los seres humanos les cuesta admitir que se equivocan. Suelen ver lo que hacen otros con una mirada muy filosa, y apenas abren los ojos para ver la actuación propia. Nos falta, así, visión crítica para lo nuestro. Esta palabra –crítica- por momentos se transforma en una palabrota; conozco personas que estallan ante la sola idea de aceptarla, o de practicarla. ¿Y quién detiene el yerro, quién endereza la desviación?
Ya uno ha vivido lo bastante para comprender que el error de ayer, será igual al de mañana si lo repito en los mismos términos. Dejará de repetirse si la vivencia –esto es, lo que vivimos- se convierte en experiencia. Y el problema, pues, radica en ese tránsito de lo vivido a lo sabido. Porque usualmente falta el espacio para la reflexión y sobra el espacio para la suspicacia, el rechazo, ante quien, honradamente, recuerda que ayer nos equivocamos adoptando una medida parecida.
Por esos rumbos debe de andar la respuesta a quien me ha preguntado, como si yo fuera un oráculo, por qué, al decir de un griego, el hombre tropieza dos veces con la misma piedra. En suma y brevemente: tropieza porque quiere hacerlo, o porque no ha sabido decodificar el mensaje del pasado. (Publicado en Juventud Rebelde, La Habana)
UNA DÉCADA DE LA VISITA DEL PAPA
Por Roberto Veiga González
Entrevista con el sociólogo Aurelio Alonso
¿Cómo valoró usted la visita del papa Juan Pablo II a Cuba, hace 10 años
Esta pregunta me la estás formulando en pasado, no me preguntas cómo la valoro ahora, sino cómo la valoré. Quiero empezar por decirte que la sigo valorando tanto como la valoré en aquel momento. Creo que en primer lugar, la visita del Papa era algo que había sido buscado en el país. Por lo menos, hasta donde sé, por parte del Estado hubo una invitación a Juan Pablo II en su primer viaje, a que hiciera una escala en Cuba. Él prefirió no hacerlo. No critico esas consideraciones y pienso que las variantes que tiene que manejar un pontífice son muchas, para hacer una visita a un país en un momento dado, o no hacerla, posponerla o dejarla para otro momento. Son problemas de tiempo y circunstancia. “Era su primer viaje al exterior como pontífice e iba a Puebla, para la Tercera Conferencia del CELAM. Y pienso que con una agenda complicada, pues era la primera conferencia que tenía que ver con el planteamiento de una proyección personal suya como Papa, pues la conferencia anterior había sido bajo Pablo VI y tenía marcada la impronta de aquel Papa y del Concilio, que había sido muy cercano. Tampoco se vislumbraba aún que él fuera a ser un Papa viajero, un Papa de excepcional huella dentro de la historia de la Iglesia. Creo que va a ser muy difícil que esa huella sea superada por pontificados posteriores. “Entonces al saberse del primer viaje del Papa, la jefatura del Estado cubano propuso hacer el tránsito, cosa que subrayo para recalcar que había una disposición para recibir al Papa desde muy temprano, desde antes de saberse cómo iba a ser su proyección. “Después resultó que Juan Pablo II fue un Papa que viajó mucho. Recuerdo que la idea de una visita y el consenso de todas las partes (del pontificado, del Estado y la Iglesia cubana, también) estaba acordada de fines de los años 80. Las circunstancias del derrumbe del campo socialista…, la incertidumbre que eso creaba, generó un marco de condiciones no maduras. Había que esperar, había búsquedas nuevas. “Vino el documento El amor todo lo espera, que fue un replanteo de las condiciones de la Iglesia, en fin, y vino también el desafío cubano, que la economía se cayó de una manera truculenta y no se sabía a dónde iba a parar esto… Se puede decir que, a medida que esa situación se iba resolviendo, se iba actualizando también la posibilidad de una visita. Creo que también, a medida que pasaba el tiempo después del derrumbe de Europa del Este, el comunismo dejaba de aparecer como el gran adversario ideológico de la fe, y el capitalismo salvaje marcaba con demasiada fuerza al mundo latinoamericano, y al Tercer Mundo, en general, con la huella de la pobreza y la desigualdad.
“Entonces podemos observar una serie de discursos e intervenciones públicas del Papa, en los planos político y social que son muy coincidentes con cosas que tenían que ver con la proyección cubana ante la deuda del Tercer Mundo, ante la pobreza, ante los problemas del medio ambiente. Esto se hizo muy notable en 1995, en el discurso del Pontífice en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y también en 1996, en su intervención en la conferencia convocada por la FAO en Roma, cuando Fidel visitó al Papa, y ya ahí quedó la visita, más o menos acordada para 1998.
“No es una visita que se produzca de golpe. Por una parte tiene el antecedente irregular de que es un Papa que ha visitado toda la América Latina, a algunos países los había visitado hasta tres veces cuando visita Cuba (como México, Brasil), y a Cuba no la había visitado. Es decir, se notaba también un déficit en el itinerario pastoral pontificio. Por otra parte, se había producido una maduración de condiciones, una capacidad de resistencia y recuperación cubanas en el plano de la economía, de la sociedad, de la política. “También habían sucedido cambios en los 90 por parte de la Iglesia, había crecido el número de diócesis muy marcadamente. Incluso aunque El amor todo lo espera fue fuertemente rechazado por algunos periodistas cubanos —y eso lo critiqué en uno de mis trabajos, pues me pareció un exabrupto—, esta Carta Pastoral nunca se convirtió en un obstáculo ni para que la Iglesia tuviese otras posiciones institucionales positivas ni para que, desde el Estado, se siguiera una proyección que ya había comenzado con el IV Congreso del Partido y con la Reforma Constitucional de 1992, de establecer un nivel de apertura que ya en la famosa entrevista de Frei Betto a Fidel, en 1985, se vislumbraba cuando Fidel reconoce que hay un status discriminatorio hacia el hecho religioso en la Revolución cubana y es necesario superarlo de algún modo. “Me parece que los 90 generaron una atmósfera, un clima general en la sociedad cubana, y unas posibilidades a la exteriorización de la espiritualidad religiosa que no existían antes y que hicieron un cuadro favorable para la visita del Papa. A su vez, la visita del Papa se convirtió en un factor de profundización, de consolidación de los caminos de esta espiritualidad religiosa. Esto lo he dicho en muchas ocasiones, y así fue, aunque algunos se planteaban que políticamente la visita del Papa iba a ser un éxito o un fracaso, que sería un éxito para el Estado y un fiasco para el Papa, o un triunfo para la Iglesia y un fracaso para el Estado. “Realmente la visita del Papa fue un éxito para todo el mundo. Fue un éxito para el pueblo, que era lo más importante, un éxito para la fe, y pienso que no solo para la fe católica. Fue un éxito para la religiosidad, fue un factor, incluso, para religiosidades que decidieron no estar presentes porque se sintieron marginadas. Creo que fue algo que benefició el sentido de realización de la espiritualidad religiosa en el cubano y una cierta recuperación de una espiritualidad religiosa que no estaba perdida en la tradición, pero que subyacía muy inhibida por factores discriminatorios, represivos y hasta, a veces, arbitrarios. Factores que todavía a veces se encuentran hoy, pero ya en este momento el creyente cuenta con un asidero también más allá de su fe. Hay que reconocer, además, que la mayor parte de la dirigencia del país sigue siendo atea, y entonces, a veces es difícil que comprendan. Tendrían que haber más creyentes en las esferas de decisión política, católicos y de otras confesiones.”
Hoy no existe un número significativo de religiosos en las filas del Partido, que supuestamente es la cantera para ocupar los cargos públicos, aunque no únicamente —según la ley—. ¿Qué condiciones existen, o existirían en el futuro inmediato, para que pudieran estar presentes más religiosos en las esferas del poder político?
—Es muy difícil saber qué tan fuerte es o no es la presencia religiosa en el Partido. Eso es muy difícil de palpar. Se pensaba que la religiosidad había decaído dramáticamente en el país, y no fue así; hubo un proceso de recuperación. Siempre vislumbré, desde los años 70, un proceso de recuperación y lo dije en algunas ocasiones que escribí en aquella época. Yo planteaba una tesis: la confrontación de principios de los 60 fue una confrontación muy fuerte, pero se dio en una generación que sale de la adolescencia vinculada al hecho revolucionario y que choca con posiciones dentro de la institución religiosa y se le plantea el dilema de conciencia: ¿se puede se revolucionario y se puede ser religioso a la vez? ¿Se puede ser comunista y católico a la vez?
“Ese dilema, sea como sea que te lo expreses, y como lo resuelvas, esa generación lo vive como un trauma, como una disyuntiva —es la generación que está entre los 20 y los 40 años, en ese momento—. Pero las generaciones más viejas siguen siendo creyentes. Son las viejitas y los viejitos que se quedan en la Iglesia. Y las generaciones más jóvenes, los que eran niños entonces, o los que nacen después, no viven ese conflicto. Normalmente, hay tres conjuntos de generaciones conviviendo: la de los abuelos, la de los padres y la de los hijos, para decirlo gráficamente. Entonces hay una conexión abuelo-nieto que no pasa necesariamente por los padres. Hay una espiritualidad que se transmite en el seno de la familia.
“Jaime Ortega, en una de sus primeras homilías como cardenal, hace alusión a este fenómeno, donde alude al papel de la familia en salvar la fe religiosa. Por lo tanto, desde los 70, a medida que crecen esas generaciones de niños, hay una religiosidad que se va recuperando progresivamente. A fines de los 80 ya hay una religiosidad, una presencia de lo sobrenatural y de lo religioso, en un 85 por ciento de la población. ¿Dónde se produce ese salto? No hay tal salto. Es solo un fenómeno de evolución, de recuperación, donde la inteligencia pastoral de la Iglesia tiene mucho que ver, pero la espiritualidad existente en la población cubana, la necesidad de acudir a los santos, a lo sagrado como vivencia, también tiene que ver. Constituye el factor principal de la recuperación de la fe, diría yo.
“Creo que ese mismo efecto que se observa en la sociedad cubana, también se da dentro de las instituciones políticas. No en la misma escala, y por eso constato que ese espacio sigue siendo predominantemente ateo. ¿Cómo creció el número de religiosos dentro del partido, dentro del mundo político, después del IV Congreso del Partido y la Reforma Constitucional? ¿Porque muchos católicos, presbiterianos, etc., hayan pedido su ingreso al Partido? No: porque se supo entonces que no pocos estaban ya adentro. “Incluso hay una famosa entrevista que le hace un periodista a José Felipe Carneado (1), donde le pregunta cómo es posible que no se repruebe a esos militantes por ocultar una verdad. Y Carneado responde con una idea muy acertada, aunque parezca un poco paradójica, que no logro recordar textualmente, pero donde dice que no es lo mismo mentir para medrar en la sociedad, que ocultar una verdad para evitar una discriminación injusta. “Éticamente no son reprobables quienes hayan ocultado su fe para no ser objeto discriminación. Aunque tampoco se puede decir que lo suficientemente valientes. Pero a veces el costo de ser valiente es desaparecer de la esfera profesional, o política, o ser sometido a una sanción.
“No sé hasta qué punto ha crecido la presencia de religiosos en el Partido. No obstante, no ha sido lo suficiente para que sea ostensible la presencia de los intereses corporativos de la Iglesia, porque una cosa es la Iglesia y otra la población creyente. Son cosas muy relacionadas, pero religión es una cosa e Iglesia es otra. No siempre son coincidentes los puntos de vista de un católico de a pie sobre materia social con los de la Iglesia. Incluso, no todos los sacerdotes piensan igual, sobre todo en asuntos de materia social, no hablo de cuestiones de dogma. Las cuestiones teológicas son harina de otro costal. “No obstante, se percibe que la presencia del creyente no es lo suficientemente significativa en el espectro de la toma de decisiones. Es igual que decir: no hay suficiente número de negros en el aparato de toma de decisiones o no hay suficiente número de mujeres en el aparato de toma de decisiones. No es proporcional la presencia de creyentes en la esfera de decisiones en relación con la presencia de creyentes en la sociedad. Esto es un fenómeno que evidentemente no se ha superado.
“¿Está en las posibilidades inmediatas superarlo? No sé; eso no lo sabe nadie. Tal vez en esferas políticas, aunque quizás tampoco allí te puedan dar respuesta. Pienso que en el marco de las posibilidades relativamente mediatas, en lo que se suele llamar el mediano plazo, sí está. Porque hay un proceso de maduración. A pesar de que no esté en el marco de las cosas que tú puedes prever ya, de golpe. Los fenómenos sociales no son tan planificables ni pronosticables a corto y a veces a mediano plazo. “A principios del año 2007, un par de entrevistas televisadas a determinadas figuras, destaparon una polémica, un reverdecimiento y una protesta generalizada sobre las represiones a intelectuales y lo que se llamó las parametraciones en los años 70. (Como hubo un incremento de represión de homosexuales, intensificación de represiones definidas al amparo del calificativo de diversionismo ideológico, se crearon fronteras artificiales, se crearon limitaciones injustas y ofensivas). Ahora, de golpe, sin que nadie lo esperara, unas entrevistas televisadas en apariencia intrascendentes, hicieron brotar, por su carga vindicativa, una serie de protestas que no se han detenido. “Después del ciclo de conferencias sobre el Quinquenio Gris, se ha abierto una discusión sobre el socialismo, y otros personajes que vuelven a la luz reclamando espacio para su lectura de nuestra realidad. Una lectura aparentemente reprimida hasta ahora. Estamos viviendo una atmósfera de debate, que pienso que es saludable. No estoy de acuerdo con todo lo que dice todo el mundo, dentro de esta atmósfera de debate: lo dicho por los que están en el plano de retornar a una línea dogmática y restrictiva, ni tampoco con todas las herejías. No es el caso de entrar ahora a decir cuáles sí y cuáles no. Creo que cada cual tiene el derecho y la posibilidad de escoger lo que le parece, pero creo que esa discusión, ese hecho de poner los problemas sobre la mesa, es esencial.
“El otro día yo leía algo sobre la polémica económica de los años 60, entre las posiciones del Che y las de Carlos Rafael, una de esas ideas muy sencillas, y que por sencillas a veces se nos pasan. Más allá de quién tenía la razón, o de los aportes o el contenido de esta polémica, el primer hecho importante para caracterizar la época es que hubiera polémica. Que dentro de las mismas figuras que estaban dirigiendo el país, unas dijeran hay que hacerlo así, y las otras dijeran hay que hacerlo de esta otra manera. Las dos se opusieron en público, y las dos debatieron en público y el pueblo tuvo acceso a esa polémica. Eso se perdió después de los 70. Se ha recuperado algo, pero todavía hay mucho por recuperar. Es muy difícil saber cuándo se va recuperar del todo ese espíritu, pero pienso que debe estar en el plan de la vida y tiene que ser una cosa normal. “Hay demandas de la Iglesia que son justas. Conseguir mejores proporciones en el número de sacerdotes y religiosos con relación a la población, es una cosa muy importante. Es una cosa a la que, tengo entendido, se le está dando respuesta, en cierta manera, progresiva, moderada, silenciosa. Ya lo otro de participar en las esferas tiene que salir más naturalmente, más a partir de un consenso, porque si eso sale de una demanda simplemente, es una concesión y entonces va a ser: «¡Espérate!, a este lo ponemos aquí, pero aquí no, es mejor en un lugar donde parezca que tiene que decidir pero donde lo que decide no importa». No se trata de «quedar bien» con la Iglesia, se trata de que pueda haber una contribución efectiva, incluso en las decisiones políticas, desde la fe.”
En su opinión, cuáles fueron los desafíos mayores que pudo dejarnos, tanto a la Iglesia, como pueblo y al Estado.
— ¿El pueblo no es Iglesia también? ¿No se dice que la Iglesia no es sólo la institución, sino que es la Iglesia-pueblo? De todos modos, ¿qué cosa es el Estado? ¿Es la Iglesia parte del Estado, o no? ¿Está la Iglesia fuera del Estado? Cuando hablamos de la Iglesia, en relación con el Estado, ¿hablamos de algo que está fuera? Pasa igual que cuando se habla de sociedad civil y Estado. La gente habla de sociedad civil y Estado… ¿Tú estás en la sociedad civil o estás en Estado? ¿Qué cosa es el Estado? ¿Es el conjunto de los que gobiernan, nada más?“León Duguit decía, en su tratado de Derecho constitucional, y admito que no es una buena definición pero resulta muy ilustrativa de la relación de poder, que el Estado es la diferencia entre gobernantes y gobernados. De acuerdo con esa lectura tú estás siempre dentro del Estado, nunca fuera. Porque si hay gobernantes, tiene que haber gobernados. ¿Quién dijo que los gobernados están fuera del Estado? Están fuera del gobierno, de las esferas de dirección. Incluso, el propio Antonio Gramsci llega a explicarlo por una simple fórmula: «sociedad civil más sociedad política igual a Estado». Como yo siempre parto de ahí, te lo aclaro. Aunque tampoco quiere decir que de donde yo parta sea el lugar adecuado. A lo mejor soy yo el que se equivoca. “Te decía que los desafíos que la visita del Papa plantea, en mi opinión, son esencialmente desafíos de diálogo. Tanto para la Iglesia como para el pueblo. Además, no hay dos escalas distintas de desafíos. Pienso que los principales desafíos son de diálogo, tanto para la Iglesia como para las autoridades políticas, dentro del Estado del cual la Iglesia es parte, porque es, en ese Estado, donde la Iglesia tiene que lograr que le den la facilidad de construir nuevos templos, de reparar los viejos, y sobre todo de realizar la misión pastoral que le corresponde. “El de «diálogo» es un concepto que comprende cosas diferentes. Tenemos la tendencia, o por lo menos se tiene en la instancia eclesiástica, a hablar del diálogo inter-eclesiástico como el gran desafío de nuestros tiempos para la Iglesia. Ese no es el único. Desafío es el diálogo inter-eclesiástico, pero también es el diálogo extra-eclesiástico, el diálogo de la Iglesia con el mundo que la rodea, que son las esferas que forman el Estado y la sociedad no creyente, la institucionalidad de esa sociedad. “También está el diálogo intra-eclesiástico, que es el diálogo entre los que creen, pero piensan distinto. Incluso los que creen en una misma fe, pero piensan distinto. La Iglesia, la católica sobre todo, ha estado mucho más preocupada con los pasos y los métodos que tiene en el marco del diálogo inter-eclesiástico —o sea en sus relaciones con las otras grandes religiones del mundo—, que en sus relaciones con el diálogo intra-eclesiástico, en las cuales ha sido, a veces —según mi criterio—, doctrinaria, restrictiva, represiva, como en el caso de los movimientos cristianos de base en América Latina (se ha puesto de manifiesto en casos como el de Leonardo Boff y el de Jon Sobrino).
“Me parece que al respecto, la proyección que tenía Pedro Arrupe como superior general de la Compañía de Jesús, era plausible. Yo la recuerdo con una lucidez y un espíritu de apertura comprometida, como líder católico que era de una gran congregación católica y que estaba jugando un rol social importantísimo en aquella época, en los años 60-70, y creo que sigue jugándolo hoy, a pesar de los altibajos que puede haber sufrido. “A mi juicio, los grandes desafíos están en el diálogo, dentro de la sociedad cubana y fuera de la sociedad cubana. Desafíos para la Iglesia y desafíos también para la sociedad política, para las instancias políticas. En tal sentido, pienso (tengo que decirlo, porque si no, no haría justicia) que en los últimos tiempos se ha venido produciendo un avance significativo, no significativo por lo llamativo, por lo grande, sino porque lo siento como un avance sostenido, coherente, en la flexibilización de posturas, de partes de las instancias políticas y también de la Iglesia; es decir, de la comunicación y del entendimiento de una parte y de la otra. “No quiere decir que ambas partes estén totalmente satisfechas con la otra. Lo desconozco, además. Por buenas que sean las relaciones, nunca el Estado va a darle a ninguna Iglesia todo aquello a lo que ella pueda aspirar, porque también crearía una situación de privilegios; ni nunca la Iglesia va a hacer todo lo que quiere el Estado. El Estado quiere un poder ideológico absoluto, sobre todo en el socialismo. Y ese poder sobre las mentes y la ética, la Iglesia y el Estado lo comparten y lo compiten, ambas cosas. En las sociedades de mercado, esta relación Estado-Iglesia funciona en los términos de una transacción. ¿Cómo lograr, en un contexto socialista, que se comparta más de ambas partes y se compita menos? Me parece que el diálogo también tiene que ver con eso. O sobre todo.” (…)
“En este momento hemos producido una sociedad con desigualdades, pero además, injusta en su naturaleza. No se trata de que haya que quitarle nada a nadie. Pero cuando tú ves que los niveles más altos de ingresos en la sociedad lo poseen el que tiene el pariente con plata en el exterior, el «neoempresario», el «maceta» y la «jinetera», entonces te das cuenta también que los resortes con los que nos movemos no responden al principio de a cada cual según su trabajo. No es lo que tú le das a la sociedad lo que te permite vivir mejor. Sería mejor que fuera un sistema donde las desigualdades estuvieran signadas por la entrega a la sociedad. Porque la injusticia distributiva no sólo se mide cuantitativamente, sino por el destino de los ingresos. “¿Hay caminos para recomponer eso? Hay que encontrarlos. Ahora, en este momento, el país está en un proceso de búsqueda muy fuerte, con criterios distintos. Con espíritu de innovación. Hay quienes tienen miedo a dar pasos, y hay quienes quieren aventurarse. La gente cree que aquí todo el mundo dice lo mismo, piensa lo mismo, y no es así. “El tema de la reconciliación es un tema muy candente, sobre todo en relación con la parte de la sociedad cubana que emigró, y predominantemente la que está en Estados Unidos, que es el destino migratorio más fuerte que ha tenido Cuba, y que vive en buenas condiciones (no es que vivan todos en la opulencia), pues aquella es una sociedad donde el régimen de ingreso es muy superior. La cuestión se complica porque ellos viven en una sociedad distinta, ya establecida, que ha producido acumulación, para la cual el hombre sencillo de esa sociedad —que no está en el piso de pobreza formal o cercano a él, pero que es una persona modesta, trabajadora— puede vivir con 2000 usd de ingreso al mes, de los que quizás puede ahorrar 500 usd al mes, y entonces venir con ellos de visita, con una cantidad que en Cuba significa un raudal, porque hay dos niveles distintos de organización de la producción. “Quiero decir, sin detenerme en lo político coyuntural, que cualquier propuesta de equiparación bajo una cobertura reconciliatoria puede hacerse ilusoria y superficial. Pasar por alto que aquí subyacen diferencias objetivas mayores sería un despropósito. La reconciliación tiene que pasar, por lo tanto, por el reconocimiento de estos y de otros presupuestos. (Fragmentos tomados de La Ventana)
jueves, 10 de enero de 2008
LA AUTOCRÍTICA
En una de mis tantas escuelas, antes de ir a casa cuando era alumno externo, o antes de dormir en la etapa del internado, el director nos daba las buenas tardes o las buenas noches hablándonos de una propuesta ética. Previamente, todos habíamos dedicado un minuto a pensar en el valor o el desvalor de nuestras acciones del día. A ese acto de reflexión, llamábamos examen de conciencia.
Más tarde, aprendí a llamarlo autocrítica.
Pero qué es la autocrítica. Oímos hablar de ella, incluso nos la recomiendan en el arte, la política, la economía. Y a mi parecer, como dije, equivale a un examen de conciencia, a un mirarse hacia adentro y ejercer la crítica contra nosotros desde la propia carne. El ejercicio autocrítico es una especie de fogón de la espiritualidad. Porque el hombre, o la mujer conversan, como dijo Antonio Machado, con “el hombre que conmigo va”. Esto es, reconoce en sí mismo a un interlocutor cuya vigencia impide que la conciencia se nos llene de musarañas. O que los errores nos descosan la obra
la autocrítica, la escritora Dora Alonso me recomendaba: ni tanta, ni tan poca. Porque si escasa, puedes perpetuarte en la misma estación; si excesiva, puedes encontrarte en el mismo apeadero por la ruta inversa: la esterilidad. Lo decía refiriéndose a la obra de un escritor o un aprendiz de escritor. Pero la opinión de la maestra, cuyas cenizas revuelan, a petición suya, en el aire de Cuba, abarca todo el espectro de la autocrítica. Compone, así, un medicamento cuya dosis hay que medir y pesar con exactitud. Si queda corta, no cura; si se pasa, daña al paciente.
Por ello temo que la autocrítica se transforme en una retórica, en un decir que se decolora, que promete lo que nunca cumple, que expresa un pesar que no se siente. Temo, en fin, que un hábito necesario y constructivo derive en un recurso enmascarador. En la poltrona de las justificaciones. A mí me enseñaron que un examen de conciencia, cuando se hace sinceramente, tiende al mejoramiento. Si pasan los días y los mismos yerros, las mismas insuficiencias, aparecen en el escrutinio, la autocrítica es simple coqueteo con la verdad. O más claro: no es verdad. (Publicado en Juventud Rebelde, La Habana)
Más tarde, aprendí a llamarlo autocrítica.
Pero qué es la autocrítica. Oímos hablar de ella, incluso nos la recomiendan en el arte, la política, la economía. Y a mi parecer, como dije, equivale a un examen de conciencia, a un mirarse hacia adentro y ejercer la crítica contra nosotros desde la propia carne. El ejercicio autocrítico es una especie de fogón de la espiritualidad. Porque el hombre, o la mujer conversan, como dijo Antonio Machado, con “el hombre que conmigo va”. Esto es, reconoce en sí mismo a un interlocutor cuya vigencia impide que la conciencia se nos llene de musarañas. O que los errores nos descosan la obra
la autocrítica, la escritora Dora Alonso me recomendaba: ni tanta, ni tan poca. Porque si escasa, puedes perpetuarte en la misma estación; si excesiva, puedes encontrarte en el mismo apeadero por la ruta inversa: la esterilidad. Lo decía refiriéndose a la obra de un escritor o un aprendiz de escritor. Pero la opinión de la maestra, cuyas cenizas revuelan, a petición suya, en el aire de Cuba, abarca todo el espectro de la autocrítica. Compone, así, un medicamento cuya dosis hay que medir y pesar con exactitud. Si queda corta, no cura; si se pasa, daña al paciente.
Por ello temo que la autocrítica se transforme en una retórica, en un decir que se decolora, que promete lo que nunca cumple, que expresa un pesar que no se siente. Temo, en fin, que un hábito necesario y constructivo derive en un recurso enmascarador. En la poltrona de las justificaciones. A mí me enseñaron que un examen de conciencia, cuando se hace sinceramente, tiende al mejoramiento. Si pasan los días y los mismos yerros, las mismas insuficiencias, aparecen en el escrutinio, la autocrítica es simple coqueteo con la verdad. O más claro: no es verdad. (Publicado en Juventud Rebelde, La Habana)
sábado, 5 de enero de 2008
ERNESTO CARDENAL OPINA
Entrevista publicada en México
Campeche, Cam., 23 de diciembre, 2007. El capitalismo, el neoliberalismo y la globalización de la economía sólo generan pobreza y ponen en peligro la vida en el planeta; para salvarlo hay que cambiar los sistemas político y económico, porque de otra manera nos encaminamos al suicidio planetario, advirtió el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal.
En amplia entrevista con La Jornada, un día después de la presentación, ante decenas de jóvenes, de una antología poética en el contexto del Festival Cultural del Centro Histórico de la ciudad de San Francisco de Campeche, el también ex guerrillero y ex monje trapense, autor de más de 200 obras que han sido traducidas a unos 30 idiomas, reiteró su esperanza en los jóvenes —“la nueva generación que produce la evolución humana”— para cambiar este estado de cosas.
Religioso impulsor, en su momento, de la teología de la liberación, Ernesto Cardenal Martínez, nacido en Granada, Nicaragua, en 1925 (el 20 de enero cumplirá 82 años), reitera su idea de una “Iglesia revolucionaria” que defienda a los pobres y a los oprimidos (“La única lucha válida es la lucha por los pobres y los oprimidos”, señala) y externa su solidaridad con el movimiento zapatista y la otra campaña, a la cual considera “lo más impactante que tiene ahora México”.
También anunció que trabaja en una obra que recopilará la vida del misionero español Vasco de Quiroga (1470-1565), conocido como Tata Vasco (“Tata es igual a papá y así le decían los indios a Dios”, acota), quien conquistó los corazones de los indígenas de Michoacán y demostró que en los hechos es posible la utopía de Tomás Moro.
De pantalón de mezclilla, sencilla camisa blanca, sandalias negras y su infaltable boina negra, el poeta nicaragüense evita abundar en los problemas concretos de México.
“Yo no escucho mucho de México ni de ninguna cosa en el extranjero, porque hay desinformación con respecto a México, con respecto a Nicaragua y con respecto a todo, y con respecto a las revoluciones, más todavía.
“Tiene uno que informarse de otra manera. Yo me he informado en forma personal en México porque he venido a México y he conversado. La vez pasada estuve en Hermosillo, donde tuve el honor de que me visitara el subcomandante Marcos y clausurara un encuentro internacional que teníamos en Sonora. Tengo gran admiración por Marcos y me parece que lo más impactante que tiene ahora México es la otra campaña.”
¿Y por qué considera impactante la otra campaña?
—Es muy original desde su nacimiento, en el siglo pasado, como la última revolución del siglo XX y la primera del XXI, una revolución además, pacífica, lo que parece una paradoja. Con pocas armas, y algunas eran de palo, y que se desarmó como a los 15 días más o menos. Yo escribí entonces, a los pocos días del asalto a San Cristóbal de las Casas —defendiendo la acción de Marcos, porque la había atacado Daniel Ortega diciendo que no estaba de acuerdo con el método de lucha armada, que estaba de acuerdo con las metas—, entonces yo escribí rebatiéndolo con algo que se publicó en La Jornada, y el subcomandante, hace un mes, me dijo que había leído lo que yo escribí.
“El argumento de Ortega es que ya no era época para luchas armadas, y yo dije que me extrañaba de alguien que había llegado al poder, junto con otros, en la primera revolución de Nicaragua, por las armas.
“Y cité al Papa Paulo VI, que había dicho que era lícita la revolución armada cuando se trataba de una tiranía evidente y prolongada, y yo dije que si había un caso como éste era el de los zapatistas, porque los indios de Chiapas sufrían una tiranía sumamente evidente y tan prolongada que era de 500 años, y que por tanto estaba justificada la lucha armada del subcomandante Marcos.
“Era una originalidad de él (Marcos) porque no ha sido sangrienta y porque además ha sido con humor; creo que es el único político el mundo que es humorista y que es poeta también, además de otra cosa.
“Vemos que se ha abierto ahora a todos los pueblos; ya no son sólo los mayas, sino todos los indios no sólo de México, sino de América, y no sólo los indios, sino los blancos, los negros y todo mundo, todos los oprimidos, por decirlo así, o los grupos minoritarios; hasta los homosexuales, las monjas y todos.”
Entonces, ¿es válida esta lucha, es válido este método?
—Es la única válida. La única lucha válida es la lucha por los pobres y los oprimidos; oprimidos de toda clases como es la revolución de Jesús, que eran los pobres, los enfermos, los niños, que entonces eran también oprimidos, y las mujeres que han estado oprimidas, y los pecadores que abarcaban a todos, menos a los ricos, a los poderosos, a los orgullosos, a los engreídos.
¿Los partidos políticos no pueden encauzar esta lucha?
—No, el pueblo ya no cree en los partidos políticos; está descorazonado, decepcionado de los partidos, de los líderes y de las ideologías; entonces hay que buscar otra cosa. Esas reuniones multitudinarias de los jóvenes en las grandes ciudades, de miles y miles con el clamor de ‘otro mundo es posible’, es una nueva revolución que está habiendo ahora, electrónica principalmente, porque se reúnen a la velocidad de la electrónica.
¿Existe en los jóvenes este ánimo, el idealismo, el pensar en los demás?
—Como nunca. Yo me pongo a pensar cómo era la juventud como la mía, no teníamos preocupaciones de ninguna clase. En Nicaragua, pues a lo mejor cambiar a Somoza, pero ninguna otra, ni siquiera cambiar de sistema político y económico. Los jóvenes teníamos sentimientos egoístas.
“Además de las monstruosidades, que cada vez son más grandes, pero al mismo tiempo la solidaridad es más grande; además de toda la destrucción del planeta, también hay preocupación ecológica en el mundo entero cada vez mayor, y ésa es la esperanza de todos.
“La esperanza son los jóvenes, la nueva generación que produce la evolución humana, que es parte de la evolución del planeta y del universo. Hacia algo vamos.
La comunidad ideal que usted pensó, ¿aún es posible?
—La única sociedad posible es el socialismo. No hay más que capitalismo y socialismo. El capitalismo es el egoísmo, lo cual es antihumano, y el socialismo es lo comunitario y lo solidario, lo cual es realmente humano porque la naturaleza humana es esencialmente solidaria. Es por cooperación que nosotros hemos llegado a ser humanos; la cooperación es la que nos hizo humanos, la que nos seguirá haciendo humanos o nos va a deshumanizar si seguimos con el capitalismo desenfrenado que hay.
La Iglesia parece que ha abandonado estos ideales…
— ¿Cuál Iglesia? ¡La Iglesia es el pueblo de Dios! ¡La Iglesia no es la jerarquía, la jerarquía es otra cosa! El papa Pío XII, que era conservador, mejor dicho reaccionario, sin embargo dijo que la Iglesia eran los seglares y que la jerarquía era para servir a los seglares. Sobre este punto, Ernesto Cardenal adelanta que trabaja en la vida del obispo michoacano Vasco de Quiroga, uno de los pocos que han demostrado que es posible una sociedad ideal.
“Ni Tomás Moro pensó nunca que podría realizarse, ni Platón pensó tampoco que su República podía realizarse y entonces este originalísimo Vasco de Quiroga pensó que ese sistema era para el Nuevo Mundo. Su obra duró 200 años y ahí todavía los indios en México lo recuerdan con el nombre de Tata Vasco; tata significa papá, que también es el título que se le daba a Dios.” (Tomado de La Ventana)
viernes, 4 de enero de 2008
LA MUERTE DE LISANDRO OTERO
Exactamente cuarenta y nueve años después de haber difundido quizás la noticia más importante de su carrera periodística, Lisandro Otero murió la noche del pasado 3 de enero con el crédito de ser autor de una obra donde convivieron sin estorbarse la literatura y el periodismo.
Temprano en la mañana del 1 de enero de 1959, Otero abrió el canal 12 de la Televisión cubana con la noticia de que el dictador Fulgencio Batista se había fugado del país esa madrugada. Era entonces un periodista con cierta experiencia en la revista Bohemia y autor de un libro de cuentos titulado Tabaco para un jueves santo. Nacido en 1932 en la Habana, estudió en la escuela de periodismo Manuel Márquez Sterling entre 1950 y 1954, filosofía en la Universidad de La Habana y de 1954 a 1956 siguió cursos en La Sorbona.
A partir del triunfo de la Revolución, Otero compartió funciones de dirección en medios de prensa, entre ellos el suplemento cultural Lunes de Revolución y las revistas Cuba y Revolución y Cultura. Sirvió como diplomático en Londres y en Santiago de Chile y fue además vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura. En los años más recientes ejerció hasta su muerte como director de la Academia Cubana de la Lengua, correspondiente de la Española. Paralelamente, incluso mezclando experiencia y escritura fue desarrollando una obra narrativa que incluyó libros de reportajes como ZDA, En busca de Viet Nam y Razón y fuerza de Chile. Entre sus novelas sobresalen dos obras maestras, la noveleta Pasión de Urbino, en la que abordó audazmente la vida sexual de un clérigo, y Temporada de ángeles, un fresco sobre la revolución inglesa en la que se advierte, aparte de la exacta y viva reconstrucción de la corte londinense del siglo XVII, un lenguaje tan precisa y artísticamente organizado que la convierten en una de las novelas de más alto nivel estilístico en la literatura cubana. La situación –premio de la Casa de las Américas en 1963-En ciudad semejante, El árbol de la vida y Bolero, son otros de sus títulos que, en conjunto, fueron traducidos a 15 idiomas.
Lo más singular de Lisandro Otero radica en que hasta sus últimos días ejerció el periodismo. En 2006 publicó un volumen con las crónicas y reportajes publicados en medios de América Latina y Europa en la última década. Con esos textos – recogidos bajo el título de Avisos de ocasión- que se afiliaban unas veces al periodismo literario mediante la fluidez narrativa y otras a través del ensayo y la crónica, Otero mostraba su profunda cultura y, en particular, su dominio noticioso de la actualidad.
En una entrevista concedida al autor de esta nota meses antes de fallecer, Otero confirmó que había comenzado a escribir bajo la influencia de la literatura estadounidense moderna. “Antes había experimentado la influencia de los españoles de la Generación del 98 y la omnisciencia del autor, legado del siglo XIX, se me introdujo en el discurso literario. Tuve que hacer un esfuerzo para sacudir al autor-dios y darle entrada al observador objetivo y aparentemente desapasionado. Describir como un testigo y no involucrarme como un protagonista más, esa fue la primera enseñanza de aquellos escritores, que abandoné después, cuando comencé a leer intensamente a los franceses, especialmente Stendhal y Flaubert.
Entre los norteamericanos que leyó enumeró a “maestros como Hemingway, Dos Passos, Faulkner, John Steinbeck, William Saroyan, Erskine Caldwell, James T. Farrell, Thomas Wolfe… Más tarde vinieron otros: Norman Mailer, Carson McCullers, John O´Hara, Truman Capote, Gore Vidal”.
Más evidente fue la influencia norteamericana en su periodismo, sobre todo en tu modo asumir el tema mediante datos informativos que van directo al interés de los lectores. “El periodismo norteamericano –reconoció- descansa principalmente en la compilación de datos corroborados y de ahí surge la reflexión y el razonamiento propios. Primero, los hechos, luego, el análisis. Ese es el estilo que uso, aunque cuando llegó el llamado “nuevo periodismo” de Tom Wolfe, la mezcla de elementos narrativos, descriptivos y ambientales con la trascripción informativa encontré que yo había estado haciendo eso desde hacía tiempo”.
The New York Times le sirvió como de sus modelos principales. “A pesar de su falta de ética, como lo demostró en sus informaciones sobre la invasión de Irak, sus notas periodísticas son, técnicamente, magistrales”.
Lisandro Otero murió con el reconocimiento oficial al ser honrado en 2002, con el Premio Nacional de Literatura. Era también un autor acatado por los lectores, y su obra, no obstante cualquier arista controvertible, ha de figurar por sus calidades estéticas y sus valores humanos como una de las más sólidas y respetables de la literatura cubana escrita durante la Revolución y de la lengua.
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