Por Luis Sexto
En esta columna hace falta habitualmente una palanca para impulsar el tema: una duda, una pregunta, una carta… Hoy un refrán llega en mi ayuda. Y no es desdeñable ese apoyo, porque los refranes componen el envase popular del conocimiento sobre las relaciones humanas. Son como cápsulas de sabiduría, o experiencia encapsulada. Bueno, hasta aquí lo sabido. El refrán que elijo afirma que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. O de buenos esfuerzos, sugeriría yo.
De modo que ya podemos ver cómo puedo retomar recientes reflexiones sobre la calidad, partiendo de esa frase que ha venido a justificar muchos actos fallidos. Hago mi mejor esfuerzo, decimos cuando alguien nos reprocha lo endeble de nuestro trabajo, o los escasos o pobres resultados que se derivan de nuestros actos.
Hace dos o tres años, escribía sobre la emulación socialista y me referí a que era práctica común, en ciertos centros laborales, exaltar las buenas intenciones del que se quedaba corto. En un certamen literario, añadía aproximadamente entonces, no se premia al libro con más páginas, sino el mejor escrito. En la carrera de los 100 metros, gana el que llega primero a la meta, no el que llegó último con la lengua afuera. Y, a propósito, el difunto doctor Mazorra, especialista en medicina deportiva y corredor en su juventud, realizó la carrera de velocidad más lenta en unas Olimpiadas: llegó último en una sola pierna. Se había lastimado al arrancar y no salió de la pista; siguió y terminó “a la cojita”. Pero él lo contaba como una evidencia de su espíritu competitivo; en cambio, de su “record negativo” en Helsinki no quería oír hablar.
Parece, en suma, que no todos somos tan leales a la verdad y la eficacia. Y aspiramos a que sólo nuestro esfuerzo se reconozca. O, incluso, pedimos a otros que se contenten con el esfuerzo, aunque los problemas sigan vigentes. Quién no ve claro que solo se avanza si los esfuerzos se resuelven en obras, en soluciones y las promesas de un día alcanzan su dimensión concreta.
Digamos nuevamente, pues, que la calidad en cualquier aspecto de la vida, es un método, una filosofía de acción. Cuanto se hace o se fabrica y no resulta, no sirve. Es pura chatarra. O cáscara de caña. Recordemos aquellos años de las industrias locales. Cuántos millones de pesos producidos venían triunfalmente en informes y arengas. Pero, por lo general esos valores permanecían en las tiendas o los almacenes sin que nadie los comprara, por una razón evidente: carecían de calidad, no solo en su confección, sino en el uso: nadie –digo un tanto exageradamente- sabía para qué podían utilizarse aquellos artículos.
La sociedad no puede seguir cayendo en esa trampa. Parecemos como un camión atascado que acelera sobre el barro y no se mueve. Seamos sinceros con nosotros mismos. La calidad es todavía una deuda. Y uno, como ciudadano politizado, comprende ciertas insuficiencias o deficiencias. Otras, sin embargo, no las comprende. Como entender, por ejemplo, que en los CUPET no haya agua destilada ni para los acumuladores que se compran allí mismo. Tengo más ejemplos. Pero no más espacio… a pesar de mi esfuerzo
viernes, 30 de octubre de 2009
miércoles, 28 de octubre de 2009
CONVERSACIONES CON CHACÓN Y CALVO

Por Luis Sexto
Uno de nuestros últimos humanistas
Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos. Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.
Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales, tierna, grácil evocación de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.
Me acuerdo en particular de una de sus críticas. Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”. Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado en su vida: se ha muerto”.
La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza- era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja.
En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.
Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María. La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”
La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952, Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.
En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente, Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.
Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.
Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos. Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.
Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales, tierna, grácil evocación de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.
Me acuerdo en particular de una de sus críticas. Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”. Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado en su vida: se ha muerto”.
La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza- era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja.
En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.
Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María. La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”
La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952, Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.
En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente, Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.
Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.
domingo, 25 de octubre de 2009
PALABRAS CLAVES
Por Luis Sexto
Una lectora me envió un mensaje en el que usa dos palabras a mi entender claves: flexible y extremo. Es decir, deducía ella que para lograr un enfoque constructivo de las relaciones laborales y, por extensión, de las sociales, las actitudes inflexibles y extremas son contraproducentes.
Varios mensajes entraron en mi bandeja esta semana para intentar proseguir un debate, cuyos términos, lamentablemente, deben quedar en el único sitio posible: el correo del periodista, porque no dispongo de espacio para publicarlos. Entre las dos o tres ideas primordiales de una de mis notas recientes, una gozaba del mayor énfasis, aunque no del mayor espacio: el enfoque constructivo en nuestros juicios sobre la realidad. Suelen obrar así las técnicas del periodista, cuyo acierto radica en salir a la circulación, para dispersar la inquietud que conduce a pensar, y no quedarse en blanco o a medias por un ímpetu excesivo y, por tanto, inconveniente.
La lectora convoca a ser flexibles, esto es, a mirar la realidad desde una posición realista. Ella, cuyo nombre no transcribo, pues no le pedí permiso, dice, al final de su mensaje, luego de enumerar una cantidad de dificultades del ciudadano común, relacionadas con el transporte, la hora de entrada en los centros de trabajo y los horarios de las oficinas públicas- obstáculos todos que limitan el cumplimiento estricto de la disciplina laboral-: “No tengo dudas de que sí las cosas no son de otra manera, por gusto no ha de ser; por tanto, una de cal y otra de arena: sean flexibles para compensar los déficit, ello sin caer en los extremos que siempre son malos. En fin hay tela por donde cortar con este tema de forma constructiva y sin renunciar a todo lo bueno que una sociedad socialista brinda.”
Lo veo claramente. Si a veces echamos de menos el enfoque constructivo en la solución de nuestros problemas, me parece que puede responder a una total falta de flexibilidad. Vemos la vida de modo absoluto, irremovible, rígido, porque las cosas han de ser como dice la teoría, o como deseamos que sean, aunque se maltrate a la teoría y a la práctica. Olvidamos, desde luego, que hay deseos imposibles de conseguir en determinados momentos, y que aplazarlos hasta tanto concurran las condiciones que lo propicien es un acto de racionalidad. El ciclón derriba los árboles que se le resisten; los que se joroban, se flexionan, suelen permanecer erguidos después que pasan los vientos.
Una antigua raíz de política, remite el origen de la palabra a “polis” –ciudad en griego-, y por tanto un significado inicial establecería que la política es la ciencia que se ocupa de los asuntos de la “polis”. ¿Ciencia? Sí, y también arte, delicado arte que necesariamente no implica esa otra palabra que menciona la lectora: extremos o extremismo. Hace poco le dije a un amigo muy querido que a veces era preferible el medio. Y él, muy apurado, me dijo que Dante había colocado, en uno de los lugares más calientes del Infierno, a aquellos que no tomaban partido. Le repliqué diciéndole que el filósofo chino Lao Tse, tal vez más profundo que el Dante, definió que el medio no era una posición, sino la lucha por no irse a uno de los extremos.
El enfoque constructivo -que rechaza suponer que todos somos culpables hasta tanto demostremos nuestra inocencia, sino todo lo contrario- lleva dos ingredientes que aclaran y precisan la imagen en sus cristales: la flexibilidad y el equilibrio. Ni tanto para allá, ni tanto para acá. En lo justo, que es lo posible. Y hacer lo posible es lo racional. Y todo lo racional es responsable. Y realista, digo adecuando la frase de un filósofo de los de verdad.
Una lectora me envió un mensaje en el que usa dos palabras a mi entender claves: flexible y extremo. Es decir, deducía ella que para lograr un enfoque constructivo de las relaciones laborales y, por extensión, de las sociales, las actitudes inflexibles y extremas son contraproducentes.
Varios mensajes entraron en mi bandeja esta semana para intentar proseguir un debate, cuyos términos, lamentablemente, deben quedar en el único sitio posible: el correo del periodista, porque no dispongo de espacio para publicarlos. Entre las dos o tres ideas primordiales de una de mis notas recientes, una gozaba del mayor énfasis, aunque no del mayor espacio: el enfoque constructivo en nuestros juicios sobre la realidad. Suelen obrar así las técnicas del periodista, cuyo acierto radica en salir a la circulación, para dispersar la inquietud que conduce a pensar, y no quedarse en blanco o a medias por un ímpetu excesivo y, por tanto, inconveniente.
La lectora convoca a ser flexibles, esto es, a mirar la realidad desde una posición realista. Ella, cuyo nombre no transcribo, pues no le pedí permiso, dice, al final de su mensaje, luego de enumerar una cantidad de dificultades del ciudadano común, relacionadas con el transporte, la hora de entrada en los centros de trabajo y los horarios de las oficinas públicas- obstáculos todos que limitan el cumplimiento estricto de la disciplina laboral-: “No tengo dudas de que sí las cosas no son de otra manera, por gusto no ha de ser; por tanto, una de cal y otra de arena: sean flexibles para compensar los déficit, ello sin caer en los extremos que siempre son malos. En fin hay tela por donde cortar con este tema de forma constructiva y sin renunciar a todo lo bueno que una sociedad socialista brinda.”
Lo veo claramente. Si a veces echamos de menos el enfoque constructivo en la solución de nuestros problemas, me parece que puede responder a una total falta de flexibilidad. Vemos la vida de modo absoluto, irremovible, rígido, porque las cosas han de ser como dice la teoría, o como deseamos que sean, aunque se maltrate a la teoría y a la práctica. Olvidamos, desde luego, que hay deseos imposibles de conseguir en determinados momentos, y que aplazarlos hasta tanto concurran las condiciones que lo propicien es un acto de racionalidad. El ciclón derriba los árboles que se le resisten; los que se joroban, se flexionan, suelen permanecer erguidos después que pasan los vientos.
Una antigua raíz de política, remite el origen de la palabra a “polis” –ciudad en griego-, y por tanto un significado inicial establecería que la política es la ciencia que se ocupa de los asuntos de la “polis”. ¿Ciencia? Sí, y también arte, delicado arte que necesariamente no implica esa otra palabra que menciona la lectora: extremos o extremismo. Hace poco le dije a un amigo muy querido que a veces era preferible el medio. Y él, muy apurado, me dijo que Dante había colocado, en uno de los lugares más calientes del Infierno, a aquellos que no tomaban partido. Le repliqué diciéndole que el filósofo chino Lao Tse, tal vez más profundo que el Dante, definió que el medio no era una posición, sino la lucha por no irse a uno de los extremos.
El enfoque constructivo -que rechaza suponer que todos somos culpables hasta tanto demostremos nuestra inocencia, sino todo lo contrario- lleva dos ingredientes que aclaran y precisan la imagen en sus cristales: la flexibilidad y el equilibrio. Ni tanto para allá, ni tanto para acá. En lo justo, que es lo posible. Y hacer lo posible es lo racional. Y todo lo racional es responsable. Y realista, digo adecuando la frase de un filósofo de los de verdad.
jueves, 22 de octubre de 2009
HUYE DE LOS PROBLEMAS

Por Luis Sexto
Primero, una definición. La felicidad, qué es. Según esta frase, eso: ausencia de problemas. Placidez en el calendario, día plano y pleno. Complacencia por que la aguja de la vida traza una raya sin arrugas. Todo va bien...Huye de los problemas. Claro, la recomendación no es tan absoluta como alardea. Hay problemas que nos asedian inevitablemente. Llegan sin invitación. En cuentas realistas y redondas, existen tres tipos de problemas: los que nunca tendrán solución; los que conceden espacio a la solución. Y los que uno no quiere solucionar.
Evidentemente, la frase enruta su imperativo hacia un nirvana acomodaticio. Si ignoras el problema, el problema no existirá. Y no permitas que nadie lo descubra, lo devele, lo recuerde. Acude a esa excusa incontestable: no nos desviemos; este no es el momento; más tarde, en otra ocasión, convocaremos una asamblea para analizarlo. O si estás en tu casa, di campantemente: otro día conversamos; ahora estoy muy cansado. Y la rotura de la ventana perdurará, o la lámpara continuará ciega. Y la maquinaria puesta en el patio de la fábrica, a la intemperie, proseguirá su paso hacia el deterioro, y el camión o permanecerá abandonado en aquel parqueo lejano, con los neumáticos podridos de tanto aguardar.
Y quién duda que alguna vez no hayamos actuado así: emulando al avestruz. Usted mismo; yo. ¿Y acaso no hemos sentido tirria por ese compañero que cada vez que se nos aparea acude a una lista de problemas envejecidos? Chico, cará, cuándo vas a entrar en esta oficina con las manos limpias. Con una sonrisa de felicidad. Y el reproche se justifica. Porque a nadie le gusta que lo estén importunando con la letanía de que aquel problema sigue con la oreja enhiesta esperando oír una decisión resolutoria.
En efecto, a tales sujetos les molesta que le recuerden que lo que se niegan a aceptar, lo que para ellos no existe, lata, persevere en su ser. Son los complacidos y complacientes de plantilla. Ah, y no los llames burócratas, o irresponsables, ni siquiera “felicianos”. ¿Feliciano yo, que me mato preocupándome por que nadie se preocupe? ¿Burócrata yo, tan flexible, tan amplio, tan tolerante; yo, que le doy tanto tiempo a la gente y a las cosas?
Esa actitud es, en sí misma, un problema. Y tiene su antídoto en otra frase, pero de signo positivo: no convivas con los problemas, no les permitas alcanzar la mayoría de edad. No puede crecer en armonía una familia cuyos problemas se aplacen cotidianamente. Ni organismo económico, productivo, social o político que prospere o ejerza cabalmente su papel o logre su objeto metiendo los problemas, o un solo problema, en el almacén de desechos. Un problema presuntamente desconocido posee un efecto de multiplicación. Es el mismo problema pendiente en la conciencia de cuantos exigen o esperan la solución. Lo político, lo eficiente, lo racional, implica el resolver problemas, no el crearlos.
En fin, en el fondo del problema se aprecia un equívoco. La felicidad no es el lugar donde no habitan problemas. Marx lo intuyó con vocación romántica y realista a la vez: “La felicidad está en la lucha.” La felicidad es eso: probarse ante los problemas. Sin fragmentarse. Séneca, el filósofo español en la Roma imperial, lo barruntó en una de sus epístolas a Lucilo. Le dijo: desgraciado el hombre que no tenga dificultades.
Evidentemente, la frase enruta su imperativo hacia un nirvana acomodaticio. Si ignoras el problema, el problema no existirá. Y no permitas que nadie lo descubra, lo devele, lo recuerde. Acude a esa excusa incontestable: no nos desviemos; este no es el momento; más tarde, en otra ocasión, convocaremos una asamblea para analizarlo. O si estás en tu casa, di campantemente: otro día conversamos; ahora estoy muy cansado. Y la rotura de la ventana perdurará, o la lámpara continuará ciega. Y la maquinaria puesta en el patio de la fábrica, a la intemperie, proseguirá su paso hacia el deterioro, y el camión o permanecerá abandonado en aquel parqueo lejano, con los neumáticos podridos de tanto aguardar.
Y quién duda que alguna vez no hayamos actuado así: emulando al avestruz. Usted mismo; yo. ¿Y acaso no hemos sentido tirria por ese compañero que cada vez que se nos aparea acude a una lista de problemas envejecidos? Chico, cará, cuándo vas a entrar en esta oficina con las manos limpias. Con una sonrisa de felicidad. Y el reproche se justifica. Porque a nadie le gusta que lo estén importunando con la letanía de que aquel problema sigue con la oreja enhiesta esperando oír una decisión resolutoria.
En efecto, a tales sujetos les molesta que le recuerden que lo que se niegan a aceptar, lo que para ellos no existe, lata, persevere en su ser. Son los complacidos y complacientes de plantilla. Ah, y no los llames burócratas, o irresponsables, ni siquiera “felicianos”. ¿Feliciano yo, que me mato preocupándome por que nadie se preocupe? ¿Burócrata yo, tan flexible, tan amplio, tan tolerante; yo, que le doy tanto tiempo a la gente y a las cosas?
Esa actitud es, en sí misma, un problema. Y tiene su antídoto en otra frase, pero de signo positivo: no convivas con los problemas, no les permitas alcanzar la mayoría de edad. No puede crecer en armonía una familia cuyos problemas se aplacen cotidianamente. Ni organismo económico, productivo, social o político que prospere o ejerza cabalmente su papel o logre su objeto metiendo los problemas, o un solo problema, en el almacén de desechos. Un problema presuntamente desconocido posee un efecto de multiplicación. Es el mismo problema pendiente en la conciencia de cuantos exigen o esperan la solución. Lo político, lo eficiente, lo racional, implica el resolver problemas, no el crearlos.
En fin, en el fondo del problema se aprecia un equívoco. La felicidad no es el lugar donde no habitan problemas. Marx lo intuyó con vocación romántica y realista a la vez: “La felicidad está en la lucha.” La felicidad es eso: probarse ante los problemas. Sin fragmentarse. Séneca, el filósofo español en la Roma imperial, lo barruntó en una de sus epístolas a Lucilo. Le dijo: desgraciado el hombre que no tenga dificultades.
martes, 20 de octubre de 2009
¿QUIÉN SE LO DICE A SARAMAGO?
Por Luis Sexto
Ciertas personas no leen, sino releen. La observación pertenece a una de las crónicas también en primera persona de Gabriel García Márquez –hechas de sus vivencias y sentencias. Y José Soler Puig lo corroboró cuando, mientras lo entrevistaba tal vez en 1988, me advirtió:
-No me preguntes qué estoy leyendo; ya solo releo.
No le pregunté qué releía. Ni tampoco sobre qué estaba escribiendo. Habitualmente los escritores escriben. Dudo de que tengan algún período seco, o asuman un cíclico “tiempo muerto”. Escriben aunque después quemen, trituren o borren. Porque escribir sin haber despejado previamente la ruta, la esencia, la raíz, el itinerario y el fin del discurso, equivale a tirar el anzuelo en aguas contaminadas donde no suelen coletear peces, salvo algún sábalo, especie que asoma la nariz por entre la nata pestífera para pedir oxígeno. Y un sábalo podría ser una frase afortunada, o una idea luminiscente, que tiente, como carnada, la revelación del tema oculto bajo una momentánea sequedad del intelecto. Alguien pedía -¿Hemingway?- que la inspiración lo alcanzara trabajando; esto es, echando el anzuelo.
Pero el problema sería saber por qué uno relee y qué relee. ¿O primeramente habrá que elucidar por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? La relectura se desprende de la lectura. Hoy, a pesar de que los secretos de la intimidad humana flotan en los gases cibernéticos, me parece que los pronósticos sobre asuntos tan personales yerran con más frecuencia que antes. Algunos juglares catastrofistas vocean: Ya nadie lee cuentos. O solo novelas de 300 páginas. La poesía tampoco se vende... Y sin embargo, las editoriales, las más sólidas, prosiguen publicando cuentos y poesía, y novelas breves. Y la crítica se entretiene en comentar y promover estos libros, según muestran las páginas cristalinas de la net.
También publican lo inservible. Lo de poco rigor, aunque de mayor lubricidad. Mas el mercado y la moda son falibles consejeros en estos enigmas de la cultura. Recientemente un estudiante de periodismo me confesaba su frustración cuando, al leer sus cuentos de índole realista en un taller literario, la réplica negativa del auditorio se abroqueló en un superficial “ya no se escribe así”, porque estamos en la postmodernidad. Y lo que se estila, de acuerdo con tal concepto, consiste en lustrosos párrafos vacíos de emoción, y carentes de enjundia humana, con el uso del sexo como espectáculo... No se trata de contar una historia; más bien de abolirla. ¿Y quién le sugiere a Saramago que como él escribe, actualmente no se escribe?
Tampoco se trata de invalidar las formas y los preceptos literarios postmodernos. Inquieta, en cambio, que los danzarines de la nueva estética pretendan levantar una carpa gigantesca donde solo se cobijen ellos excluyendo la diversidad de autores y líneas. Porque, al cabo, hay multiplicidad de lectores. Por ello ciertos lectores releen; prefieren lo conocido aceptable al albur de lo ignoto o dudoso. Y si segundas partes nunca son buenas, las relecturas son, por el contrario, comúnmente útiles; suelen bojear, descubrir los entrantes y salientes que no miró el develamiento asombrado, o prejuiciado, de la primera vez. Unamuno, a quien al principio de sus jornadas ensayísticas le reprochaban el estilo distinto, trabajado, creativo, no cedió a las demandas de los facilistas. Continuó escribiendo como sabía y quería confiando, al igual que Sthendal con El rojo y el negro, en ganarse el derecho a la relectura.
Un año antes que a Soler Puig, pregunté a una autora, tan carismática y célebre entonces como ahora, por el título que leía en esos momentos. Un entrevistador no tiene otra opción que acudir a ese tópico como al de cuándo y dónde nació. Los libros que lee también definen a un entrevistado. Y ella, cuyo nombre silencio -quizás ya no suscriba esa respuesta-, contestó:
-A Einstein y los físicos modernos.
Ciertas personas no leen, sino releen. La observación pertenece a una de las crónicas también en primera persona de Gabriel García Márquez –hechas de sus vivencias y sentencias. Y José Soler Puig lo corroboró cuando, mientras lo entrevistaba tal vez en 1988, me advirtió:
-No me preguntes qué estoy leyendo; ya solo releo.
No le pregunté qué releía. Ni tampoco sobre qué estaba escribiendo. Habitualmente los escritores escriben. Dudo de que tengan algún período seco, o asuman un cíclico “tiempo muerto”. Escriben aunque después quemen, trituren o borren. Porque escribir sin haber despejado previamente la ruta, la esencia, la raíz, el itinerario y el fin del discurso, equivale a tirar el anzuelo en aguas contaminadas donde no suelen coletear peces, salvo algún sábalo, especie que asoma la nariz por entre la nata pestífera para pedir oxígeno. Y un sábalo podría ser una frase afortunada, o una idea luminiscente, que tiente, como carnada, la revelación del tema oculto bajo una momentánea sequedad del intelecto. Alguien pedía -¿Hemingway?- que la inspiración lo alcanzara trabajando; esto es, echando el anzuelo.
Pero el problema sería saber por qué uno relee y qué relee. ¿O primeramente habrá que elucidar por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? La relectura se desprende de la lectura. Hoy, a pesar de que los secretos de la intimidad humana flotan en los gases cibernéticos, me parece que los pronósticos sobre asuntos tan personales yerran con más frecuencia que antes. Algunos juglares catastrofistas vocean: Ya nadie lee cuentos. O solo novelas de 300 páginas. La poesía tampoco se vende... Y sin embargo, las editoriales, las más sólidas, prosiguen publicando cuentos y poesía, y novelas breves. Y la crítica se entretiene en comentar y promover estos libros, según muestran las páginas cristalinas de la net.
También publican lo inservible. Lo de poco rigor, aunque de mayor lubricidad. Mas el mercado y la moda son falibles consejeros en estos enigmas de la cultura. Recientemente un estudiante de periodismo me confesaba su frustración cuando, al leer sus cuentos de índole realista en un taller literario, la réplica negativa del auditorio se abroqueló en un superficial “ya no se escribe así”, porque estamos en la postmodernidad. Y lo que se estila, de acuerdo con tal concepto, consiste en lustrosos párrafos vacíos de emoción, y carentes de enjundia humana, con el uso del sexo como espectáculo... No se trata de contar una historia; más bien de abolirla. ¿Y quién le sugiere a Saramago que como él escribe, actualmente no se escribe?
Tampoco se trata de invalidar las formas y los preceptos literarios postmodernos. Inquieta, en cambio, que los danzarines de la nueva estética pretendan levantar una carpa gigantesca donde solo se cobijen ellos excluyendo la diversidad de autores y líneas. Porque, al cabo, hay multiplicidad de lectores. Por ello ciertos lectores releen; prefieren lo conocido aceptable al albur de lo ignoto o dudoso. Y si segundas partes nunca son buenas, las relecturas son, por el contrario, comúnmente útiles; suelen bojear, descubrir los entrantes y salientes que no miró el develamiento asombrado, o prejuiciado, de la primera vez. Unamuno, a quien al principio de sus jornadas ensayísticas le reprochaban el estilo distinto, trabajado, creativo, no cedió a las demandas de los facilistas. Continuó escribiendo como sabía y quería confiando, al igual que Sthendal con El rojo y el negro, en ganarse el derecho a la relectura.
Un año antes que a Soler Puig, pregunté a una autora, tan carismática y célebre entonces como ahora, por el título que leía en esos momentos. Un entrevistador no tiene otra opción que acudir a ese tópico como al de cuándo y dónde nació. Los libros que lee también definen a un entrevistado. Y ella, cuyo nombre silencio -quizás ya no suscriba esa respuesta-, contestó:
-A Einstein y los físicos modernos.
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