Por Luis Sexto
En esta columna hace falta habitualmente una palanca para impulsar el tema: una duda, una pregunta, una carta… Hoy un refrán llega en mi ayuda. Y no es desdeñable ese apoyo, porque los refranes componen el envase popular del conocimiento sobre las relaciones humanas. Son como cápsulas de sabiduría, o experiencia encapsulada. Bueno, hasta aquí lo sabido. El refrán que elijo afirma que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. O de buenos esfuerzos, sugeriría yo.
De modo que ya podemos ver cómo puedo retomar recientes reflexiones sobre la calidad, partiendo de esa frase que ha venido a justificar muchos actos fallidos. Hago mi mejor esfuerzo, decimos cuando alguien nos reprocha lo endeble de nuestro trabajo, o los escasos o pobres resultados que se derivan de nuestros actos.
Hace dos o tres años, escribía sobre la emulación socialista y me referí a que era práctica común, en ciertos centros laborales, exaltar las buenas intenciones del que se quedaba corto. En un certamen literario, añadía aproximadamente entonces, no se premia al libro con más páginas, sino el mejor escrito. En la carrera de los 100 metros, gana el que llega primero a la meta, no el que llegó último con la lengua afuera. Y, a propósito, el difunto doctor Mazorra, especialista en medicina deportiva y corredor en su juventud, realizó la carrera de velocidad más lenta en unas Olimpiadas: llegó último en una sola pierna. Se había lastimado al arrancar y no salió de la pista; siguió y terminó “a la cojita”. Pero él lo contaba como una evidencia de su espíritu competitivo; en cambio, de su “record negativo” en Helsinki no quería oír hablar.
Parece, en suma, que no todos somos tan leales a la verdad y la eficacia. Y aspiramos a que sólo nuestro esfuerzo se reconozca. O, incluso, pedimos a otros que se contenten con el esfuerzo, aunque los problemas sigan vigentes. Quién no ve claro que solo se avanza si los esfuerzos se resuelven en obras, en soluciones y las promesas de un día alcanzan su dimensión concreta.
Digamos nuevamente, pues, que la calidad en cualquier aspecto de la vida, es un método, una filosofía de acción. Cuanto se hace o se fabrica y no resulta, no sirve. Es pura chatarra. O cáscara de caña. Recordemos aquellos años de las industrias locales. Cuántos millones de pesos producidos venían triunfalmente en informes y arengas. Pero, por lo general esos valores permanecían en las tiendas o los almacenes sin que nadie los comprara, por una razón evidente: carecían de calidad, no solo en su confección, sino en el uso: nadie –digo un tanto exageradamente- sabía para qué podían utilizarse aquellos artículos.
La sociedad no puede seguir cayendo en esa trampa. Parecemos como un camión atascado que acelera sobre el barro y no se mueve. Seamos sinceros con nosotros mismos. La calidad es todavía una deuda. Y uno, como ciudadano politizado, comprende ciertas insuficiencias o deficiencias. Otras, sin embargo, no las comprende. Como entender, por ejemplo, que en los CUPET no haya agua destilada ni para los acumuladores que se compran allí mismo. Tengo más ejemplos. Pero no más espacio… a pesar de mi esfuerzo
viernes, 30 de octubre de 2009
miércoles, 28 de octubre de 2009
CONVERSACIONES CON CHACÓN Y CALVO
Por Luis Sexto
Uno de nuestros últimos humanistas
Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos. Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.
Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales, tierna, grácil evocación de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.
Me acuerdo en particular de una de sus críticas. Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”. Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado en su vida: se ha muerto”.
La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza- era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja.
En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.
Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María. La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”
La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952, Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.
En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente, Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.
Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.
Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos. Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.
Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales, tierna, grácil evocación de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.
Me acuerdo en particular de una de sus críticas. Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”. Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado en su vida: se ha muerto”.
La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza- era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja.
En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.
Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María. La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”
La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952, Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.
En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente, Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.
Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.
domingo, 25 de octubre de 2009
PALABRAS CLAVES
Por Luis Sexto
Una lectora me envió un mensaje en el que usa dos palabras a mi entender claves: flexible y extremo. Es decir, deducía ella que para lograr un enfoque constructivo de las relaciones laborales y, por extensión, de las sociales, las actitudes inflexibles y extremas son contraproducentes.
Varios mensajes entraron en mi bandeja esta semana para intentar proseguir un debate, cuyos términos, lamentablemente, deben quedar en el único sitio posible: el correo del periodista, porque no dispongo de espacio para publicarlos. Entre las dos o tres ideas primordiales de una de mis notas recientes, una gozaba del mayor énfasis, aunque no del mayor espacio: el enfoque constructivo en nuestros juicios sobre la realidad. Suelen obrar así las técnicas del periodista, cuyo acierto radica en salir a la circulación, para dispersar la inquietud que conduce a pensar, y no quedarse en blanco o a medias por un ímpetu excesivo y, por tanto, inconveniente.
La lectora convoca a ser flexibles, esto es, a mirar la realidad desde una posición realista. Ella, cuyo nombre no transcribo, pues no le pedí permiso, dice, al final de su mensaje, luego de enumerar una cantidad de dificultades del ciudadano común, relacionadas con el transporte, la hora de entrada en los centros de trabajo y los horarios de las oficinas públicas- obstáculos todos que limitan el cumplimiento estricto de la disciplina laboral-: “No tengo dudas de que sí las cosas no son de otra manera, por gusto no ha de ser; por tanto, una de cal y otra de arena: sean flexibles para compensar los déficit, ello sin caer en los extremos que siempre son malos. En fin hay tela por donde cortar con este tema de forma constructiva y sin renunciar a todo lo bueno que una sociedad socialista brinda.”
Lo veo claramente. Si a veces echamos de menos el enfoque constructivo en la solución de nuestros problemas, me parece que puede responder a una total falta de flexibilidad. Vemos la vida de modo absoluto, irremovible, rígido, porque las cosas han de ser como dice la teoría, o como deseamos que sean, aunque se maltrate a la teoría y a la práctica. Olvidamos, desde luego, que hay deseos imposibles de conseguir en determinados momentos, y que aplazarlos hasta tanto concurran las condiciones que lo propicien es un acto de racionalidad. El ciclón derriba los árboles que se le resisten; los que se joroban, se flexionan, suelen permanecer erguidos después que pasan los vientos.
Una antigua raíz de política, remite el origen de la palabra a “polis” –ciudad en griego-, y por tanto un significado inicial establecería que la política es la ciencia que se ocupa de los asuntos de la “polis”. ¿Ciencia? Sí, y también arte, delicado arte que necesariamente no implica esa otra palabra que menciona la lectora: extremos o extremismo. Hace poco le dije a un amigo muy querido que a veces era preferible el medio. Y él, muy apurado, me dijo que Dante había colocado, en uno de los lugares más calientes del Infierno, a aquellos que no tomaban partido. Le repliqué diciéndole que el filósofo chino Lao Tse, tal vez más profundo que el Dante, definió que el medio no era una posición, sino la lucha por no irse a uno de los extremos.
El enfoque constructivo -que rechaza suponer que todos somos culpables hasta tanto demostremos nuestra inocencia, sino todo lo contrario- lleva dos ingredientes que aclaran y precisan la imagen en sus cristales: la flexibilidad y el equilibrio. Ni tanto para allá, ni tanto para acá. En lo justo, que es lo posible. Y hacer lo posible es lo racional. Y todo lo racional es responsable. Y realista, digo adecuando la frase de un filósofo de los de verdad.
Una lectora me envió un mensaje en el que usa dos palabras a mi entender claves: flexible y extremo. Es decir, deducía ella que para lograr un enfoque constructivo de las relaciones laborales y, por extensión, de las sociales, las actitudes inflexibles y extremas son contraproducentes.
Varios mensajes entraron en mi bandeja esta semana para intentar proseguir un debate, cuyos términos, lamentablemente, deben quedar en el único sitio posible: el correo del periodista, porque no dispongo de espacio para publicarlos. Entre las dos o tres ideas primordiales de una de mis notas recientes, una gozaba del mayor énfasis, aunque no del mayor espacio: el enfoque constructivo en nuestros juicios sobre la realidad. Suelen obrar así las técnicas del periodista, cuyo acierto radica en salir a la circulación, para dispersar la inquietud que conduce a pensar, y no quedarse en blanco o a medias por un ímpetu excesivo y, por tanto, inconveniente.
La lectora convoca a ser flexibles, esto es, a mirar la realidad desde una posición realista. Ella, cuyo nombre no transcribo, pues no le pedí permiso, dice, al final de su mensaje, luego de enumerar una cantidad de dificultades del ciudadano común, relacionadas con el transporte, la hora de entrada en los centros de trabajo y los horarios de las oficinas públicas- obstáculos todos que limitan el cumplimiento estricto de la disciplina laboral-: “No tengo dudas de que sí las cosas no son de otra manera, por gusto no ha de ser; por tanto, una de cal y otra de arena: sean flexibles para compensar los déficit, ello sin caer en los extremos que siempre son malos. En fin hay tela por donde cortar con este tema de forma constructiva y sin renunciar a todo lo bueno que una sociedad socialista brinda.”
Lo veo claramente. Si a veces echamos de menos el enfoque constructivo en la solución de nuestros problemas, me parece que puede responder a una total falta de flexibilidad. Vemos la vida de modo absoluto, irremovible, rígido, porque las cosas han de ser como dice la teoría, o como deseamos que sean, aunque se maltrate a la teoría y a la práctica. Olvidamos, desde luego, que hay deseos imposibles de conseguir en determinados momentos, y que aplazarlos hasta tanto concurran las condiciones que lo propicien es un acto de racionalidad. El ciclón derriba los árboles que se le resisten; los que se joroban, se flexionan, suelen permanecer erguidos después que pasan los vientos.
Una antigua raíz de política, remite el origen de la palabra a “polis” –ciudad en griego-, y por tanto un significado inicial establecería que la política es la ciencia que se ocupa de los asuntos de la “polis”. ¿Ciencia? Sí, y también arte, delicado arte que necesariamente no implica esa otra palabra que menciona la lectora: extremos o extremismo. Hace poco le dije a un amigo muy querido que a veces era preferible el medio. Y él, muy apurado, me dijo que Dante había colocado, en uno de los lugares más calientes del Infierno, a aquellos que no tomaban partido. Le repliqué diciéndole que el filósofo chino Lao Tse, tal vez más profundo que el Dante, definió que el medio no era una posición, sino la lucha por no irse a uno de los extremos.
El enfoque constructivo -que rechaza suponer que todos somos culpables hasta tanto demostremos nuestra inocencia, sino todo lo contrario- lleva dos ingredientes que aclaran y precisan la imagen en sus cristales: la flexibilidad y el equilibrio. Ni tanto para allá, ni tanto para acá. En lo justo, que es lo posible. Y hacer lo posible es lo racional. Y todo lo racional es responsable. Y realista, digo adecuando la frase de un filósofo de los de verdad.
jueves, 22 de octubre de 2009
HUYE DE LOS PROBLEMAS
Por Luis Sexto
Primero, una definición. La felicidad, qué es. Según esta frase, eso: ausencia de problemas. Placidez en el calendario, día plano y pleno. Complacencia por que la aguja de la vida traza una raya sin arrugas. Todo va bien...Huye de los problemas. Claro, la recomendación no es tan absoluta como alardea. Hay problemas que nos asedian inevitablemente. Llegan sin invitación. En cuentas realistas y redondas, existen tres tipos de problemas: los que nunca tendrán solución; los que conceden espacio a la solución. Y los que uno no quiere solucionar.
Evidentemente, la frase enruta su imperativo hacia un nirvana acomodaticio. Si ignoras el problema, el problema no existirá. Y no permitas que nadie lo descubra, lo devele, lo recuerde. Acude a esa excusa incontestable: no nos desviemos; este no es el momento; más tarde, en otra ocasión, convocaremos una asamblea para analizarlo. O si estás en tu casa, di campantemente: otro día conversamos; ahora estoy muy cansado. Y la rotura de la ventana perdurará, o la lámpara continuará ciega. Y la maquinaria puesta en el patio de la fábrica, a la intemperie, proseguirá su paso hacia el deterioro, y el camión o permanecerá abandonado en aquel parqueo lejano, con los neumáticos podridos de tanto aguardar.
Y quién duda que alguna vez no hayamos actuado así: emulando al avestruz. Usted mismo; yo. ¿Y acaso no hemos sentido tirria por ese compañero que cada vez que se nos aparea acude a una lista de problemas envejecidos? Chico, cará, cuándo vas a entrar en esta oficina con las manos limpias. Con una sonrisa de felicidad. Y el reproche se justifica. Porque a nadie le gusta que lo estén importunando con la letanía de que aquel problema sigue con la oreja enhiesta esperando oír una decisión resolutoria.
En efecto, a tales sujetos les molesta que le recuerden que lo que se niegan a aceptar, lo que para ellos no existe, lata, persevere en su ser. Son los complacidos y complacientes de plantilla. Ah, y no los llames burócratas, o irresponsables, ni siquiera “felicianos”. ¿Feliciano yo, que me mato preocupándome por que nadie se preocupe? ¿Burócrata yo, tan flexible, tan amplio, tan tolerante; yo, que le doy tanto tiempo a la gente y a las cosas?
Esa actitud es, en sí misma, un problema. Y tiene su antídoto en otra frase, pero de signo positivo: no convivas con los problemas, no les permitas alcanzar la mayoría de edad. No puede crecer en armonía una familia cuyos problemas se aplacen cotidianamente. Ni organismo económico, productivo, social o político que prospere o ejerza cabalmente su papel o logre su objeto metiendo los problemas, o un solo problema, en el almacén de desechos. Un problema presuntamente desconocido posee un efecto de multiplicación. Es el mismo problema pendiente en la conciencia de cuantos exigen o esperan la solución. Lo político, lo eficiente, lo racional, implica el resolver problemas, no el crearlos.
En fin, en el fondo del problema se aprecia un equívoco. La felicidad no es el lugar donde no habitan problemas. Marx lo intuyó con vocación romántica y realista a la vez: “La felicidad está en la lucha.” La felicidad es eso: probarse ante los problemas. Sin fragmentarse. Séneca, el filósofo español en la Roma imperial, lo barruntó en una de sus epístolas a Lucilo. Le dijo: desgraciado el hombre que no tenga dificultades.
Evidentemente, la frase enruta su imperativo hacia un nirvana acomodaticio. Si ignoras el problema, el problema no existirá. Y no permitas que nadie lo descubra, lo devele, lo recuerde. Acude a esa excusa incontestable: no nos desviemos; este no es el momento; más tarde, en otra ocasión, convocaremos una asamblea para analizarlo. O si estás en tu casa, di campantemente: otro día conversamos; ahora estoy muy cansado. Y la rotura de la ventana perdurará, o la lámpara continuará ciega. Y la maquinaria puesta en el patio de la fábrica, a la intemperie, proseguirá su paso hacia el deterioro, y el camión o permanecerá abandonado en aquel parqueo lejano, con los neumáticos podridos de tanto aguardar.
Y quién duda que alguna vez no hayamos actuado así: emulando al avestruz. Usted mismo; yo. ¿Y acaso no hemos sentido tirria por ese compañero que cada vez que se nos aparea acude a una lista de problemas envejecidos? Chico, cará, cuándo vas a entrar en esta oficina con las manos limpias. Con una sonrisa de felicidad. Y el reproche se justifica. Porque a nadie le gusta que lo estén importunando con la letanía de que aquel problema sigue con la oreja enhiesta esperando oír una decisión resolutoria.
En efecto, a tales sujetos les molesta que le recuerden que lo que se niegan a aceptar, lo que para ellos no existe, lata, persevere en su ser. Son los complacidos y complacientes de plantilla. Ah, y no los llames burócratas, o irresponsables, ni siquiera “felicianos”. ¿Feliciano yo, que me mato preocupándome por que nadie se preocupe? ¿Burócrata yo, tan flexible, tan amplio, tan tolerante; yo, que le doy tanto tiempo a la gente y a las cosas?
Esa actitud es, en sí misma, un problema. Y tiene su antídoto en otra frase, pero de signo positivo: no convivas con los problemas, no les permitas alcanzar la mayoría de edad. No puede crecer en armonía una familia cuyos problemas se aplacen cotidianamente. Ni organismo económico, productivo, social o político que prospere o ejerza cabalmente su papel o logre su objeto metiendo los problemas, o un solo problema, en el almacén de desechos. Un problema presuntamente desconocido posee un efecto de multiplicación. Es el mismo problema pendiente en la conciencia de cuantos exigen o esperan la solución. Lo político, lo eficiente, lo racional, implica el resolver problemas, no el crearlos.
En fin, en el fondo del problema se aprecia un equívoco. La felicidad no es el lugar donde no habitan problemas. Marx lo intuyó con vocación romántica y realista a la vez: “La felicidad está en la lucha.” La felicidad es eso: probarse ante los problemas. Sin fragmentarse. Séneca, el filósofo español en la Roma imperial, lo barruntó en una de sus epístolas a Lucilo. Le dijo: desgraciado el hombre que no tenga dificultades.
martes, 20 de octubre de 2009
¿QUIÉN SE LO DICE A SARAMAGO?
Por Luis Sexto
Ciertas personas no leen, sino releen. La observación pertenece a una de las crónicas también en primera persona de Gabriel García Márquez –hechas de sus vivencias y sentencias. Y José Soler Puig lo corroboró cuando, mientras lo entrevistaba tal vez en 1988, me advirtió:
-No me preguntes qué estoy leyendo; ya solo releo.
No le pregunté qué releía. Ni tampoco sobre qué estaba escribiendo. Habitualmente los escritores escriben. Dudo de que tengan algún período seco, o asuman un cíclico “tiempo muerto”. Escriben aunque después quemen, trituren o borren. Porque escribir sin haber despejado previamente la ruta, la esencia, la raíz, el itinerario y el fin del discurso, equivale a tirar el anzuelo en aguas contaminadas donde no suelen coletear peces, salvo algún sábalo, especie que asoma la nariz por entre la nata pestífera para pedir oxígeno. Y un sábalo podría ser una frase afortunada, o una idea luminiscente, que tiente, como carnada, la revelación del tema oculto bajo una momentánea sequedad del intelecto. Alguien pedía -¿Hemingway?- que la inspiración lo alcanzara trabajando; esto es, echando el anzuelo.
Pero el problema sería saber por qué uno relee y qué relee. ¿O primeramente habrá que elucidar por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? La relectura se desprende de la lectura. Hoy, a pesar de que los secretos de la intimidad humana flotan en los gases cibernéticos, me parece que los pronósticos sobre asuntos tan personales yerran con más frecuencia que antes. Algunos juglares catastrofistas vocean: Ya nadie lee cuentos. O solo novelas de 300 páginas. La poesía tampoco se vende... Y sin embargo, las editoriales, las más sólidas, prosiguen publicando cuentos y poesía, y novelas breves. Y la crítica se entretiene en comentar y promover estos libros, según muestran las páginas cristalinas de la net.
También publican lo inservible. Lo de poco rigor, aunque de mayor lubricidad. Mas el mercado y la moda son falibles consejeros en estos enigmas de la cultura. Recientemente un estudiante de periodismo me confesaba su frustración cuando, al leer sus cuentos de índole realista en un taller literario, la réplica negativa del auditorio se abroqueló en un superficial “ya no se escribe así”, porque estamos en la postmodernidad. Y lo que se estila, de acuerdo con tal concepto, consiste en lustrosos párrafos vacíos de emoción, y carentes de enjundia humana, con el uso del sexo como espectáculo... No se trata de contar una historia; más bien de abolirla. ¿Y quién le sugiere a Saramago que como él escribe, actualmente no se escribe?
Tampoco se trata de invalidar las formas y los preceptos literarios postmodernos. Inquieta, en cambio, que los danzarines de la nueva estética pretendan levantar una carpa gigantesca donde solo se cobijen ellos excluyendo la diversidad de autores y líneas. Porque, al cabo, hay multiplicidad de lectores. Por ello ciertos lectores releen; prefieren lo conocido aceptable al albur de lo ignoto o dudoso. Y si segundas partes nunca son buenas, las relecturas son, por el contrario, comúnmente útiles; suelen bojear, descubrir los entrantes y salientes que no miró el develamiento asombrado, o prejuiciado, de la primera vez. Unamuno, a quien al principio de sus jornadas ensayísticas le reprochaban el estilo distinto, trabajado, creativo, no cedió a las demandas de los facilistas. Continuó escribiendo como sabía y quería confiando, al igual que Sthendal con El rojo y el negro, en ganarse el derecho a la relectura.
Un año antes que a Soler Puig, pregunté a una autora, tan carismática y célebre entonces como ahora, por el título que leía en esos momentos. Un entrevistador no tiene otra opción que acudir a ese tópico como al de cuándo y dónde nació. Los libros que lee también definen a un entrevistado. Y ella, cuyo nombre silencio -quizás ya no suscriba esa respuesta-, contestó:
-A Einstein y los físicos modernos.
Ciertas personas no leen, sino releen. La observación pertenece a una de las crónicas también en primera persona de Gabriel García Márquez –hechas de sus vivencias y sentencias. Y José Soler Puig lo corroboró cuando, mientras lo entrevistaba tal vez en 1988, me advirtió:
-No me preguntes qué estoy leyendo; ya solo releo.
No le pregunté qué releía. Ni tampoco sobre qué estaba escribiendo. Habitualmente los escritores escriben. Dudo de que tengan algún período seco, o asuman un cíclico “tiempo muerto”. Escriben aunque después quemen, trituren o borren. Porque escribir sin haber despejado previamente la ruta, la esencia, la raíz, el itinerario y el fin del discurso, equivale a tirar el anzuelo en aguas contaminadas donde no suelen coletear peces, salvo algún sábalo, especie que asoma la nariz por entre la nata pestífera para pedir oxígeno. Y un sábalo podría ser una frase afortunada, o una idea luminiscente, que tiente, como carnada, la revelación del tema oculto bajo una momentánea sequedad del intelecto. Alguien pedía -¿Hemingway?- que la inspiración lo alcanzara trabajando; esto es, echando el anzuelo.
Pero el problema sería saber por qué uno relee y qué relee. ¿O primeramente habrá que elucidar por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? La relectura se desprende de la lectura. Hoy, a pesar de que los secretos de la intimidad humana flotan en los gases cibernéticos, me parece que los pronósticos sobre asuntos tan personales yerran con más frecuencia que antes. Algunos juglares catastrofistas vocean: Ya nadie lee cuentos. O solo novelas de 300 páginas. La poesía tampoco se vende... Y sin embargo, las editoriales, las más sólidas, prosiguen publicando cuentos y poesía, y novelas breves. Y la crítica se entretiene en comentar y promover estos libros, según muestran las páginas cristalinas de la net.
También publican lo inservible. Lo de poco rigor, aunque de mayor lubricidad. Mas el mercado y la moda son falibles consejeros en estos enigmas de la cultura. Recientemente un estudiante de periodismo me confesaba su frustración cuando, al leer sus cuentos de índole realista en un taller literario, la réplica negativa del auditorio se abroqueló en un superficial “ya no se escribe así”, porque estamos en la postmodernidad. Y lo que se estila, de acuerdo con tal concepto, consiste en lustrosos párrafos vacíos de emoción, y carentes de enjundia humana, con el uso del sexo como espectáculo... No se trata de contar una historia; más bien de abolirla. ¿Y quién le sugiere a Saramago que como él escribe, actualmente no se escribe?
Tampoco se trata de invalidar las formas y los preceptos literarios postmodernos. Inquieta, en cambio, que los danzarines de la nueva estética pretendan levantar una carpa gigantesca donde solo se cobijen ellos excluyendo la diversidad de autores y líneas. Porque, al cabo, hay multiplicidad de lectores. Por ello ciertos lectores releen; prefieren lo conocido aceptable al albur de lo ignoto o dudoso. Y si segundas partes nunca son buenas, las relecturas son, por el contrario, comúnmente útiles; suelen bojear, descubrir los entrantes y salientes que no miró el develamiento asombrado, o prejuiciado, de la primera vez. Unamuno, a quien al principio de sus jornadas ensayísticas le reprochaban el estilo distinto, trabajado, creativo, no cedió a las demandas de los facilistas. Continuó escribiendo como sabía y quería confiando, al igual que Sthendal con El rojo y el negro, en ganarse el derecho a la relectura.
Un año antes que a Soler Puig, pregunté a una autora, tan carismática y célebre entonces como ahora, por el título que leía en esos momentos. Un entrevistador no tiene otra opción que acudir a ese tópico como al de cuándo y dónde nació. Los libros que lee también definen a un entrevistado. Y ella, cuyo nombre silencio -quizás ya no suscriba esa respuesta-, contestó:
-A Einstein y los físicos modernos.
domingo, 18 de octubre de 2009
COSAS DE CUBA: EL AGUA TIBIA
Por Luis Sexto
Qué quise decir -me pregunta un lector- cuando escribí, entre otras afirmaciones, que nos estamos habituando a poner la solución de los problemas solo en la gente, en el esfuerzo de la gente sin considerar el papel de los medios de trabajo, su organización y las modificaciones imprescindibles y urgentes que los dinamicen creadoramente.
¿Qué quise decir? Nunca pretendo decir, más bien digo. Esto es, no envío mensajes sibilinos, subliminales. Quise decir y dije eso mismo que usted acaba de leer. Fue una acotación particular dentro de aquel tema. Ahora, quizás, pueda desarrollarla.
Podría haberme referido entonces, si el espacio me lo hubiera permitido, a los pormenores de mi alusión y me hubiese apoyado, como ejemplo, en la productividad del trabajo. He leído u oído en ciertos informes que, a pesar de que ha habido algún aumento de salarios, la productividad no se ha comportado proporcionalmente. Traducido a un lenguaje más claro, la observación puede significar que los trabajadores ganaron más, pero no trabajaron con la misma intensidad. Así, más o menos. ¿El sentido común, la verdad científica acompaña a esas opiniones? ¿Son exactas? ¿Justas, como mínimo? No del todo. Plantear el problema de la productividad exclusivamente como una relación entre el dinero y el resultado del trabajo, es reducir el alcance de esa categoría económica. El juicio se queda a medias, y uno lo asume como si se quisiera poner el problema en un solo lado. ¿Me equivoco?
Tal vez la intención no sea reprobar o culpar a la gente. Pero exponiendo el problema así, como una puja entre mayor salario y menos productividad, qué podríamos sugerir: que los trabajadores mantienen una actitud negativa, que son indisciplinados, incluso ingratos con un proyecto social que los ha redimido, y todo lo de más que podamos suponer sin tasa.
No deseo a mi vez reducir la responsabilidad de los trabajadores. Ni justificar a los que incumplen. Cada cual ha de hacer cuanto le corresponde. ¿Claro? Pero quién no conoce a trabajadores que en algún momento de estos últimos años, laboraron hasta sin zapatos. Quién no sabe de muchos que madrugan para compensar las desventajas del transporte y llegar a tiempo; quién no sabe de otros que inventan soluciones para que el trabajo no se detenga… Y quién no conoce a muchos obreros, empleados, técnicos y profesionales que se sienten limitados por la impotencia, porque no pueden paliar las dificultades que los aquejan o las contradicciones que limitan su dedicación, pues no dependen de sus iniciativas, ni siquiera de sus decisiones. Dependen, en efecto, de otras voluntades…
Por lo tanto -y me expongo a descubrir el agua tibia de la teoría- la productividad no depende solo de las reservas subjetivas de los individuos, ni de mayores ingresos. También del ambiente, las condiciones y los medios de trabajo; de la organización productiva y las fórmulas de pago; de la democracia y el clima laboral; de una creadora socialización del trabajo y la propiedad, y del efectivo trabajo de dirección… Estas, y otras, son, sobre todo, las reservas que aún me parece no se utilizan plenamente para potenciar la acción humana. Quizás en una empresa que discurre bajo las normas del perfeccionamiento, las cuentas sean otras. Pero, lamentablemente, todas no se cobijan bajo este sistema.
A mi modo de ver, hemos de modificar ciertos conceptos. Porque evidentemente sin zapatos no se avanza mucho; madrugar en exceso puede hacerse hasta una hora racional; intentar destrabar el trabajo y la productividad solo con la voluntad y la imaginación, termina en fracaso cuando uno aprecia que resulta inútil la insistencia… Fidel una vez hizo una advertencia memorable: inventar un falso enemigo, significa rehuir al enemigo verdadero. Con esta cita afirmo que exaltar una causa, una sola, a rango supremo, puede implicar que alguien se olvide de las demás, que suelen ser tan o más importantes. Y por acometer una causa entre tantas de pareja influencia, las consignas pueden convertirse en papel, y el trabajo político en retórica, y la educación económica en un proceso baldío, porque realidad y teoría discurren por lados opuestos. Más que formación económica para los trabajadores, digo de paso, hace falta información y dirección económica segura de sus fines y congruente con sus posibilidades.
Bueno, con todo esto no he querido decir algo. Modestamente lo he dicho.
Qué quise decir -me pregunta un lector- cuando escribí, entre otras afirmaciones, que nos estamos habituando a poner la solución de los problemas solo en la gente, en el esfuerzo de la gente sin considerar el papel de los medios de trabajo, su organización y las modificaciones imprescindibles y urgentes que los dinamicen creadoramente.
¿Qué quise decir? Nunca pretendo decir, más bien digo. Esto es, no envío mensajes sibilinos, subliminales. Quise decir y dije eso mismo que usted acaba de leer. Fue una acotación particular dentro de aquel tema. Ahora, quizás, pueda desarrollarla.
Podría haberme referido entonces, si el espacio me lo hubiera permitido, a los pormenores de mi alusión y me hubiese apoyado, como ejemplo, en la productividad del trabajo. He leído u oído en ciertos informes que, a pesar de que ha habido algún aumento de salarios, la productividad no se ha comportado proporcionalmente. Traducido a un lenguaje más claro, la observación puede significar que los trabajadores ganaron más, pero no trabajaron con la misma intensidad. Así, más o menos. ¿El sentido común, la verdad científica acompaña a esas opiniones? ¿Son exactas? ¿Justas, como mínimo? No del todo. Plantear el problema de la productividad exclusivamente como una relación entre el dinero y el resultado del trabajo, es reducir el alcance de esa categoría económica. El juicio se queda a medias, y uno lo asume como si se quisiera poner el problema en un solo lado. ¿Me equivoco?
Tal vez la intención no sea reprobar o culpar a la gente. Pero exponiendo el problema así, como una puja entre mayor salario y menos productividad, qué podríamos sugerir: que los trabajadores mantienen una actitud negativa, que son indisciplinados, incluso ingratos con un proyecto social que los ha redimido, y todo lo de más que podamos suponer sin tasa.
No deseo a mi vez reducir la responsabilidad de los trabajadores. Ni justificar a los que incumplen. Cada cual ha de hacer cuanto le corresponde. ¿Claro? Pero quién no conoce a trabajadores que en algún momento de estos últimos años, laboraron hasta sin zapatos. Quién no sabe de muchos que madrugan para compensar las desventajas del transporte y llegar a tiempo; quién no sabe de otros que inventan soluciones para que el trabajo no se detenga… Y quién no conoce a muchos obreros, empleados, técnicos y profesionales que se sienten limitados por la impotencia, porque no pueden paliar las dificultades que los aquejan o las contradicciones que limitan su dedicación, pues no dependen de sus iniciativas, ni siquiera de sus decisiones. Dependen, en efecto, de otras voluntades…
Por lo tanto -y me expongo a descubrir el agua tibia de la teoría- la productividad no depende solo de las reservas subjetivas de los individuos, ni de mayores ingresos. También del ambiente, las condiciones y los medios de trabajo; de la organización productiva y las fórmulas de pago; de la democracia y el clima laboral; de una creadora socialización del trabajo y la propiedad, y del efectivo trabajo de dirección… Estas, y otras, son, sobre todo, las reservas que aún me parece no se utilizan plenamente para potenciar la acción humana. Quizás en una empresa que discurre bajo las normas del perfeccionamiento, las cuentas sean otras. Pero, lamentablemente, todas no se cobijan bajo este sistema.
A mi modo de ver, hemos de modificar ciertos conceptos. Porque evidentemente sin zapatos no se avanza mucho; madrugar en exceso puede hacerse hasta una hora racional; intentar destrabar el trabajo y la productividad solo con la voluntad y la imaginación, termina en fracaso cuando uno aprecia que resulta inútil la insistencia… Fidel una vez hizo una advertencia memorable: inventar un falso enemigo, significa rehuir al enemigo verdadero. Con esta cita afirmo que exaltar una causa, una sola, a rango supremo, puede implicar que alguien se olvide de las demás, que suelen ser tan o más importantes. Y por acometer una causa entre tantas de pareja influencia, las consignas pueden convertirse en papel, y el trabajo político en retórica, y la educación económica en un proceso baldío, porque realidad y teoría discurren por lados opuestos. Más que formación económica para los trabajadores, digo de paso, hace falta información y dirección económica segura de sus fines y congruente con sus posibilidades.
Bueno, con todo esto no he querido decir algo. Modestamente lo he dicho.
jueves, 15 de octubre de 2009
SIN EMBARGO, EXISTE…
Por Luis Sexto
“¿El embargo? ¿Qué embargo?'', respondió Juan Clark a El Nuevo Herald y luego añadió: “Las compañías estadounidenses ya envían arroz, pollos, y ahora postes del alumbrado eléctrico a Cuba. El embargo es un mito”. En cambio, el ciudadano Luis Manuel Sánchez, desde un hospital cubano pregunta: “¿Dice eso?” Y enseguida desafía al conocido sociólogo, ex miembro de la Brigada 2506: “Pues que venga aquí y asuma la paternidad de un niño enfermo de cáncer para que sufra las angustias de no saber si en el próximo ciclo de quimioterapia su hijo podrá contar con los medicamentos citostáticos.” La empresa extranjera suministradora, quizás filial de una norteamericana, podría anular el contrato si el gobierno americano se percata que “comercia con el enemigo”.
Habría, pues, que concederles una estancia en La Habana a cuantos en Miami y en Washington elucubran, gestionan, mienten, gruñen, votan, deciden para que el Congreso y el gobierno de los Estados Unidos sigan clasificando al gobierno de Cuba y por extensión al país, como enemigo, y comprobarán que muchos de las agobios y las limitaciones materiales de los cubanos del archipiélago provienen del bloqueo llamado eufemísticamente embargo.
¿Qué respuesta merece Juan Clark y cuantos hablan como este hábil profesor? ¿La disculpa del desconocimiento? Más bien habría que empezar a objetar su criterio: manipula la realidad. No ignora este experto en asuntos cubanos que lo que ciertos empresarios venden hoy a Cuba, tras un todavía reciente ciclón devastador, resulta un gesto aparentemente caritativo de la Casa Blanca, condicionado por el pago al contado, previo a la entrega de la mercancía –solo proveniente de la agricultura-, y con reglas comerciales de una sola dirección, es decir, Cuba solo compra; se le niega la oportunidad de vender alguno de sus productos exportables a los norteamericanos.
No hemos de forzar la razón para comprender que con un total de 1 400 millones de dólares de pollo, arroz, cebollas y postes de la electricidad, entre otros rubros minoritarios, Cuba puede trascender sus dificultades de abastecimiento, estimular sus inversiones, reparar y equipar sus hospitales ante cuyos consultorios muchos esperan por que se adquiera un componente de repuesto o se compre un tomógrafo que ningún fabricante se atreve a vender bajo el riesgo de una multa. Todo cuanto Cuba ha comprado desde 2001 en los Estados Unidos ha servido para la supervivencia; nunca para el desarrollo. Preguntémonos si es acaso falso que el gobierno cubano no pueda acceder a créditos del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial para reproducir sus bienes de capital, modernizar su tecnología y acometer suficientes obras sociales. ¿Quién lo impide? El bloqueo, el “mitológico”embargo, que como Argos, tiene cien ojos. Y también cien brazos. Uno de ellos lo estiró el presidente Obama el pasado 11 de septiembre para renovar por un nuevo año la aplicación a Cuba de la Ley de comercio con el enemigo, título que solo, hoy, ostenta Cuba desde 1963. Ha de sentirse Goliat sumamente “amenazado” por el ínfimo y raquítico David para entregarle tal privilegio.
Es cierto, pensando también sensatamente, que en varios períodos de los últimos 46 años el bloqueo pareció a algunos como la broma del pastor travieso que asustaba a sus colegas de pastizales con el grito falso de “ahí viene el lobo”. O envejeció adquiriendo las sábanas de un fantasma. Apenas era visible. Las relaciones comerciales con el que fue “campo socialista” atenuaron las insuficiencias materiales producidas por las prohibiciones norteamericanas. Pero, al obligar a la reconversión tecnológica, cerrar las ventanillas de los créditos, y prohibir el comercio bilateral entre Cuba y su mercado más cercano, el bloqueo facilitó el anudamiento de una nueva y lejana de dependencia.
El bloqueo ha sido una receta de añoso origen en la política externa de los Estados Unidos. Lo ha ejercido más de una vez, al menos contra los cubanos, como fórmula más convenientes a sus intereses. Leyendo un libro viejo –ah, cuánto enseñan los libros viejos- me enteré que el gobierno de Washington pretendió imponerle a la zafra de 1918 un precio que se conciliara con los cálculos de Wall Street. Y ante cierta especuladora negativa de los hacendados cubanos, decidió el embargo de los alimentos que La Habana había comprado a empresas del Norte. Era un modo de persuadir a la Isla que, entre otras dependencias, dependía alimentariamente del mercado estadounidense. El episodio terminó con el triunfo de mister Wilson, el presidente, y mister González, el embajador en la Habana, aunque el apellido sonara a latinidad de prosapia popular, como nombres de hoy. Liberales y conservadores, generales y doctores, sacarócratas y mayorales se dejaron persuadir. Y los baúles azucareros de los Estados Unidos se rellenaron con 600 millones de dólares más a costa de “nuestra colonia de Cuba”, como decía Harold H. Jenks, en un libro cuyo título, descarada y posesivamente, describía una situación tan posesiva y descarada.
Concepto tan antiguo como la guerra, el bloqueo y sus sinónimos de asedio, cerco, sitio, implican la estrategia de rendir al enemigo mediante el asilamiento, el hambre, la sed. A ras de bronca domestica, entre vecinos, se habla de negar la sal y el agua al otro como medio irresistible de agraviarlo y dominarlo. Las crónicas del mundo cuentan del asedio a Troya, Jerusalén, Numancia, Leningrado... Y citarán el bloqueo a Cuba recordándolo tal vez como el más prolongado, y harán notar que se diferencia de los conocidos en que no acordona una fortaleza o ciudad con aparatos bélicos. Se vale, en cambio, de leyes extraterritoriales, circulares, cartas, advertencias, amenazas... Y se ejerce en época de paz contra un país entero sin discriminar víctimas ni objetivos, empleando los bienes económicos, financieros y comerciales como males.
Ante este hecho, trasmutado en proceso de agresión, Suárez, Vitoria, Vives –fundadores del derecho internacional- escribirían, espantados, nuevos textos que quizás los poderosos no sabrían leer enceguecidos por la prepotencia y por la apuesta a una estrategia estranguladora que, al igual que la bolita en una ruleta, empujada por las carencias, alguna vez logrará el resultado previsto. Pero en Cuba, más que leer la vida, se la sufre. Y aunque sepamos que cierta resistencia interna a renovar y reajustar el modelo socialista heredado es también responsable del estancamiento económico, las cubanos menos permeables a verdades aparentes como los de Juan Clark, saben también que las leyes extraterritoriales de bloqueo y la hostilidad política de los Estados Unidos han coadyuvado, además de causar daño material, a generar en Cuba una mentalidad de asedio, de atrincheramiento defensivo cuyo alcance ha convertido las iniciativas internas en rehenes de la cautela frente a los forcejeos desestabilizadores estadounidenses.
Cautela en parte justa. Porque a la enemistad no se le ha de responder con agasajos, ni al prejuicio con la confianza. En tanto, Luis Manuel Sánchez y su esposa, en el hospital, ruegan por que en el próximo ciclo del tratamiento anticancerígeno de su hijo menor los medicamentos lleguen sin contratiempos. (Tomado de Progreso semanal)
“¿El embargo? ¿Qué embargo?'', respondió Juan Clark a El Nuevo Herald y luego añadió: “Las compañías estadounidenses ya envían arroz, pollos, y ahora postes del alumbrado eléctrico a Cuba. El embargo es un mito”. En cambio, el ciudadano Luis Manuel Sánchez, desde un hospital cubano pregunta: “¿Dice eso?” Y enseguida desafía al conocido sociólogo, ex miembro de la Brigada 2506: “Pues que venga aquí y asuma la paternidad de un niño enfermo de cáncer para que sufra las angustias de no saber si en el próximo ciclo de quimioterapia su hijo podrá contar con los medicamentos citostáticos.” La empresa extranjera suministradora, quizás filial de una norteamericana, podría anular el contrato si el gobierno americano se percata que “comercia con el enemigo”.
Habría, pues, que concederles una estancia en La Habana a cuantos en Miami y en Washington elucubran, gestionan, mienten, gruñen, votan, deciden para que el Congreso y el gobierno de los Estados Unidos sigan clasificando al gobierno de Cuba y por extensión al país, como enemigo, y comprobarán que muchos de las agobios y las limitaciones materiales de los cubanos del archipiélago provienen del bloqueo llamado eufemísticamente embargo.
¿Qué respuesta merece Juan Clark y cuantos hablan como este hábil profesor? ¿La disculpa del desconocimiento? Más bien habría que empezar a objetar su criterio: manipula la realidad. No ignora este experto en asuntos cubanos que lo que ciertos empresarios venden hoy a Cuba, tras un todavía reciente ciclón devastador, resulta un gesto aparentemente caritativo de la Casa Blanca, condicionado por el pago al contado, previo a la entrega de la mercancía –solo proveniente de la agricultura-, y con reglas comerciales de una sola dirección, es decir, Cuba solo compra; se le niega la oportunidad de vender alguno de sus productos exportables a los norteamericanos.
No hemos de forzar la razón para comprender que con un total de 1 400 millones de dólares de pollo, arroz, cebollas y postes de la electricidad, entre otros rubros minoritarios, Cuba puede trascender sus dificultades de abastecimiento, estimular sus inversiones, reparar y equipar sus hospitales ante cuyos consultorios muchos esperan por que se adquiera un componente de repuesto o se compre un tomógrafo que ningún fabricante se atreve a vender bajo el riesgo de una multa. Todo cuanto Cuba ha comprado desde 2001 en los Estados Unidos ha servido para la supervivencia; nunca para el desarrollo. Preguntémonos si es acaso falso que el gobierno cubano no pueda acceder a créditos del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial para reproducir sus bienes de capital, modernizar su tecnología y acometer suficientes obras sociales. ¿Quién lo impide? El bloqueo, el “mitológico”embargo, que como Argos, tiene cien ojos. Y también cien brazos. Uno de ellos lo estiró el presidente Obama el pasado 11 de septiembre para renovar por un nuevo año la aplicación a Cuba de la Ley de comercio con el enemigo, título que solo, hoy, ostenta Cuba desde 1963. Ha de sentirse Goliat sumamente “amenazado” por el ínfimo y raquítico David para entregarle tal privilegio.
Es cierto, pensando también sensatamente, que en varios períodos de los últimos 46 años el bloqueo pareció a algunos como la broma del pastor travieso que asustaba a sus colegas de pastizales con el grito falso de “ahí viene el lobo”. O envejeció adquiriendo las sábanas de un fantasma. Apenas era visible. Las relaciones comerciales con el que fue “campo socialista” atenuaron las insuficiencias materiales producidas por las prohibiciones norteamericanas. Pero, al obligar a la reconversión tecnológica, cerrar las ventanillas de los créditos, y prohibir el comercio bilateral entre Cuba y su mercado más cercano, el bloqueo facilitó el anudamiento de una nueva y lejana de dependencia.
El bloqueo ha sido una receta de añoso origen en la política externa de los Estados Unidos. Lo ha ejercido más de una vez, al menos contra los cubanos, como fórmula más convenientes a sus intereses. Leyendo un libro viejo –ah, cuánto enseñan los libros viejos- me enteré que el gobierno de Washington pretendió imponerle a la zafra de 1918 un precio que se conciliara con los cálculos de Wall Street. Y ante cierta especuladora negativa de los hacendados cubanos, decidió el embargo de los alimentos que La Habana había comprado a empresas del Norte. Era un modo de persuadir a la Isla que, entre otras dependencias, dependía alimentariamente del mercado estadounidense. El episodio terminó con el triunfo de mister Wilson, el presidente, y mister González, el embajador en la Habana, aunque el apellido sonara a latinidad de prosapia popular, como nombres de hoy. Liberales y conservadores, generales y doctores, sacarócratas y mayorales se dejaron persuadir. Y los baúles azucareros de los Estados Unidos se rellenaron con 600 millones de dólares más a costa de “nuestra colonia de Cuba”, como decía Harold H. Jenks, en un libro cuyo título, descarada y posesivamente, describía una situación tan posesiva y descarada.
Concepto tan antiguo como la guerra, el bloqueo y sus sinónimos de asedio, cerco, sitio, implican la estrategia de rendir al enemigo mediante el asilamiento, el hambre, la sed. A ras de bronca domestica, entre vecinos, se habla de negar la sal y el agua al otro como medio irresistible de agraviarlo y dominarlo. Las crónicas del mundo cuentan del asedio a Troya, Jerusalén, Numancia, Leningrado... Y citarán el bloqueo a Cuba recordándolo tal vez como el más prolongado, y harán notar que se diferencia de los conocidos en que no acordona una fortaleza o ciudad con aparatos bélicos. Se vale, en cambio, de leyes extraterritoriales, circulares, cartas, advertencias, amenazas... Y se ejerce en época de paz contra un país entero sin discriminar víctimas ni objetivos, empleando los bienes económicos, financieros y comerciales como males.
Ante este hecho, trasmutado en proceso de agresión, Suárez, Vitoria, Vives –fundadores del derecho internacional- escribirían, espantados, nuevos textos que quizás los poderosos no sabrían leer enceguecidos por la prepotencia y por la apuesta a una estrategia estranguladora que, al igual que la bolita en una ruleta, empujada por las carencias, alguna vez logrará el resultado previsto. Pero en Cuba, más que leer la vida, se la sufre. Y aunque sepamos que cierta resistencia interna a renovar y reajustar el modelo socialista heredado es también responsable del estancamiento económico, las cubanos menos permeables a verdades aparentes como los de Juan Clark, saben también que las leyes extraterritoriales de bloqueo y la hostilidad política de los Estados Unidos han coadyuvado, además de causar daño material, a generar en Cuba una mentalidad de asedio, de atrincheramiento defensivo cuyo alcance ha convertido las iniciativas internas en rehenes de la cautela frente a los forcejeos desestabilizadores estadounidenses.
Cautela en parte justa. Porque a la enemistad no se le ha de responder con agasajos, ni al prejuicio con la confianza. En tanto, Luis Manuel Sánchez y su esposa, en el hospital, ruegan por que en el próximo ciclo del tratamiento anticancerígeno de su hijo menor los medicamentos lleguen sin contratiempos. (Tomado de Progreso semanal)
lunes, 12 de octubre de 2009
ASPIRAR A QUIJOTE Y QUEDAR EN SANCHO
Por Luis Sexto
El sentido del deber ha de tener sentido
He estado pensando si el sentido del deber basta para que los individuos y las colectividades se concilien con la sociedad y sus normas. Me refiero, en particular, a las obligaciones del trabajo, reflejadas en un convenio, a veces tácito, en el que dos partes: el contratado y el contratante, se comprometen a “cumplir con su deber”.
Habitualmente nos hemos educado en el sentido del deber como un fetiche ante el cual hay que postrarse sin condiciones. Tanto así es que incluso, cuando alguien intenta justificar alguna acción fea, acude a esa razón que ha de estar fuera de toda duda: “He cumplido con mi deber”, aunque haya ensuciado un prestigio por cualquier tontería o por un afán incontenible de hacer daño.
Existen filósofos para quienes el sentido del deber significa una especie de “imperativo categórico”; otros piensan contrariamente: creen que el deber, así, a secas, no lleva muy lejos a la generalidad del ser humano. En todo caso conduce a producir personas rígidas, sin matices, medio autómatas.
Entre uno y otro conceptos es evidente que este columnista se queda con el deber entendido relativamente. Ni poco, ni mucho. El justo, el necesario para que la sociedad sea un conglomerado de hombres libres. Es decir, de hombres y mujeres que elijan voluntariamente cumplir con su deber.
Entre nosotros los cubanos se ha probado que el deber impulsa a subir la escalera del heroísmo. Pero los que llegan son los menos. Los héroes no son las figuras más abundantes. Detrás de cada acto heroico, hay miríadas de acciones pusilánimes, hechas a medias o nunca hechas. Es la medida de lo común y lo corriente. Eso que somos casi todos. Me parece que José Martí pensaba de ese modo cuando admitió –y cito la idea no la letra exacta- que pocos hombres podían llevar el decoro de muchos.
Desde luego, hemos de aspirar al héroe. Aspirar a Don Quijote –como dijo alguien que he olvidado- para quedarnos en Sancho, esto es, superar a Rocinante.
Ahora bien, si de verdad queremos aspirar al héroe, o cuando menos al ciudadano cumplidor de leyes, normas y contratos, hace falta, tanto como el sentido del deber, que el deber tenga sentido. El más somero estudio de la psicología y las tendencias humanas nos confirma que, para vivir, las cosas han de tener un sentido. Trabajar para qué, puede uno preguntar. Pues, para comer. Y comer para qué. Hombre, para vivir. Y vivir para qué… La respuesta a esta última interrogante podría ser múltiple; unas extremas, de un lado o del otro. Mas la correcta es la que está en el medio. Ni tanto para la derecha ni tanto para la izquierda. En el punto de equilibrio, que según un filósofo chino muy antiguo no es una posición sino la lucha por no caer.
Para terminar estas líneas, que podrían aparentar un misterio que no tienen, pues se refieren a los problemas y las soluciones con que actualmente pretendemos eliminar en Cuba la indisciplinas y la pérdida de rigor en nuestros centros de trabajo; para terminar, repito, estimo que junto con el restablecimiento del sentido del deber hace falta que el deber tenga sentido moral y material. Y, por tanto, además del código de obligaciones, el país necesita un sistema de estímulos que reavive la ilusión de trabajar para vivir. Plenamente.
El sentido del deber ha de tener sentido
He estado pensando si el sentido del deber basta para que los individuos y las colectividades se concilien con la sociedad y sus normas. Me refiero, en particular, a las obligaciones del trabajo, reflejadas en un convenio, a veces tácito, en el que dos partes: el contratado y el contratante, se comprometen a “cumplir con su deber”.
Habitualmente nos hemos educado en el sentido del deber como un fetiche ante el cual hay que postrarse sin condiciones. Tanto así es que incluso, cuando alguien intenta justificar alguna acción fea, acude a esa razón que ha de estar fuera de toda duda: “He cumplido con mi deber”, aunque haya ensuciado un prestigio por cualquier tontería o por un afán incontenible de hacer daño.
Existen filósofos para quienes el sentido del deber significa una especie de “imperativo categórico”; otros piensan contrariamente: creen que el deber, así, a secas, no lleva muy lejos a la generalidad del ser humano. En todo caso conduce a producir personas rígidas, sin matices, medio autómatas.
Entre uno y otro conceptos es evidente que este columnista se queda con el deber entendido relativamente. Ni poco, ni mucho. El justo, el necesario para que la sociedad sea un conglomerado de hombres libres. Es decir, de hombres y mujeres que elijan voluntariamente cumplir con su deber.
Entre nosotros los cubanos se ha probado que el deber impulsa a subir la escalera del heroísmo. Pero los que llegan son los menos. Los héroes no son las figuras más abundantes. Detrás de cada acto heroico, hay miríadas de acciones pusilánimes, hechas a medias o nunca hechas. Es la medida de lo común y lo corriente. Eso que somos casi todos. Me parece que José Martí pensaba de ese modo cuando admitió –y cito la idea no la letra exacta- que pocos hombres podían llevar el decoro de muchos.
Desde luego, hemos de aspirar al héroe. Aspirar a Don Quijote –como dijo alguien que he olvidado- para quedarnos en Sancho, esto es, superar a Rocinante.
Ahora bien, si de verdad queremos aspirar al héroe, o cuando menos al ciudadano cumplidor de leyes, normas y contratos, hace falta, tanto como el sentido del deber, que el deber tenga sentido. El más somero estudio de la psicología y las tendencias humanas nos confirma que, para vivir, las cosas han de tener un sentido. Trabajar para qué, puede uno preguntar. Pues, para comer. Y comer para qué. Hombre, para vivir. Y vivir para qué… La respuesta a esta última interrogante podría ser múltiple; unas extremas, de un lado o del otro. Mas la correcta es la que está en el medio. Ni tanto para la derecha ni tanto para la izquierda. En el punto de equilibrio, que según un filósofo chino muy antiguo no es una posición sino la lucha por no caer.
Para terminar estas líneas, que podrían aparentar un misterio que no tienen, pues se refieren a los problemas y las soluciones con que actualmente pretendemos eliminar en Cuba la indisciplinas y la pérdida de rigor en nuestros centros de trabajo; para terminar, repito, estimo que junto con el restablecimiento del sentido del deber hace falta que el deber tenga sentido moral y material. Y, por tanto, además del código de obligaciones, el país necesita un sistema de estímulos que reavive la ilusión de trabajar para vivir. Plenamente.
domingo, 11 de octubre de 2009
ALEGATO POR MI OFICIO
Por Luis Sexto
Las estadísticas acusan que escribir sobre la sociedad humana, sus verdades y sus conflictos podía conducir a la muerte. Y muerte de bala. De crimen. Y también por accidente. Solo los pilotos de prueba –esos cobayos del aire- afrontan más peligro que los periodistas.
Ante la noticia, puede uno adoptar disímiles posiciones: creerlo, no creerlo; temer o no temer. Por mi parte, al conocer por fuente fiable que yo, periodista, podía alguna vez ser víctima de la peligrosidad que ronda a los de mi oficio, admití que era verdadero el hallazgo estadístico. Y nada novedoso. Porque yo mismo, en alguna ocasión, he experimentado el riesgo por buscar una historia o un personaje. Como aquel día, en San Cristóbal, en la provincia de Pinar del Río. Escalaba la Sierra del Rosario hacia la finca cafetalera de quien, según noticias, poseía una historia capaz de interesar a los lectores de la revista Bohemia. Y al cruzar un río crecido, el agua que bajaba en torrentera de lo más alto de la serranía casi me echa a navegar hacia los hielos eternos.
Esa aventura es una de mis condecoraciones morales. Y resulta un recurrente talismán contra el desaliento el saber que la profesión que ha sido el gusto principal de mis ocios, la misión primordial de mis deberes y la concreción cotidiana de los principios solidarios entre los cuales he crecido, nos reclama, a veces, hasta la existencia. He sido, junto con mis colegas, de aquí y de allá, un privilegiado. Sí, colegas: la posibilidad de morir haciendo nuestro oficio es como un acto de supremo servicio. Y me parece que nuestros dedos, nuestra mente, son instrumentos que ofician un culto de solidaridad con el Hombre. ¿Romántico? En efecto, romántico. Y a mi parecer quien no asuma el periodismo con esa actitud romántica, presumiblemente no logre practicarlo con vigor, ira, amor y desprendimiento.
En estas cosas pensé cuando, invitado por la Unión de Periodistas de la provincia de Villa Clara, asistí, en Remedios -mi municipio natal- a un encuentro de periodistas que habían sido corresponsales de guerra junto a las tropas internacionalistas cubanas. Rendíamos tributo, como todos los años, a Tony, un enviado del entonces periódico Bastión, muerto en la guerra de Angola. Ante su lápida, la emoción más recurrente nos cimentaba la certeza de que allí, un hombre, un joven, convertido en una columna de polvo humano, vivía su muerte en la Historia.
La cita ahora es inevitable. Ryszard Kapuscinski[1] asevera que el periodismo no es una profesión apta para cínicos. Con lo cual, el autor de libros capitales del periodismo literario –hecho pasión, sangre, arte- admite que el oficio periodístico necesita como ejecutor una buena persona. Y es comprensible. ¿Puede acaso uno arriesgar la vida por una verdad, una historia, un personaje si no posee la entereza de seguir una vocación que entraña la posibilidad del martirio y que ningún dinero puede pagar, porque el dinero la mancilla y contamina?
Y si mencionamos a Kapuscinski, elegido como el periodista primordial del siglo XX, habrá que evocar a John Reed, merecedor también de ese título, por reportajes capitales como Diez días que estremecieron al mundo, o México insurgente, compuestos entre las balas de una ciudad en revolución o el polvo de las llanuras mexicanas sembradas de sables inmisericordes, o aquellos en los que el reportero se hacía meter preso para entrevistar a los líderes encarcelados de una huelga.
En esos periodistas, y en tantos más, como el cubano Pablo de la Torriente Brau, latía la lumbre de una vela que se consumía en el empeño de ver, oír y escribir para, luego, en la urgencia limitadora de un despacho cablegráfico, o en las letras más meditadas de un libro, parte de los seres humanos vivieran un fragmento de la Historia, único, irrepetible, pero transferible por la osadía y la abnegación de un periodistas que, olvidándose de sí mismo, vivía para luego hacer vivir a los demás.
¿Qué somos, nosotros, periodistas no mediáticos, si no inmediatos abanderados de la sociedad? Somos puentes. Somos enlaces. Mejoradores de la existencia. Heraldos del mundo nuevo. En un momento de limpieza y claridad profesional, la española Maruja Torres nos asignó los instrumentos: una voz narrativa, un punto de vista y una ética. Parecen instrumentos endebles. Su poder es, en verdad, incalculable porque nuestras cámaras pueden captar nuestra muerte, y en nuestras manos podemos apretar, con la rigidez de lo inapelable, los papeles que dirán a los vivos: nos hemos ido, pero estamos ahí, en ese jirón de palabras entrecortadas, en esas fotos humeantes, en ese trazo que grita por la justicia, enviando, para siempre, la esperanza de que sobre la ruina se alzará el triunfo solidario de un mundo compartido. Entre todos.
Ante la noticia, puede uno adoptar disímiles posiciones: creerlo, no creerlo; temer o no temer. Por mi parte, al conocer por fuente fiable que yo, periodista, podía alguna vez ser víctima de la peligrosidad que ronda a los de mi oficio, admití que era verdadero el hallazgo estadístico. Y nada novedoso. Porque yo mismo, en alguna ocasión, he experimentado el riesgo por buscar una historia o un personaje. Como aquel día, en San Cristóbal, en la provincia de Pinar del Río. Escalaba la Sierra del Rosario hacia la finca cafetalera de quien, según noticias, poseía una historia capaz de interesar a los lectores de la revista Bohemia. Y al cruzar un río crecido, el agua que bajaba en torrentera de lo más alto de la serranía casi me echa a navegar hacia los hielos eternos.
Esa aventura es una de mis condecoraciones morales. Y resulta un recurrente talismán contra el desaliento el saber que la profesión que ha sido el gusto principal de mis ocios, la misión primordial de mis deberes y la concreción cotidiana de los principios solidarios entre los cuales he crecido, nos reclama, a veces, hasta la existencia. He sido, junto con mis colegas, de aquí y de allá, un privilegiado. Sí, colegas: la posibilidad de morir haciendo nuestro oficio es como un acto de supremo servicio. Y me parece que nuestros dedos, nuestra mente, son instrumentos que ofician un culto de solidaridad con el Hombre. ¿Romántico? En efecto, romántico. Y a mi parecer quien no asuma el periodismo con esa actitud romántica, presumiblemente no logre practicarlo con vigor, ira, amor y desprendimiento.
En estas cosas pensé cuando, invitado por la Unión de Periodistas de la provincia de Villa Clara, asistí, en Remedios -mi municipio natal- a un encuentro de periodistas que habían sido corresponsales de guerra junto a las tropas internacionalistas cubanas. Rendíamos tributo, como todos los años, a Tony, un enviado del entonces periódico Bastión, muerto en la guerra de Angola. Ante su lápida, la emoción más recurrente nos cimentaba la certeza de que allí, un hombre, un joven, convertido en una columna de polvo humano, vivía su muerte en la Historia.
La cita ahora es inevitable. Ryszard Kapuscinski[1] asevera que el periodismo no es una profesión apta para cínicos. Con lo cual, el autor de libros capitales del periodismo literario –hecho pasión, sangre, arte- admite que el oficio periodístico necesita como ejecutor una buena persona. Y es comprensible. ¿Puede acaso uno arriesgar la vida por una verdad, una historia, un personaje si no posee la entereza de seguir una vocación que entraña la posibilidad del martirio y que ningún dinero puede pagar, porque el dinero la mancilla y contamina?
Y si mencionamos a Kapuscinski, elegido como el periodista primordial del siglo XX, habrá que evocar a John Reed, merecedor también de ese título, por reportajes capitales como Diez días que estremecieron al mundo, o México insurgente, compuestos entre las balas de una ciudad en revolución o el polvo de las llanuras mexicanas sembradas de sables inmisericordes, o aquellos en los que el reportero se hacía meter preso para entrevistar a los líderes encarcelados de una huelga.
En esos periodistas, y en tantos más, como el cubano Pablo de la Torriente Brau, latía la lumbre de una vela que se consumía en el empeño de ver, oír y escribir para, luego, en la urgencia limitadora de un despacho cablegráfico, o en las letras más meditadas de un libro, parte de los seres humanos vivieran un fragmento de la Historia, único, irrepetible, pero transferible por la osadía y la abnegación de un periodistas que, olvidándose de sí mismo, vivía para luego hacer vivir a los demás.
¿Qué somos, nosotros, periodistas no mediáticos, si no inmediatos abanderados de la sociedad? Somos puentes. Somos enlaces. Mejoradores de la existencia. Heraldos del mundo nuevo. En un momento de limpieza y claridad profesional, la española Maruja Torres nos asignó los instrumentos: una voz narrativa, un punto de vista y una ética. Parecen instrumentos endebles. Su poder es, en verdad, incalculable porque nuestras cámaras pueden captar nuestra muerte, y en nuestras manos podemos apretar, con la rigidez de lo inapelable, los papeles que dirán a los vivos: nos hemos ido, pero estamos ahí, en ese jirón de palabras entrecortadas, en esas fotos humeantes, en ese trazo que grita por la justicia, enviando, para siempre, la esperanza de que sobre la ruina se alzará el triunfo solidario de un mundo compartido. Entre todos.
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[1] Ryszard Kapuscinski nació en Polonia en 1930 y murió en 2007. Autor de una veintena de libros en los que cultiva un periodismo muy personal, basado en el uso de técnicas y estructuras narrativas. Cubrió varios conflictos bélicos. En 1999 fue seleccionado como el mejor reportero del siglo XX y aunque quizás debió compartir ese título con otros, pocos estarían dispuestos a negarle el derecho a merecer ese nombramiento.
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viernes, 9 de octubre de 2009
DUDO DE MI ORIGINALIDAD
Enrique Milanés León entrevista a Luis Sexto
1- ¿Cuándo, cómo y por quién descubrió Luis Sexto que el periodismo, además de objetivo y dinámico, podía ser interesante?
R- Ese fue uno de los hallazgos del lector que fui y soy. Acepto el criterio de que para escribir una cuartilla hay que leer diez cuartillas ajenas. Por lo tanto, antes que periodista fui lector, y nunca leí, ni leo, en un periódico o una revista, nada que no sea capaz de interesarme. Y la credencial de "lo interesante" se aprecia en las primeras líneas. Interesante, digo, no solo porque el tema o asunto lo sea, sino por la imaginación con que es construido y es trasegado a la expresión.
2- Tras décadas en un trabajo de todos los días y todos los minutos, ¿cree más en las fronteras o en los vasos comunicantes del periodismo y la literatura?
R.-Como diría el catalán Alberto Chillón, entre literatura y periodismo existe una larga crónica de relaciones promiscuas. Al menos, en términos generales y en ciertos géneros. Por ejemplo, si una historia periodística me la presentan en un reportaje con la inarmónica, seca y lenta forma de un informe sindical o administrativo, colmado de obviedades, ya empiezo a desencantarme. Y si ello me ocurre a mí, que leo casi por obligación, cuántos lectores más se sentirán aburridos ante esa prosa notarial que suele creerse como la ideal para el trabajo informativo. El periodismo es un ejercicio de cultura que parte del mestizaje cultural, es decir, no solo saber de técnica periodística, sino de todo lo demás que convierta al periodista en una especie de sujeto del Renacimiento. Por tanto, para hacer creadora la legítima promiscuidad entre literatura y periodismo hace falta un desván atestado de experiencias vitales y de lecturas. Esa ha de ser la norma profesional por una parte; por la otra, el resultado tendrá también, como es lógico, un componente personal de facultades, talento, aptitudes. Por ello, en el ejercicio del periodismo se ha de aspirar a calzar botas de siete leguas, para poder usar cómodamente los zapatos que corresponden a mis pies.
3- Con sus textos, clases, palabras y hasta silencios fecundos, usted se ha involucrado en las polémicas teóricas sobre periodismo, literatura, y periodismo literario, pero más que todo, ha firmado una obra de calidad en esas tres áreas, ¿no cree que luego de tantos años de debates cabría esperar una mayor cantidad de exponentes de ese periodismo en el país?
R.- No me parece posible por ahora esa cosecha. Muchas barreras la han impedido. En primer término, el paternalismo. Todavía creemos que hay que atemperar el estilo y la técnica a los "lectores" más rezagados, como si esos "lectores" en verdad leyeran. Alguien una vez me escribió criticando que yo usaba palabras muy raras, y citaba el término peyorativo. "Yo, que tengo dos títulos universitarios, decía airadamente el lector, no sé qué significa esa palabra". Me parece, pues, que no hay que culpar al periodista; más bien, al lector, que no se inquieta por incrementar el saber que le validan sus títulos, y a la Universidad, que gradúa alumnos por dos veces sin que sepan qué significa "peyorativo". Además, la falta de espacio ha limitado la extensión del periodismo literario. Por último, mientras que tengamos una concepción del periodismo subordinado a la propaganda, y no se imponga el equilibrio entre lo importante y lo interesante, y le sea reconocido al periodismo su papel activo en la creación de la opinión pública y como promovedor de cultura, seguirá predominando ese "espíritu de cobrador de cuentas"que decía Miguel Ángel de la Torre que distinguía a sus colegas en la década de los 1920. Tengamos presente, también, que el periodismo literario es, además, signo de vocación, inquietud, talento. Es decir, es prerrogativa individual. Y estos que mencionamos y reconocemos en Cuba hoy son los que podemos mencionar y reconocer. Justamente.
4- Según mi manera de apreciarlo, el Premio Nacional de Periodismo José Martí, que le fue concedido, reconoce no sólo los méritos de un gran profesional -tenemos muchos- sino también el brillo de un tipo de periodismo que no abunda tanto. ¿Usted se atrevería a ver este Premio propio, además, como un estímulo adicional a que otros sigan ese reporterismo de más vuelo de que hablamos?
R.- Tienes razón. Creo que esta vez el Premio José Martí no se caracterizó tanto por premiar a un periodista como por reconocer y estimular un tipo de vocación y de ejercicio periodístico. Un periodismo negado a ser una especie de acta del acontecer; un periodismo que parte de la convicción de que debe disponer de un espacio en la sociedad, como una visión sesgada que, desde el mismo balcón, sea capaz de completar la visión frontal que suele caracterizar a la política. Es decir, en lo particular he creído que yo también tengo una opinión, aunque no coincida con quienes toman las decisiones. Y como la tengo, he de decirla en el medio donde mi crédito posee franquicia. Y he de decirla, no como la dicen los políticos, sino, aunque a la larga coincidamos, como exige la relación entre periodista y lector: una forma que interese y atraiga, despegue y se eleve. No sé… pero pensar de otra manera equivaldría desconocer a Martí. Las ideas del Maestro son también todavía tan hermosas y verdaderas, porque aún esta vigente la forma con que las arropó. Como dijo uno de mis escritores predilectos desde la adolescencia, León Bloy: la forma no es un lujo, porque la verdad necesita siempre estar en la gloria.
5- El periodismo literario, que usted prefiere llamar personal, es quizás el tema más atractivo en la formación de pregrado y posgrado, en cambio en la práctica se sigue percibiendo como un terreno para "elegidos". Usted, que es uno indiscutido, ¿cómo evalúa las competencias profesionales de los colegas cubanos para hacer un periodismo de filas, pero también de autor?R.- Quizás no sea tan "indiscutido". Incluso, al leer el acta del José Martí, el Jurado me otorgó el Premio por mayoría; es decir, fui discutido, lo que me exalta: no fue, así, tan fácil. Hubo candidatos que aspiraron con fuerza en sus méritos. Y a mí me parece que un buen rival te enaltece hasta en la derrota. Pero, ateniéndome a tu pregunta, creo haberte dicho las razones por las cuales el periodismo personal o literario se abroquela en individualidades. Hay que tener en cuenta las facultades personales; por otra parte, cuando en las universidades se habla de periodismo literario, el alumno de pregrado ya ha asimilado un concepto tradicional del periodismo, con lo cual no hay tiempo académico para hacerles ver que el periodismo personal implica negar lo aprendido para poder enriquecerlo. Sin embargo, mi experiencia docente confirma que entre 40 alumnos, unos tres o cuatro tienen inclinación para trascender por el uso de formas más creadoras. No creo que por ahora podamos aspirar a más. No es desdeñable el valor de la individualidad. El talento parece, por momentos, una fruta en extinción.
6- La polémica es un surco generoso. Aquí, allá y acullá, no pocos han visto al periodista y al periodismo como hijos ilegítimos de la literatura; incluso determinados proyectos literarios de reporteros parecen llevar carátulas pesadas para eventuales editoriales. Pero en las redacciones tampoco escasean quienes ven como una falta que el reportero se interese por comunicar con un estilo que sobreviva, por ejemplo, el ejemplar del periódico. ¿De qué se trata este instinto de mutilación de calidad?
R.- Me parece que ya te he respondido, en parte, esa pregunta. Abundo. El clima creador de una redacción depende de los editores, los cuadros. En la teoría de la dirección se establece que el 80 por ciento de lo que sucede en una empresa es atribuible a los que dirigen. Y desde Maquiavelo para acá se sabe que un conglomerado humano será lo que sus dirigentes hagan de él. Por lo tanto, a editores con un concepto plano del periodismo, ha de corresponder un periodismo plano en ese medio. Solo sobresalen los herejes que, con su obra tozuda y paciente, llegan a ser aceptados. Incluso premiados.
7- Su obra, aguda, polémica y comprometida, demuestra que el periodismo literario no es mero ornamento y que belleza no es debilidad. ¿Qué les diría a quienes quieren servida la mesa de la crítica con pan pan y vino vino, sin mantequilla ni bouquet?
R.- Que no saben cocinar, ni comer.
8- Más allá del paso por ese puente mágico que es la crónica -si se ha construido bien-, ¿qué coincidencias del lector de noticias y el lector de novelas pueden y deben aprovechar los periodistas y los escritores de ficción para llegar al público con una verdad elegantemente planteada y una ficción que comunique eficazmente?
R.- El hombre como especie tiene la facultad de reconstruir lo vivido. Por ello existe la historia. Y ese privilegio de tener memoria y evaluar y reproducir lo vivido, alimenta el arte de la plástica, la literatura, incluso la música. El juglar acompañó el desarrollo de la civilización. Y entre juglar y periodista hubo poca diferencia. Por tanto, para no hacer pesadas estas palabras, el periodista ha de contar su noticia de la forma más vívida posible, cuando la noticia merezca convertirse en una novela breve y apasionante. Hoy recordamos y elogiamos a Kapuscinski, a García Márquez, a Hemingway, a Norman Mailer, a Pablo de la Torriente, a John Reed, a Alma Guillermo Prieto, a Joan Didion, porque supieron o saben "contar la historia como novela y la novela como historia", de acuerdo con el principio de Mailer.
9- Pese a que su originalidad está fuera de toda duda, ¿a la de qué escritor le gustaría se asemejara, de alguna manera, su obra periodística?
R. No, mi originalidad no está fuera de toda duda: yo dudo de ella. Y por lo tanto sigo deseando que mi obra tenga la pasión y la valentía de León Bloy; la precisión de Hemingway; la imaginación de García Márquez; el estilo musical de Jorge Mañach; la audacia de Pablo de la Torriente Brau. Y la sinceridad de Luis Sexto, que es es el único mérito que me tolero.
10- Y a su literatura, ¿qué valores le colocaría del periodismo de un colega?
R.- Para hablar de colegas actuales diría que el uso de los adjetivos de Jorge Garrido; la síntesis de Argelio Santiesteban; el desenfado de Rolando Pérez Betancourt; la capacidad fabuladora de Leonardo Padura; el rigor estilístico de Eduardo Montes de Oca.
11- ¿Qué razones daría para estos préstamos?
R. Una razón principal: eso que reconozco en ellos, a mí me falta.
Nota: Enrique Milanés León es periodista; radica en la ciudad de Camagüey.
1- ¿Cuándo, cómo y por quién descubrió Luis Sexto que el periodismo, además de objetivo y dinámico, podía ser interesante?
R- Ese fue uno de los hallazgos del lector que fui y soy. Acepto el criterio de que para escribir una cuartilla hay que leer diez cuartillas ajenas. Por lo tanto, antes que periodista fui lector, y nunca leí, ni leo, en un periódico o una revista, nada que no sea capaz de interesarme. Y la credencial de "lo interesante" se aprecia en las primeras líneas. Interesante, digo, no solo porque el tema o asunto lo sea, sino por la imaginación con que es construido y es trasegado a la expresión.
2- Tras décadas en un trabajo de todos los días y todos los minutos, ¿cree más en las fronteras o en los vasos comunicantes del periodismo y la literatura?
R.-Como diría el catalán Alberto Chillón, entre literatura y periodismo existe una larga crónica de relaciones promiscuas. Al menos, en términos generales y en ciertos géneros. Por ejemplo, si una historia periodística me la presentan en un reportaje con la inarmónica, seca y lenta forma de un informe sindical o administrativo, colmado de obviedades, ya empiezo a desencantarme. Y si ello me ocurre a mí, que leo casi por obligación, cuántos lectores más se sentirán aburridos ante esa prosa notarial que suele creerse como la ideal para el trabajo informativo. El periodismo es un ejercicio de cultura que parte del mestizaje cultural, es decir, no solo saber de técnica periodística, sino de todo lo demás que convierta al periodista en una especie de sujeto del Renacimiento. Por tanto, para hacer creadora la legítima promiscuidad entre literatura y periodismo hace falta un desván atestado de experiencias vitales y de lecturas. Esa ha de ser la norma profesional por una parte; por la otra, el resultado tendrá también, como es lógico, un componente personal de facultades, talento, aptitudes. Por ello, en el ejercicio del periodismo se ha de aspirar a calzar botas de siete leguas, para poder usar cómodamente los zapatos que corresponden a mis pies.
3- Con sus textos, clases, palabras y hasta silencios fecundos, usted se ha involucrado en las polémicas teóricas sobre periodismo, literatura, y periodismo literario, pero más que todo, ha firmado una obra de calidad en esas tres áreas, ¿no cree que luego de tantos años de debates cabría esperar una mayor cantidad de exponentes de ese periodismo en el país?
R.- No me parece posible por ahora esa cosecha. Muchas barreras la han impedido. En primer término, el paternalismo. Todavía creemos que hay que atemperar el estilo y la técnica a los "lectores" más rezagados, como si esos "lectores" en verdad leyeran. Alguien una vez me escribió criticando que yo usaba palabras muy raras, y citaba el término peyorativo. "Yo, que tengo dos títulos universitarios, decía airadamente el lector, no sé qué significa esa palabra". Me parece, pues, que no hay que culpar al periodista; más bien, al lector, que no se inquieta por incrementar el saber que le validan sus títulos, y a la Universidad, que gradúa alumnos por dos veces sin que sepan qué significa "peyorativo". Además, la falta de espacio ha limitado la extensión del periodismo literario. Por último, mientras que tengamos una concepción del periodismo subordinado a la propaganda, y no se imponga el equilibrio entre lo importante y lo interesante, y le sea reconocido al periodismo su papel activo en la creación de la opinión pública y como promovedor de cultura, seguirá predominando ese "espíritu de cobrador de cuentas"que decía Miguel Ángel de la Torre que distinguía a sus colegas en la década de los 1920. Tengamos presente, también, que el periodismo literario es, además, signo de vocación, inquietud, talento. Es decir, es prerrogativa individual. Y estos que mencionamos y reconocemos en Cuba hoy son los que podemos mencionar y reconocer. Justamente.
4- Según mi manera de apreciarlo, el Premio Nacional de Periodismo José Martí, que le fue concedido, reconoce no sólo los méritos de un gran profesional -tenemos muchos- sino también el brillo de un tipo de periodismo que no abunda tanto. ¿Usted se atrevería a ver este Premio propio, además, como un estímulo adicional a que otros sigan ese reporterismo de más vuelo de que hablamos?
R.- Tienes razón. Creo que esta vez el Premio José Martí no se caracterizó tanto por premiar a un periodista como por reconocer y estimular un tipo de vocación y de ejercicio periodístico. Un periodismo negado a ser una especie de acta del acontecer; un periodismo que parte de la convicción de que debe disponer de un espacio en la sociedad, como una visión sesgada que, desde el mismo balcón, sea capaz de completar la visión frontal que suele caracterizar a la política. Es decir, en lo particular he creído que yo también tengo una opinión, aunque no coincida con quienes toman las decisiones. Y como la tengo, he de decirla en el medio donde mi crédito posee franquicia. Y he de decirla, no como la dicen los políticos, sino, aunque a la larga coincidamos, como exige la relación entre periodista y lector: una forma que interese y atraiga, despegue y se eleve. No sé… pero pensar de otra manera equivaldría desconocer a Martí. Las ideas del Maestro son también todavía tan hermosas y verdaderas, porque aún esta vigente la forma con que las arropó. Como dijo uno de mis escritores predilectos desde la adolescencia, León Bloy: la forma no es un lujo, porque la verdad necesita siempre estar en la gloria.
5- El periodismo literario, que usted prefiere llamar personal, es quizás el tema más atractivo en la formación de pregrado y posgrado, en cambio en la práctica se sigue percibiendo como un terreno para "elegidos". Usted, que es uno indiscutido, ¿cómo evalúa las competencias profesionales de los colegas cubanos para hacer un periodismo de filas, pero también de autor?R.- Quizás no sea tan "indiscutido". Incluso, al leer el acta del José Martí, el Jurado me otorgó el Premio por mayoría; es decir, fui discutido, lo que me exalta: no fue, así, tan fácil. Hubo candidatos que aspiraron con fuerza en sus méritos. Y a mí me parece que un buen rival te enaltece hasta en la derrota. Pero, ateniéndome a tu pregunta, creo haberte dicho las razones por las cuales el periodismo personal o literario se abroquela en individualidades. Hay que tener en cuenta las facultades personales; por otra parte, cuando en las universidades se habla de periodismo literario, el alumno de pregrado ya ha asimilado un concepto tradicional del periodismo, con lo cual no hay tiempo académico para hacerles ver que el periodismo personal implica negar lo aprendido para poder enriquecerlo. Sin embargo, mi experiencia docente confirma que entre 40 alumnos, unos tres o cuatro tienen inclinación para trascender por el uso de formas más creadoras. No creo que por ahora podamos aspirar a más. No es desdeñable el valor de la individualidad. El talento parece, por momentos, una fruta en extinción.
6- La polémica es un surco generoso. Aquí, allá y acullá, no pocos han visto al periodista y al periodismo como hijos ilegítimos de la literatura; incluso determinados proyectos literarios de reporteros parecen llevar carátulas pesadas para eventuales editoriales. Pero en las redacciones tampoco escasean quienes ven como una falta que el reportero se interese por comunicar con un estilo que sobreviva, por ejemplo, el ejemplar del periódico. ¿De qué se trata este instinto de mutilación de calidad?
R.- Me parece que ya te he respondido, en parte, esa pregunta. Abundo. El clima creador de una redacción depende de los editores, los cuadros. En la teoría de la dirección se establece que el 80 por ciento de lo que sucede en una empresa es atribuible a los que dirigen. Y desde Maquiavelo para acá se sabe que un conglomerado humano será lo que sus dirigentes hagan de él. Por lo tanto, a editores con un concepto plano del periodismo, ha de corresponder un periodismo plano en ese medio. Solo sobresalen los herejes que, con su obra tozuda y paciente, llegan a ser aceptados. Incluso premiados.
7- Su obra, aguda, polémica y comprometida, demuestra que el periodismo literario no es mero ornamento y que belleza no es debilidad. ¿Qué les diría a quienes quieren servida la mesa de la crítica con pan pan y vino vino, sin mantequilla ni bouquet?
R.- Que no saben cocinar, ni comer.
8- Más allá del paso por ese puente mágico que es la crónica -si se ha construido bien-, ¿qué coincidencias del lector de noticias y el lector de novelas pueden y deben aprovechar los periodistas y los escritores de ficción para llegar al público con una verdad elegantemente planteada y una ficción que comunique eficazmente?
R.- El hombre como especie tiene la facultad de reconstruir lo vivido. Por ello existe la historia. Y ese privilegio de tener memoria y evaluar y reproducir lo vivido, alimenta el arte de la plástica, la literatura, incluso la música. El juglar acompañó el desarrollo de la civilización. Y entre juglar y periodista hubo poca diferencia. Por tanto, para no hacer pesadas estas palabras, el periodista ha de contar su noticia de la forma más vívida posible, cuando la noticia merezca convertirse en una novela breve y apasionante. Hoy recordamos y elogiamos a Kapuscinski, a García Márquez, a Hemingway, a Norman Mailer, a Pablo de la Torriente, a John Reed, a Alma Guillermo Prieto, a Joan Didion, porque supieron o saben "contar la historia como novela y la novela como historia", de acuerdo con el principio de Mailer.
9- Pese a que su originalidad está fuera de toda duda, ¿a la de qué escritor le gustaría se asemejara, de alguna manera, su obra periodística?
R. No, mi originalidad no está fuera de toda duda: yo dudo de ella. Y por lo tanto sigo deseando que mi obra tenga la pasión y la valentía de León Bloy; la precisión de Hemingway; la imaginación de García Márquez; el estilo musical de Jorge Mañach; la audacia de Pablo de la Torriente Brau. Y la sinceridad de Luis Sexto, que es es el único mérito que me tolero.
10- Y a su literatura, ¿qué valores le colocaría del periodismo de un colega?
R.- Para hablar de colegas actuales diría que el uso de los adjetivos de Jorge Garrido; la síntesis de Argelio Santiesteban; el desenfado de Rolando Pérez Betancourt; la capacidad fabuladora de Leonardo Padura; el rigor estilístico de Eduardo Montes de Oca.
11- ¿Qué razones daría para estos préstamos?
R. Una razón principal: eso que reconozco en ellos, a mí me falta.
Nota: Enrique Milanés León es periodista; radica en la ciudad de Camagüey.
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domingo, 4 de octubre de 2009
EL DERECHO DE NO SER POBRES
Por Luis Sexto
¿Cuánto? Esa es la pregunta recurrente, arete labial, que les cuelga a quienes sopesan, miden, estiman la vida en el volumen del bolsillo o la cartera. Son como personajes de Balzac: indiferentes e inescrupulosos. Pero cuidado al hablar del dinero. Verdad que es metáfora del mal. Cumbre de la tentación. Excreta de la noche. Y estiércol del diablo, como lo tildó el ácido Giovanni Papini.
Los sabemos. El dinero financia las elucubraciones armamentistas, sufraga las guerras, paga a la prensa “napoleónica”con la cual, de haberla concebido, el Gran Corzo nunca hubiera perdido la batalla de Waterloo. Pero seamos justos: también impulsa la resistencia, sostiene a las revoluciones. Y opera como medio de relación. Signo de distribución. Todavía la sociedad no le ha hallado sustituto racional, práctico.
La culpa de sus desmanes no le pertenece únicamente. Hay responsabilidad en el que lo asume como espejo y lo pasea por la calle como suma del poder y la vanidad. El dinero es lo que vale, pregonan. Y, por supuesto, nada que no se obtenga con dinero, sirve. Para estos cajeros de la vida cotidiana, por favor, tenga usted la bondad, me podría ayudar, hermano, son fórmulas infantiles. Porque la sociedad, la vida, se entrega a los recios, a los que ponen precio a todo. Incluso a los otros. Y, desde luego, también exhiben su etiqueta de venta. ¿Cuánto me das? ¿Cuánto te doy? Esa es la consigna y su variante recíproca. Y para irse globalizando, incluso, lo mastican en inglés: How much?
Afrontemos una paradoja. Advierto que podrá disgustar, mas la experiencia social certifica que los pobres también necesitan el dinero. Y nosotros, gente que se inclina hacia la izquierda -el lado del corazón- coincidimos en defender el derecho de los pobres. Mas ¿qué derechos? Quizás estoy adentrándome en un asunto de alta o profunda teoría. Tal vez, aburra a los lectores. Es probable que a pocos les interese una reflexión un tanto abstracta. Las ideas, sin embargo, nos sirven como armas concretas. Y todos cuantos hoy pensamos, escribimos, polemizamos sobre un mundo mejor, como suele decirse, hemos de depurar las ideas que escoltan, acorazan nuestra lucha. Cuando pienso en el derecho de los pobres –los últimos, según una terminología reciente-, insisto en precisar a qué derechos nos referimos. Porque el único derecho que yo no les reconozco a los pobres es el derecho de ser pobres, a carecer de los medios que fundamenten una vida decorosa. Y defiendo, por encima de todo, el derecho a dejar de ser pobres, que no equivale a proponer que todos seamos ricos a la usanza clásica: la riqueza como resultado de la injusticia. Y erradicar la injusticia es, precisamente, la tarea de los revolucionarios.
Concuerdo con alzar la pobreza a un balcón de virtud. La pobreza como arte de humildad, antídoto del lujo, vacuna contra la prepotencia y la corrupción, diseño de la solidaridad. Estos valores espirituales o morales componen fines de un programa de mejoramiento personal, que tiende a perfeccionar la sociedad y que no incluye la pobreza como carencia, estrechez, o como dependencia de la dádiva, aunque el regalo provenga del Estado. Las lecciones de la historias están todavía muy cerca. Cierto “socialismo real y fracasado” pretendió hacer las cosas más simples, porque, cuando elegimos desde la pobreza, vestir y calzar y comer se convierten en una operación menos engorrosa, más rápida y barata. Pero también más angustiosa y frustrante. En China, por ejemplo, la pobreza empezó a recular -a pesar de las manchas que aún se dispersan por el enorme país- después de que los comunistas trascendieron el esquema del “socialismo aldeano”, comunal emparejamiento de las personas en las necesidades, los medios para resolverlas y en los resultados del trabajo.
Quién dudará de que el hombre no pueda vivir sin esperanzas. Es una virtud teologal, atributo de la conciencia religiosa. Y es además una virtud humana, natural, social, de este mundo y de hoy y de cualquier tiempo. Todo individuo es sujeto de la esperanza. Y todo régimen social, por tanto, tiene que ofrecer la esperanza como sostén. En el capitalismo una minoría la concreta, y muchos amanecen confiando en que, este día, será el de la fortuna, el del salto de la pobreza al bienestar. Esa actitud marca, orienta, hasta cierto punto, la subjetividad que a veces falta para cambiar las cosas. Es, desde luego, una esperanza engañosa y cruel, expresión de una política impolítica. Pero tan impolítica es la política que niega la esperanza o la aplaza. Un régimen con la esperanza cerrada no sobrevivirá a sus contradicciones.
Hemos de comprender, como “discípulos de la historia”, que los manuales de la experiencia del llamado socialismo real trataban más bien de acomodar la vida que de acomodarse a las normas de la vida. De ahí brota la afirmación de que es necesario inventar, o reinventar, el socialismo. Y así nuestros sueños a favor de los pobres no implican -pues nos opondríamos a las verdades de la realidad- repartir entre todos la pobreza con cuyos valores precarios se amengua también la libertad. No todos pobres, pues. Más bien, habrá que producir y distribuir equitativamente la riqueza. La igualdad ha de concurrir, generalizarse colectivamente en una cita con las oportunidades no igualitaristas de bienestar. Y aunque cualquiera podría argumentar que esta fórmula no rebasa “el derecho burgués”, yo preferiría empezar, continuar y consolidar la revolución mirando las flores que están debajo de mi ventana que añorar las que no se vislumbran en la lejanía.
¿Cuánto? Esa es la pregunta recurrente, arete labial, que les cuelga a quienes sopesan, miden, estiman la vida en el volumen del bolsillo o la cartera. Son como personajes de Balzac: indiferentes e inescrupulosos. Pero cuidado al hablar del dinero. Verdad que es metáfora del mal. Cumbre de la tentación. Excreta de la noche. Y estiércol del diablo, como lo tildó el ácido Giovanni Papini.
Los sabemos. El dinero financia las elucubraciones armamentistas, sufraga las guerras, paga a la prensa “napoleónica”con la cual, de haberla concebido, el Gran Corzo nunca hubiera perdido la batalla de Waterloo. Pero seamos justos: también impulsa la resistencia, sostiene a las revoluciones. Y opera como medio de relación. Signo de distribución. Todavía la sociedad no le ha hallado sustituto racional, práctico.
La culpa de sus desmanes no le pertenece únicamente. Hay responsabilidad en el que lo asume como espejo y lo pasea por la calle como suma del poder y la vanidad. El dinero es lo que vale, pregonan. Y, por supuesto, nada que no se obtenga con dinero, sirve. Para estos cajeros de la vida cotidiana, por favor, tenga usted la bondad, me podría ayudar, hermano, son fórmulas infantiles. Porque la sociedad, la vida, se entrega a los recios, a los que ponen precio a todo. Incluso a los otros. Y, desde luego, también exhiben su etiqueta de venta. ¿Cuánto me das? ¿Cuánto te doy? Esa es la consigna y su variante recíproca. Y para irse globalizando, incluso, lo mastican en inglés: How much?
Afrontemos una paradoja. Advierto que podrá disgustar, mas la experiencia social certifica que los pobres también necesitan el dinero. Y nosotros, gente que se inclina hacia la izquierda -el lado del corazón- coincidimos en defender el derecho de los pobres. Mas ¿qué derechos? Quizás estoy adentrándome en un asunto de alta o profunda teoría. Tal vez, aburra a los lectores. Es probable que a pocos les interese una reflexión un tanto abstracta. Las ideas, sin embargo, nos sirven como armas concretas. Y todos cuantos hoy pensamos, escribimos, polemizamos sobre un mundo mejor, como suele decirse, hemos de depurar las ideas que escoltan, acorazan nuestra lucha. Cuando pienso en el derecho de los pobres –los últimos, según una terminología reciente-, insisto en precisar a qué derechos nos referimos. Porque el único derecho que yo no les reconozco a los pobres es el derecho de ser pobres, a carecer de los medios que fundamenten una vida decorosa. Y defiendo, por encima de todo, el derecho a dejar de ser pobres, que no equivale a proponer que todos seamos ricos a la usanza clásica: la riqueza como resultado de la injusticia. Y erradicar la injusticia es, precisamente, la tarea de los revolucionarios.
Concuerdo con alzar la pobreza a un balcón de virtud. La pobreza como arte de humildad, antídoto del lujo, vacuna contra la prepotencia y la corrupción, diseño de la solidaridad. Estos valores espirituales o morales componen fines de un programa de mejoramiento personal, que tiende a perfeccionar la sociedad y que no incluye la pobreza como carencia, estrechez, o como dependencia de la dádiva, aunque el regalo provenga del Estado. Las lecciones de la historias están todavía muy cerca. Cierto “socialismo real y fracasado” pretendió hacer las cosas más simples, porque, cuando elegimos desde la pobreza, vestir y calzar y comer se convierten en una operación menos engorrosa, más rápida y barata. Pero también más angustiosa y frustrante. En China, por ejemplo, la pobreza empezó a recular -a pesar de las manchas que aún se dispersan por el enorme país- después de que los comunistas trascendieron el esquema del “socialismo aldeano”, comunal emparejamiento de las personas en las necesidades, los medios para resolverlas y en los resultados del trabajo.
Quién dudará de que el hombre no pueda vivir sin esperanzas. Es una virtud teologal, atributo de la conciencia religiosa. Y es además una virtud humana, natural, social, de este mundo y de hoy y de cualquier tiempo. Todo individuo es sujeto de la esperanza. Y todo régimen social, por tanto, tiene que ofrecer la esperanza como sostén. En el capitalismo una minoría la concreta, y muchos amanecen confiando en que, este día, será el de la fortuna, el del salto de la pobreza al bienestar. Esa actitud marca, orienta, hasta cierto punto, la subjetividad que a veces falta para cambiar las cosas. Es, desde luego, una esperanza engañosa y cruel, expresión de una política impolítica. Pero tan impolítica es la política que niega la esperanza o la aplaza. Un régimen con la esperanza cerrada no sobrevivirá a sus contradicciones.
Hemos de comprender, como “discípulos de la historia”, que los manuales de la experiencia del llamado socialismo real trataban más bien de acomodar la vida que de acomodarse a las normas de la vida. De ahí brota la afirmación de que es necesario inventar, o reinventar, el socialismo. Y así nuestros sueños a favor de los pobres no implican -pues nos opondríamos a las verdades de la realidad- repartir entre todos la pobreza con cuyos valores precarios se amengua también la libertad. No todos pobres, pues. Más bien, habrá que producir y distribuir equitativamente la riqueza. La igualdad ha de concurrir, generalizarse colectivamente en una cita con las oportunidades no igualitaristas de bienestar. Y aunque cualquiera podría argumentar que esta fórmula no rebasa “el derecho burgués”, yo preferiría empezar, continuar y consolidar la revolución mirando las flores que están debajo de mi ventana que añorar las que no se vislumbran en la lejanía.
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viernes, 2 de octubre de 2009
LA MUERTE NO ES VERDAD
Por Luis Sexto
Ha muerto ayer, primero de octubre el escritor cubano Cintio Vitier. Nacido en Cayo Hueso, Estados Unidos, en 1921, quizás pocas veces el gentilicio cubano ha sido tan exacto y tan justo. Porque Vitier se dobló sobre cuartillas frescas y documentos viejos para dar a Cuba una visión clara, ancha de sí misma a través de la literatura. Escribió versos, ensayos, estudios críticos, novelas. Fue habitualmente un poeta de aproximaciones lúcidas al investigar y evaluar la papelería de cinco siglos concerniente al pasado literario cubano. No dudo en llamarlo el último de nuestros humanistas. También, por ello, asumió en estilo y verdad la talla de los descubridores.
Al saber de su deceso, he tomado de entre los libros domésticos, dos de los títulos más recurrentes en mis horas: Ese sol del mundo moral y Vida y obra del Apóstol José Martí. Tal vez ninguno de los cubanos que hallan en la lectura la justificación de su ser y su circunstancia, pueda permanecer impasible ante estos volúmenes. Si en alguna ocasión reciente he dudado de mi vocación o de mi modesta persistencia en asumir el destino de mi patria, he hallado en estos libros el sentido de los días que desvivo. Cintio me recuerda que la historia, que el pasado y la tradición prometen el sentido de la vida a quienes eligen las incertidumbres del ser ante las certidumbres del tener.
Muy joven me convertí en lector asiduo, admirador lejano y anónimo de Cintio y de su esposa Fina, pareja tan ejemplar en lo artístico como en lo ético. De Cintio leí cuanto podía hallar. Al adentrarme en sus letras sabía que era un autor en plenitud de sinceridad y cultura. Aun en cuanto podía estar en desacuerdo, encontraba yo una razón de aprendizaje. Su clásico texto Lo cubano en la poesía me trasmitió otra dimensión de la historia. Y la vida y la obra de José Martí me alcanzaron desde un mirador íntegramente eticista, sin la cual -me parece que Cintio lo demostraba- no es posible juzgar ni entender a Cuba y su historia
Esta nota no puede, sin embargo, transitar por el resumen de todo cuanto Cintio escribió. Su muerte me toca como si muriera con él uno de mis miembros más útiles. No he de decir que me apareé al pie de sus jornadas, como un centinela o un vecino de puerta con puerta. ¿Pero acaso ha de ser necesaria la proximidad espacial para estar próximo? ¿No tienen los afectos más entrañados el pudor que los distancia del objeto querido a la vez que los exalta y los acendra?
En 1968, tenía yo casi 23 años. Un sábado visité, como de costumbre, al ensayista, investigador, polígrafo José María Chacón y Calvo. Y mientras esperaba por la lentitud de su pierna enferma, registraba sus libreros de modo que tropecé con el polémico libro de don Ramón Menéndez Pidal sobre el Padre Las Casas. Me lo regaló. Otra noche, encontré Temas Martianos, de Cintio Vitier y Fina García Marruz. Pero me lo negó. Está dedicado, le oí alegar en cierta protesta de su generosidad.
Entonces opté por pedírselo a los autores, en una carta cuya línea inicial recuerdo: “Husmeando en la biblioteca de nuestro común amigo Chacón y Calvo…” Ellos no me conocían ni de nombre: no había ninguna razón; tampoco las hubo en lo sucesivo. A poco, el cartero me entregó un ejemplar de Temas Martianos, firmado por Cintio y Fina: “A Luis Sexto Sánchez con saludos martianos de sus amigos”. .
Lo que quiero decir, pues, es que aquel gesto de 1968 fue el anticipo, la piedra fundacional, el imán, de la dicha que en 2005 merecí sin merecerla. Momento es para volver a contarla. Un día de ese último año Cintio y Fina me invitaron y recibieron como amigo tangible. Leían mis prosas periodísticas, y querían decírmelo como si fuesen lectores comunes deseosos de conocer al autor predilecto. ¿Sabían que premiaban la lealtad de un lector?
Experimento, desde luego, cierta desazón al contar este episodio. Mi escasa relación personal con Cintio y Fina a quien honra es a mí. Ellos pudieron seguir nutriendo su crédito, su prestigio de personas y artistas, sin haberme conocido en cuerpo y alma. Yo, en cambio, gané el estímulo, el reconocimiento de dos poetas a los que había querido, enconchado en la incógnita, durante casi dos tercios de mi existencia. Los empecé a querer primeramente, como quería Martí, por su integridad y por su sabia y lírica sustancia cubana. Luego, por su obra literaria de quintaesencias humanistas. Y siempre con la misma intensidad del discípulo que necesita maestros y los asume en actos y libros ajenos.
A esa entrevista –a la que faltó Fina involuntariamente; después nos veríamos- llevé un libro: Prosas leves, de Cintio. Al final, le pedí que me lo dedicara. Es mi predilecto entre sus libros, le advertí. Yo también lo prefiero, confesó. Su dedicatoria fue para mí la plenitud de aquella inicial, tan delicada y sobria, de 37 años antes. Ahora sí podría estar seguro, satisfecho, de que tanto Cintio como Fina –o tanto Fina como Cintio, el orden del binomio no alteraba la sensibilidad- conocían, en la acepción de “poseer”, al Sexto a quien le autografiaban un libro. Los días se habían amontonado larga, despaciosamente, para favorecer esta confluencia que traté de presagiar y disponer en mis años liminares como aprendiz de letras y estilos. Cintio escribió esta dedicatoria: “Para Luis Sexto, periodista de prosas leves…” Y lo demás, lo guardo en ese lado izquierdo donde afirma nuestra lengua, tomándolo del cor, cordis latino, que radica lo más entrañable del ser humano. Y en ese mismo nicho conservaré aquel modo tierno, sincero, inesperado, quizás inconsciente, con que Cintio, en mitad de nuestra charla, me dijo: Hijo mío.
¿Podría ahora no llorar o lamentar la muerte de Cintio? Puedo llorarlo. Y puedo prometerme continuar leyéndolo, reencontrándome con el estilo de un escritor cordialmente de cubano. Sobre mi mesa continúan abiertos sus libros. En hombres como Cintio Vitier, la muerte carece de tinta para poner el punto final. Como dijo Martí: no es verdad.
Ha muerto ayer, primero de octubre el escritor cubano Cintio Vitier. Nacido en Cayo Hueso, Estados Unidos, en 1921, quizás pocas veces el gentilicio cubano ha sido tan exacto y tan justo. Porque Vitier se dobló sobre cuartillas frescas y documentos viejos para dar a Cuba una visión clara, ancha de sí misma a través de la literatura. Escribió versos, ensayos, estudios críticos, novelas. Fue habitualmente un poeta de aproximaciones lúcidas al investigar y evaluar la papelería de cinco siglos concerniente al pasado literario cubano. No dudo en llamarlo el último de nuestros humanistas. También, por ello, asumió en estilo y verdad la talla de los descubridores.
Al saber de su deceso, he tomado de entre los libros domésticos, dos de los títulos más recurrentes en mis horas: Ese sol del mundo moral y Vida y obra del Apóstol José Martí. Tal vez ninguno de los cubanos que hallan en la lectura la justificación de su ser y su circunstancia, pueda permanecer impasible ante estos volúmenes. Si en alguna ocasión reciente he dudado de mi vocación o de mi modesta persistencia en asumir el destino de mi patria, he hallado en estos libros el sentido de los días que desvivo. Cintio me recuerda que la historia, que el pasado y la tradición prometen el sentido de la vida a quienes eligen las incertidumbres del ser ante las certidumbres del tener.
Muy joven me convertí en lector asiduo, admirador lejano y anónimo de Cintio y de su esposa Fina, pareja tan ejemplar en lo artístico como en lo ético. De Cintio leí cuanto podía hallar. Al adentrarme en sus letras sabía que era un autor en plenitud de sinceridad y cultura. Aun en cuanto podía estar en desacuerdo, encontraba yo una razón de aprendizaje. Su clásico texto Lo cubano en la poesía me trasmitió otra dimensión de la historia. Y la vida y la obra de José Martí me alcanzaron desde un mirador íntegramente eticista, sin la cual -me parece que Cintio lo demostraba- no es posible juzgar ni entender a Cuba y su historia
Esta nota no puede, sin embargo, transitar por el resumen de todo cuanto Cintio escribió. Su muerte me toca como si muriera con él uno de mis miembros más útiles. No he de decir que me apareé al pie de sus jornadas, como un centinela o un vecino de puerta con puerta. ¿Pero acaso ha de ser necesaria la proximidad espacial para estar próximo? ¿No tienen los afectos más entrañados el pudor que los distancia del objeto querido a la vez que los exalta y los acendra?
En 1968, tenía yo casi 23 años. Un sábado visité, como de costumbre, al ensayista, investigador, polígrafo José María Chacón y Calvo. Y mientras esperaba por la lentitud de su pierna enferma, registraba sus libreros de modo que tropecé con el polémico libro de don Ramón Menéndez Pidal sobre el Padre Las Casas. Me lo regaló. Otra noche, encontré Temas Martianos, de Cintio Vitier y Fina García Marruz. Pero me lo negó. Está dedicado, le oí alegar en cierta protesta de su generosidad.
Entonces opté por pedírselo a los autores, en una carta cuya línea inicial recuerdo: “Husmeando en la biblioteca de nuestro común amigo Chacón y Calvo…” Ellos no me conocían ni de nombre: no había ninguna razón; tampoco las hubo en lo sucesivo. A poco, el cartero me entregó un ejemplar de Temas Martianos, firmado por Cintio y Fina: “A Luis Sexto Sánchez con saludos martianos de sus amigos”. .
Lo que quiero decir, pues, es que aquel gesto de 1968 fue el anticipo, la piedra fundacional, el imán, de la dicha que en 2005 merecí sin merecerla. Momento es para volver a contarla. Un día de ese último año Cintio y Fina me invitaron y recibieron como amigo tangible. Leían mis prosas periodísticas, y querían decírmelo como si fuesen lectores comunes deseosos de conocer al autor predilecto. ¿Sabían que premiaban la lealtad de un lector?
Experimento, desde luego, cierta desazón al contar este episodio. Mi escasa relación personal con Cintio y Fina a quien honra es a mí. Ellos pudieron seguir nutriendo su crédito, su prestigio de personas y artistas, sin haberme conocido en cuerpo y alma. Yo, en cambio, gané el estímulo, el reconocimiento de dos poetas a los que había querido, enconchado en la incógnita, durante casi dos tercios de mi existencia. Los empecé a querer primeramente, como quería Martí, por su integridad y por su sabia y lírica sustancia cubana. Luego, por su obra literaria de quintaesencias humanistas. Y siempre con la misma intensidad del discípulo que necesita maestros y los asume en actos y libros ajenos.
A esa entrevista –a la que faltó Fina involuntariamente; después nos veríamos- llevé un libro: Prosas leves, de Cintio. Al final, le pedí que me lo dedicara. Es mi predilecto entre sus libros, le advertí. Yo también lo prefiero, confesó. Su dedicatoria fue para mí la plenitud de aquella inicial, tan delicada y sobria, de 37 años antes. Ahora sí podría estar seguro, satisfecho, de que tanto Cintio como Fina –o tanto Fina como Cintio, el orden del binomio no alteraba la sensibilidad- conocían, en la acepción de “poseer”, al Sexto a quien le autografiaban un libro. Los días se habían amontonado larga, despaciosamente, para favorecer esta confluencia que traté de presagiar y disponer en mis años liminares como aprendiz de letras y estilos. Cintio escribió esta dedicatoria: “Para Luis Sexto, periodista de prosas leves…” Y lo demás, lo guardo en ese lado izquierdo donde afirma nuestra lengua, tomándolo del cor, cordis latino, que radica lo más entrañable del ser humano. Y en ese mismo nicho conservaré aquel modo tierno, sincero, inesperado, quizás inconsciente, con que Cintio, en mitad de nuestra charla, me dijo: Hijo mío.
¿Podría ahora no llorar o lamentar la muerte de Cintio? Puedo llorarlo. Y puedo prometerme continuar leyéndolo, reencontrándome con el estilo de un escritor cordialmente de cubano. Sobre mi mesa continúan abiertos sus libros. En hombres como Cintio Vitier, la muerte carece de tinta para poner el punto final. Como dijo Martí: no es verdad.
BREVE RESUMEN
VITIER BOLAÑOS, Cintio (Cayo Hueso, Estados Unidos, 25.9.1921). Es hijo del educador Medardo Vitier. Inició sus estudios en el colegio «Froebel», fundado por su padre en Matanzas. En 1935 se trasladó a La Habana. Estudió en el colegio La Luz, donde conoció al poeta Eliseo Diego. Se graduó de Bachiller en Ciencias y Letras en el Instituto de La Habana. Editó los cuadernos Clavileño (1942-1943). Se graduó de Doctor en Derecho Civil en la Universidad de La Habana en 1947, pero nunca ha ejercido la carrera. Durante sus años de estudiante hizo amistad con Lezama Lima y con Fina García Marruz, con la que contrajo matrimonio en 1947. Formó parte del Grupo Orígenes junto con Lezama Lima -su figura central-, Eliseo Diego y otros poetas. Entre 1947 y 1961 ejerció como profesor de francés en la Escuela Normal para Maestros de La Habana. Ha ofrecido conferencias en diversas instituciones culturales, como el Ateneo de La Habana, el Círculo de Amigos de la Cultura Francesa, el Lyceum, las universidades de La Habana, Las Villas y Oriente. En la Universidad Central de Las Villas fue profesor de literatura cubana e hispanoamericana y director de su Departamento de Estudios Hispánicos (1959-1960). En 1959 dirigió la Nueva Revista Cubana. En la Biblioteca Nacional, donde trabaja como investigador literario, ha sido director de la Revista de la Biblioteca Nacional «José Martí» (1962), del Anuario Martiano (1968-1972) y de la Sala Martí (1968-1973). Participó en el Coloquio Internacional José Martí, celebrado en la Universidad de Burdeos en 1972. Ha viajado además a Estados Unidos, Italia -como participante en el congreso Terzo Mondo e Comunitá Mondiale (Génova, 1965)-, España, México, Unión Soviética y Checoslovaquia. A todo lo largo de su trayectoria intelectual ha colaborado en numerosas publicaciones periódicas: Espuela de Plata, Poeta, Orígenes -revista del grupo del mismo nombre, en la que colaboró asiduamente y dio a conocer sus traducciones-, Lyceum, Revista Cubana, Boletín de la Academia Cubana de la Lengua, Prometeo, El Mundo, Diario de la Marina, Grafos, Luz, Magazine Social, Mensajes, Cuadernos de la Universidad del Aire, Islas, Cuba en la UNESCO, Lunes de Revolución, Casa de las Américas, Unión, La Gaceta de Cuba, Bohemia, Signos, Taller Literario, Santiago, todas cubanas. Ha colaborado además en las publicaciones extranjeras Cuadrante, Cuadernos Americanos, Revista Mexicana de Literatura, Asomante, Sin Nombre, Diálogos, Cuadernos Hispanoamericanos, Europe, Courrier du Centre International d'Etudes Poétiques, Journal des Poètes, Odissey Review. Es autor de las antologías Diez poetas cubanos. 1937-1947 (La Habana, Orígenes, 1948), Cincuenta años de poesía cubana. 1902-1952 (La Habana, Ministerio de Educación. Dirección de Cultura, 1952), Las mejores poesías cubanas (Lima, Organización Continental de los Festivales del Libro, 1959), Los grandes románticos cubanos (La Habana, Organización Continental de los Festivales del Libro, 1960) -reeditada con el título Los poetas románticos cubanos (La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1962)-, La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano (La Habana, Biblioteca Nacional «José Martí». Depto. Colección Cubana, 1968-1974. 3 t.), José Martí. Antologia di testi e antologia critica a cura e con una introduzione di [...] (Roma, Edizioni di Ideologie, 1974). Editó y prologó la Obra poética de Emilio Ballagas (La Habana, 1955), Espejo de paciencia (La Habana, Universidad Central de Las Villas. Depto. de Estudios Hispánicos, 1960 y La Habana, Publicaciones de la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, 1962, ésta en facsímil), de Silvestre de Balboa, y el Epistolario (La Habana, Academia de Ciencias. Instituto de Literatura y Lingüística, 1966. 2 t.), de Juana Borrero. Prologó el cuento de Tristán de Jesús Medina, Mozart ensayando su requiem (La Habana, Biblioteca Nacional «José Martí». Depto. Colección Cubana, 1964), y la antología de Jean Lamore, José Martí. La guerre de Cuba et le destin de l'Amérique Latine (París, Aubier Montaigne, 1973). Es autor de diversos ensayos sobre Martí, recogidos en Estudios críticos (La Habana, 1964), donde se incluyen también trabajos de Fina García Marruz, y en Temas martianos (La Habana, 1969), también en colaboración con su esposa. Ha traducido a Paul Valéry («Primer fragmento de Narciso»), Stéphane Mallarmé («Un golpe de dados»), Paul Claudel (El canje y poemas), Arthur Rimbaud (Iluminaciones, publicado en Ebro en 1961 con un ensayo introductorio). Una parte importante de su obra poética fue antologada en De la poesía cubana contemporánea (Regino E. Boti, José Manuel Poveda, Emilio Ballagas, Cintio Vitier, Eliseo Diego) (Moscú. Progreso, 1972), traducida al ruso por Pavel Grushkó. También ha sido traducido al inglés, francés, italiano, alemán. (Ficha tomada del Diccionario de la Literatura Cubana)
VITIER BOLAÑOS, Cintio (Cayo Hueso, Estados Unidos, 25.9.1921). Es hijo del educador Medardo Vitier. Inició sus estudios en el colegio «Froebel», fundado por su padre en Matanzas. En 1935 se trasladó a La Habana. Estudió en el colegio La Luz, donde conoció al poeta Eliseo Diego. Se graduó de Bachiller en Ciencias y Letras en el Instituto de La Habana. Editó los cuadernos Clavileño (1942-1943). Se graduó de Doctor en Derecho Civil en la Universidad de La Habana en 1947, pero nunca ha ejercido la carrera. Durante sus años de estudiante hizo amistad con Lezama Lima y con Fina García Marruz, con la que contrajo matrimonio en 1947. Formó parte del Grupo Orígenes junto con Lezama Lima -su figura central-, Eliseo Diego y otros poetas. Entre 1947 y 1961 ejerció como profesor de francés en la Escuela Normal para Maestros de La Habana. Ha ofrecido conferencias en diversas instituciones culturales, como el Ateneo de La Habana, el Círculo de Amigos de la Cultura Francesa, el Lyceum, las universidades de La Habana, Las Villas y Oriente. En la Universidad Central de Las Villas fue profesor de literatura cubana e hispanoamericana y director de su Departamento de Estudios Hispánicos (1959-1960). En 1959 dirigió la Nueva Revista Cubana. En la Biblioteca Nacional, donde trabaja como investigador literario, ha sido director de la Revista de la Biblioteca Nacional «José Martí» (1962), del Anuario Martiano (1968-1972) y de la Sala Martí (1968-1973). Participó en el Coloquio Internacional José Martí, celebrado en la Universidad de Burdeos en 1972. Ha viajado además a Estados Unidos, Italia -como participante en el congreso Terzo Mondo e Comunitá Mondiale (Génova, 1965)-, España, México, Unión Soviética y Checoslovaquia. A todo lo largo de su trayectoria intelectual ha colaborado en numerosas publicaciones periódicas: Espuela de Plata, Poeta, Orígenes -revista del grupo del mismo nombre, en la que colaboró asiduamente y dio a conocer sus traducciones-, Lyceum, Revista Cubana, Boletín de la Academia Cubana de la Lengua, Prometeo, El Mundo, Diario de la Marina, Grafos, Luz, Magazine Social, Mensajes, Cuadernos de la Universidad del Aire, Islas, Cuba en la UNESCO, Lunes de Revolución, Casa de las Américas, Unión, La Gaceta de Cuba, Bohemia, Signos, Taller Literario, Santiago, todas cubanas. Ha colaborado además en las publicaciones extranjeras Cuadrante, Cuadernos Americanos, Revista Mexicana de Literatura, Asomante, Sin Nombre, Diálogos, Cuadernos Hispanoamericanos, Europe, Courrier du Centre International d'Etudes Poétiques, Journal des Poètes, Odissey Review. Es autor de las antologías Diez poetas cubanos. 1937-1947 (La Habana, Orígenes, 1948), Cincuenta años de poesía cubana. 1902-1952 (La Habana, Ministerio de Educación. Dirección de Cultura, 1952), Las mejores poesías cubanas (Lima, Organización Continental de los Festivales del Libro, 1959), Los grandes románticos cubanos (La Habana, Organización Continental de los Festivales del Libro, 1960) -reeditada con el título Los poetas románticos cubanos (La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1962)-, La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano (La Habana, Biblioteca Nacional «José Martí». Depto. Colección Cubana, 1968-1974. 3 t.), José Martí. Antologia di testi e antologia critica a cura e con una introduzione di [...] (Roma, Edizioni di Ideologie, 1974). Editó y prologó la Obra poética de Emilio Ballagas (La Habana, 1955), Espejo de paciencia (La Habana, Universidad Central de Las Villas. Depto. de Estudios Hispánicos, 1960 y La Habana, Publicaciones de la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, 1962, ésta en facsímil), de Silvestre de Balboa, y el Epistolario (La Habana, Academia de Ciencias. Instituto de Literatura y Lingüística, 1966. 2 t.), de Juana Borrero. Prologó el cuento de Tristán de Jesús Medina, Mozart ensayando su requiem (La Habana, Biblioteca Nacional «José Martí». Depto. Colección Cubana, 1964), y la antología de Jean Lamore, José Martí. La guerre de Cuba et le destin de l'Amérique Latine (París, Aubier Montaigne, 1973). Es autor de diversos ensayos sobre Martí, recogidos en Estudios críticos (La Habana, 1964), donde se incluyen también trabajos de Fina García Marruz, y en Temas martianos (La Habana, 1969), también en colaboración con su esposa. Ha traducido a Paul Valéry («Primer fragmento de Narciso»), Stéphane Mallarmé («Un golpe de dados»), Paul Claudel (El canje y poemas), Arthur Rimbaud (Iluminaciones, publicado en Ebro en 1961 con un ensayo introductorio). Una parte importante de su obra poética fue antologada en De la poesía cubana contemporánea (Regino E. Boti, José Manuel Poveda, Emilio Ballagas, Cintio Vitier, Eliseo Diego) (Moscú. Progreso, 1972), traducida al ruso por Pavel Grushkó. También ha sido traducido al inglés, francés, italiano, alemán. (Ficha tomada del Diccionario de la Literatura Cubana)
jueves, 1 de octubre de 2009
TIERRA DE NADIE
Por Luis Sexto
El mundo ambiente se deslava entre nuestros pies y lejos del corazón. Se desconchan las paredes, se agrieta el piso y se agujerea el techo de nuestra habitación terrestre. ¿Qué estamos pensando? ¿Acaso trasladar la tienda a otra bola en las planicies aún inexploradas del Cosmos? Habría para ello una dificultad. Una sola. Mientras buscamos y acomodamos el nuevo medio, se acabará el tiempo.
Un poeta legó a sus hijos el tiempo, todo el tiempo. Pero es casi imposible heredarlo. Se consume. El tiempo de una vela concluye al consumirse el pabilo. Se apagó la llama. Y murió la vela. El ejemplo, tan sencillo como la evidencia, tal vez no ejerza presión sobre la conciencia de cada terrícola. Cada sujeto apenas dura lo que un relámpago. Y no suele proyectarse más allá de su momento. Quizás alguna vez se conmueva la conciencia general nuestra especie logre entender que perdurar es, ante todo, un principio de amor. Hacia sí en lo particular y hacia el prójimo, el semejante, que vendrá.
El hombre, como género, se ama poco. Thomas Merton, escritor norteamericano de quintaesencias meditativas, anotó en su libro Conjeturas de un espectador culpable que el amor a la naturaleza enruta la prolongación del amor hacia nosotros mismos. Pero nos acercamos a nuestra casa, la habitamos incluso, como extraños, en actitud de propietarios usurpadores, cuando somos un elemento más, hermano de la flor, del ave y de la nube.Lo recomendable, ha dicho otro meditador, es humanizar el medio ambiente. Quizás lo más favorable sea introducirnos en él como lo que somos: parte.
La inocencia de los bosques de Cuba empezó a naufragar con la Armada Invencible de Felipe Segundo en el siglo XVI. Árboles preciosos, duros y durables, de la Ínsula edénica y fiel de la corona española sirvieron de cuadernas y mástiles en aquella flota ambiciosa de geopolítica dorada. El hacha desembarcó en aquellos bosques -que entonces sombreaban y a veces hacían impenetrable, el 85 por ciento del territorio cubano- entre los bártulos de conquistadores y colonizadores. Llegó junto con la cruz, la afición notarial y el gusto por el dinero.¿Habrá plantado alguna vez un árbol el rey Felipe? ¿O su padre Carlos Quinto? ¿Y los hacendados criollos del XVIII o del XIX, incluso del siglo XX? ¿Lo habrá plantado W. Bush, que se negó a firmar el protocolo de Kyoto para preservar el “mundoambiente” de las emanaciones tóxicas?
Tampoco lo han plantado los gerentes y dueños de las corporaciones globales, que deciden que los desechos de sus empresas escamoteen el oxígeno de los peces de ríos y mares, y le disputen la pureza a los nutrientes del subsuelo, y propicien sequías saharianas y temperaturas de infierno. Antes que aquellos dos leñadores hubiera querido entrevistar a uno de esos potentados tecnotrónicos y postmodernos, y preguntarle lo mismo que a aquellos cuya humildad les hacía distinguir entre un árbol bonito y útil y otro feo o inhábil. En inglés, desde luego, o en un español primitivo, habría contestado: Ah, mi no saber... O habría pretextado la excusa típica en la retórica de los poderosos: Ha sido obra de mi sucesor, o de mis empleados. Y alargaría un texto enumerando las infinitesimales razones del desarrollo.
Ya nadie vacila en achacar la culpa básica a los países desarrollados. Ellos deciden y escriben diariamente la sentencia de extinción de planeta. Y no es el desarrollo el culpable en esencia. Es el modo irracional de asumirlo y ejercerlo. Ese consumismo, ese confort vitalicio, creciente, que inventa una necesidad huera hoy para sustituirla mañana por otra más excéntrica y banal, y que desgasta el perfil humano de la gente. Y cuya finalidad primordial –promover el consumo extremo- se enreda con la voracidad de bancos, corporaciones, y compañías.
La naturaleza se sustenta en el equilibrio. Este es, quizás, el término más grácil, dulce, de la física, de la lengua y de la vida. Si un cocodrilo, ha escrito un ecólogo brasileño, expresara sus deseos más afines a su condición de ser saurio, exigiría que el mundo fuese un total pantano. Y el león, a su turno, que el orbe se trocara en una llanura africana con gacelas en panales. El Hombre, que entre sus libertades utiliza la capacidad de concebir formas inexistentes y convertirlas en obras, pretende, en su más inconsciente e insensible sector – el de los más ricos, los menos- urbanizar el globo; convertirlo en una ciudad que aplaste el equilibrio vital. Civilización proviene de civitas, nombre latino de ciudad. Y hoy la civilización que el capitalismo ha conducido hacia la desmesura, el paroxismo, adquiere un matiz devastador. Civilización corrosiva. Autogeneratriz de la desgracia.
La humanidad, por más que muchos lo desconozcan, es parte de la naturaleza. Y perecerá con ella... si la destruye. Las culturas antiguas intuyeron con más tino esa peculiaridad del hombre. Leonardo Boff, que de teólogo derivó en ecólogo, ha contado que los miembros de cierta tribu del Matto Grosso van suicidándose según las compañías inversionistas talan y despejan la selva. Pierden con la tierra la identidad y el sentido de la vida. Yibran Jalil Yibran, poeta oriental, procedente de esas culturas mediterráneas que tanto penetraron en el alma humana, compuso un verso insuperable, que se acopla, por la soterrada y distante comunicación de las culturas, con un principio de José Martí: Yibran escribió: “La tierra es mi patria y la humanidad mi familia.” Y Martí: “Patria es humanidad.”
Hagámonos, para terminar, dos preguntas: ¿Será posible que el árbol, por mencionar un ser sensitivo, prevalezca sólo en fotografías y pinturas? ¿Tantos hombres y mujeres del futuro solo verán desde su ventana ramas de hormigón y un cielo de aluminio?
El futuro parece ser una heredad incierta. Porque, como leo en un libro conmovedor –El viejo que leía novelas de amor- del chileno Luis Sepúlveda, el desierto es la obra maestra de los seres humanos.
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